Capítulo 59

Thomas retrocedió un paso y se dio cuenta de que otros hacían lo mismo. Un silencio sepulcral dejó el lugar desprovisto de vida mientras todos los clarianos tenían la vista clavada en la fila de ventanas, en la fila de observadores. Thomas vio que uno de ellos bajaba la cabeza para apuntar algo; otro se puso unas gafas. Todos llevaban chaquetas negras sobre camisas blancas con una palabra bordada en la parte derecha del pecho; no podía distinguir lo que ponía. Ninguno de ellos mostraba una expresión discernible. Todos tenían un aspecto cetrino y demacrado; daba lástima mirarlos.

Continuaron observando a los clarianos; un hombre negó con la cabeza y una mujer asintió. Otro hombre se rascó la nariz, y ese fue el gesto más humano que Thomas les vio hacer.

—¿Quiénes son esas personas? —susurró Chuck, pero su voz retumbó en la sala con un tono ronco.

—Los creadores —respondió Minho, y luego escupió en el suelo—. ¡Os voy a partir la cara! —gritó tan fuerte que Thomas casi se tapó los oídos con las manos.

—¿Qué hacemos? —inquirió Thomas—. ¿A qué están esperando?

—Lo más seguro es que hagan volver a los laceradores —dijo Newt—. Puede que estén viniendo ahora…

Un pitido alto y lento le interrumpió, como el sonido de advertencia de un enorme camión dando marcha atrás, pero mucho más potente. Provenía de todas partes, resonaba y retumbaba por toda la cámara.

—Y ahora, ¿qué? —preguntó Chuck, sin ocultar la preocupación en su voz.

Por algún motivo, todos miraron a Thomas; él se encogió de hombros. Ya no recordaba nada más; estaba tan despistado como el resto. Y asustado. Estiró el cuello mientras examinaba el lugar de arriba abajo para tratar de averiguar de dónde procedía el pitido. Pero no había cambiado nada. Entonces, por el rabillo del ojo, advirtió que los demás clarianos miraban en dirección a las puertas y él hizo lo mismo. El corazón se le aceleró cuando vio que una de las puertas se abría hacia ellos.

El pitido cesó y la sala se sumió en un silencio tan profundo como el espacio exterior. Thomas esperó, aguantando la respiración, y se preparó para cualquier cosa horrible que pudiese aparecer volando por la puerta.

Pero sólo entraron dos personas en la sala. Una de ellas era una mujer. Una adulta. Parecía muy normal, con aquellos pantalones negros y una camisa blanca abotonada con un logo en el pecho en el que se leía CRUEL escrito en azul. Llevaba el pelo castaño cortado por los hombros y tenía la cara delgada y los ojos oscuros. Al acercarse al grupo, no sonrió ni frunció el ceño. Era casi como si no advirtiera su presencia o no le importara que estuviesen allí.

«La conozco», pensó Thomas. Pero era un recuerdo algo borroso, no podía acordarse de su nombre ni de qué tenía que ver con el Laberinto, pero le resultaba familiar. Y no sólo por su aspecto, sino por cómo caminaba, por sus gestos… duros, sin rastro de alegría. Se detuvo a varios pasos enfrente de los clarianos y miró despacio de izquierda a derecha para contemplarlos a todos.

La otra persona, que estaba de pie a su lado, era un chico que llevaba puesto un chándal demasiado grande para él, con la capucha levantada, ocultándole el rostro.

—Bienvenidos de nuevo —dijo finalmente la mujer—. Han sido más de dos años y sólo han muerto unos pocos. Increíble.

Thomas notó cómo se quedaba boquiabierto y la rabia le enrojecía la cara.

—¿Perdone? —balbuceó Newt.

Los ojos de la mujer volvieron a examinar al grupo antes de posarse en Newt.

—Todo ha ido de acuerdo con el plan, señor Newton. Aunque esperábamos que unos cuantos más se rindieran en el camino.

Miró a su compañero y le bajó la capucha al chico, que levantó la cabeza, con los ojos llenos de lágrimas. Todos los clarianos se quedaron atónitos. Thomas notó que le fallaban las rodillas.

Era Gally. Thomas parpadeó y se frotó los ojos como si fuera un dibujo animado. Estaba sorprendido, pero también enfadado. Era Gally.

—¡Qué está haciendo este aquí! —gritó Minho.

—Ahora estáis a salvo —respondió la mujer como si no le hubiera oído—. Por favor, tranquilizaos.

—¿Que nos tranquilicemos? —soltó Minho—. ¿Tú quién eres para decirnos que nos tranquilicemos? Queremos ver a la policía, al alcalde, al presidente, ¡a alguien!

A Thomas le preocupaba lo que Minho pudiese hacer, pero, por otro lado, casi quería que le pegara un puñetazo a la mujer en la cara.

Ella entrecerró los ojos al mirar a Minho.

—No tienes ni idea de lo que estás hablando, niño. Esperaba más madurez por parte de alguien que ha pasado las Pruebas del Laberinto.

Su tono condescendiente impresionó a Thomas. Minho se dispuso a replicar, pero Newt le dio un codazo en la barriga.

—Gally —dijo Newt—, ¿qué pasa?

El moreno le miró. Los ojos le brillaron un momento y sacudió un poco la cabeza. Pero no respondió.

«Le pasa algo», pensó Thomas. Algo peor que antes.

La mujer asintió como si estuviera orgullosa de él.

—Un día estaréis agradecidos por lo que hemos hecho por vosotros. Sólo puedo prometeros eso, y confío en que vuestras mentes lo acepten. Si no lo hacéis, entonces todo habrá sido un error. Son tiempos oscuros, señor Newton. Tiempos oscuros —hizo una pausa—. Por supuesto, hay una última Variable —retrocedió.

Thomas se concentró en Gally. Todo el cuerpo del chico estaba temblando y tenía la cara pálida, lo que hacía que sus ojos rojos y vidriosos parecieran manchas de sangre sobre un papel. Apretó los labios y la piel de alrededor tembló como si quisiera hablar, pero no pudiera.

—¿Gally? —le llamó Thomas, tratando de contener el odio que sentía por él.

Las palabras salieron de sopetón de la boca de Gally:

—Pueden… controlarme… No… —los ojos se le salieron de las órbitas y se echó una mano al cuello como si quisiera estrangularse—. Tengo… que… —cada palabra que decía era con voz ronca. Luego se tranquilizó: la cara se le calmó y su cuerpo se relajó.

Era lo mismo que le había pasado a Alby en la cama, cuando estaban en el Claro, después del Cambio. Lo mismo le había pasado a él. ¿Qué…?

Pero Thomas no tuvo tiempo de seguir pensando porque Gally sacó algo largo y brillante de su bolsillo trasero. Las luces de la sala iluminaron la superficie plateada de un puñal de aspecto horroroso que el chico sujetaba fuertemente con los dedos. A una velocidad inesperada, retrocedió y le lanzó el cuchillo a Thomas. Mientras lo hacía, Thomas oyó un grito a su derecha y percibió un movimiento. Hacia él.

Thomas vio cómo el cuchillo giraba como si el mundo fuera a cámara lenta, como si su único propósito fuese hacer que sintiera el terror de ver tal cosa. Conforme el arma se acercaba, dando vueltas sin parar, directa a él, un grito ahogado se le formó en la garganta. Quería moverse, pero no podía.

Entonces, inexplicablemente, Chuck apareció allí y se puso delante de él. Thomas notaba los pies como si estuvieran dentro de bloques de hielo; sólo podía contemplar, impotente, la escena de horror que tenía lugar ante sus ojos.

Con un escalofriante sonido hueco y mojado, el puñal se clavó hasta el mango en el pecho de Chuck. El niño gritó y cayó al suelo, con el cuerpo ya sacudiéndose. La sangre salía de la herida, roja oscura. Sus piernas golpeaban el suelo, los pies daban patadas al tuntún, anunciando una muerte inminente. Los labios rezumaban saliva manchada de sangre. Thomas sintió que el mundo a su alrededor se derrumbaba y le destrozaba el corazón.

Se tiró al suelo y cogió en sus brazos el cuerpo tembloroso de Chuck.

—¡Chuck! —gritó, y notó la voz como un ácido desgarrándole la garganta—. ¡Chuck!

El niño se convulsionó descontroladamente y la sangre lo manchó todo, incluidas las manos de Thomas. Sus ojos se quedaron en blanco. La sangre le salía por la nariz y la boca.

—Chuck… —susurró Thomas. Tenían que poder hacer algo. Podían salvarle. Ellos…

El chico dejó de moverse y se quedó quieto. Los ojos volvieron a su posición normal y miraron a Thomas, aferrándose a la vida.

—Tho… mas.

Lo único que pudo decir fue esa palabra.

—Aguanta, Chuck —dijo Thomas—. No te mueras, lucha. ¡Que alguien nos ayude!

Nadie se movió y, en el fondo, Thomas supo por qué. Ya no podían hacer nada. Se había acabado. Unas manchas negras flotaron entre los ojos de Thomas. La sala se inclinó y se balanceó.

«No —pensó—. Chuck, no. Chuck, no. Cualquiera, menos Chuck».

—Thomas —susurró Chuck—, encuentra a… mi madre —una tos salió de sus pulmones y salpicó todo de sangre—. Dile…

No terminó la frase. Sus ojos se cerraron y su cuerpo quedó flácido. Un último aliento salió con dificultad de su boca.

Thomas se quedó mirando el cuerpo inerte de su amigo.

Algo ocurrió en el interior de Thomas. Empezó en lo más profundo de su pecho, una semilla de cólera. De venganza. De odio. Algo oscuro y terrible. Y, después, explotó, estalló en sus pulmones, atravesó su garganta y se repartió por los brazos y las piernas. Por su cabeza.

Soltó a Chuck, se levantó tembloroso y se volvió hacia los nuevos visitantes. Entonces, Thomas estalló. Estalló por completo.

Echó a correr, se tiró encima de Gally y trató de agarrarle con los dedos como si fueran zarpas. Encontró el cuello del chico, se lo apretó y se cayó al suelo sobre él. Se sentó a horcajadas en su torso y le sostuvo con las piernas para que no pudiera escaparse. Luego empezó a darle puñetazos.

Mantuvo a Gally pegado al suelo con la mano izquierda, lo empujó hacia abajo por el cuello mientras su puño derecho golpeaba una y otra vez la cara del joven. Le dio una paliza con los nudillos en las mejillas y la nariz. Se oyeron crujidos, hubo sangre y gritos horribles. Thomas no supo cuáles eran más fuertes, si los de Gally o los suyos. Le golpeó hasta liberar la última pizca de ira que llevaba dentro.

Y, entonces, Minho y Newt tiraron de él, aunque sus brazos seguían sacudiéndose incluso cuando ya sólo daba al aire. Le arrastraron por el suelo; él se resistió, se retorció y gritó que le dejaran en paz. Sus ojos continuaban clavados en Gally, que estaba allí tumbado, inmóvil. Thomas sintió cómo el odio salía a raudales, igual que si una visible línea de llamas les conectara.

Y, entonces, así como así, todo se desvaneció. Sólo pudo pensar en Chuck.

Se soltó de Minho y Newt y corrió hasta el cuerpo fláccido e inerte de su amigo. Le cogió y lo abrazó, ignorando la sangre, ignorando la gélida mirada de la muerte en el rostro del muchacho.

—¡No! —gritó Thomas mientras le consumía la tristeza—. ¡No! —Teresa se acercó y le puso la mano en el hombro. Él se la quitó de encima—. ¡Se lo había prometido! —aulló, y se dio cuenta de que, mientras lo decía, a su voz la acompañaba algo que no estaba bien. Casi la locura—. ¡Le había prometido que le salvaría, que le llevaría a casa! ¡Se lo había prometido!

Teresa no respondió, tan sólo asintió, con los ojos fijos en el suelo.

Thomas abrazó a Chuck contra su pecho y le apretó lo más fuerte posible, como si, de alguna manera, aquello pudiera revivirle o darle las gracias por haberle salvado la vida, por ser su amigo cuando nadie más lo era.

Thomas lloró como nunca antes lo había hecho. Sus grandes e incontrolables sollozos retumbaron por la sala como el sonido de una tormenta.