Capítulo 56

Thomas agarró a Minho del brazo.

—¡Tengo que atravesar eso de algún modo! —señaló con la cabeza el grupo rodante de laceradores que había entre ellos y el Precipicio. Parecía una gran mole de grasa estridente con pinchos que brillaba por los destellos de luz que reflejaba el acero. Resultaban incluso más amenazadores bajo aquella luz grisácea.

Thomas esperó una respuesta mientras Minho y Newt intercambiaban una larga mirada. El hecho de saber que iban a luchar era casi peor que el miedo que sentían.

—¡Ya están aquí! —gritó Teresa—. ¡Tenemos que hacer algo!

—Guíanos tú —le dijo por fin Newt a Minho con una voz que apenas era un susurro—. Ábreles un maldito camino a Tommy y a la chica. Hazlo.

Minho hizo un gesto de asentimiento y una firme mirada de determinación le endureció los rasgos. Luego se volvió hacia los clarianos.

—¡Vamos directos al Precipicio! Luchad por el centro, empujad a esas fucas cosas hacia las paredes. ¡Lo más importante es que Thomas y Teresa lleguen al Agujero de los Laceradores!

Thomas dejó de mirarle y se centró en los monstruos que se aproximaban; tan sólo estaban a unos metros de distancia. Cogió con fuerza la lanza que no merecía tal nombre.

Tenemos que mantenernos muy juntos —le dijo a Teresa—. Dejémosles luchar a ellos; nosotros tenemos que atravesar el Agujero —se sintió como un cobarde, pero sabía que la lucha o las muertes serían en vano si no tecleaban el código para abrir la puerta y llegar a los creadores.

Lo sé —contestó ella—. Tenemos que estar pegados.

—¡Listo! —le gritó Minho a Thomas, levantando al aire su garrote envuelto en alambre de espino con una mano y, con la otra, un cuchillo largo y plateado. Señaló con el cuchillo la horda de laceradores y la hoja proyectó un destello—. ¡Ahora!

El guardián echó a correr sin esperar una respuesta. Newt fue detrás de él, pisándole los talones, y les siguió el resto de clarianos, un grupo apretado de chicos rugiendo, directo a una batalla sangrienta, con las armas alzadas. Thomas le dio la mano a Teresa, dejó que todos pasaran, notó cómo chocaban contra él, olió su sudor, percibió su miedo y esperó la oportunidad perfecta para salir a toda mecha.

Justo cuando inundaron el aire los primeros sonidos de los chicos chocando contra los laceradores, junto con los gritos y rugidos de la maquinaria y la madera contra el acero, Chuck pasó al lado de Thomas, que enseguida le agarró del brazo.

Chuck retrocedió a trompicones y le miró con los ojos tan llenos de terror que a Thomas se le partió el alma. En aquella milésima de segundo, tomó una decisión.

—Chuck, tú te vienes con Teresa y conmigo —dijo con energía y autoridad, sin dejar lugar a dudas.

Chuck miró hacia la batalla que ya había comenzado.

—Pero… —se calló, y Thomas supo que al niño le había gustado la idea, aunque le daba vergüenza admitirlo.

De inmediato, Thomas trató de salvar su dignidad:

—Necesitamos que nos ayuden en el Agujero de los Laceradores por si alguna de esas cosas está allí dentro esperándonos.

Al instante, Chuck hizo un gesto de asentimiento, demasiado rápido. De nuevo, Thomas notó una punzada de tristeza en el corazón y sintió más fuerte que nunca la necesidad de llevar a Chuck a casa sano y salvo.

—Muy bien —dijo Thomas—, coge a Teresa de la otra mano. Vamos.

Chuck hizo lo que le dijo, esforzándose mucho por parecer valiente, y Thomas advirtió que, quizá por primera vez en su vida, el niño no pronunció ni una palabra.

¡Han dejado una abertura! —gritó Teresa en la mente de Thomas, lo que le lanzó una punzada de dolor al cráneo. Señaló al frente y Thomas vio cómo los clarianos, que luchaban como locos contra los laceradores para empujarlos hacia las paredes, dejaban un hueco estrecho en medio del pasillo.

—¡Ahora! —gritó Thomas.

Echó a correr a toda velocidad, tirando de Teresa a sus espaldas, que a su vez tiraba de Chuck, con las lanzas y los cuchillos preparados para la guerra, avanzando hacia el pasillo de piedra, ensangrentado y lleno de gritos. Hacia el Precipicio.

El fragor de la batalla les rodeaba. Los clarianos luchaban y la adrenalina provocada por el pánico les hacía continuar. Los sonidos que retumbaban en las paredes eran cacofonías de terror: alaridos humanos, metal chocando contra metal, motores rugiendo, chirridos inquietantes de los laceradores, sierras girando, garras abriéndose y cerrándose y chicos gritando auxilio. Todo era una masa ensangrentada y gris con destellos de acero. Thomas intentó no mirar ni a la izquierda ni a la derecha, sólo adelante, y atravesó el estrecho hueco que habían dejado los clarianos.

Incluso mientras corrían, volvió a repasar las palabras del código: EMERGE, ATRAPA, SANGRA, MUERTE, DIFÍCIL, PULSA. Sólo les faltaban unos pocos pasos más.

¡Algo me acaba de hacer un corte en el brazo! —gritó Teresa.

Mientras lo estaba diciendo, Thomas sintió que le hacían un fuerte tajo en la pierna. No se volvió para mirar ni se molestó en contestar. La inquietante imposibilidad de su aprieto era como si estuviese todo inundado de un agua negra que le arrastraba hacia la rendición. Se resistió e hizo un esfuerzo por seguir adelante.

Allí estaba el Precipicio, abierto en medio de un cielo gris oscuro, a unos seis metros de distancia. Avanzó, tirando de sus amigos.

Luchaban a ambos lados. Thomas no quiso mirar ni ayudar. Un lacerador apareció justo en medio de su camino; un chico al que no se le veía la cara estaba agarrado en sus zarpas mientras, para intentar escapar, apuñalaba sin piedad la gruesa piel de la criatura, parecida a la de una ballena. Thomas se echó a la izquierda para esquivarlo y siguió corriendo. Oyó un grito al pasar, un gemido desgarrador que sólo podía significar que un clariano había perdido la batalla y se había encontrado con un terrible final. El grito continuó rompiendo el aire por encima de los otros sonidos de guerra, hasta que desapareció. Thomas notó cómo le temblaba el corazón y esperó que no fuese alguien a quien conociera.

¡Sigue corriendo! —dijo Teresa.

¡Ya! —gritó Thomas, esta vez muy fuerte.

Alguien adelantó a Thomas corriendo y chocó con él al pasar. Un lacerador atacaba por la derecha con las cuchillas girando. Un clariano le cortó el paso, levantó dos largas espadas y el metal repiqueteó contra el metal mientras luchaban. Thomas oyó una voz en la distancia que gritaba las mismas palabras una y otra vez, algo que tenía que ver con él. Con protegerle mientras corría. Era Minho, cuyos gritos rebosaban desesperación y cansancio. Thomas continuó.

¡Uno por poco coge a Chuck! —chilló Teresa, retumbando de forma violenta en su cabeza.

Los laceradores seguían acercándose, pero también los clarianos, para ayudarles. Winston había cogido el arco y las flechas de Alby y le lanzaba astas con puntas de acero a cualquier cosa no humana que se movía, fallando más que acertando. Chicos que Thomas no conocía corrían a su lado, golpeaban los instrumentos de los laceradores con sus armas improvisadas, saltaban sobre ellos y les atacaban. Los sonidos —el repiqueteo del metal, los gritos, los gemidos lastimeros, el rugido de los motores, las sierras giratorias, el chasquido de las cuchillas, el chirrido de los pinchos contra el suelo, los ruegos de auxilio que ponían los pelos de punta— aumentaron hasta volverse insoportables.

Thomas gritó, pero siguió corriendo hasta que llegaron al Precipicio, donde paró con un derrape, justo en el borde. Teresa y Chuck chocaron contra él y casi acabaron los tres en aquel descenso interminable. En una fracción de segundo, Thomas contempló la vista del Agujero de los Laceradores. Allí, en medio de la nada, donde las enredaderas se extendían hacia ninguna parte.

Antes, Minho y un par de corredores habían hecho cuerdas de hiedra y las habían atado a las que estaban sujetas a los muros. Habían tirado los extremos sueltos hacia el Precipicio, hasta el Agujero, donde ahora seis o siete lianas colgaban desde el borde de piedra hacia el cuadrado invisible que flotaba en el cielo vacío hasta desaparecer en la nada.

Había llegado el momento de saltar. Thomas dudó y sintió un último instante de intenso terror al oír los horribles sonidos detrás de él y ver la ilusión que tenía delante. Entonces reaccionó.

—Tú primero, Teresa —quería pasar el último para asegurarse de que ningún lacerador la cogía a ella o a Chuck.

Para su sorpresa, la chica no dudó. Tras apretar la mano de Thomas y, luego, el hombro de Chuck, saltó del borde, tensó las piernas enseguida y mantuvo los brazos a los costados. Thomas aguantó la respiración hasta que la muchacha se coló por el sitio de entre las cuerdas de hiedra y desapareció. Parecía como si de golpe hubiese desaparecido de la faz de la Tierra.

—¡Hala! —gritó Chuck, y salió un poco del niño que había sido antes.

—Tienes razón, ¡hala! —dijo Thomas—. Te toca —antes de que el chico se pusiera a discutir, Thomas le cogió por debajo de los brazos y apretó el torso de Chuck—. Empuja con las piernas, yo te impulsaré. ¿Preparado? ¡Uno, dos…, tres! —gruñó por el esfuerzo y le levantó hacia el Agujero.

Chuck gritó mientras volaba por el aire y casi perdió el objetivo, pero sus pies entraron; luego, su estómago y sus brazos rozaron los laterales del hueco invisible antes de que el niño desapareciera en su interior. La valentía de aquel muchacho solidificó algo en el corazón de Thomas. Quería a Chuck. Le quería igual que si fueran hermanos.

Thomas se ajustó la mochila y sujetó bien fuerte con la mano derecha la lanza improvisada para la lucha. Los sonidos detrás de él eran horribles, espantosos. Se sentía culpable por no ayudar.

«Cumple con tu parte», se dijo a sí mismo.

Se armó de valor, dio unos golpecitos con la lanza en el suelo de piedra, plantó el pie izquierdo en el borde del Precipicio y saltó, catapultándose hacia el cielo crepuscular. Se pegó la lanza al torso, flexionó los dedos de los pies hacia abajo y tensó el cuerpo.

Luego entró por el Agujero.