Thomas casi se puso triste cuando finalmente acabó la Reunión. Cuando Newt salió de la Hacienda, supo que el tiempo de descanso había terminado.
El guardián les vio y se acercó a ellos corriendo con dificultad por la cojera. Thomas se dio cuenta de que había soltado la mano de Teresa sin pararse a pensarlo. Finalmente, Newt se detuvo y cruzó los brazos sobre el pecho mientras les miraba a los dos sentados en el banco.
—Es una locura; lo sabéis, ¿no? —por su expresión, no supieron lo que había pasado, pero sus ojos reflejaban un rastro de victoria.
Thomas se levantó y sintió una oleada de entusiasmo que le inundó todo el cuerpo.
—Entonces, ¿están de acuerdo?
Newt hizo un gesto de asentimiento.
—Todos. No ha sido tan difícil como yo pensaba. Los pingajos ya han visto lo que pasa por la noche cuando se quedan abiertas esas malditas puertas. No podemos salir del estúpido Laberinto. Tenemos que intentar hacer algo —se dio la vuelta para mirar a los guardianes, que empezaban a reunirse con sus respectivos grupos—. Ahora sólo tenemos que convencer a los clarianos.
Thomas sabía que aquello costaría más que persuadir a los guardianes.
—¿Crees que aceptarán? —preguntó Teresa, que al final se levantó para unirse a ellos.
—No todos —contestó Newt, y Thomas vio la frustración en sus ojos—. Algunos se quedarán y se arriesgarán, eso seguro.
Thomas no dudaba de que la gente palidecería ante la idea de salir al Laberinto. Pedirles que lucharan contra los laceradores era pedirles mucho.
—¿Y Alby?
—¿Quién sabe? —respondió Newt, y echó un vistazo al Claro, observando a los guardianes y a sus grupos—. Estoy convencido de que ese cabrón le da más miedo volver que los mismos laceradores. Pero conseguiré que venga con nosotros, no te preocupes.
Thomas deseaba acordarse de las cosas que atormentaban a Alby, pero no le venía nada a la cabeza.
—¿Cómo vas a convencerle?
Newt se rio.
—Me inventaré alguna clonc. Le diré que encontraremos una nueva vida en otra parte del mundo y seremos felices para siempre.
Thomas se encogió de hombros.
—Bueno, tal vez sí. Le prometí a Chuck que le llevaría de vuelta a casa, ¿sabes? O, al menos, que le encontraría un hogar.
—Sí, bueno —murmuró Teresa—. Cualquier cosa será mejor que este sitio.
Thomas miró a su alrededor y vio las discusiones que estaban estallando en el Claro. Los guardianes hacían lo que podían para convencer a la gente de que se arriesgara y luchara para abrirse camino hasta el Agujero de los Laceradores. Algunos clarianos se marcharon malhumorados, pero la mayoría parecía escuchar y, por lo menos, se lo estaba planteando.
—Y ahora, ¿qué? —preguntó Teresa.
Newt respiró hondo.
—Veremos quién va y quién se queda. Nos prepararemos. Cogeremos comida, armas y todo eso. Luego, nos marcharemos. Thomas, te pondría al mando porque fue idea tuya, pero ya está siendo bastante difícil conseguir que la gente esté de nuestro lado sin tener al verducho como líder; sin ánimo de ofender. Pasa desapercibido, ¿vale? Os dejaremos lo del código a ti y a Teresa. Podrás llevarlo desde la retaguardia.
Thomas estaba más que de acuerdo con lo de pasar desapercibido. Para él ya era suficiente responsabilidad encontrar la central informática y teclear el código. Además de aquella carga sobre los hombros, tenía que luchar contra una oleada de pánico en aumento.
—Lo haces parecer facilísimo —dijo al final, intentando con todas sus fuerzas quitarle importancia a la situación. O, como mínimo, que sonara como si lo estuviese haciendo.
Newt se cruzó de brazos y le miró con detenimiento.
—Como has dicho, si nos quedamos aquí, morirá un pingajo cada noche. Si nos vamos, también morirá un pingajo. ¿Cuál es la diferencia? —señaló a Thomas—. Si es que tienes razón.
—La tengo.
Thomas sabía que no se equivocaba respecto al Agujero, el código, la puerta y la necesidad de luchar. Pero no tenía ni idea de si iban a morir una o muchas personas. Sin embargo, lo que sí le decía su instinto era que no admitiese sus dudas.
Newt le dio una palmada en la espalda.
—Bien, manos a la obra.
• • •
Las horas siguientes fueron frenéticas.
La mayoría de los clarianos acabó estando de acuerdo, incluso más de los que Thomas habría supuesto. Hasta Alby decidió unirse a ellos. Aunque nadie lo admitía, Thomas estaba segurísimo de que todos contaban con que los laceradores sólo matarían a una persona y se imaginaban que tenían bastantes posibilidades de no ser el infeliz desafortunado. Los que decidieron quedarse en el Claro eran pocos, pero mantenían su elección alto y firme.
Principalmente, deambulaban enfurruñados, tratando de decirle al resto lo tontos que eran; pero, al final, se dieron por vencidos y mantuvieron las distancias.
En cuanto a Thomas y los demás que querían escapar, tenían muchísimo trabajo por hacer. Repartieron las mochilas y las llenaron de provisiones. Fritanga —Newt le había dicho a Thomas que el cocinero había sido el último guardián en aceptar ir— estaba a cargo de reunir toda la comida y distribuirla a partes iguales entre el grupo. Las jeringuillas con el Suero de la Laceración estaban incluidas, aunque Thomas pensaba que los laceradores no les iban a picar. Chuck se encargaba de rellenar las botellas de agua y de repartirlas a todos. Teresa le ayudó y Thomas pidió a la chica que le endulzara el viaje al niño todo lo que pudiera, incluso si tenía que mentirle descaradamente, y ese fue el caso. Chuck había intentado hacerse el valiente desde que supo que iban a salir al Laberinto, pero la piel sudada y los ojos aturdidos revelaban la verdad.
Minho fue al Precipicio con un grupo de corredores y cogieron piedras y enredaderas para probar por última vez el invisible Agujero de los Laceradores. Tenían la esperanza de que las criaturas mantuvieran sus costumbres y no salieran durante las horas diurnas. Thomas había estado considerando el momento en que saltaría hacia el Agujero e intentaría teclear el código rápidamente, pero no tenía ni idea de lo que habría allí, de lo que podía estar esperándole. Newt tenía razón: era mejor esperar hasta la noche y cruzar los dedos para que la mayoría de los laceradores estuviese en el Laberinto en vez de en el Agujero.
Cuando Minho regresó sano y salvo, Thomas creyó que era muy optimista al pensar que de verdad había una salida. O una entrada. Dependía de cómo se mirara.
Thomas ayudó a Newt a distribuir las armas y, ante la desesperación, se crearon unas más innovadoras para prepararse contra los laceradores. Convirtieron postes de madera en lanzas y enrollaron alambre de espino a su alrededor. Afilaron los cuchillos y ataron cáñamo en los extremos de ramas resistentes que habían cortado de los árboles del bosque; pusieron esparadrapo en trozos de cristales rotos para usarlos a modo de palas. Al final del día, los clarianos se habían convertido en un pequeño ejército. Un ejército ridículo y poco preparado, pensó Thomas, pero un ejército, después de todo.
Una vez que Teresa y él acabaron de ayudar, fueron al lugar secreto en los Muertos para planear una estrategia y saber qué hacer en la central, dentro del Agujero de los Laceradores, y cómo teclear el código.
—Tenemos que hacerlo nosotros dos —dijo Thomas mientras apoyaban la espalda contra unos árboles de áspera corteza, cuyas hojas, que antes eran verdes, empezaban a volverse grises por la falta de sol artificial—. De ese modo, si nos separamos, podemos seguir en contacto y ayudarnos.
Teresa había cogido un palo y lo estaba pelando.
—Pero necesitamos apoyo por si nos pasa algo.
—Por supuesto. Minho y Newt conocen las palabras del código. Les diremos que tendrán que teclearlas en el ordenador si nosotros… Bueno, ya sabes.
Thomas no quería pensar en todo lo malo que podía pasar.
—No hay mucho más que añadir.
Teresa bostezó como si la vida fuera completamente normal.
—Pues no. Lucharemos contra los laceradores, teclearemos el código y escaparemos por la puerta. Luego nos encargaremos de los creadores, cueste lo que cueste.
—El código tiene seis palabras; a saber cuántos laceradores nos esperan —Teresa partió el palo por la mitad—. Por cierto, ¿qué crees que significa CRUEL?
Thomas se sintió como si le acabaran de dar un puñetazo en el estómago. Por alguna razón, el hecho de oír esa palabra en boca de otro en ese momento golpeó algo en su mente que hizo clic. Se quedó helado por no haber visto antes la conexión.
—¿Recuerdas el cartel que vi en el Laberinto? ¿Aquel metálico que tenía grabadas unas palabras?
El corazón de Thomas había empezado a acelerarse por el entusiasmo. Teresa arrugó la frente un segundo por la confusión y, entonces, una luz pareció titilar en sus ojos.
—¡Hala! Catástrofe Radical: Unidad de Experimentos Letales. CRUEL. En mi brazo escribí: «CRUEL es buena». Y eso ¿qué significa?
—No tengo ni idea, y por eso me da un miedo de muerte que lo que estamos a punto de hacer sea una soberana estupidez. Podría ser una carnicería.
—Todos saben en lo que se están metiendo —Teresa le cogió de la mano—. ¿Recuerdas? No hay nada que perder.
Thomas se acordó, pero, por algún motivo, las palabras de Teresa cayeron en saco roto, no le dieron esperanzas.
—No hay nada que perder —repitió el chico.