Capítulo 46

Thomas se negó a hablar con nadie el resto del día.

Teresa lo intentó varias veces, pero él no dejaba de repetir que no se encontraba bien, que le apetecía estar solo, dormir en su rincón detrás del bosque y, tal vez, pasar un tiempo reflexionando para intentar descubrir un lugar secreto en su mente que les ayudara a saber cómo actuar. Pero la verdad era que estaba mentalizándose para lo que había planeado realizar aquella noche, convenciéndose de que era lo correcto. Lo único que podía hacer. Además, estaba aterrorizado y no quería que los otros se dieran cuenta.

Al final, cuando su reloj señaló que ya había llegado el atardecer, fue a la Hacienda con todos los demás. Apenas notó que tenía hambre hasta que vio la comida que Fritanga había preparado a toda prisa: galletas y sopa de tomate. Había llegado el momento de otra noche sin dormir.

Los constructores habían cerrado con tablas los agujeros que habían dejado los monstruos que se llevaron a Gally y a Adam. El resultado final a Thomas se le antojaba como si una cuadrilla de borrachos hubiera hecho el trabajo, pero al menos era lo bastante resistente. Newt y Alby, que ya se encontraba bien para estar por ahí, aunque con la cabeza llena de vendas, insistieron en que se debían hacer turnos para dormir.

Thomas acabó en el gran salón de la planta baja de la Hacienda con las mismas personas con las que había dormido las dos noches anteriores. Enseguida, el silencio reinó en la habitación, aunque no sabía si era porque todos se habían dormido o porque estaban asustados, esperando en silencio, contra toda esperanza, que los laceradores no volvieran. A diferencia de las dos noches anteriores, permitieron a Teresa quedarse en el edificio con el resto de clarianos. Estaba junto a él, acurrucada en dos mantas. De algún modo, podía percibir que estaba durmiendo. Durmiendo de verdad.

Thomas no podía dormir, aunque sabía que su cuerpo lo necesitaba desesperadamente. Lo intentó, intentó con todas sus fuerzas mantener los ojos cerrados y se obligó a relajarse, pero no hubo suerte. La noche se le hacía interminable y la pesada sensación de saber lo que iba a ocurrir le aplastaba el pecho.

Entonces, tal y como todos habían esperado, se oyeron los inquietantes sonidos metálicos de los laceradores en el exterior. Había llegado el momento.

Todo el mundo se apiñó contra la pared más apartada de las ventanas y se esforzó por mantener el silencio. Thomas estaba acurrucado en un rincón al lado de Teresa, abrazándose las rodillas, con los ojos clavados en la ventana. La realidad de la terrible decisión que había tomado le golpeó como si una mano le estrujara el corazón. Pero sabía que todo dependía de aquello.

La tensión en la habitación aumentaba a un ritmo constante. Los clarianos estaban callados; no se movía ni un alma. El lejano sonido del metal arañando la madera retumbó en la casa. A Thomas le sonó como si un lacerador estuviese subiendo por la parte trasera de la Hacienda, al otro lado de donde ellos se hallaban. Unos segundos más tarde, se oyeron más ruidos; venían de todas partes, y el más cercano procedía de su propia ventana. El aire del salón pareció congelarse hasta convertirse en hielo, y Thomas apretó los puños contra sus ojos, con la expectativa del ataque poniéndole de los nervios.

Una explosión retumbó cuando arrancaron la madera y rompieron el cristal en algún sitio de la planta superior, lo que sacudió toda la casa. Thomas se quedó petrificado cuando se oyeron varios chillidos, seguidos por las pisadas apresuradas de gente huyendo. Unos fuertes crujidos anunciaron que toda una horda de clarianos corría hacia la primera planta.

—¡Han cogido a Dave! —gritó alguien con la voz aguda por el terror.

Nadie movió un músculo en la habitación de Thomas. Éste sabía que todos se sentían probablemente culpables por el alivio de no haber sido uno de ellos. De que, quizás, estaban a salvo una noche más. Durante dos días seguidos, se habían llevado a un chico por noche y la gente estaba empezando a pensar que lo que había dicho Gally era verdad.

Thomas se sobresaltó cuando se oyó un terrible estrépito justo al otro lado de la puerta, acompañado de gritos y de madera astillándose, como si un monstruo con fauces de hierro se estuviese comiendo la escalera entera. Un segundo más tarde, se oyó otra explosión de madera arrancada: la puerta principal. El lacerador había entrado en la casa y se estaba marchando.

Una oleada de miedo atravesó a Thomas. Era ahora o nunca.

Se puso de pie, echó a correr hacia la puerta del salón y la abrió de un tirón. Oyó gritar a Newt, pero le ignoró y siguió corriendo por el pasillo, esquivando y saltando trozos de madera partida. Vio que donde había estado la puerta principal ahora había un agujero recortado que daba a la noche gris. Fue hasta allí y salió a toda velocidad hacia el Claro.

¡Tom! —gritó Teresa dentro de su cabeza—. ¿Qué estás haciendo?

La ignoró y continuó corriendo.

El lacerador que se había llevado a Dave, un chico con el que Thomas nunca había hablado, rodaba sobre sus pinchos hacia la Puerta Oeste, agitándose y zumbando. Los demás laceradores ya se habían reunido en el patio y seguían a su compañero hacia el Laberinto. Sin dudarlo, a sabiendas de que el resto pensaría que estaba cometiendo un acto de suicidio, Thomas corrió en su dirección hasta que se encontró en medio de aquellas criaturas. Al haberlos pillado por sorpresa, los laceradores vacilaron.

Thomas saltó sobre el que llevaba a Dave e intentó soltar al chico con la esperanza de que el bicho reaccionara. El grito de Teresa en el interior de su cabeza fue tan alto que sintió como si le clavaran un puñal en el cráneo.

Tres laceradores se echaron sobre él a la vez, con sus largas pinzas y agujas volando por todos lados. Thomas sacudió los brazos y las piernas para retirar los horribles brazos metálicos mientras daba patadas a los cuerpos vibrantes de los laceradores. Tan sólo quería que le picaran, no que se lo llevaran como a Dave. Su incesante ataque se intensificó y Thomas notó que el dolor estallaba en todo su cuerpo; los pinchazos de unas agujas le avisaron de que había tenido éxito. Gritó, pataleó, empujó y golpeó hasta hacerse un ovillo, intentando librarse de ellos. Forcejeó, lleno de adrenalina, y por fin encontró un espacio abierto para meter los pies; después, echó a correr con todas sus fuerzas.

En cuanto escapó de los instrumentos de los laceradores, se dieron por vencidos, se retiraron y desaparecieron en el Laberinto. Thomas se desplomó en el suelo, quejándose de dolor.

Newt apareció sobre él al cabo de un segundo, seguido inmediatamente de Chuck, Teresa y otros. Newt le cogió por los hombros y le levantó agarrándole por debajo de los brazos.

—¡Cogedle las piernas! —gritó.

Thomas notó el mundo dando vueltas a su alrededor, le entraron náuseas y se puso a delirar. Alguien, no supo quién, obedeció la orden de Newt. Le estaban llevando por el patio; cruzaron la puerta de la Hacienda, pasaron por el pasillo hecho pedazos hacia una habitación, donde le colocaron sobre un sofá. El mundo continuaba dando vueltas.

—¡Qué estabas haciendo! —exclamó Newt en su cara—. ¡Cómo puedes ser tan estúpido!

Thomas tenía que hablar antes de desaparecer en la oscuridad:

—No…, Newt… No lo entiendes…

—¡Cállate! —gritó Newt—. ¡No malgastes tu energía!

Thomas notó que alguien le examinaba los brazos y las piernas y le arrancaba la ropa del cuerpo para comprobar los daños. Oyó la voz de Chuck y no pudo evitar sentirse aliviado porque su amigo estuviera bien. Un mediquero dijo algo sobre que le habían picado un montón de veces.

Teresa estaba a sus pies y le apretaba el tobillo derecho con la mano.

¿Por qué, Tom? ¿Por qué lo has hecho?

Porque… —no tenía fuerzas para concentrarse.

Newt gritó para que le trajeran el Suero de la Laceración y, un minuto más tarde, Thomas sintió un pinchazo en el brazo. El calor se extendió desde aquel punto a todo su cuerpo, calmando y aliviando el dolor. Pero el mundo parecía seguir derrumbándose, y sabía que todo se acabaría para él en unos segundos.

La habitación daba vueltas, los colores se fusionaban y todo giraba cada vez más rápido. Le costó mucho esfuerzo, pero dijo una última cosa antes de que la oscuridad se lo llevara:

—No os preocupéis —susurró, esperando que le oyeran—. Lo he hecho a propósito…