Capítulo 44

Thomas y Minho no pararon hasta que estuvieron a medio camino del último callejón sin salida de la Sección 8. Ahora que el cielo estaba gris, Thomas se alegraba de llevar su reloj de pulsera. Habían conseguido llegar en poco tiempo porque enseguida fue evidente que las paredes no se habían movido desde el día anterior. Todo estaba exactamente igual. No había necesidad de dibujar mapas ni de tomar notas, su único deber era llegar hasta el final y dar la vuelta en busca de cosas que antes no hubieran advertido, cualquier cosa. Minho permitió veinte minutos de descanso y, después, siguieron con su trabajo.

Permanecieron callados mientras corrían. Minho le había enseñado a Thomas que hablar no era más que un gasto de energía, así que se concentraba en su ritmo y su respiración. Regular. Uniforme. Inspirar, espirar. Inspirar, espirar. Cada vez más metidos en el Laberinto, acompañados tan sólo de sus pensamientos y los sonidos de sus pasos sobre el duro suelo de piedra.

Al cabo de tres horas, Teresa le sorprendió hablando en su mente desde el Claro:

Estamos progresando. Ya hemos encontrado un par de palabras más. Pero aún no tiene sentido.

El primer impulso de Thomas fue ignorarla, negar una vez más que alguien tenía la capacidad de entrar en su cabeza, de invadir su privacidad. Pero quería hablar con ella.

¿Puedes oírme? —preguntó, imaginando las palabras en su mente y enviándoselas mentalmente de una forma que nunca podría explicar. Se concentró y repitió—: ¿Puedes oírme?

¡Sí! —contestó ella—. Te he oído muy claro la segunda vez que lo has dicho.

Thomas estaba impresionado, tanto que casi dejó de correr. ¡Había funcionado!

Me pregunto por qué podemos hacer esto —dijo con la mente.

Le costaba muchísimo hablar con la chica y empezó a notar que le dolía la cabeza, como si tuviera un bulto en el cerebro.

A lo mejor éramos amantes —respondió Teresa.

Thomas se tropezó y cayó al suelo. Sonrió avergonzado a Minho, que se había dado la vuelta para mirar sin aminorar la marcha. Thomas se puso de pie otra vez y le alcanzó.

¿Qué? —preguntó al final.

Percibió cómo ella se reía, una imagen llena de color.

Esto es muy extraño —dijo Teresa—. Es como si fueras un desconocido, pero sé que te conozco.

Thomas sintió un escalofrío agradable, aunque estaba sudando.

Siento desilusionarte, pero sí soy un desconocido. Nos vimos por primera vez hace poco, ¿recuerdas?

No seas tonto, Tom. Creo que alguien nos alteró el cerebro, que nos puso algo para que tuviéramos este rollo telepático. Antes de venir aquí. Lo que me hace pensar que ya nos conocíamos.

Thomas reflexionó sobre ello y pensó que probablemente tenía razón. Al menos, lo esperaba, porque le empezaba a gustar mucho.

¿Que nos han alterado el cerebro? —preguntó—. ¿Cómo?

No lo sé, hay recuerdos a los que no llego. Creo que hicimos algo importante.

Thomas pensó en la conexión que siempre había sentido hacia ella desde que había llegado al Claro. Quería profundizar un poco más para ver qué decía la chica.

¿De qué estás hablando?

Ojalá lo supiera. Sólo trato de compartir ideas contigo para ver si algo despierta en tu mente.

Thomas pensó en lo que Gally, Ben y Alby habían dicho sobre él; por algún motivo, sospechaban que estaba en contra de ellos, que no era alguien en quien se pudiera confiar. Pensó también en lo que Teresa le había contado la primera vez que se habían visto, que él y ella, de algún modo, les habían hecho todo aquello a los demás.

Ese código tiene que significar algo —añadió la chica—. Y lo que escribí en mi brazo: «CRUEL es buena».

A lo mejor no importa —contestó—, a lo mejor encontramos una salida. Quién sabe.

Mientras corría, Thomas cerró los ojos con fuerza durante unos segundos para concentrarse. Una bolsa de aire parecía flotar en su pecho cada vez que hablaba, una hinchazón que medio le enfadaba, medio le emocionaba. Abrió de repente los ojos al darse cuenta de que ella quizá podía leerle la mente hasta cuando él no intentaba comunicarse. Esperó una respuesta, pero no la recibió.

¿Sigues ahí? —preguntó.

Sí, pero esto siempre me da dolor de cabeza.

Thomas se sintió aliviado al oír que no era el único.

A mí también me duele.

Vale —dijo la chica—, hasta luego.

¡No, espera!

No quería que se marchara, le estaba ayudando a que el tiempo pasara más rápido; de algún modo, hacía que correr fuese más fácil.

Adiós, Tom. Te avisaré si descubrimos algo.

Teresa, ¿qué hay de lo que escribiste en tu brazo?

Pasaron varios minutos. No hubo respuesta.

¿Teresa?

Se había ido. Thomas sintió como si aquella burbuja de aire en su pecho hubiera estallado, liberando toxinas por todo su cuerpo. Le dolía el estómago y, de pronto, la idea de pasarse todo el día corriendo le deprimió. En parte, quería contarle a Minho cómo hablaban Teresa y él para compartir lo que estaba pasando antes de que su cerebro explotara. Pero no se atrevía. No le parecía muy buena idea añadir la telepatía a aquella situación. Ya era todo bastante raro.

Thomas bajó la cabeza y respiró hondo. Permanecería con la boca cerrada y seguiría corriendo.

Dos pausas más adelante, Minho por fin aflojó el paso hasta caminar mientras recorrían un largo pasillo que acababa en un callejón sin salida. Se detuvo y se sentó con la espalda apoyada en la pared. La hiedra era especialmente espesa en aquella zona y ocultaba la dura e impenetrable piedra. Thomas hizo lo mismo y ambos atacaron su modesto almuerzo de bocadillos y trozos de fruta.

—Ya está —dijo Minho después de su segundo mordisco—. Hemos corrido por toda la sección. Sorpresa, sorpresa: no hay salida.

Thomas ya lo sabía, pero al oírlo se le cayó todavía más el alma a los pies. Sin mediar palabra, terminó su comida y se preparó para explorar; para buscar quién sabía qué.

Minho y él dedicaron las siguientes horas a rastrear el suelo, a palpar las paredes y a trepar por las enredaderas en sitios al azar. No encontraron nada, y Thomas cada vez estaba más desanimado. Lo único interesante fue otro de aquellos extraños carteles en los que ponía: CATÁSTROFE RADICAL: UNIDAD DE EXPERIMENTOS LETALES. Minho ni siquiera le echó un segundo vistazo.

Volvieron a comer y, luego, buscaron un poco más. No hallaron nada, y Thomas empezaba a estar dispuesto a aceptar lo inevitable: no había nada que encontrar. Cuando se acercó la hora del cierre de las puertas, comenzó a buscar alguna señal de los laceradores. Una helada vacilación le asaltaba al doblar cada esquina. Minho y él siempre llevaban cuchillos bien agarrados en ambas manos, pero no apareció nada hasta casi medianoche.

Minho vio un lacerador que desaparecía por una esquina delante de ellos y no volvía. Treinta minutos más tarde, Thomas vio otro haciendo exactamente lo mismo. Una hora después, otro atravesó el Laberinto y pasó a su lado sin ni siquiera detenerse. Thomas casi se desplomó por la repentina oleada de terror.

Minho y él continuaron.

—Creo que están jugando con nosotros —dijo Minho un rato más tarde. Thomas se dio cuenta de que había dejado de buscar en las paredes y caminaba de vuelta al Claro, alicaído.

—¿A qué te refieres? —preguntó Thomas.

El guardián suspiró.

—Me parece que los creadores quieren que sepamos que no hay salida. Las paredes ya ni siquiera se mueven. Es como si esto sólo hubiese sido un estúpido juego y hubiera llegado el momento de terminarlo. Quieren que regresemos y se lo digamos a los demás clarianos. ¿Cuánto te apuestas a que, cuando volvamos, otro lacerador se habrá llevado a alguien, como ayer por la noche? Creo que Gally tenía razón: van a seguir matándonos.

Thomas no respondió y sintió la verdad de lo que Minho acababa de decir. Cualquier esperanza que hubiera albergado al salir se había desvanecido hacía mucho rato.

—Vámonos a casa —dijo Minho con voz cansada.

Thomas odiaba admitir la derrota, pero asintió para dar su consentimiento. El código parecía ser su única esperanza, y decidió concentrarse en eso.

Minho y él regresaron en silencio al Claro. No vieron un solo lacerador en todo el camino.