Capítulo 38

Normalmente, la mayoría dormía fuera, así que meter todos aquellos cuerpos en la Hacienda hizo que todos estuvieran muy apretados. Los guardianes habían organizado y distribuido a los clarianos por las habitaciones, con mantas y almohadas. A pesar del número de personas y del caos que suponía aquel cambio, un silencio inquietante acompañaba las actividades, como si nadie quisiera llamar la atención.

Para cuando todos estuvieron instalados, Thomas ya se encontraba arriba con Newt, Alby y Minho, y por fin pudieron terminar la discusión que habían empezado antes en el patio. Alby y Newt estaban sentados en la única cama de la habitación. Thomas y Minho se sentaron junto a ellos en unas sillas. Los otros muebles eran un tocador de madera inclinado y una mesa pequeña sobre la que había una lámpara que les daba toda la luz que tenían. La oscuridad gris parecía presionar en la ventana desde fuera, con promesas de que algo malo iba a llegar.

—Es lo más cerca que he estado de tirar la toalla —estaba diciendo Newt—, de mandarlo todo a la clonc y darle a un lacerador un beso de buenas noches. Nos quitan las provisiones, el maldito cielo se vuelve gris y los muros no se cierran. Pero no podemos rendirnos, y todos lo sabemos. Los cabrones que nos enviaron aquí o nos quieren ver muertos o nos están dando un empujón. Sea una cosa u otra, tenemos que ponernos a currar hasta que estemos muertos o no.

Thomas asintió con la cabeza, pero no dijo nada. Estaba totalmente de acuerdo, pero no tenía ninguna idea concreta sobre qué hacer. Si sobrevivían a aquella noche, quizá Teresa y él pudieran pensar en algo para ayudar.

Thomas miró a Alby, que tenía la vista clavada en el suelo, al parecer perdido en sus propios pensamientos sombríos. Su rostro aún reflejaba un cansado aspecto de depresión, con los ojos hundidos y vacíos. El Cambio hacía honor a su nombre, teniendo en cuenta lo que le había hecho.

—¿Alby? —le llamó Newt—. ¿Vas a arrimar el hombro?

Alby levantó la vista y la sorpresa le atravesó el rostro como si no hubiera advertido que había alguien más en la habitación.

—¿Eh? Ah, sí. Bien. Pero ya habéis visto lo que pasa por la noche. Sólo porque ese puñetero verducho con superpoderes lo haya logrado no significa que el resto de nosotros podamos.

Thomas puso los ojos en blanco en dirección a Minho. Estaba harto de la actitud de Alby. Si Minho sentía lo mismo, consiguió ocultarlo muy bien.

—Estoy con Thomas y Newt. Tenemos que dejar de lloriquear y compadecernos de nosotros mismos —se restregó las manos y se inclinó hacia delante en la silla—. Mañana por la mañana lo primero que haremos será formar equipos que estudien los mapas durante todo el día mientras los corredores salimos al Laberinto. Prepararemos nuestras cosas y llenaremos nuestras mochilas hasta los topes para poder pasar allí unos cuantos días.

—¿Qué? —exclamó Alby, y su voz por fin mostró alguna emoción—. ¿A qué te refieres con «días»?

—Pues a días. Con las puertas abiertas y sin atardecer, no tiene sentido volver aquí. Ha llegado la hora de quedarse allí para ver si se abre algo cuando las paredes se mueven. Si es que se mueven.

—Ni hablar —espetó Alby—. Tenemos la Hacienda para escondernos y, si eso no funciona, nos quedan la Sala de Mapas y el Trullo. ¡No podemos pedirle a la gente que salga ahí a morir, Minho! ¿Quién se va a ofrecer voluntario?

—Yo —respondió Minho—. Y Thomas.

Todos miraron a Thomas y él se limitó a asentir. Aunque le daba un miedo de muerte, explorar el Laberinto —explorarlo de verdad— era algo que quería hacer desde la primera vez que supo de su existencia.

—Yo iré si tengo que hacerlo —se ofreció Newt, para sorpresa de Thomas. Aunque nunca hablaba de ello, la cojera del chico era un recordatorio constante de que algo horrible le había pasado en el Laberinto—. Y estoy seguro de que todos los corredores también lo harán.

—¿Con la pierna así? —preguntó Alby, y una risa cruel escapó de sus labios.

Newt frunció el entrecejo y miró el suelo.

—Bueno, no les voy a pedir a los clarianos que hagan algo que yo no esté dispuesto a hacer.

Alby retrocedió sobre la cama y subió los pies.

—Me da igual. Haz lo que quieras.

—¿Que haga lo que quiera? —repitió Newt, levantándose—. ¿Qué te pasa, macho? ¿Me estás diciendo que tenemos otra opción? ¿Acaso tenemos que quedarnos sentados y esperar a que los laceradores se nos cepillen?

Thomas quiso levantarse y aplaudir; estaba seguro de que Alby al final dejaría aquella actitud pesimista. Pero su líder, por lo visto, no estaba nada afectado ni tenía cargo de conciencia:

—Bueno, a mí me parece mejor que correr hacia ellos.

Newt volvió a sentarse.

—Alby, tienes que empezar a razonar.

Aunque le costaba mucho admitirlo, Thomas sabía que necesitaban a Alby si querían conseguir algo. Los clarianos le observaron. Al final, Alby respiró hondo y les miró a todos, uno a uno.

—Tíos, sabéis que estoy jodido. En serio, lo… siento. Ya no debería ser vuestro estúpido líder.

Thomas contuvo la respiración. No podía creerse que Alby acabara de decir aquello.

—Ay, maldito… —empezó a exclamar Newt.

—¡No! —gritó Alby, y su cara reflejó humildad, rendición—. No me refiero a eso. Escúchame. No estoy diciendo que tengamos que cambiar ni nada de esa clonc. Sólo digo que… Creo que tengo que dejar que toméis por mí las decisiones. No me fío de mí mismo. Así que… sí, haced lo que queráis.

Thomas vio que Minho y Newt estaban tan sorprendidos como él.

—Eh… vale —dijo Newt despacio, como si no estuviese seguro—. Haremos que funciones, te lo prometo. Ya lo verás.

—Sí —masculló Alby. Después de una larga pausa, habló con un extraño entusiasmo en la voz—: Eh, os diré lo que haremos: Ponedme a cargo de los mapas. Haré que todos los puñeteros clarianos se maten a estudiar esas cosas.

—Por mí, bien —asintió Minho.

Thomas quiso mostrarse de acuerdo, pero no sabía si le correspondía decir algo. Alby puso de nuevo los pies en el suelo y se incorporó.

—¿Sabéis?, es una estupidez dormir aquí esta noche. Deberíamos estar en la Sala de Mapas, trabajando.

Thomas pensó que aquella era la cosa más inteligente que había oído decir a Alby en mucho tiempo. Minho se encogió de hombros.

—Seguramente tengas razón.

—Bueno…, pues iré —dijo Alby con un gesto de seguridad—. Ahora mismo.

Newt negó con la cabeza.

—Olvídalo, Alby. Ya he oído a los laceradores gemir por ahí. Podemos esperar hasta que despertemos.

Alby se inclinó hacia delante con los codos en las rodillas.

—Eh, sois vosotros los que me estáis animando. No empecéis a lloriquear cuando estoy escuchando de verdad. Si voy a hacerlo, tengo que hacerlo, ser el antiguo yo. Necesito algo en lo que concentrarme.

El alivio invadió a Thomas. Se había hartado de toda aquella controversia. Alby se levantó.

—En serio, necesito hacerlo —fue hacia la puerta como si de verdad quisiera marcharse.

—¡No puedes hablar en serio! —exclamó Newt—. ¡No puedes salir ahora!

—Voy a ir y punto —Alby cogió las llaves de su bolsillo y las sacudió con sorna. Thomas no podía creerse aquel valor repentino—. Nos vemos por la mañana, pingajos.

Y se marchó.

• • •

Era raro saber que avanzaba la noche, que la oscuridad tenía que haberse tragado el mundo que les rodeaba, pero afuera tan sólo se veía una pálida luz gris. Thomas se sentía raro, como si las ganas de dormir, que aumentaban sin cesar conforme pasaban los minutos, de algún modo no fuesen naturales.

Los demás clarianos se instalaron y se acostaron con sus mantas y sus almohadas para lograr la imposible tarea de dormir. Nadie hablaba mucho; los ánimos estaban apagados, por los suelos. Lo único que se oía eran pies arrastrándose y susurros.

Thomas intentó con todas sus fuerzas ponerse a dormir, pues así pasaría el tiempo más rápido, pero al cabo de dos horas seguía sin tener suerte. Estaba tumbado en el suelo de una de las habitaciones del primer piso, sobre una manta gruesa, metido allí dentro con varios clarianos, casi pegados cuerpo a cuerpo. La cama se la había quedado Newt.

Chuck había acabado en otra habitación y, por algún motivo, Thomas se lo imaginaba acurrucado en un rincón oscuro, llorando, apretando las mantas contra su pecho como si fueran un oso de peluche. Aquella imagen entristeció tanto al muchacho que intentó reemplazarla, pero fue en vano.

Casi todos tenían una linterna a su lado en caso de emergencia. Por otro lado, Newt había ordenado que apagaran todas las luces, a pesar del resplandor pálido y mortecino de su nuevo cielo; no tenía sentido atraer más atención de la necesaria. Todo lo que se podía preparar con tan poco tiempo contra el ataque de los laceradores se había hecho: se habían cerrado las ventanas con tablas, se habían colocado los muebles delante de las puertas, se habían repartido cuchillos para usarlos como armas…

Pero nada de aquello hacía que Thomas se sintiera a salvo. El hecho de saber lo que podía ocurrir era agobiante, un manto asfixiante de miedo y sufrimiento que empezaba a cobrar vida. Casi deseaba que aquellos cabrones llegaran y acabaran con todo. La espera era insoportable. Los gemidos distantes de los laceradores se iban acercando a medida que la noche avanzaba, y cada minuto parecía durar más que el anterior.

Pasó otra hora. Y otra. Al final, le llegó el sueño, pero en condiciones lamentables. Thomas supuso que eran las dos de la madrugada cuando se dio la vuelta para ponerse bocabajo por millonésima vez aquella noche. Colocó las manos bajo la barbilla y se quedó mirando los pies de la cama, casi una sombra bajo aquella luz tenue.

Entonces, todo cambió.

Una avalancha de maquinaria motorizada se oyó en el exterior, seguida de los familiares chasquidos de los laceradores rodando sobre el suelo de piedra, como si alguien hubiera esparcido un puñado de clavos. Thomas se puso de pie enseguida, como casi todos los demás.

Pero Newt se levantó antes que nadie y empezó a hacer señas con los brazos; luego, silenció a la habitación poniéndose un dedo en los labios. Sin forzar la pierna mala, caminó de puntillas hasta la ventana, que estaba tapada con tres tablones clavados a toda prisa. Los espacios entre ellos permitían asomarse para ver lo que ocurría fuera. Con cuidado, Newt echó un vistazo y Thomas se acercó hasta allí para hacer lo mismo.

Se agachó junto a Newt, apoyado en el tablón de madera más bajo, colocando el ojo en la rendija. Era aterrador estar tan cerca de la pared. Pero lo único que vio fue el Claro. No había bastante sitio para mirar arriba, abajo o a los lados; sólo al frente. Al cabo de un minuto, más o menos, se dio por vencido y volvió a sentarse con la espalda apoyada en la pared. Newt también se apartó de la ventana y se sentó en la cama.

Pasaron unos cuantos minutos más; varios sonidos de los laceradores penetraban las paredes cada diez o veinte segundos. El ruido de los motores venía seguido de un chirrido del metal girando. El chasquido de los pinchos contra la dura piedra. Cosas rompiéndose, abriéndose y partiéndose. Cada vez que oía algo, Thomas se encogía lleno de miedo. Sonaba como si fuera hubiese tres o cuatro. Por lo menos.

Oía cómo los retorcidos animales-máquina se acercaban todavía más y esperaban en los bloques de piedra que tenían debajo. No había más que zumbidos y traqueteos metálicos.

A Thomas se le secó la boca. Los había visto cara a cara, se acordaba de todo demasiado bien; tuvo que recordarse respirar. Los demás en la habitación estaban callados; nadie hacía ningún ruido. El miedo parecía flotar en el aire como una tormenta de nieve negra.

Uno de los laceradores sonó como si estuviera moviéndose hacia la casa. Entonces, de repente, el chasquido de sus pinchos contra la piedra se convirtió en un sonido más profundo y apagado. Thomas se lo imaginó: los pinchos de la criatura hundiéndose en los laterales de madera de la Hacienda, aquel bicho enorme rodando su cuerpo, subiendo a la habitación, desafiando la gravedad con su fuerza. Thomas oyó cómo los pinchos de los laceradores hacían añicos la madera que se ponía en su camino mientras se desenganchaban y rotaban para agarrarse de nuevo. Todo el edificio tembló.

Los crujidos y chasquidos de la madera se convirtieron en los únicos ruidos del mundo para Thomas, que estaba aterrado. Cada vez eran más fuertes y estaban más cerca. El resto de chicos se hallaba al otro lado de la habitación, lo más apartado posible de la ventana. Thomas terminó por hacer lo mismo con Newt a su lado. Todos se acurrucaron en la pared más lejana, con la vista clavada en la ventana.

Justo cuando ya no aguantaban más, justo cuando Thomas advirtió que el lacerador estaba al otro lado de la ventana, todo quedó en silencio. Thomas casi oía los latidos de su propio corazón.

Unas luces parpadearon en el exterior y proyectaron unos rayos extraños a través de las rendijas de las tablas de madera. Entonces, una fina sombra interrumpió la luz y se movió adelante y atrás. Thomas supo que las sondas y las armas del lacerador habían salido en busca de un festín. Se imaginó las cuchillas escarabajo ahí fuera, ayudando a las criaturas a encontrar su camino. Unos minutos más tarde, la sombra se detuvo; la luz se quedó quieta, proyectando tres planos inmóviles de brillo en la habitación.

Había una gran tensión en el ambiente. Thomas no oía a nadie respirar. Pensó que en las otras habitaciones de la Hacienda debía de estar produciéndose la misma situación. Luego se acordó de que Teresa se encontraba en el Trullo.

Estaba deseando que ella le dijera algo cuando la puerta que daba al pasillo se abrió de golpe. Unos gritos de sorpresa inundaron la habitación. Los clarianos esperaban que entrara algo por la ventana, no detrás de ellos. Thomas se dio la vuelta para ver quién había abierto la puerta, esperando que fuera Chuck, aterrorizado, o, quizás, Alby, que hubiese recapacitado. Pero, al ver quién estaba allí, el cráneo pareció contraérsele y estrujarle el cerebro por la impresión.

Era Gally.