Capítulo 35

—Esto lo deja muy claro —dijo Minho.

Thomas se colocó junto a él en el borde del Precipicio, con la vista clavada en la nada gris. No había ni rastro del lacerador, ni a izquierda, ni a derecha, ni arriba, ni abajo, ni delante, hasta donde se podía ver. No había nada más que una pared de vacío.

—¿Qué es lo que está claro? —preguntó Thomas.

—Ya lo hemos visto tres veces. Algo pasa.

—Sí —Thomas sabía a lo que se refería, pero esperó de todos modos su explicación.

—El lacerador muerto que encontramos corrió en esta dirección y nunca llegamos a verlo regresar o adentrarse en el Laberinto. Luego vinieron esos cabrones a los que engañamos para que saltaran al Precipicio.

—¿Les engañamos? —dijo Thomas—. A lo mejor no fue exactamente eso.

Minho le miró, pensativo.

—Hmmm. Bueno, luego ha pasado esto —señaló el abismo—. Ya no me queda duda. De algún modo, los laceradores pueden abandonar el Laberinto por aquí. Parece magia, pero también lo es que el sol desaparezca.

—Si pueden irse por aquí —añadió Thomas, continuando la línea de razonamiento de Minho—, nosotros también.

Un escalofrío de emoción le recorrió el cuerpo. Minho se rio.

—Ya vuelves a desear la muerte. ¿Qué quieres, salir por ahí con los laceradores y comeros juntos un bocadillo?

Thomas notó que se le bajaban los ánimos.

—¿Tienes una idea mejor?

—Cada cosa a su tiempo, verducho. Cojamos unas piedras para examinar este sitio. Tiene que haber alguna salida secreta.

Thomas ayudó a Minho a buscar por los rincones del Laberinto, recogiendo todas las piedras sueltas posibles. Consiguieron más pasando el dedo por las grietas de la pared hasta que caían al suelo. Cuando por fin obtuvieron una pila considerable, la llevaron hasta el borde y se sentaron con los pies colgando. Thomas bajó la vista y no vio nada más que un descenso gris.

Minho sacó su bloc y su lápiz y los dejó en el suelo junto a él.

—Muy bien, vamos a tomar notas. Y tú memorízalas también en esa fuca cabeza que tienes. Si hay algún tipo de ilusión óptica que esté ocultando la salida de este lugar, no quiero ser el único que la haya cagado cuando el primer pingajo salte al vacío.

—Ese pingajo debería ser el guardián de los corredores —dijo Thomas, intentando hacer un chiste para esconder su miedo. Estar en un sitio del que los laceradores podrían salir en cualquier momento le hacía sudar—. Te querrás sujetar a una bonita cuerda.

Minho cogió una piedra de la pila.

—Sí. Vale, turnémonos para tirarlas en zigzag. Si hay alguna clase de salida mágica, espero que también funcione con las piedras, que las haga desaparecer.

Thomas cogió una piedra y, con cuidado, la lanzó hacia su izquierda, justo enfrente de donde la pared izquierda del pasillo que daba al Precipicio se encontraba con el borde. El trozo de roca irregular cayó. Y cayó. Luego desapareció en el vacío gris.

Minho iba a continuación. Tiró su piedra medio metro más lejos que Thomas. También cayó hacia abajo. Thomas tiró otra, un poco más allá. Después, Minho. Todas las piedras caían a las profundidades. Thomas siguió las órdenes de Minho; continuaron hasta que marcaron una línea que se separaba al menos tres metros del Precipicio y, luego, cambiaba su objetivo a medio metro a la derecha y empezaba a acercarse al Laberinto.

Todas las piedras caían. Una línea hacia fuera, otra línea hacia dentro. Todas las piedras caían. Tiraron piedras suficientes para tapar todo el lado izquierdo que se extendía frente a ellos, cubriendo así la distancia que cualquier persona —o cualquier cosa— podría saltar. Conforme lanzaba las piedras, Thomas se desanimaba cada vez más, hasta que empezó a verlo como una gran tontería. No podía evitar reprenderse; había sido una idea estúpida.

Entonces, la siguiente piedra que arrojó Minho desapareció. Fue la cosa más extraña y difícil de creer que Thomas había visto en su vida.

Minho había tirado un trozo grande de roca que se había caído de una grieta en la pared. Thomas había observado, muy concentrado, cómo caían todas las piedras. Esta abandonó la mano de Minho, salió hacia delante, casi en la misma línea central del Precipicio, y empezó su descenso hacia el suelo invisible de allí abajo. Pero, entonces, desapareció, como si hubiese caído en una superficie de agua o en la niebla.

Estaba allí, cayendo, y, al segundo siguiente, había desaparecido. Thomas se quedó sin habla.

—Antes habíamos tirado cosas al Precipicio —dijo Minho—. ¿Cómo no se nos había ocurrido esto? Nunca había visto que desapareciera nada. Nunca.

Thomas tosió; notaba la garganta irritada.

—Repítelo. Quizás hemos parpadeado o algo así.

Minho le obedeció y tiró otra piedra al mismo sitio. Una vez más, se desvaneció.

—A lo mejor no os fijasteis bien las otras veces que tirasteis cosas —sugirió Thomas—. Bueno, debería ser imposible. A veces no nos fijamos en las cosas que no creemos que pasen o que puedan llegar a pasar.

Lanzaron el resto de piedras, apuntando al lugar inicial y a varios centímetros alrededor. Para sorpresa de Thomas, el sitio por el que las piedras desaparecían resultó medir sólo un par de metros cuadrados.

—No me extraña que no nos diéramos cuenta —dijo Minho al tiempo que anotaba dimensiones frenéticamente, esforzándose por hacer un diagrama—. Es bastante pequeño.

—Los laceradores apenas deben de caber por ese espacio —Thomas seguía con los ojos clavados en la zona del cuadrado invisible flotante, intentando grabar en su memoria la distancia y la ubicación, recordar dónde estaba exactamente—. Y, cuando salen, tienen que mantener el equilibrio antes de atravesar el agujero y saltar en el espacio vacío hacia el borde del Precipicio. No está tan lejos. Si pudiera saltar… Estoy seguro de que para ellos es fácil.

Minho terminó de dibujar y, después, alzó la vista hacia aquel lugar concreto.

—¿Cómo es esto posible, tío? ¿Qué estamos mirando?

—Como has dicho, no es magia. Debe de ser algo como que el cielo se haya vuelto gris. Algún tipo de ilusión óptica u holograma que esconde una entrada. En este sitio pasa algo raro.

Y Thomas admitió para sus adentros que también era muy guay. Su mente se moría por saber qué tipo de tecnología podía haber detrás de todo aquello.

—Sí, pasa algo raro. Vamos —Minho se levantó con un resoplido y se puso la mochila—. Será mejor que corramos lo más rápido posible por el Laberinto. Con la nueva decoración del cielo, quizás hayan pasado más cosas extrañas ahí fuera. Se lo contaremos a Newt y a Alby esta noche. No sé si servirá de ayuda, pero al menos ahora sabemos adonde van los fucos laceradores.

—Y seguramente de dónde vienen —dijo Thomas al tiempo que le echaba un último vistazo a la entrada oculta—. El Agujero de los Laceradores.

—Sí, un nombre tan bueno como cualquier otro. Vamos.

Thomas se quedó con la vista fija mientras esperaba a que Minho se moviera. Pasaron varios minutos en silencio y Thomas se dio cuenta de que su amigo debía de estar tan fascinado como él. Finalmente, sin decir ni una palabra, Minho se dio la vuelta para marchase. Thomas le siguió a su pesar y corrieron para adentrarse en el Laberinto gris oscuro.

• • •

Thomas y Minho no encontraron nada, salvo muros de piedra y hiedra.

Thomas cortó la enredadera y tomó notas. Le costaba distinguir algún cambio desde el día anterior, pero Minho, sin detenerse a pensarlo, le señaló dónde se habían movido las paredes. Cuando llegaron al último callejón sin salida y era la hora de volver a casa, Thomas sintió unas ganas casi incontrolables de meter todo en una bolsa y pasar allí la noche para ver qué ocurría.

Minho pareció presentirlo y le agarró del hombro.

—Aún no, tío. Aún no.

Y regresaron.

En el Claro había un ambiente sombrío, algo lógico cuando todo se ha vuelto gris. La tenue luz no había cambiado ni un ápice desde que se habían despertado por la mañana y Thomas se preguntó si algo cambiaría al «atardecer».

Cuando atravesaron la Puerta Oeste, Minho fue directo a la Sala de Mapas. Thomas se sorprendió. Pensaba que era lo último que harían.

—¿No te mueres por contarle a Newt y Alby lo del Agujero de los Laceradores?

—Oye, seguimos siendo corredores —respondió Minho— y tenemos un trabajo que hacer —Thomas le siguió hasta la puerta de acero del bloque grande de cemento y Minho se dio la vuelta para dedicarle una sonrisa lánguida—. Pero sí, nos daremos prisa para ir a hablar con ellos.

Cuando entraron, ya había otros corredores pululando por la sala que dibujaban sus mapas. Nadie dijo ni una palabra, como si las especulaciones sobre el nuevo cielo se hubieran agotado. El ambiente desesperanzador en la habitación hizo que Thomas tuviese la sensación de estar caminando por agua enfangada. Sabía que también tenía que estar cansado, pero se encontraba demasiado entusiasmado para sentirse así; no podía esperar a ver las reacciones de Newt y Alby cuando supieran la noticia sobre el Precipicio.

Se sentó a la mesa y dibujó el mapa del día, basándose en las notas y en lo que recordaba, con Minho mirándole por encima del hombro todo el tiempo, dándole ideas: «Creo que este pasillo se cortaba aquí en vez de allí», «Ten cuidado con las proporciones» y «Dibuja más recto, pingajo». Aunque pesado, era útil y, a los quince minutos de entrar en la sala, Thomas examinó su obra acabada. El orgullo le invadió; su mapa era tan bueno como cualquiera de los que había visto.

—No está mal —dijo Minho—. Bueno, para un verducho.

Minho se levantó, se acercó al baúl de la Sección 1 y lo abrió. Thomas se arrodilló delante de él, sacó el mapa del día anterior y lo colocó al lado del que acababa de dibujar.

—¿Qué estoy buscando? —preguntó.

—Pautas. Pero no vas a ver nada comparando dos días. Tienes que estudiar varias semanas e indagar qué patrones siguen, no sé. Sé que hay algo ahí, algo que nos ayudará. Aunque todavía no lo he encontrado. Como he dicho, es un asco.

Thomas estaba dándole vueltas a algo en la cabeza; sentía lo mismo que la primera vez que entró en aquella sala. Las paredes del Laberinto se movían. Unos patrones. Todas aquellas líneas rectas. ¿Sugerían un mapa completamente distinto? ¿Apuntaban a algo? Tenía una sensación muy fuerte de que se estaba saltando una pista evidente.

Minho le dio unos golpecitos en el hombro.

—Siempre puedes volver y seguir estudiando después de cenar, después de hablar con Newt y Alby. Vamos.

Thomas guardó los papeles en el baúl y lo cerró. No soportaba la punzada de desasosiego que sentía. Era como un pinchazo en el costado. Las paredes se movían, líneas rectas, patrones… Tenía que haber una respuesta.

—Vale, vamos.

Acababan de salir de la Sala de Mapas y la pesada puerta se había cerrado con un sonido metálico detrás de ellos, cuando Newt y Alby se acercaron no muy contentos. El entusiasmo de Thomas enseguida se transformó en preocupación.

—Eh —saludó Minho—. Acabamos de…

—Pues venga —le interrumpió Alby—. No tenemos tiempo que perder. ¿Habéis encontrado algo? ¿Lo que sea?

Minho retrocedió ante tal reprimenda, pero a Thomas su cara le pareció más confundida que herida o enfadada.

—Yo también me alegro de verte. La verdad es que sí, hemos encontrado algo.

Curiosamente, Alby casi pareció decepcionado.

—Porque este fuco sitio se cae a pedazos —le lanzó a Thomas una mirada desagradable, como si todo fuese culpa suya.

«¿Qué le pasa?», se preguntó Thomas, sintiendo cómo se encendía su propio enfado. Llevaba trabajando duro todo el día y ¿así se lo agradecían?

—¿A qué te refieres? —preguntó Minho—. ¿Qué más ha pasado?

Newt señaló la Caja con la cabeza y contestó:

—Hoy no han llegado las malditas provisiones. Durante estos dos años, han venido todas las semanas, a la misma hora, el mismo día. Pero hoy, no.

Los cuatro se quedaron mirando las puertas de acero pegadas al suelo. A Thomas le pareció que sobre ellos se extendía una sombra más oscura que el aire gris que rodeaba todo lo demás.

—Ah, ahora sí que estamos fucados —susurró Minho, y su reacción alertó a Thomas de lo grave que era la situación.

—No hay sol para las plantas —dijo Newt— ni llegan provisiones en la maldita Caja. Sí, yo diría que estamos fucados, exacto.

Alby estaba cruzado de brazos y seguía con la vista clavada en la Caja como si intentara abrir las puertas con la mente. Thomas esperaba que su líder no sacara a relucir lo que había visto en el Cambio o, en realidad, cualquier cosa relacionada con él. Sobre todo, ahora.

—Sí, bueno —comentó Minho—, encontramos algo extraño.

Thomas esperó que Newt o Alby reaccionaran positivamente ante aquella noticia; hasta podía contener información que arrojara luz sobre el misterio.

Newt enarcó las cejas.

—¿Qué?

Minho estuvo tres minutos contándolo. Empezó por el lacerador al que habían seguido y acabó con los resultados de su experimento de tirar piedras.

—Debe de llevar a…, ya sabéis…, adonde viven los laceradores —dijo cuando terminó.

—El Agujero de los Laceradores —añadió Thomas.

Los tres le miraron enfadados, como si no tuviera derecho a hablar. Pero, por primera vez, no le importó tanto que le trataran como a un verducho.

—Tengo que verlo por mí mismo —afirmó Newt, y luego murmuró—: Cuesta creerlo.

Thomas no pudo estar más de acuerdo.

—No sé qué podemos hacer —declaró Minho—. A lo mejor podríamos construir algo para bloquear el pasillo.

—Ni de coña —replicó Newt—. Esas fucas cosas pueden subir por las malditas paredes, ¿recuerdas? Nada que nosotros construyamos los mantendrá alejados.

Pero el alboroto que se había formado fuera de la Hacienda apartó su atención de la conversación. Había un grupo de clarianos en la puerta principal de la casa, gritando para hacerse oír. Chuck estaba en el grupo y, al ver a Thomas y a los otros, echó a correr con la cara llena de entusiasmo. Thomas no pudo evitar preguntarse qué locura había sucedido ahora.

—¿Qué pasa? —preguntó Newt.

—¡Está despierta! —gritó Chuck—. ¡La chica está despierta!

A Thomas se le revolvió todo por dentro y se apoyó en la pared de cemento de la Sala de Mapas. La chica. La chica que hablaba en su cabeza. Quería correr antes de que volviera a ocurrir, antes de que le hablara en la mente. Pero era demasiado tarde:

Tom, no conozco a esta gente. ¡Ven a buscarme! Está desapareciendo todo… Me estoy olvidando de todo menos de ti… ¡Tengo que contarte cosas! Pero se me está yendo todo

No podía comprender cómo lo hacía, cómo estaba en su cabeza.

Teresa hizo una pausa y, luego, dijo algo que no tenía sentido: El Laberinto es un código, Tom. El Laberinto es un código.