Thomas se despertó con una luz débil y sin vida. Lo primero que pensó fue que debía de haberse levantado más pronto de lo habitual, que todavía quedaba una hora para que amaneciera. Pero, entonces, oyó los gritos. Y luego levantó la vista y miró a través del manto de ramas frondosas.
El cielo tenía un tono gris apagado, no la luz blanquecina natural de por la mañana.
Se puso en pie de un salto y se apoyó en la pared para mantener el equilibrio mientras, boquiabierto, estiraba el cuello para mirar hacia arriba. No estaba azul, ni negro, ni había estrellas, ni tampoco el abanico purpúreo típico del alba. El cielo, en toda su extensión, era de un gris pizarra. Sin color y muerto.
Bajó la vista a su reloj. Ya había pasado una hora desde que era obligatorio levantarse. El resplandor del sol tenía que haberle despertado, como lo había hecho tan fácilmente desde que había llegado al Claro. Pero hoy, no.
Miró otra vez hacia arriba, medio esperando que hubiera vuelto a la normalidad. Pero estaba todo gris. No había nubes, ni penumbra, ni los primeros minutos del amanecer. Sólo estaba gris.
El sol había desaparecido.
• • •
Thomas se encontró a la mayoría de los clarianos cerca de la entrada a la Caja, señalando al cielo muerto, hablando todos a la vez. Por la hora que era, ya deberían haber servido el desayuno y la gente debería haberse puesto a trabajar. Pero había algo sobre la desaparición del gran objeto del sistema solar que tendía a perturbar el desarrollo de las actividades normales.
La verdad era que, mientras Thomas observaba en silencio el alboroto, no se sentía tan asustado ni le invadía tanto el pánico como su instinto le decía que debería reaccionar. Y le sorprendió ver que muchos de los otros parecían pollitos perdidos fuera del gallinero. De hecho, era ridículo.
Sin duda, el sol no había desaparecido; eso era imposible. Aunque eso era lo que parecía. No se veían señales por ningún lado de la bola de furioso fuego, y las sombras oblicuas de la mañana estaban ausentes. Pero él y todos los clarianos eran demasiado racionales e inteligentes para llegar a esa conclusión. No, tenía que haber una explicación científica para lo que estaban presenciando. Y fuera lo que fuera, para Thomas significaba una cosa: el hecho de que ya no pudieran ver el sol se debía probablemente a que nunca habían podido verlo. Un sol no podía desaparecer. Su cielo debía de haber sido —y aún era— inventado. Artificial.
En otras palabras, el sol que había iluminado a aquella gente durante dos años, que había dado calor y vida a todo, no era el sol en absoluto. De algún modo, tenía que ser falso. Todo en aquel lugar era falso.
Thomas no sabía lo que eso significa ni tampoco cómo era posible, pero sabía que era verdad; era la única explicación que su mente racional aceptaba. Y, por las reacciones de los otros clarianos, ninguno de ellos se había dado cuenta hasta aquel momento.
Chuck le encontró, y cuando Thomas vio la cara de miedo del niño, sintió una punzada en su corazón.
—¿Qué crees que ha pasado? —preguntó Chuck con un temblor lastimero, sin apartar los ojos del cielo. Thomas pensó que el cuello le debía de doler horrores—. Es como un techo gris enorme, tan cerca que casi parece que puedas tocarlo.
Thomas siguió la mirada de Chuck hacia arriba.
—Sí, te hace reflexionar sobre este lugar —era la segunda vez en veinticuatro horas que Chuck daba en el clavo. El cielo sí que parecía un techo. El techo de una habitación muy grande—. Quizá se ha roto algo. Bueno, a lo mejor vuelve.
Por fin, Chuck dejó de estar embobado y miró a Thomas a los ojos.
—¿Roto? ¿Y qué se supone que significa eso?
Antes de que Thomas pudiera contestar, le vino el vago recuerdo de la noche anterior, antes de quedarse dormido, las palabras de Teresa en su mente. Había dicho: «Acabo de provocar el Final». Podía ser una coincidencia, ¿no? Sintió como si algo se le pudriese en el vientre. Cualquiera que fuera la explicación, lo que fuese que hubiera en el cielo, un sol real o no, ya no estaba. Y aquello no podía ser nada bueno.
—¿Thomas? —le llamó Chuck, dándole unos golpecitos en el brazo.
—¿Sí? —Thomas tenía la mente confusa.
—¿A qué te refieres con que se ha roto algo? —repitió Chuck.
Thomas necesitaba tiempo para pensar sobre todo aquello.
—Ah, no sé. Deben de ser cosas sobre este sitio que no entendemos. Pero no se puede hacer desaparecer el sol del espacio. Además, todavía hay luz suficiente para ver, aunque sea tenue. ¿De dónde viene?
Chuck abrió los ojos de par en par, como si le acabaran de revelar el secreto más grande y oscuro del universo.
—Sí, ¿de dónde viene? ¿Qué está pasando, Thomas?
Thomas extendió la mano para apretar el hombro del niño. Se sentía incómodo.
—No tengo ni idea, Chuck. Ni idea. Pero estoy seguro de que Newt y Alby lo averiguarán.
—¡Thomas! —Minho se acercó corriendo a ellos—. Deja de entretenerte con Chucky y vamos. Es muy tarde.
Thomas se sintió aturdido. Por alguna razón, había creído que aquel cielo extraño tiraría todos los planes normales por la borda.
—¿Vais a salir ahí fuera? —preguntó Chuck, que estaba también claramente sorprendido.
Thomas se alegró de que el chico hubiera hecho la pregunta por él.
—Pues claro que sí, pingajo —respondió Minho—. ¿No tienes que ir a deambular por ahí? —apartó la vista de Chuck para centrarse en Thomas—. Ahora más que nunca, tenemos una razón para sacar nuestros culos ahí fuera. Si es verdad que el sol se ha ido, no tardarán mucho en morirse las plantas y los animales. Creo que la desesperación no ha hecho más que empezar.
La última frase le caló a Thomas muy hondo. A pesar de todas sus ideas, todo lo que le había soltado a Minho, no tenía ganas de cambiar el modo en que habían hecho las cosas los dos últimos años. Una mezcla de entusiasmo y pavor le azotó cuando se dio cuenta de lo que Minho estaba diciendo.
—¿Quieres decir que vamos a pasar ahí la noche? ¿Que vamos a explorar los muros un poco más de cerca?
Minho negó con la cabeza.
—No, aún no. Aunque puede que lo hagamos pronto. Venga, vamos.
Thomas estuvo callado mientras Minho y él preparaban las cosas y comían un desayuno rápido como el rayo. Le estaba dando demasiadas vueltas al cielo gris y a lo que Teresa —al menos, creía que había sido la chica— le había dicho en su mente como para participar en una conversación. ¿A qué se refería con el Final? Thomas no podía ignorar la sensación de que tenía que decírselo a alguien. A todos.
Pero no sabía lo que significaba y no quería que supieran que tenía la voz de una chica en la cabeza. Pensarían que se le había ido la olla y hasta podrían encerrarle, esta vez para siempre.
Después de mucho deliberarlo, decidió mantener la boca cerrada y se fue a correr con Minho en su segundo día de entrenamiento, bajo un cielo sombrío y sin color.
• • •
Vieron el lacerador incluso antes de llegar a la puerta de la Sección 8 que daba a la Sección 1.
Minho iba unos pasos por delante de Thomas. Acababa de doblar una esquina a la derecha cuando se paró de golpe, con los pies casi derrapando. Dio un salto hacia atrás y agarró a Thomas de la camiseta para llevarlo contra la pared.
—Shhh —susurró Minho—. Hay un puñetero lacerador ahí delante.
Thomas abrió los ojos de un modo inquisitivo y notó que el corazón se le aceleraba, aunque antes ya latía rápido y a un ritmo constante. Minho se limitó a asentir y, después, se llevó el dedo índice a los labios. Soltó la camiseta de Thomas, retrocedió un paso y, luego, avanzó sigilosamente hasta una esquina desde la que podía ver el lacerador. Muy despacio, se inclinó hacia delante para echar un vistazo. Thomas quiso gritar que tuviera cuidado. Minho volvió la cabeza para mirarle.
—Está ahí sentado —su voz aún era un susurro—. Casi como el que vimos muerto.
—¿Qué hacemos? —preguntó Thomas tan bajo como pudo, intentando ignorar el pánico que aumentaba en su interior—. ¿Viene hacia nosotros?
—No, tonto. Ya te he dicho que está ahí sentado.
—¿Y bien? —Thomas levantó las manos a los lados, lleno de frustración—. ¿Qué hacemos? —estar tan cerca del lacerador le parecía muy mala idea.
Minho se quedó callado unos segundos al tiempo que pensaba antes de hablar.
—Tenemos que ir por ahí para llegar a nuestra sección. Nos quedaremos observando un rato. Si viene detrás de nosotros, correremos de vuelta al Claro —se volvió a asomar y, entonces, rápido, miró por encima de su hombro—. ¡Mierda, se ha ido! ¡Vamos!
Minho no esperó una respuesta ni vio la expresión de horror que cruzó la cara de Thomas. Echó a correr hacia donde había visto el lacerador. Aunque sus instintos le decían que no lo hiciera, Thomas le siguió.
Corrió a toda velocidad por el largo pasillo detrás de Minho, giró a la derecha y, después, a la izquierda. En cada giro aminoraban la marcha para que el guardián pudiera asomarse antes por la esquina y susurrarle a Thomas que había visto la parte de atrás del bicho desapareciendo por el siguiente giro. Continuaron haciendo lo mismo durante diez minutos más hasta que llegaron al largo pasillo que acababa en el Precipicio, donde más allá no había nada, salvo el cielo sin vida. El lacerador se dirigía hacia el cielo.
Minho se detuvo tan de golpe que Thomas casi se lo llevó por delante. Entonces, Thomas se quedó helado al ver que el lacerador hundía los pinchos y rodaba hacia el borde del Precipicio hasta caer en el abismo gris. La criatura desapareció de la vista. Las sombras se habían tragado una sombra.