Minho despertó a Thomas antes de que amaneciera y le hizo una señal con la linterna para que le siguiera a la Hacienda. Thomas enseguida se quitó de encima el aturdimiento matutino, entusiasmado por empezar su entrenamiento. Salió de debajo de la manta y siguió con ilusión a su profesor, abriéndose camino entre la multitud de clarianos dormidos sobre el césped, cuyos ronquidos eran la única señal de que no estaban muertos. Un tenue resplandor iluminaba el Claro y lo volvía todo azul oscuro, lleno de sombras. Thomas nunca había visto aquel lugar tan tranquilo. Un gallo cantó en la Casa de la Sangre.
Finalmente, en un rincón tortuoso junto a la parte trasera de la Hacienda, Minho sacó una llave y abrió una puerta vieja que daba a un pequeño armario que servía como trastero. A Thomas le dio un escalofrío antes de ver lo que había en su interior. Distinguió unas cuerdas, unas cadenas y otros chismes mientras la linterna de Minho apuntaba al armario. Al final, la luz cayó sobre una caja abierta de zapatillas para correr. Thomas casi se rio; parecía algo tan normal…
—Ahí tienes lo mejor que recibimos —anunció Minho—. Al menos, para nosotros. Envían zapatillas nuevas en la Caja con bastante frecuencia. Si nos las dieran de mala calidad, tendríamos los pies que parecerían Marte —se inclinó hacia delante y rebuscó en una pila—. ¿Qué número calzas?
—¿Número? —Thomas se quedó pensando un segundo—. Yo… no sé —a veces era muy raro lo que podía o no recordar. Se agachó, se quitó uno de los zapatos que llevaba desde que había llegado al Claro y echó un vistazo por dentro—. El cuarenta y cinco.
—¡Dios, pingajo, sí que tienes unos pies grandes! —Minho se levantó con un par de zapatillas plateadas y lustrosas—. Pero, por lo visto, sí que tengo unas. Tío, se podría ir en piragua con esto.
—Esas son todo un lujo.
Thomas las cogió y se apartó del armario para sentarse en el suelo, con ganas de probárselas. Minho cogió un par de cosas más antes de salir a reunirse con él.
—Sólo los corredores y los guardianes tenemos de esto —dijo Minho, y, antes de que Thomas pudiera levantar la vista mientras se ataba las zapatillas, un reloj de plástico le cayó en el regazo. Era negro y muy simple, y su esfera tan sólo mostraba un visualizador digital con la hora—. Póntelo y no te lo quites nunca. Tu vida puede depender de él.
Thomas se alegró de tenerlo. Aunque el sol y las sombras parecían bastar para saber más o menos la hora que era, probablemente necesitaría más precisión ahora que se había convertido en un corredor. Se puso el reloj en la muñeca y, después, siguió calzándose.
Minho continuó hablando:
—Aquí tienes una mochila, botellas de agua, una bolsa con el almuerzo, algunos pantalones cortos y camisetas, y otras cosas —le dio un empujoncito a Thomas y este levantó la cabeza. Minho le estaba dando un par de mudas apretadas, hechas de un material blanco brillante—. Estos son los gayumbos de los corredores. Te mantienen, ummm, bien cómodo.
—¿Bien cómodo?
—Sí, ya sabes, cuando te…
—Vale, lo he pillado —Thomas cogió la ropa interior y las demás cosas—. Tenéis todo muy bien pensado, ¿eh?
—Después de un par de años corriendo hasta romperte el culo cada día, acabas sabiendo lo que necesitas y lo pides —empezó a meter cosas en su propia mochila.
Thomas estaba sorprendido.
—¿Se pueden pedir cosas? ¿Lo que haga falta?
¿Por qué les iba a ayudar tanto la gente que les había enviado allí?
—Pues claro que sí. Dejamos una nota en la Caja y ya está. Eso no significa que siempre recibamos lo que queremos de los creadores. A veces, sí y, a veces, no.
—¿Alguna vez habéis pedido un mapa?
Minho se rio.
—Sí, lo probamos. También pedimos un televisor, pero no hubo suerte. Supongo que esos cara fuco no quieren que veamos lo maravillosa que es la vida cuando no vives en un puto laberinto.
Thomas dudó que la vida fuera tan estupenda en casa. ¿Qué clase de mundo permitía que unos chavales vivieran así? Aquel pensamiento le dejó desconcertado, como si su origen fuera un recuerdo real, un hilo de luz en la oscuridad de su mente. Pero ya había desaparecido. Sacudió la cabeza y terminó de atarse las zapatillas; luego se levantó, trotó en círculos y saltó para probarlas.
—Están muy bien. Supongo que estoy listo.
Minho estaba todavía agachado sobre su mochila y levantó la vista para mirar a Thomas con cara de indignación.
—Pareces un idiota brincando por ahí como una fuca bailarina. Que tengas buena suerte ahí fuera sin desayuno, almuerzo ni armas.
Thomas ya había dejado de moverse cuando un escalofrío helado le recorrió el cuerpo.
—¿Armas?
—Armas —Minho se puso de pie y volvió al armario—. Ven aquí, te lo enseñaré.
Thomas siguió a Minho hasta el pequeño cuarto y le observó sacar unas cajas de la pared del fondo. Debajo había una trampilla. Minho la levantó para revelar unas escaleras de madera que daban a la negrura.
—Las guardamos en el sótano para que los pingajos como Gally no puedan cogerlas. Vamos.
Minho bajó primero. La estructura crujía con cada pisada mientras descendían por aquella docena de escalones. El aire frío era refrescante, a pesar del polvo y el fuerte olor a moho. Llegaron a un suelo sucio y Thomas no vio nada hasta que Minho encendió una única bombilla al estirar de una cuerda.
La habitación era más grande de lo que Thomas esperaba; al menos medía tres metros cuadrados. Unas estanterías cubrían las paredes y había varias mesas de madera en forma de bloque; todo lo que había a la vista tenía encima un montón de cachivaches que le ponían los pelos de punta. Postes de madera, pinchos de metal, trozos grandes de malla como la que tapa los gallineros, rollos de alambre de espino, sierras, cuchillos, espadas. Una pared entera estaba dedicada al tiro con arco: arcos de madera, flechas y cuerdas de repuesto. En cuanto los vio, enseguida se acordó de cuando Alby disparó a Ben en los Muertos.
—Vaya —murmuró Thomas, y su voz sonó como un golpe sordo en aquel lugar cerrado. Al principio le asustó que necesitaran tantas armas, pero sintió alivio al ver que la mayoría estaba cubierta de una gruesa capa de polvo.
—Muchas no las usamos —le informó Minho—, pero nunca se sabe. Lo único que solemos llevar es un par de cuchillos afilados —señaló con la cabeza un baúl grande de madera que había en un rincón con la tapa abierta, apoyada en la pared. Estaba hasta arriba de cuchillos de todas las formas y tamaños. Thomas sólo esperaba que aquella habitación siguiera siendo secreta para el resto de clarianos.
—Es un poco peligroso tener todo esto —dijo—. ¿Y si Ben hubiera bajado aquí justo antes de volverse loco y atacarme?
Minho se sacó las llaves del bolsillo y las agitó con un claqueteo.
—Sólo un par de sapos con suerte tienen un juego de estas.
—Aun así…
—Deja de quejarte y coge un par. Asegúrate de que sean buenos y afilados. Luego iremos a desayunar y nos llevaremos el almuerzo. Quiero estar un rato en la Sala de Mapas antes de salir.
Thomas se despertó al oír aquello. Había tenido curiosidad por aquel edificio achaparrado desde que vio al primer corredor atravesar su amenazadora puerta. Eligió un puñal corto plateado con una empuñadura de goma y otro con una larga hoja negra. Su entusiasmo decayó un poco. Aunque conocía muy bien lo que vivía ahí fuera, seguía sin querer pensar en por qué necesitaban armas para entrar en el Laberinto.
• • •
Una media hora más tarde, después de comer y hacer el equipaje, estaban delante de la puerta metálica con remaches de la Sala de Mapas. Thomas se moría por entrar. El amanecer había estallado en todo su esplendor y los clarianos daban vueltas, preparándose para un nuevo día. Un olor a beicon frito flotaba por el aire. Fritanga y su equipo intentaban seguir el ritmo de los montones de estómagos hambrientos. Minho abrió la puerta, giró la rueda que tenía por picaporte hasta que se oyó un clic en el interior y, entonces, tiró. Con un chirrido por el brusco movimiento, el pesado trozo de metal se abrió.
—Tú primero —dijo Minho con una reverencia burlona.
Thomas entró sin decir nada. Un frío miedo, mezclado con una intensa curiosidad, se apoderó de él, y tuvo que recordarse que debía respirar.
La oscura habitación tenía un olor a moho y humedad, además de un aroma a cobre tan fuerte que podía saborearlo. Un distante recuerdo borroso de chupar los centavos cuando era pequeño apareció en su mente.
Minho le dio a un interruptor y varias hileras de fluorescentes parpadearon hasta que se encendieron del todo y revelaron la habitación al detalle.
A Thomas le sorprendió su simplicidad. La Sala de Mapas medía unos seis metros de ancho y tenía las paredes de cemento sin ningún tipo de decoración. Había una mesa de madera colocada en el centro, con ocho sillas dispuestas alrededor. En la superficie había unos montones de papel bien apilados y unos lápices, uno delante de cada silla. Los otros objetos de la habitación eran ocho baúles, justo como el que contenía los cuchillos en el sótano de las armas. Estaban cerrados y colocados de dos en dos junto a la pared.
—Bienvenido a la Sala de Mapas —dijo Minho—. Un lugar tan tranquilo como cualquier otro que pudieras visitar.
Thomas se sintió un poco decepcionado; esperaba algo más profundo. Respiró hondo.
—Lo malo es que huela como una mina de cobre abandonada.
—Pues a mí me gusta este olor —Minho sacó dos sillas y se sentó en una de ellas—. Siéntate, quiero meterte un par de imágenes en la cabeza antes de salir ahí fuera.
Mientras Thomas se sentaba, Minho cogió una hoja de papel y un lápiz, y empezó a dibujar. Thomas se inclinó para echar un vistazo y vio que Minho había dibujado un gran cuadrado que ocupaba casi todo el folio. Luego lo llenó de cuadraditos hasta que tuvo el mismo aspecto que un tres en raya cerrado, con tres filas de tres recuadros, todos del mismo tamaño. Escribió la palabra CLARO en medio y, luego, numeró los recuadros exteriores del uno al ocho, empezando por la parte superior de la esquina izquierda, siguiendo la dirección de las agujas del reloj. Por último, arrancó unos trocitos de papel aquí y allá.
—Estas son las puertas —dijo Minho—. Conoces las que están en el Claro, pero hay cuatro más en el Laberinto que dan a las Secciones 1, 3, 5 y 7. Se quedan en el mismo sitio, pero la ruta cambia al moverse las paredes cada noche —terminó y deslizó el papel por la mesa hasta dejarlo enfrente de Thomas.
Thomas lo cogió, totalmente fascinado porque el Laberinto estuviera tan estructurado, y lo estudió mientras Minho seguía hablando:
—Así que tenemos el Claro, rodeado de ocho secciones; cada una es un cuadrado independiente que no se ha podido resolver en dos años desde que empezó este puto juego. Lo único más parecido a una salida es el Precipicio, y esa no es muy buena, a menos que quieras caer hasta una muerte horrible —Minho dio unos golpecitos sobre el mapa—. Las paredes se mueven por todo el fuco sitio cada noche, a la misma hora en que se cierran las puertas. Al menos, creemos que es cuando ocurre, porque nunca oímos que se muevan las paredes en otro momento.
Thomas alzó la vista, contento de poder ofrecer algo de información:
—No vi que nada se moviera la noche en que nos quedamos allí atrapados.
—Los pasadizos principales que hay junto a las puertas no cambian nunca. Son sólo los que están más adentro.
—Ah.
Thomas volvió al mapa rudimentario para intentar visualizar el Laberinto y ver los muros de piedra donde Minho había trazado unas líneas a lápiz.
—Siempre tenemos al menos ocho corredores, incluido el guardián. Uno para cada sección. Tardamos un día entero en hacer un mapa de nuestra zona, esperando contra todo pronóstico que haya una salida; luego regresamos y lo dibujamos en una hoja aparte cada día —Minho miró hacia uno de los baúles—. Esa es la razón por la que esas cosas están llenas de fucos mapas.
Thomas tuvo un pensamiento deprimente y aterrador:
—¿Estoy… sustituyendo a alguien? ¿Ha muerto algún corredor?
Minho negó con la cabeza.
—No, sólo te estamos entrenando. Seguro que alguien quiere un respiro. No te preocupes, hace mucho tiempo que no muere un corredor.
Por algún motivo, la última frase preocupó a Thomas, aunque esperó que no se le reflejara en el rostro en aquel momento. Señaló la Sección 3.
—Y… ¿os pasáis todo el día corriendo por estos cuadraditos?
—Qué gracioso —Minho se levantó, se acercó al baúl que había justo detrás de ellos, se arrodilló, levantó la tapa y la apoyó en la pared—. Ven.
Thomas ya se había levantado; se apoyó en el hombro de Minho para echar un vistazo. El baúl era lo bastante grande para guardar cuatro sacos de mapas y los cuatro estaban llenos hasta arriba. Los que Thomas alcanzó a ver eran todos muy similares: un esbozo de un laberinto cuadrado ocupaba casi todo el folio. En la esquina superior de la derecha había anotado Sección 8, seguido del nombre Hank, luego la palabra Día y un número. En la última hoja ponía que era el día número 749.
Minho continuó:
—Al principio, averiguamos que las paredes se movían hacia la derecha. En cuanto lo hicimos, empezamos a mantener un registro. Siempre hemos pensado que compararlos día a día, semana a semana, nos ayudaría a descubrir la pauta que sigue. Y lo conseguimos. Los laberintos básicamente se repiten cada mes. Pero aún tenemos que encontrar una salida que nos lleve fuera del cuadrado. Nunca hemos visto una salida.
—Han pasado dos años —dijo Thomas—. ¿No os habéis desesperado tanto como para pasar allí la noche y ver si quizás algo se abre mientras se mueven las paredes?
Minho le miró con un destello de ira en los ojos.
—Eso es un poco insultante, tío. En serio.
—¿Qué? —Thomas se quedó sorprendido porque no pretendía ofenderle.
—Llevamos rompiéndonos el culo dos años, y ¿sólo se te ocurre preguntar por qué somos demasiado mariquitas para pasar allí fuera toda la noche? Algunos lo intentaron al principio, pero todos aparecieron muertos. ¿Quieres pasar otra noche ahí? Como si tuvieras la posibilidad de sobrevivir otra vez, ¿eh?
Thomas se sonrojó de vergüenza.
—No. Perdona.
De repente, se sintió como un trozo de clonc. Y la verdad era que estaba de acuerdo, prefería volver al Claro sano y salvo cada noche que asegurarse otra batalla con los laceradores. Se estremeció al pensarlo.
—Sí, bueno —Minho volvió la mirada hacia los mapas en el baúl para gran alivio de Thomas—. La vida en el Claro puede que no sea maravillosa, pero al menos es segura. Hay un montón de comida y estamos protegidos contra los laceradores. No les podemos pedir a los corredores que se arriesguen a quedarse ahí fuera, ni hablar. Al menos, aún no. No, hasta que tengamos una pista de dónde puede abrirse una salida, aunque sea de forma temporal.
—¿Estáis cerca? ¿Habéis descubierto algo?
Minho se encogió de hombros.
—No lo sé. Es un poco deprimente, pero no sabemos qué otra cosa hacer. No podemos arriesgarnos a que un día, en algún sitio, pueda aparecer una salida. No podemos rendirnos. Nunca.
Thomas asintió, aliviado por aquella actitud. Por mal que estuvieran las cosas, rendirse sólo las empeoraría. Minho sacó varias hojas del baúl: los mapas de los últimos días. Mientras los hojeaba, le explicó:
—Como te decía antes, los comparamos todos los días, todas las semanas, todos los meses. Cada corredor se encarga de un mapa de su sección. Para serte sincero, todavía no hemos averiguado una mierda. Y, para serte más sincero aún, no sabemos qué estamos buscando. Es un asco, tío. Un puto asco.
—Pero no podemos rendirnos —dijo Thomas con un tono muy natural, como una repetición resignada de lo que Minho había dicho hacía un momento.
Había dicho «podemos» sin ni siquiera pensarlo, y se dio cuenta de que ya formaba parte del Claro.
—Eso es, colega. No podemos rendirnos —Minho volvió a colocar con cuidado los papeles en el baúl, lo cerró y luego se incorporó—. Bueno, tendremos que darnos prisa porque aquí hemos estado mucho rato. Los primeros días sólo tendrás que seguirme. ¿Listo?
Thomas sintió una corriente de nerviosismo en su interior, pellizcándole la barriga. Ya había llegado el momento, iban a salir de verdad; se había acabado hablar y pensar sobre el tema.
—Ummm…, sí.
—Aquí no hay «ums» que valgan. ¿Estás listo o no?
Thomas miró a los ojos de Minho, que de repente reflejaban dureza.
—Estoy listo.
—Entonces, vamos a correr.