Justo después de oír el chirrido y el estruendo de la piedra rozando la piedra, anunciando que se cerraban las puertas por aquel día, Alby apareció para liberarle, lo que fue una gran sorpresa. Sonó la llave de metal en la cerradura y, luego, se abrió la celda.
—No estás muerto, ¿no, pingajo? —preguntó Alby.
Tenía muchísimo mejor aspecto que el día anterior y Thomas no pudo evitar mirarlo fijamente. Su piel había recuperado el color y los ojos ya no estaban llenos de venas rojas. Parecía haber engordado siete kilos en veinticuatro horas.
Alby advirtió que tenía los ojos abiertos como platos.
—Foder, chaval, ¿qué estás mirando?
Thomas sacudió un poco la cabeza, como si hubiera vuelto de un trance. Su mente daba vueltas y se preguntaba qué recordaría Alby, qué sabría, qué habría dicho de él.
—¿Qué…? Nada. Es impresionante que te hayas curado tan rápido. ¿Estás bien ya?
Alby sacó músculo con su bíceps derecho.
—Nunca he estado mejor. Sal.
Thomas salió y esperó que sus ojos no parpadearan e hicieran visible su preocupación. Alby cerró la puerta del Trullo y se volvió para mirarle.
—La verdad es que es mentira. Me siento como un trozo de clonc cagada dos veces por un lacerador.
—Sí, así estabas ayer —cuando Alby le fulminó con la mirada, Thomas esperó que fuese en broma y enseguida se aclaró—: Pero hoy pareces como nuevo, te lo juro.
Alby se guardó las llaves en el bolsillo y apoyó la espalda en la puerta del Trullo.
—Menuda charla que tuvimos ayer, ¿eh?
El corazón de Thomas latió con fuerza.
—Eeeh…, sí, me acuerdo.
—Yo vi lo que vi, verducho. Está algo borroso, pero nunca lo olvidaré. Fue horrible. Cuando intenté contarlo, algo empezó a estrangularme. Las imágenes vienen y se van, como si la misma cosa no quisiera que recordara.
Thomas vio en su mente por un instante la escena del día anterior. Alby se retorcía, intentaba estrangularse. Thomas no se habría creído que había pasado si no lo hubiese visto con sus propios ojos. A pesar de temer la respuesta, sabía que tenía que hacer la siguiente pregunta:
—¿Y qué viste sobre mí? No dejabas de decir mi nombre. ¿Qué estaba haciendo?
Alby se quedó mirando al vacío durante un rato antes de contestar:
—Estabas con los… creadores. Les ayudabas. Pero eso no fue lo que más me afectó.
Thomas se sintió como si alguien le acabara de golpear con un puño en el abdomen. «¿Les ayudaba?». No pudo pronunciar las palabras para preguntar a qué se refería.
Alby continuó.
—Espero que el Cambio no nos dé recuerdos reales, que sólo nos implante imágenes falsas. Algunos lo sospechan, yo sólo lo espero. Si el mundo es tal y como lo he visto… —dejó de hablar y dio paso a un silencio que no auguraba nada bueno.
Thomas estaba confundido, pero continuó insistiendo:
—¿No puedes decirme lo que viste sobre mí?
Alby negó con la cabeza.
—Ni de coña, pingajo. No voy a arriesgarme a estrangularme otra vez. Puede que sea algo que nos han puesto en el cerebro para controlarnos…, como lo de la pérdida de memoria.
—Bueno, si soy malo, a lo mejor deberías dejarme aquí encerrado —Thomas lo decía sólo medio en serio.
—Verducho, tú no eres malo. Puede que seas un gilipullo cara fuco, pero no eres malo —Alby mostró una ligera sonrisita, una mera rendija en su rostro normalmente adusto—. Lo que hiciste arriesgando tu vida para salvarnos el culo a mí y a Minho no lo hubiera hecho nadie malo, que yo sepa. No, más bien creo que el Suero de la Laceración y el Cambio tienen gato encerrado. Por tu bien y por el mío, eso espero.
Thomas estaba tan aliviado de que Alby estuviera bien con él que sólo oyó la mitad de lo que el chico acababa de decir.
—¿Cómo de malo era lo que recordaste?
—Recordé cosas de cuando era niño, dónde vivía y eso. Y si Dios bajara ahora mismo y me dijera que puedo irme a casa… —Alby miró al suelo y negó otra vez con la cabeza—. Si es real, verducho, te juro que me iré a vivir con los laceradores antes de volver allí.
Thomas se sorprendió al oír que era tan malo. Deseaba que Alby le diera detalles, que le describiera algo, cualquier cosa. Pero sabía que el estrangulamiento era aún muy reciente para hacerle cambiar de opinión.
—Bueno, a lo mejor no son reales, Alby. A lo mejor el Suero de la Laceración es algún tipo de droga que produce alucinaciones —sabía que se estaba agarrando a un clavo ardiendo.
Alby reflexionó durante un instante.
—Una droga…, alucinaciones… —luego negó con la cabeza—. Lo dudo.
Merecía la pena intentarlo:
—Aún tenemos que escapar de este sitio.
—Sí, gracias, verducho —repuso Alby con sarcasmo—. No sé qué haríamos sin tus ánimos.
Una vez más, Thomas casi sonrió. Los cambios de humor de Alby le espabilaron.
—Deja de llamarme verducho. La chica es la verducha ahora.
—Vale, verducho —Alby suspiró; estaba claro que la conversación había acabado—. Ve a buscar algo de cena. Tu terrible sentencia de un día en la cárcel ha terminado.
—Con uno he tenido de sobra.
A pesar de que quería respuestas, Thomas estaba listo para salir del Trullo. Además, se estaba muriendo de hambre. Sonrió a Alby y se dirigió a la cocina en busca de comida.
• • •
La cena fue formidable.
Fritanga sabía que Thomas iría tarde, así que le había guardado un plato lleno de carne a la brasa con patatas, y una nota le avisaba de que había galletas en el armario. El cocinero estaba totalmente decidido a respaldar el apoyo que había mostrado hacia Thomas en la Reunión. Minho se sentó con él mientras comía para prepararle un poco antes de su primer gran día de entrenamiento como corredor; quería darle algunas estadísticas y datos interesantes. Unas cuantas cosas en las que pensar al irse a dormir aquella noche.
Cuando terminaron, Thomas regresó al lugar solitario en el que había dormido la noche anterior, en un rincón detrás de los Muertos. Pensó en su conversación con Chuck y se preguntó cómo sería tener padres que te dieran las buenas noches.
Varios chicos daban vueltas por el Claro a aquellas horas, pero por lo demás reinaba el silencio, como si todos quisieran irse a dormir y acabar el día de una vez por todas. Thomas no se quejaba; eso era exactamente lo que le hacía falta.
Las mantas que alguien había dejado para él la noche anterior todavía estaban allí. Las recogió y se acurrucó contra el cómodo rincón donde las paredes de piedra se encontraban en un manto de hiedra blanda. Al respirar hondo para intentar relajarse, recibió una mezcla de olores del bosque. El aire parecía perfecto y, de nuevo, le hizo preguntarse por el clima de aquel lugar. Nunca llovía, nunca nevaba, nunca hacía demasiado calor ni demasiado frío. Si no fuera por el pequeño detalle de que les habían apartado de sus amigos y sus familias, y de que estaban atrapados en un Laberinto con un puñado de monstruos, podría ser el paraíso.
Algunas cosas eran demasiado perfectas. Lo sabía, pero no encontraba ninguna explicación.
Empezó a pensar en lo que Minho le había dicho en la cena sobre el tamaño y la escala del Laberinto. Se lo creía, se había dado cuenta de lo enorme que era cuando había estado en el Precipicio. Pero no sabía cómo podían haber construido una estructura como aquella. El Laberinto se extendía kilómetros y kilómetros. Los corredores debían tener una forma física casi sobrenatural para hacer lo que hacían cada día. Y, aun así, no habían encontrado una salida. Y, a pesar de eso, a pesar de la completa falta de esperanza en aquella situación, seguían sin rendirse.
En la cena, Minho le había contado una vieja historia, una de las cosas extrañas y al azar de las que se acordaba, sobre una mujer atrapada en un laberinto. Había escapado por no apartar nunca la mano derecha de las paredes del laberinto y por deslizarla a lo largo de ellas durante todo el camino. Al hacerlo, se vio obligada a doblar a la derecha en cada giro, y las simples leyes de la física y la geometría le aseguraron al final encontrar la salida. Tenía sentido.
Pero aquí, no. Aquí, todos los caminos llevaban al Claro. Tenían que estar saltándose algo.
Mañana comenzaría su entrenamiento. Mañana podría empezar a ayudarles a encontrar lo que se estaban saltando. En ese preciso instante, Thomas tomó una decisión: se olvidaría de todo lo raro, de todo lo malo. De todo. No pararía hasta resolver el puzzle y encontrar el camino a casa.
«Mañana». Aquella palabra flotó en su mente hasta que, por fin, se quedó dormido.