Thomas no paró hasta que la voz dejó de sonar en su cabeza.
Se asombró al darse cuenta de que llevaba corriendo casi una hora. Las sombras de los muros habían ido hacia el este, el sol no tardaría en ponerse para dar paso a la noche y las puertas se cerrarían. Tenía que volver. Y, entonces, de forma secundaria, advirtió que sin pensarlo había reconocido la dirección y la hora. Sus instintos eran fuertes.
Tenía que volver, pero no sabía si podría enfrentarse a ella de nuevo. A la voz en su cabeza. A las cosas raras que decía.
No le quedaba otra opción. Negar la verdad no solucionaría nada. Y, por mala o rara que hubiera sido la invasión de su mente, no merecía otra cita con los laceradores.
Mientras corría hacia el Claro, aprendió mucho de sí mismo. Sin pretenderlo o, al menos, sin ser consciente, visualizó el recorrido exacto que había seguido en el Laberinto al escapar de la voz. No falló ni una vez en su vuelta; giró a la izquierda, a la derecha y corrió por los pasillos desandando el camino por el que había venido. Sabía lo que significaba: Minho tenía razón. Thomas no tardaría en convertirse en el mejor corredor.
La segunda cosa que aprendió sobre sí mismo, como si la noche en el Laberinto no lo hubiese demostrado ya, fue que su cuerpo estaba en perfecta forma. Hacía justo un día que había puesto al límite su energía y le dolía todo, de pies a cabeza, pero se había recuperado rápido y ahora corría sin apenas esfuerzo, a pesar de llevar casi dos horas corriendo. No hacía falta ser un genio en matemáticas para calcular que, por la velocidad que llevaba y la hora que era, cuando regresara al Claro llevaría aproximadamente media maratón hecha.
Nunca se había percatado del verdadero tamaño del Laberinto. Kilómetros, kilómetros y kilómetros. Con aquellos muros que se movían cada noche, por fin entendió por qué el Laberinto era tan difícil de resolver. Hasta entonces lo había dudado, puesto que se preguntaba cómo podían ser los corredores tan ineptos.
Continuó corriendo, izquierda y derecha, recto, adelante, sin parar. Cuando cruzó el umbral hacia el Claro, faltaban tan sólo unos minutos para que las puertas se cerraran. Agotado, se dirigió hacia los Muertos y se adentró en el bosque hasta que llegó al lugar donde los árboles se aglomeraban contra la esquina suroeste. Más que nada, quería estar solo.
Cuando no oyó más que los sonidos distantes de las conversaciones de los clarianos, así como el débil balido de las ovejas y los resoplidos de los cerdos, su deseo se vio cumplido; encontró el punto en que se unían los dos muros gigantes y se desplomó en un rincón a descansar. Nadie fue a molestarle. Al final, la pared del sur se movió para cerrarse durante la noche. Thomas se inclinó hacia delante hasta que paró. Unos minutos más tarde, con la espalda otra vez cómodamente apoyada en la gruesa capa de hiedra, se quedó dormido.
• • •
A la mañana siguiente, alguien le zarandeó con cuidado para despertarle.
—Thomas, despierta.
Era Chuck. Por lo visto, aquel niño era capaz de encontrarle en cualquier sitio.
Gruñendo, Thomas se inclinó hacia delante y estiró la espalda y los brazos. Por la noche le habían tapado con un par de mantas. Alguien estaba haciendo de madre en el Claro.
—¿Qué hora es? —preguntó.
—Casi llegas tarde a desayunar —Chuck le tiró del brazo—. Venga, levántate. Tienes que empezar a actuar con normalidad o las cosas empeorarán.
Los acontecimientos del día anterior se colaron en la mente de Thomas y el estómago pareció revolvérsele.
«¿Qué van a hacerme? —pensó—. Esas cosas que ha dicho… Algo de que ella y yo les habíamos hecho esto a ellos. A nosotros. ¿Qué significa?».
Entonces se le ocurrió que tal vez estaba chalado. A lo mejor el estrés del Laberinto le había vuelto loco. Fuera como fuera, sólo él había oído la voz dentro de su cabeza. Nadie más sabía las cosas raras que había dicho Teresa o aquellas de las que le había acusado. Ni siquiera sabían que había dicho su nombre. Bueno, nadie excepto Newt.
Y así haría que continuaran las cosas. Ya estaba todo bastante mal y no iba a empeorarlo diciéndole a la gente que oía voces en su cabeza. El único problema era Newt. Thomas debía convencerle de algún modo de que el estrés al final le había superado y una buena noche de descanso lo había solucionado. «No estoy loco», se dijo Thomas para sus adentros. Seguro que no.
Chuck le estaba mirando con las cejas arqueadas.
—Perdona —dijo Thomas mientras se levantaba, actuando tan normal como le era posible—. Sólo estaba pensando. Vamos a comer, me muero de hambre.
—Bien —respondió Chuck, y le dio a Thomas una palmada en la espalda.
Se dirigieron a la Hacienda y Chuck no dejó de hablar en todo el rato. Thomas no se quejó. Era lo más parecido a algo normal en su vida.
—Newt te encontró ayer por la noche y le dijo a todo el mundo que te dejara dormir. Y también nos contó lo que el Consejo había decidido hacer contigo. Pasarás un día en una celda y luego entrarás en el programa de entrenamiento de los corredores. Algunos pingajos se quejaron, otros aplaudieron y la mayoría actuó como si no le importara lo más mínimo. En mi opinión, creo que es impresionante —Chuck hizo una pausa para coger aliento y, después, continuó—: Aquella primera noche, cuando te pusiste a fanfarronear de que querías ser un corredor y toda esa clonc, ¡foder!, me reí por dentro a carcajada limpia. No paraba de repetirme: «Este primo se va a llevar una sorpresa desagradable». Bueno, has demostrado que me equivocaba, ¿eh?
A Thomas no le apetecía hablar sobre eso.
—Sólo hice lo que cualquiera hubiera hecho. No es culpa mía que Newt y Minho quieran que sea corredor.
—Sí, claro. No te hagas el modesto.
Ser corredor era lo último en lo que Thomas estaba pensando. En lo que no podía dejar de pensar era en Teresa, en la voz de su cabeza, en lo que decía.
—Supongo que estoy un poco entusiasmado —Thomas forzó una sonrisa abierta, aunque se encogió al pensar en que antes de empezar estaría metido en el Trullo un día.
—A ver cómo te sientes después de correr hasta echar el bofe. Bueno, mientras sepas lo orgulloso que está de ti Chucky…
Thomas sonrió por el entusiasmo de su amigo.
—Si fueras mi madre —murmuró Thomas—, la vida sería estupenda.
«Mi madre», pensó. El mundo pareció oscurecerse por un instante. No podía acordarse ni de su propia madre. Apartó aquel pensamiento de su mente antes de que le consumiera.
Llegaron a la cocina, cogieron algo rápido para desayunar y se sentaron en dos sillas vacías de una mesa grande en el interior. Cada vez que entraba o salía un clariano por la puerta, se quedaba mirando a Thomas; algunos se acercaron para felicitarle. Salvo alguna que otra mirada sucia, la mayoría de la gente parecía estar de su lado. Entonces se acordó de Gally.
—Oye, Chuck —dijo después de darle un bocado a los huevos, intentando sonar despreocupado—, ¿encontraron a Gally?
—No. Te lo iba a contar. Alguien dijo que lo vio salir corriendo hacia el Laberinto después de marcharse de la Reunión y no le han visto desde entonces.
Thomas dejó caer el tenedor, sin saber lo que se había esperado. De todos modos, aquella noticia le dejó atónito.
—¿Qué? ¿Lo dices en serio? ¿Entró en el Laberinto?
—Sí. Todo el mundo sabe que se volvió loco. Un pingajo incluso te ha acusado de matarle ayer cuando saliste.
—No me lo puedo creer…
Thomas se quedó con la vista fija en su plato, tratando de comprender por qué Gally había hecho eso.
—No te preocupes, tío. A nadie le caía bien, sólo a sus fucos amigotes. Son los que te acusan de esas cosas.
Thomas no se podía creer que Chuck hablara de aquello como si nada.
—¿Sabes?, el chaval seguramente esté muerto y tú hablas de él como si se hubiese ido de vacaciones.
Chuck le miró, pensativo.
—No creo que esté muerto.
—¿Eh? Entonces, ¿dónde está? ¿No somos Minho y yo los únicos que hemos sobrevivido ahí fuera durante la noche?
—Eso es lo que te digo. Creo que sus colegas le han escondido en el interior del Claro, en algún sitio. Gally era un idiota, pero no creo que fuera tan tonto como para pasar la noche en el Laberinto. Como tú.
Thomas negó con la cabeza.
—A lo mejor ese es el motivo por el que lo ha hecho. Quizá quería demostrar que podía hacer lo mismo que yo. Ese tío me odia —hizo una pausa—. Me odia.
—Bueno, da igual —Chuck se encogió de hombros como si estuvieran discutiendo sobre lo que iban a tomar para desayunar—. Si está muerto, al final seguro que lo encontráis. Si no, le acabará entrando hambre y tendrá que salir para comer. No me importa.
Thomas cogió su plato y lo llevó a la encimera.
—Lo único que quiero es un día normal, un día para relajarme.
—Entonces, se ha cumplido tu maldito deseo —contestó una voz desde la puerta de la cocina, detrás de él.
Thomas se dio la vuelta para ver a Newt allí de pie, sonriendo. Aquella amplia sonrisa reconfortó a Thomas, como si hubiese descubierto que todo iba bien otra vez.
—Vamos, puñetero delincuente —dijo Newt—. Te podrás relajar mientras estés encerrado en el Trullo. Vamos. Chuck te llevará algo de comer a mediodía.
Thomas asintió y salió por la puerta, detrás de Newt. De repente, un día en la cárcel le parecía una idea excelente. Un día para estar sentado y relajarse. Aunque algo le decía que había más posibilidades de que Gally le llevara flores que de pasar un día en el Claro sin que sucediera nada extraño.