A la mañana siguiente, Thomas se encontró sentado en una silla, ansioso y preocupado, sudando, enfrente de once chicos que descansaban en unos asientos colocados en semicírculo a su alrededor. En cuanto se calmó, se dio cuenta de que eran los guardianes y, para su disgusto, aquello significaba que Gally era uno de ellos. Había una silla justo enfrente de Thomas que estaba vacía; no hacía falta que le dijeran que se trataba de la de Alby.
Estaban sentados en una gran sala de la Hacienda en la que Thomas no había estado antes. Aparte de las sillas, no había más muebles, salvo una mesita en un rincón. Las paredes eran de madera, igual que el suelo, y por lo visto nadie se había molestado en hacer que aquel sitio fuera más acogedor. No había ventanas; la habitación olía a moho y a libros viejos. Thomas no tenía frío, pero tembló de todos modos. Al menos se sentía aliviado porque Newt estaba allí, sentado a la derecha del asiento vacío de Alby.
—En representación de nuestro líder, que está enfermo en la cama, declaro comenzada esta Reunión —anunció poniendo los ojos en blanco sutilmente, como si odiara cualquier cosa que se acercara a las formalidades—. Como todos sabéis, los últimos días han sido una maldita locura, y la mayor parte se ha centrado en nuestro judía verde, Tommy, sentado ante nosotros.
Thomas se sonrojó de vergüenza.
—Ya no es un judía verde —repuso Gally con su voz ronca, tan grave y cruel que casi resultaba cómica—. Ahora tan sólo es alguien que ha roto las normas.
Aquello dio pie a un alboroto de murmullos y susurros, pero Newt les hizo callar. De pronto, Thomas quiso estar lo más lejos posible de aquella sala.
—Gally —dijo Newt—, intenta guardar el puñetero orden. Si vas a abrir tu fuca boca cada vez que diga algo, más vale que te pires, porque no estoy de muy buen humor.
A Thomas le entraron ganas de aplaudir al oír aquello. Gally se cruzó de brazos y se recostó en la silla, con el entrecejo fruncido de forma tan forzada que Thomas casi soltó una carcajada. Cada vez le costaba más creer que aquel tipo le hubiera aterrorizado hacía tan sólo un día; ahora le parecía tonto, hasta patético.
Newt le lanzó una mirada asesina a Gally y, después, continuó hablando:
—Me alegro de que lo hayamos aclarado —volvió a poner los ojos en blanco—. El motivo por el que estamos aquí es porque casi todos los chicos del Claro han venido a mí los últimos días tanto para quejarse de Thomas como para pedirme su puñetera mano en matrimonio. Tenemos que decidir qué vamos a hacer con él.
Gally se inclinó hacia delante, pero Newt le interrumpió antes de que pudiese decir nada:
—Ya te llegará el turno, Gally. Cada cosa a su tiempo. Y Tommy, no puedes decir nada hasta que no se te pregunte. ¿Te parece bien? —esperó a que Thomas asintiera para dar su consentimiento, que fue a regañadientes, y señaló al chico sentado en el extremo derecho—. Zart, al azar, puedes empezar.
Se oyeron unas risitas cuando Zart, el grandullón callado que vigilaba los Huertos, cambió de postura en su asiento. Miró a Thomas como si fuera más raro que una zanahoria en una tomatera.
—Bueno —empezó a decir Zart, mirando a su alrededor como si esperara que alguien le dijera lo que tenía que decir—, no sé. Ha roto una de nuestras normas más importantes. No podemos dejar que la gente piense que eso está bien —hizo una pausa, bajó la vista hacia sus manos y se frotó los ojos—. Pero él… está cambiando cosas. Ahora sabemos que podemos sobrevivir ahí fuera y vencer a los laceradores.
El alivio inundó a Thomas. Tenía a alguien más de su lado. Se hizo la promesa de ser muy simpático con Zart.
—¡Ah, no me fastidies! —soltó Gally—. Me apuesto lo que sea a que fue Minho el que se deshizo de esas estúpidas cosas.
—¡Gally, cierra el pico! —gritó Newt, que se puso de pie esta vez para darle más efecto; Thomas volvió a tener ganas de aplaudir—. Ahora mismo yo soy el maldito presidente y, como oiga otra puñetera palabra salir de tu boca cuando no te toca hablar, prepararé otro destierro para ti, infeliz.
—Por favor —susurró Gally con sarcasmo y volvió a fruncir el ceño de forma ridícula mientras se repantigaba de nuevo en su silla.
Newt se sentó y le hizo un gesto a Zart.
—¿Eso es todo? ¿Alguna recomendación oficial?
Zart negó con la cabeza.
—Vale. El siguiente, Fritanga.
El cocinero sonrió a través de su barba y se sentó más recto.
—El pingajo tiene más huevos de los que he frito en el último año —hizo una pausa como si esperara que los demás se rieran, pero nadie lo hizo—. ¡Esto es una tontería! Le salva la vida a Alby, mata un par de laceradores y estamos aquí sentados dándole a la lengua para ver qué hacemos con él. Como diría Chuck, esto es un montón de clonc.
Thomas quiso acercarse a Fritanga para estrecharle la mano. Había dicho exactamente lo mismo que él pensaba sobre todo aquello.
—¿Y qué es lo que sugieres? —preguntó Newt.
Fritanga se cruzó de brazos.
—Mételo en el maldito Consejo y haz que nos enseñe todo lo que hizo ahí fuera.
Las voces estallaron en todas las direcciones y Newt tardó medio minuto en calmar a la gente. Thomas hizo un gesto de dolor.
Fritanga había ido demasiado lejos con su sugerencia y casi había invalidado su buena opinión sobre todo aquel lío.
—Muy bien, anotado —dijo Newt mientras la escribía en un bloc—. ¡Que todo el mundo se calle, va en serio! Conocéis las reglas: se aceptan todas las ideas y todos podréis decir lo que pensáis cuando votemos —terminó de escribir y señaló al tercer miembro del Consejo, un muchacho al que Thomas no había conocido todavía, con el pelo negro y la cara pecosa.
—Yo no tengo una opinión —declaró este.
—¿Qué? —preguntó Newt, enfadado—. Pues menuda elección hicimos contigo para el Consejo, entonces.
—Lo siento, de verdad que no la tengo —se encogió de hombros—. Si tengo que decir algo, supongo que estoy de acuerdo con Fritanga. ¿Por qué vamos a castigar a un chico por haberle salvado la vida a alguien?
—Entonces, sí que tienes una opinión, ¿no? —insistió Newt con el lápiz en la mano.
El muchacho asintió y Newt lo apuntó en su libreta. Thomas cada vez estaba más aliviado. Parecía que la mayoría de los guardianes estaba a su favor, no en su contra. Aun así, lo estaba pasando muy mal ahí sentado. Tenía unas ganas terribles de hablar, pero se esforzó por seguir las órdenes de Newt y permaneció callado.
El siguiente era Winston, el chico lleno de acné, el guardián de la Casa de la Sangre.
—Creo que deberíamos castigarlo. No te ofendas, verducho, pero Newt, tú siempre estás insistiendo en que tiene que haber orden. Si no le castigamos, daremos mal ejemplo. Ha roto la Norma Número Uno.
—Vale —dijo Newt, escribiendo en su bloc—. Entonces, tu sugerencia es el castigo. ¿De qué tipo?
—Creo que deberíamos meterlo en el Trullo durante una semana a pan y agua, y nos tenemos que asegurar de que todo el mundo se entere para que no se le ocurran ideas.
Gally aplaudió y recibió una mirada asesina de Newt. A Thomas se le cayó el alma a los pies. Dos guardianes más hablaron, uno a favor de Fritanga y el otro a favor de Winston. Ahora le tocaba a Newt.
—Estoy de acuerdo con todos vosotros. Deberíamos castigarlo, pero también tenemos que encontrar un modo de utilizarlo. Me reservo mi sugerencia hasta oír la de todos vosotros. Siguiente.
Thomas soportaba toda aquella charla sobre un castigo menos aún que mantener la boca cerrada. Pero, en el fondo, no podía llevarles la contraria. Por raro que pareciese después de lo que había conseguido, era cierto que había roto la regla más importante.
Siguieron recorriendo la fila. Algunos pensaban que debían elogiarlo y otros que tenían que castigarlo. O las dos cosas. Thomas apenas podía seguir escuchando mientras esperaba los comentarios de los dos últimos guardianes, Gally y Minho. El último no había dicho ni una palabra desde que Thomas había entrado en la sala; estaba allí sentado, tirado en la silla, como si llevara una semana sin dormir.
Gally habló primero:
—Creo que ya he dejado bien clara mi opinión.
«Genial —pensó Thomas—. Pues sigue con el pico cerrado».
—Bien —dijo Newt, y volvió a poner los ojos en blanco—. Entonces, sigue tú, Minho.
—¡No! —chilló Gally, haciendo saltar en sus asientos a un par de guardianes—. Quiero decir algo.
—Pues dilo de una puñetera vez —respondió Newt.
Thomas se sintió un poco mejor al ver que el presidente del Consejo despreciaba a Gally casi tanto como él mismo. Aunque Thomas ya no le tenía miedo, todavía odiaba a aquel tío hasta la médula.
—Pensadlo —empezó Gally—. Este gilipullo aparece en la Caja, haciéndose el confundido y el asustado. Unos días más tarde, está corriendo por el Laberinto con los laceradores, como si fuera el dueño de este sitio.
Thomas se hundió en la silla y esperó que los demás no hubieran pensado nada de eso. Gally continuó despotricando:
—Creo que todo ha sido un numerito. ¿Cómo ha podido hacer todo lo que ha hecho ahí fuera después de tan pocos días? No me lo trago.
—¿Qué intentas decir, Gally? —preguntó Newt—. ¿Por qué no lo dices claro de una maldita vez?
—Creo que es un espía de la gente que nos puso aquí.
Otro tumulto explotó en la sala y Thomas no pudo hacer nada más que sacudir la cabeza; no se le ocurría de dónde sacaba Gally esas ideas. Por fin, Newt calmó a todos de nuevo, pero Gally no había acabado:
—No podemos confiar en este pingajo —continuó—. Al día siguiente de que apareciera, viene una chica psicópata y suelta que las cosas van a cambiar, con esa nota tan rara agarrada en la mano. Encontramos un lacerador muerto. Thomas, convenientemente, pasa una noche en el Laberinto y luego trata de convencer a todo el mundo de que es un héroe. Pero ni Minho ni nadie le vio hacer lo de las enredaderas. ¿Cómo sabemos que fue el verducho el que ató a Alby allí arriba?
Gally hizo una pausa. Nadie dijo ni una palabra durante varios segundos y el pánico creció en el pecho de Thomas. ¿En serio creían lo que Gally acababa de decir? Estaba ansioso por defenderse y casi rompió el silencio por primera vez, pero, antes de que pudiera hablar, Gally siguió con su discurso:
—Están pasando demasiadas cosas extrañas y todo empezó cuando este verducho cara fuco apareció. Y da la casualidad de que ha sido la primera persona en sobrevivir una noche en el Laberinto. Algo no va bien y, hasta que lo averigüemos, recomiendo oficialmente que lo encerremos en el Trullo durante un mes y luego volvamos a revisar su caso.
Se alzó otro alboroto y Newt escribió algo en su libreta, negando con la cabeza todo el tiempo, lo que infundió a Thomas un poco de esperanza.
—¿Has terminado, capitán Gally? —preguntó Newt.
—Deja de ser tan sabihondo, Newt —soltó con la cara roja—. Lo digo muy en serio. ¿Cómo podemos confiar en este pingajo en menos de una semana? No rechaces mi propuesta sin ni siquiera pensar en lo que estoy diciendo.
Por primera vez, Thomas sintió un poco de empatía por Gally. Tenía razón sobre cómo le estaba tratando Newt. Al fin y al cabo, Gally era un guardián. «Pero aún le odio», pensó.
—Muy bien, Gally —dijo Newt—. Lo siento. Te he escuchado y todos tendremos en consideración tu maldita sugerencia. ¿Has acabado?
—Sí, he acabado. Y tengo razón.
Sin más palabras por parte de Gally, Newt señaló a Minho.
—Adelante. Eres el último, pero no el menos importante.
Thomas estaba eufórico de que por fin le tocara a Minho, seguro de que este le defendería hasta el final. Minho se levantó enseguida y cogió a todo el mundo desprevenido.
—Yo estuve allí fuera y vi lo que este tío hizo. Él se mantuvo fuerte mientras yo actuaba como un gallina con medias. No hablaré como una cotorra como ha hecho Gally. Quiero decir mi sugerencia y acabar con esto de una vez.
Thomas aguantó la respiración, preguntándose qué diría.
—Bien —convino Newt—. Dínosla, entonces.
Minho miró a Thomas.
—Propongo que este pingajo me sustituya como guardián de los corredores.