Capítulo 20

Los pinchos del lacerador se hundieron en la roca, lanzando trozos de hiedra y piedrecitas en todas las direcciones. Sus brazos se movieron como las patas de la cuchilla escarabajo, algunos con púas afiladas que se metían en la piedra del muro para sujetarse. Una luz brillante en la punta de una de las armas apuntó directamente a Thomas, sólo que esta vez el haz de luz no se apartó.

Thomas sintió cómo la última pizca de esperanza abandonaba su cuerpo. Sabía que la única opción que le quedaba era correr.

«Lo siento, Alby», pensó mientras desenrollaba la gruesa enredadera de su pecho. Usó la mano izquierda para agarrarse con firmeza al follaje sobre su cabeza y terminó de desengancharse para empezar a moverse. Sabía que no podía subir, pues llevaría al lacerador hacia Alby. Y bajar era, por supuesto, la mejor opción si quería morir lo antes posible. Tenía que ir de lado.

Thomas alargó la mano para coger una liana a medio metro a la izquierda de donde estaba colgado. Se la enrolló en la mano y estiró muy fuerte. Estaba bien sujeta, como las otras. Con un vistazo rápido hacia abajo, vio que el lacerador había reducido a la mitad la distancia que les separaba y ahora se estaba moviendo rápido, sin pausas ni paradas.

Thomas soltó la cuerda que le rodeaba el pecho y se arrastró a la izquierda, rozando la pared. Antes de que su balanceo oscilante le devolviera a donde estaba Alby, cogió otra enredadera bien gruesa. Esta vez se agarró con las dos manos y se dio la vuelta para plantar los talones en el muro. Arrastró el cuerpo hacia la derecha tanto como la planta le permitió; luego, se soltó y cogió otra. Después, otra. Como un mono trepador, Thomas se encontró moviéndose más rápido de lo que jamás se hubiera imaginado.

Los sonidos de su perseguidor continuaron sin cesar, sólo que ahora los acompañaban los chasquidos espeluznantes de la piedra que se desprendía. Thomas se balanceó hacia la derecha varias veces más antes de atreverse a volver la vista.

El lacerador había alterado su curso y había pasado de Alby para dirigirse directamente hacia él. «Por fin —pensó Thomas—, algo va bien». Se impulsó con los pies todo lo que pudo y, columpiándose, huyó de la horrible criatura.

Thomas no necesitaba mirar atrás para saber que el lacerador le ganaba terreno a cada segundo que pasaba. Los sonidos le delataban. Tenía que volver al suelo de algún modo o todo terminaría enseguida.

En el siguiente cambio, dejó que la mano resbalara un poco antes de agarrarse con fuerza. La cuerda de hiedra le quemó la palma, pero ahora estaba unos centímetros más cerca del suelo. Hizo lo mismo con la siguiente enredadera. Y con la siguiente. Tres balanceos más tarde, ya estaba a medio camino de alcanzar el suelo del Laberinto. Un dolor infernal le estalló en los brazos; sintió las punzadas de las manos en carne viva. La adrenalina que le corría por las venas le ayudó a deshacerse del miedo y siguió moviéndose.

Al siguiente balanceo, la oscuridad impidió ver a Thomas la nueva pared que se levantaba frente a él hasta que fue demasiado tarde; el pasillo terminaba y giraba a la derecha.

Se golpeó con la piedra que tenía delante y soltó la enredadera a la que estaba agarrado. Agitó los brazos e intentó agarrarse a cualquier sitio para impedir la caída al duro suelo de piedra. En ese mismo instante, vio el lacerador por el rabillo del ojo. Había cambiado de dirección y estaba casi encima de él, extendiendo su zarpa de agarre.

Thomas encontró una enredadera a mitad de camino del suelo, la cogió y los brazos casi se le desencajaron por el parón. Se apartó de la pared, impulsándose con ambos pies tan fuerte como pudo, balanceándose justo cuando el lacerador atacó con la garra y las agujas. Thomas dio una patada con la pierna derecha y alcanzó el brazo que tenía la garra. Un fuerte chasquido reveló la pequeña victoria, pero la euforia se acabó cuando se dio cuenta de que el impulso de su balanceo le bajaba hasta caer justo encima de la criatura.

Lleno de adrenalina, Thomas juntó las piernas y las subió contra su pecho. Tan pronto como entró en contacto con el cuerpo del lacerador, en cuya piel se hundió unos centímetros de un modo repugnante, tomó impulso con los dos pies, retorciéndose para evitar el enjambre de agujas y garras que venía hacia él en todas las direcciones. Balanceó el cuerpo hacia la izquierda y, luego, saltó hacia el muro del Laberinto para intentar agarrarse a otra enredadera mientras los despiadados instrumentos del lacerador trataban de agarrarle por detrás. Sintió un profundo arañazo en la espalda.

Una vez más, Thomas agitó los brazos y encontró una nueva enredadera, que cogió con ambas manos. Se sujetó a la planta lo justo para disminuir la velocidad de la caída al deslizarse hacia el suelo al tiempo que ignoraba el terrible ardor. En cuanto sus pies tocaron tierra firme, echó a correr, a pesar del agotamiento de su cuerpo.

Un estruendo sonó detrás de él, seguido de los chasquidos y los zumbidos del lacerador mientras rodaba. Pero Thomas se negó a darse la vuelta, pues sabía que cada segundo contaba.

Dobló una esquina del Laberinto y, luego, otra. Pisando fuerte sobre la piedra, huyó tan rápido como pudo. En algún lugar de su mente, registró sus propios movimientos, con la esperanza de vivir el tiempo suficiente para usar esa información y regresar a la puerta. Derecha, después izquierda. Bajó por un largo pasillo y luego dobló a la derecha otra vez. Izquierda. Derecha. Dos a la izquierda. Otro largo pasillo. Los sonidos que le perseguían no disminuían ni se debilitaban, pero él tampoco perdía terreno.

Continuó corriendo, con el corazón a punto de salírsele del pecho. Mediante grandes bocanadas de aire en busca de aliento, trataba de meter oxígeno en sus pulmones, pero sabía que no podía durar mucho más. Se preguntó si sería más fácil darse la vuelta y luchar, acabar de una vez por todas.

Al doblar la siguiente esquina, derrapó hasta pararse debido a lo que tenía delante. Se quedó mirando fijamente, resollando de un modo incontrolable.

Tres laceradores rodaban enfrente mientras clavaban los pinchos en la piedra e iban directos hacia él.