Thomas se quedó mirando aterrorizado la criatura monstruosa que se abría camino por el pasillo del Laberinto.
Parecía un experimento que hubiera salido fatal, algo sacado de una pesadilla. Parte animal, parte máquina, el lacerador rodaba y chasqueaba por el suelo de piedra. Su cuerpo era similar al de una babosa enorme, con un poco de pelo y brillante por la baba, que se hinchaba y desinflaba de forma grotesca al respirar. No se le distinguía ninguna cabeza ni ninguna cola, pero de delante a atrás mediría al menos unos dos metros de largo y más de uno de grosor.
Cada diez o quince segundos, unos pinchos afilados de metal salían de su carne bulbosa y toda la criatura se convertía de repente en una bola que giraba hacia delante. Después, se acomodaba y parecía orientarse, y los pinchos volvían a hundirse en su piel húmeda con el nauseabundo sonido de un sorbo. Hizo lo mismo una y otra vez, desplazándose sólo unos pasos en cada ocasión.
Pero el pelo y los pinchos no eran lo único que sobresalía del cuerpo del lacerador. Había varios brazos mecánicos colocados aquí y allá, al azar, cada uno con una función distinta. A algunos les acompañaban unas luces brillantes. Otros tenían largas agujas amenazadoras. Uno tenía una zarpa de tres dedos que se abría y se cerraba sin ninguna razón aparente. Cuando la criatura rodaba, estos brazos se plegaban y maniobraban para evitar quedar aplastados. Thomas se preguntó qué —o quién— podría crear unas criaturas tan espantosas y repugnantes.
La fuente de los ruidos que había estado oyendo ahora tenía sentido. Cuando el lacerador rodaba, emitía un chirrido metálico, como la hoja giratoria de una sierra. Los pinchos y los brazos explicaban los escalofriantes chasquidos: era el metal contra el metal. Pero nada le ponía más los pelos de punta a Thomas que los angustiosos gemidos mortales que se le escapaban a la criatura cuando se quedaba quieta, parecidos a los sonidos de un hombre agonizante en el campo de batalla.
Ahora que lo veía todo en conjunto —la bestia y los sonidos—, Thomas no pudo pensar en una pesadilla que igualara la horrible cosa que se acercaba a él. Combatió el miedo, obligó a su cuerpo a permanecer totalmente inmóvil, colgando de la enredadera. Estaba seguro de que la única posibilidad de salir vivos era que no advirtieran su presencia.
«Quizá no nos vea —pensó—. Sólo quizá». Pero la realidad de la situación se hundía como una piedra en su estómago. La cuchilla escarabajo ya había revelado su posición exacta.
El lacerador rodó y avanzó entre chasquidos, zigzagueando hacia delante y hacia atrás, gimiendo y chirriando. Cada vez que se paraba, desplegaba sus brazos metálicos y giraba a un lado y a otro, como un robot errante en un planeta extraño, buscando señales de vida. Las luces proyectaban unas sombras inquietantes por el Laberinto. Un vago recuerdo intentó escaparse de la caja cerrada que se hallaba en su memoria: cuando era niño, las sombras en las paredes le asustaban. Deseó volver a dondequiera que pasase aquello, correr hasta la madre y el padre que esperaba que aún estuvieran vivos, en algún sitio, echándole de menos, buscándole.
Un fuerte olor a quemado le irritó las fosas nasales; una repugnante mezcla de motores recalentados y carne chamuscada. No podía creer que hubiera gente capaz de crear algo tan horrible para perseguir a unos chavales.
Thomas trató de no pensar en ello; cerró los ojos un momento y se concentró en permanecer quieto y callado. La criatura seguía acercándose.
Zzzzzzzzzzummm.
Clic-clic-clic.
Zzzzzzzzzzummm.
Clic-clic-clic…
Thomas miró hacia abajo sin mover la cabeza. Finalmente, el lacerador había llegado a la pared donde Alby y él estaban colgados. Se detuvo junto a la puerta cerrada que daba al Claro, tan sólo a pocos metros a la derecha de Thomas.
«Por favor, vete para el otro lado», suplicó Thomas en silencio.
«Date la vuelta». «Vete».
«Por ese lado».
«¡Por favor!».
Los pinchos del lacerador salieron y su cuerpo rodó hacia Thomas y Alby.
Zzzzzzzzzummm.
Clic-clic-clic…
Se detuvo y luego rodó una vez más, directo a la pared.
Thomas aguantó la respiración, sin atreverse a hacer el más mínimo sonido. El lacerador ahora estaba justo debajo de él. Thomas tenía muchísimas ganas de mirar hacia abajo, pero sabía que cualquier movimiento le delataría. Los rayos de luz que provenían de la criatura iluminaban toda la zona, totalmente al azar, sin permanecer mucho tiempo en un sitio.
Entonces, sin previo aviso, se apagaron.
El mundo se quedó a oscuras y en silencio. Era como si la criatura se hubiera apagado. No se movía, no hacía ningún ruido; hasta los gemidos inquietantes habían cesado por completo. Y sin luz, Thomas no podía ver nada en absoluto. Estaba ciego.
Tomó un poco de aire por la nariz, puesto que su corazón bombeante necesitaba oxígeno con urgencia. ¿Le oía? ¿Le olía? Tenía el pelo, las manos, la ropa, todo empapado de sudor. Un miedo hasta ahora desconocido le invadió hasta el punto de la locura.
Aun así, nada. No había ningún movimiento, ninguna luz, ningún sonido. El hecho de intentar adivinar su próximo movimiento estaba matando a Thomas.
Pasaron segundos. Minutos. La planta filamentosa se clavaba en la piel de Thomas y el pecho se le estaba entumeciendo. Quería gritarle al monstruo que tenía debajo: «¡Mátame o vuelve a tu escondite!».
Luego, con un repentino estallido de luz y sonido, el lacerador volvió a la vida, zumbando y emitiendo chasquidos.
Y entonces empezó a subir por el muro.