Thomas se quedó con la vista clavada en el sitio por donde Minho había desaparecido. Una repentina aversión hacia el chico creció en su interior. Minho era un veterano en aquel lugar, un corredor. Thomas era un novato, sólo llevaba unos días en el Claro y unos minutos en el Laberinto. Sin embargo, de los dos había sido Minho el que había perdido el control, el que se había dejado llevar por el pánico y había echado a correr ante el primer problema que se había presentado.
«¿Cómo ha podido dejarme aquí tirado? —pensó Thomas—. ¡Cómo ha podido!».
Los ruidos se intensificaron. El rugido de los motores se intercalaba con unos sonidos parecidos a los de una manivela enrollando las cadenas de un mecanismo de elevación en una vieja y mugrienta fábrica. Y entonces llegó el olor de algo muy caliente y grasiento. Thomas no tenía ni la más remota idea de lo que le esperaba; había visto un lacerador, pero sólo fugazmente y a través de una ventana sucia. ¿Qué le harían? ¿Cuánto tiempo duraría?
«Basta», se dijo a sí mismo. Tenía que dejar de perder el tiempo esperando a que llegaran y acabaran con su vida.
Se volvió para mirar a Alby, que aún seguía apoyado en la pared de piedra, y no vio más que un montón de sombra en la oscuridad. Se arrodilló en el suelo y buscó el cuello del joven para tomarle el pulso. Tenía algo. Escuchó los latidos de su pecho como Minho había hecho antes.
Pu-pum, pu-pum, pu-pum.
Todavía estaba vivo.
Thomas se echó hacia atrás sobre sus talones y se pasó el brazo por la frente para secarse el sudor. Y en ese preciso instante, en unos breves segundos, aprendió mucho de sí mismo. Sobre el Thomas que era antes. No podía dejar morir a un amigo. Ni siquiera a alguien tan gruñón como Alby.
Se agachó hasta casi quedar sentado para agarrarle por los brazos y pasárselos por detrás del cuello. Se echó el cuerpo desmayado a la espalda y empujó con las piernas, con un resoplido por el esfuerzo. Pero era demasiado. Ambos se cayeron, Thomas de bruces y Alby despatarrado a un lado, con un fuerte golpe.
Los espantosos sonidos de los laceradores se acercaban por segundos, retumbando en los muros de piedra del Laberinto. Thomas creyó ver unos destellos de luz a lo lejos que se reflejaban en el cielo nocturno. No quería encontrarse con la fuente de aquellas luces, de aquellos ruidos.
Probó de otra forma: volvió a agarrar a Alby de los brazos y empezó a arrastrarlo por el suelo. No podía creer lo que pesaba el chico y tan sólo tardó tres metros en darse cuenta de que no iba a funcionar. Además, ¿adonde iba a llevarlo?
Tiró de Alby para volver a colocarlo sentado, apoyado en la pared de piedra, en la grieta que marcaba la entrada al Claro. Thomas también se sentó con la espalda apoyada en el muro, jadeante por el esfuerzo, pensando. Mientras examinaba los oscuros recovecos del Laberinto, trataba de buscar en su mente una solución. Apenas veía nada y sabía, a pesar de lo que Minho había dicho, que sería una tontería echar a correr, incluso aunque pudiese cargar con Alby. No sólo estaba la posibilidad de perderse, sino que podía acabar corriendo en dirección a los laceradores en vez de huir de ellos.
Pensó en la pared, en la hiedra. Minho no se lo había explicado, pero, por lo que había dicho, parecía que era imposible subir por aquellos muros. Aun así…
Un plan fue cobrando forma en su mente. Todo dependía de las desconocidas aptitudes de los laceradores, pero era lo mejor que se le había ocurrido.
Thomas anduvo unos pasos por la pared hasta que encontró un buen montón de hiedra que cubría la mayor parte de roca. Cogió una de las enredaderas que iban hacia el suelo y se la enrolló en la mano. Era más densa y sólida de lo que había imaginado; quizá medía un centímetro de diámetro. Tiró y, con el sonido de un papel grueso rasgándose, la enredadera se despegó del muro; cada vez más, a medida que Thomas se alejaba de ella. Cuando ya había retrocedido tres metros, no alcanzó a ver el final de la enredadera que tenía encima; desaparecía en la oscuridad. Pero la planta trepadora aún no había caído, por lo que Thomas sabía que seguía enganchada ahí arriba por algún sitio.
Dudó al intentarlo, pero se armó de valor y tiró de la enredadera con todas sus fuerzas. Aguantaba. Volvió a tirar. Una y otra vez, estirando y soltando con ambas manos. Entonces levantó los pies, se colgó de la planta y su cuerpo se balanceó hacia delante. La enredadera resistía.
De inmediato, Thomas se agarró a otras enredaderas, las separó de la pared y creó una serie de cuerdas para trepar. Las probó todas y resultaron ser igual de fuertes que la primera. Animado, volvió a donde estaba Alby y le arrastró hacia las plantas.
Un fuerte chasquido se oyó en el interior del Laberinto, seguido de un horrible sonido de metal abollado. Thomas, sobresaltado, se dio la vuelta para mirar; estaba tan concentrado en las enredaderas que por un momento había dejado de pensar en los laceradores. Escudriñó las tres direcciones del Laberinto. No pudo ver nada que se estuviera acercando, pero los sonidos, los zumbidos, los crujidos y el repiqueteo cada vez eran más fuertes. Y el ambiente se había iluminado un poco; ahora podía distinguir más detalles del Laberinto que hacía tan sólo unos minutos.
Recordó las luces extrañas que había observado con Newt a través de la ventana del Claro. Los laceradores estaban cerca. Tenían que estarlo.
Thomas se deshizo del pánico que iba en aumento y se puso a trabajar. Cogió una de las lianas y la enrolló alrededor del brazo derecho de Alby. La planta llegaría lo justo, así que tenía que levantar a Alby todo lo que pudiera para que funcionara. Después de varias vueltas, ató la enredadera. Luego, cogió otra liana y la enrolló alrededor del brazo izquierdo de Alby; después, hizo lo mismo con las dos piernas y las ató bien fuerte. Le preocupaba cortarle la circulación al clariano, pero decidió que merecía la pena arriesgarse.
Trató de ignorar las dudas sobre el plan que se filtraban en su mente y continuó. Ahora le tocaba a él.
Se agarró a una enredadera con ambas manos y comenzó a trepar justo hasta colocarse encima de donde acababa de atar a Alby. Las gruesas hojas de hiedra le servían como asideros, y Thomas se puso eufórico al ver que todas las grietas que tenía el muro de piedra eran perfectas para apoyar los pies mientras subía. Empezó a pensar lo fácil que sería sin…
Se negó a terminar aquel pensamiento. No podía dejar a Alby allí tirado.
Una vez que llegara a un punto unos metros por encima de su amigo, Thomas se enrollaría algunas lianas alrededor del pecho y les daría unas cuantas vueltas hasta ceñírselas bien en las axilas para sostenerse. Despacio, se dejó caer, despegando las manos, pero con los pies bien firmes en una gran grieta. El alivio le invadió cuando la enredadera siguió aguantándole.
Ahora venía la parte más difícil.
Las cuatro lianas que ataban a Alby colgaban tirantes a su alrededor. Thomas cogió la que sujetaba la pierna izquierda de Alby y tiró. Tan sólo pudo levantarla unos centímetros antes de soltarla; pesaba demasiado. No podía hacerlo.
Bajó de nuevo al suelo del Laberinto, decidido a empujar desde abajo en vez de tirar desde arriba. Para probarlo, intentó levantar a Alby sólo medio metro, extremidad por extremidad. Primero, empujó hacia arriba la pierna izquierda y ató otra liana a su alrededor. Después, hizo lo mismo con la derecha. Cuando aseguró las dos, repitió la operación con ambos brazos.
Retrocedió, jadeando, mientras echaba un vistazo. Alby estaba colgado, aparentemente sin vida, un metro más alto de lo que estaba hacía cinco minutos.
Ruidos metálicos en el Laberinto. Zumbidos. Murmullos. Quejidos. Thomas creyó ver un par de destellos rojos a su izquierda. Los laceradores estaban acercándose y ahora estaba claro que había más de uno.
Volvió a ponerse manos a la obra. Utilizó consigo el mismo método que había usado para subir los brazos y las piernas de Alby un metro más arriba y, poco a poco, fue avanzando por la pared de piedra. Trepó hasta que estuvo justo debajo del cuerpo, se enrolló una liana alrededor del pecho para sujetarse, luego empujó a Alby todo lo que pudo, extremidad por extremidad, y las ató con la hiedra. Después, repitió el proceso entero.
«Sube, enrolla, empuja, ata. Sube, enrolla, empuja, ata». Al menos, los laceradores parecían moverse despacio por el Laberinto, lo que le daba más tiempo.
Poco a poco, iban subiendo cada vez más. El esfuerzo era agotador; a Thomas le costaba respirar y notaba que el sudor le cubría cada centímetro de la piel. Las manos empezaron a resbalársele de la enredadera. Los pies le dolían de apretar contra las grietas en la piedra. Los sonidos se intensificaban; aquellos horribles sonidos. Aun así, Thomas seguía avanzando.
Cuando llegaron a unos diez metros por encima del suelo, Thomas se detuvo, se balanceó en la liana que se había enrollado alrededor del pecho y se dio la vuelta hacia el Laberinto, usando sus brazos cansados y flexibles. Un agotamiento que no habría creído posible inundaba cada diminuta partícula de su cuerpo. Le dolía todo del cansancio y sus músculos lo expresaban a gritos. No podía empujar a Alby ni un centímetro más. Ya había acabado.
Allí se esconderían. U opondrían resistencia.
Sabía que no podían llegar arriba del todo; sólo esperaba que los laceradores no pudieran mirar o que no miraran por encima de ellos. O, al menos, esperaba poder vencerlos desde allí arriba, uno a uno, en vez de que le arrollaran todos en el suelo. No tenía ni idea de lo que se le avecinaba, no sabía si estaría vivo al día siguiente. Pero allí, colgados de la enredadera, Thomas y Alby se enfrentarían a su destino.
Pasaron unos minutos más antes de que Thomas viera el primer rayo de luz brillar en las paredes del Laberinto que tenía enfrente. Los terribles sonidos que había oído intensificarse durante la última hora se convirtieron en un chirrido agudo mecánico, como el grito de muerte de un robot.
Una luz roja a su izquierda atrajo su atención. Al volverse, estuvo a punto de pegar un chillido; había una cuchilla escarabajo a tan sólo unos centímetros de él, con sus patas largas y flacas asomando por entre la hiedra y, de alguna forma, enganchadas a la piedra. La luz roja de su ojo era como un pequeño sol, demasiado brillante para mirarla directamente. Thomas entrecerró los ojos e intentó centrarse en el cuerpo del escarabajo.
El torso era un cilindro plateado de unos siete centímetros de diámetro y veinticinco de largo. Doce patas articuladas le recorrían la parte trasera y se extendían de tal modo que aquella cosa parecía un lagarto dormido. La cabeza no resultaba visible porque el rayo de luz roja apuntaba en su dirección, aunque parecía pequeña; tal vez le sirviera únicamente para ver.
Pero, en ese momento, Thomas vio la parte más escalofriante. Creía haberla visto antes, en el Claro, cuando la cuchilla escarabajo había pasado a toda prisa por delante de él hacia el bosque. Ahora lo confirmaba: la luz roja de su ojo proyectaba un espeluznante resplandor sobre cinco letras mayúsculas que le cubrían el torso, como si las hubiesen escrito con sangre:
CRUEL
Thomas no podía imaginarse por qué estaba estampada esa única palabra en la cuchilla escarabajo, a menos que su función fuera indicar a los clarianos que era mala. Cruel.
Sabía que tenía que ser una espía de quienquiera que les hubiese enviado allí. Alby le había contado que los creadores utilizaban a los escarabajos para observarles. Thomas no hizo ningún ruido y aguantó la respiración con la esperanza de que el escarabajo sólo detectara el movimiento. Los segundos pasaron lentamente mientras sus pulmones ansiaban el aire.
Con un chasquido y luego un ruido seco, el escarabajo se dio la vuelta y se marchó correteando, desapareciendo entre la hiedra. Thomas cogió una gran bocanada de aire, después otra y notó que la enredadera le apretaba alrededor del pecho.
Otro chillido metálico se oyó en el Laberinto, esta vez más cerca, seguido de una oleada de maquinaria acelerada. Thomas intentó imitar el cuerpo inanimado de Alby, que colgaba fláccido en la enredadera.
Y, entonces, algo dobló la esquina de enfrente y avanzó hacia ellos. Algo que había visto antes, pero a través de la seguridad de un grueso cristal. Algo indescriptible.
Un lacerador.