Durante varios segundos, Thomas sintió que el mundo se había quedado congelado. Un gran silencio siguió al ruido atronador que emitió la puerta al cerrarse y un velo de oscuridad pareció cubrir el cielo, como si hasta el sol se hubiera asustado de lo que acechaba en el Laberinto. El ocaso había llegado y las gigantescas paredes parecían lápidas en un cementerio para gigantes, plagado de hierbajos. Thomas se recostó sobre la roca áspera, abrumado por la incredulidad ante lo que acababa de suceder. Aterrorizado por las consecuencias que podía tener.
Entonces, un alarido que salió de Alby puso a Thomas firme; Minho estaba gimiendo. Thomas se apartó del muro y corrió hacia los dos clarianos.
Minho se había incorporado y estaba otra vez de pie, pero tenía un aspecto horrible, incluso bajo la tenue luz que aún les acompañaba. Estaba sucio, sudoroso y lleno de arañazos. Alby, en el suelo, parecía encontrarse peor; tenía la ropa hecha jirones y los brazos cubiertos de cortes y cardenales. Thomas se estremeció. ¿Había atacado un lacerador a Alby?
—Verducho —dijo Minho—, si crees que has sido valiente por salir aquí, escúchame bien: eres el fuco cara fuco más fuco que he visto en mi vida. Estás muerto, como nosotros.
Thomas notó cómo la cara se le calentaba. Esperaba al menos un poco de gratitud.
—No podía quedarme allí sentado y dejaros aquí fuera.
—¿Y qué vas a hacer ahora para ayudarnos? —Minho puso los ojos en blanco—. Como tú quieras, tío. Rompe la Norma Número Uno, suicídate, me da igual.
—De nada. Sólo trataba de echar una mano —Thomas se sentía como si le hubieran pegado una patada en la cara.
Minho forzó una risa amarga y luego se arrodilló junto a Alby. Thomas se fijó mejor en el chico que estaba en el suelo y se dio cuenta de lo mal que se hallaban las cosas. Alby parecía encontrarse al borde de la muerte. Su piel morena perdía el color por momentos y el joven respiraba rápido y de forma superficial. La esperanza abandonó a Thomas.
—No quiero hablar de esto —dijo Minho mientras comprobaba el pulso de Alby y se inclinaba para auscultarle el pecho—. Digamos que los laceradores no se toman demasiado bien la muerte.
Aquella afirmación cogió a Thomas por sorpresa.
—Así que le han… ¿mordido? O picado, da igual. ¿Va a pasar por el Cambio?
—Tienes mucho que aprender —fue todo lo que dijo Minho.
Thomas quiso gritar. Sabía que le quedaba mucho por aprender, por eso hacía preguntas.
—¿Va a morirse? —se obligó a decir antes de avergonzarse por lo vacío y superficial que sonaba.
—Puesto que no hemos conseguido volver antes de la puesta de sol, probablemente. Podría morir en una hora. No sé cuánto se tarda si no te dan el Suero. Por supuesto, nosotros también moriremos, así que no te pongas a llorar por él. Sí, todos estaremos muertos bien pronto —lo dijo con tanta naturalidad que Thomas apenas pudo procesar el significado de sus palabras. Pero enseguida la espantosa realidad de la situación caló en Thomas y sintió como si sus entrañas comenzaran a pudrirse.
—¿De verdad vamos a morir? —preguntó, incapaz de aceptarlo—. ¿Me estás diciendo que no tenemos ninguna posibilidad de sobrevivir?
—Ninguna.
Thomas estaba harto de la constante negatividad de Minho.
—¡Venga ya! Tiene que haber algo que podamos hacer. ¿Cuántos laceradores nos atacarán a la vez?
Se asomó por el pasillo que se adentraba en el Laberinto, como si esperara que las criaturas llegaran en aquel momento, atraídas por el sonido de su nombre.
—No lo sé.
Una idea asaltó la mente de Thomas y le dio esperanza.
—Pero… ¿y qué hay de Ben? ¿Y de Gally, y de los demás a los que picaron y sobrevivieron?
Minho le miró de una forma que expresaba que era más tonto que una clonc de vaca.
—¿No me has oído? Consiguieron regresar antes de la puesta de sol, imbécil. Al volver, les dieron el Suero. A todos.
Thomas se preguntó por el suero que había mencionado Minho, pero antes tenía muchos más interrogantes que responder:
—Pero yo creía que los laceradores sólo salían de noche.
—Pues estabas equivocado, pingajo. Siempre salen de noche, pero eso no significa que no aparezcan nunca de día.
Thomas no quería dejarse llevar por la desesperanza de Minho. No quería rendirse ni morir todavía.
—¿Alguna vez han atrapado de noche a alguien fuera de los muros y este ha vivido para contarlo?
—Nunca.
Thomas frunció el entrecejo; deseaba encontrar una pizca de esperanza.
—¿Cuántos han muerto, entonces?
Minho clavó la vista en el suelo, agachado con un antebrazo sobre la rodilla. Era evidente que estaba agotado, casi aturdido.
—Al menos, doce. ¿No has estado en el cementerio?
—Sí.
«Así es como mueren», pensó.
—Bueno, esos sólo son los que hemos encontrado. Hay más cuyos cuerpos nunca aparecieron —Minho señaló distraídamente hacia el Claro cerrado—. Ese puñetero cementerio está en el bosque por un motivo. Nada mata mejor el tiempo que recordar cada día a tus amigos asesinados brutalmente —Minho se levantó, cogió a Alby por los brazos y luego señaló con la cabeza sus pies—. Coge esos mamones apestosos. Le tenemos que llevar hasta la puerta. Les dejaremos un cuerpo para que lo encuentren con facilidad por la mañana.
Thomas no se podía creer lo morbosa que era aquella afirmación.
—¿Cómo puede estar ocurriendo una cosa así? —gritó a las paredes a la vez que giraba en círculo. Se sintió a punto de perder el control definitivamente.
—Deja de lloriquear. Deberías haber seguido las normas y haberte quedado dentro. Ahora, venga, cógele de las piernas.
Con una mueca de dolor por un retortijón de tripas, Thomas se acercó y levantó los pies de Alby como le habían dicho. Llevaron medio a rastras el cuerpo inerte unos tres metros hasta la grieta vertical de la puerta, donde Minho apoyó a Alby contra la pared en una posición en la que casi estaba sentado. El pecho de Alby subía y bajaba, esforzándose por respirar, y su piel estaba empapada en sudor; parecía que no iba a durar mucho más.
—¿Dónde le han mordido? —preguntó Thomas—. ¿Puedes verlo?
—No te muerden. Los jodidos te pican. Y no, no puedes verlo. Podría tener montones de picotazos por todo el cuerpo —Minho cruzó los brazos y se apoyó en el muro.
Por alguna razón, Thomas pensó que la palabra «picar» sonaba mucho peor que «morder».
—¿Te pican? ¿Qué significa eso?
—Tío, tendrás que verlos para saber de lo que estoy hablando.
Thomas señaló los brazos de Minho y, luego, sus piernas.
—Bueno, ¿y por qué esa cosa no te ha picado a ti?
Minho extendió las manos.
—Quizá sí lo haya hecho. Quizá me desplome en cualquier momento.
—Ellos… —empezó a decir Thomas, pero no sabía cómo terminar la frase. No sabía si Minho lo había dicho en serio.
—No existe ningún «ellos», sólo el que creíamos que estaba muerto. Se volvió loco y picó a Alby, pero luego salió corriendo —Minho volvió la vista hacia el Laberinto, que estaba a oscuras casi por completo porque se había hecho de noche—. Pero estoy segurísimo de que no tardará en estar aquí con un puñado de los otros para liquidarnos con sus agujas.
—¿Sus agujas? —a Thomas las cosas le sonaban cada vez más alarmantes.
—Sí, agujas —no dio más detalles y, por la cara que puso, tampoco pensaba hacerlo.
Thomas levantó la vista hacia los enormes muros cubiertos de enredaderas. La desesperación por fin le había puesto en modo «resolver problemas».
—¿No podemos trepar por esta cosa? —miró a Minho, que no dijo ni una palabra—. Por las enredaderas, ¿no podemos subir por ellas?
Minho dejó escapar un suspiro de frustración.
—Te lo juro, verducho, debes de creer que somos un hatajo de subnormales. ¿De veras piensas que nunca hemos tenido la ingeniosa idea de subir por las putas paredes?
Por primera vez, Thomas notó que poco a poco le invadía la ira para competir con el miedo y el pánico.
—Sólo intento ayudar, tío. ¿Por qué no dejas de poner pegas a todo lo que digo y hablas conmigo?
Minho saltó bruscamente sobre Thomas y le agarró por la camiseta.
—¡No lo entiendes, cara fuco! ¡Tú no sabes nada y lo único que haces es empeorarlo intentando tener esperanza! Estamos muertos, ¿me oyes? ¡Muertos!
Thomas no supo qué sintió con más fuerza en aquellos momentos, si enfado con Minho o lástima por él. Se estaba rindiendo con demasiada facilidad. Minho bajó la vista hacia sus manos, que agarraban con firmeza la camiseta de Thomas, y la vergüenza le atravesó el rostro. Le soltó despacio y retrocedió. Thomas se recolocó la ropa con actitud desafiante.
—Jo, tío —susurró Minho; luego se dejó caer en el suelo y hundió la cara en sus puños apretados—. Nunca he estado tan asustado, macho. No como ahora.
Thomas quiso decir algo, que madurara, que pensara, que le contara todo lo que sabía. ¡Algo! Abrió la boca para hablar, pero la cerró enseguida cuando oyó el ruido. Minho asomó la cabeza y miró por uno de los oscuros pasillos de piedra. Thomas notó cómo se le aceleraba su propia respiración.
Aquel sonido grave e inquietante venía de lo más profundo del Laberinto. Era un zumbido constante que emitía un timbre metálico cada pocos segundos, como cuchillos afilados rozando unos contra otros. Cada vez se oía más alto y, entonces, surgieron unos chasquidos sobrecogedores. Thomas se imaginó unas largas uñas dando golpecitos contra un cristal. Un gemido ahogado llenó el aire y luego sonó algo que parecía el ruido de unas cadenas.
En conjunto, todo era horroroso, y la pequeña cantidad de valor que Thomas había conseguido reunir estaba empezando a desaparecer.
Minho se levantó; apenas veía su rostro bajo aquella luz mortecina. Pero, cuando habló, Thomas se imaginó que tenía los ojos abiertos de par en par por el terror:
—Tenemos que separarnos. Es nuestra única posibilidad de supervivencia. Sigue moviéndote. ¡No dejes de moverte!
Y entonces se dio la vuelta, echó a correr y desapareció en cuestión de segundos, engullido por el Laberinto y la oscuridad.