Capítulo 16

Thomas pasó la mañana con el guardián de los Huertos, «rompiéndose el culo a trabajar», como Newt habría dicho. Zart era el chico alto con el pelo negro que iba delante de la barra durante el destierro de Ben y que, por alguna extraña razón, olía a leche agria. No hablaba mucho, pero le enseñó a Thomas cómo funcionaba todo hasta que supo hacerlo él solo. Quitar las malas hierbas, podar un albaricoquero, plantar semillas de calabazas y calabacines y recoger verduras. No le entusiasmaba y, más bien, ignoraba a los otros chicos que trabajaban con él, pero no lo odiaba tanto como lo que había hecho para Winston en la Casa de la Sangre.

Thomas estaba desherbando con Zart una larga fila de maíz tierno cuando decidió que era un buen momento, para empezar a hacer preguntas. Este guardián parecía mucho más accesible.

—Oye, Zart —dijo.

El guardián levantó la vista para mirarle y, luego, volvió a su trabajo. El muchacho tenía los ojos caídos y una cara larga; por algún motivo, parecía tan aburrido como podía estarlo alguien.

—¿Sí, verducho? ¿Qué quieres?

—¿Cuántos guardianes hay en total? —preguntó Thomas, intentando parecer despreocupado—. ¿Y cuáles son las opciones de trabajo?

—Bueno, tienes los constructores, los deambulantes, los embolsadores, los cocineros, los maperos, los mediqueros, los excavadores, los de la Casa de la Sangre. Los corredores, por supuesto. No sé, quizás unos cuantos más. Yo no hablo mucho y me ocupo de mis cosas.

La mayoría de las palabras era fácil de entender, pero Thomas se preguntó qué significaría un par de ellas.

—¿Qué es un deambulante? —sabía que era lo que hacía Chuck, pero el niño nunca quería hablar del tema. Se negaba a decirle nada.

—Eso es a lo que se dedican los pingajos que no pueden hacer otra cosa. Limpian los lavabos, las duchas, la cocina, la Casa de la Sangre después de la matanza… todo. Si pasas un día con esos imbéciles, se te quita la idea de ir por ese camino; te lo digo yo.

Thomas sintió una punzada de culpabilidad hacia Chuck, sintió lástima por él. El chaval intentaba con todas sus fuerzas hacerse amigo de todo el mundo, pero a nadie parecía gustarle y ni siquiera le prestaban atención. Sí, era un poco nervioso y hablaba demasiado, pero Thomas se alegraba de tenerle a su lado.

—¿Y los excavadores? —preguntó mientras sacaba un hierbajo enorme con un montón de tierra en sus raíces.

Zart se aclaró la garganta y siguió trabajando a la vez que respondía:

—Son los que se encargan de lo más pesado en los Huertos. Hacen las zanjas y no sé qué más. Cuando tienen tiempo libre, se dedican a hacer otras cosas por el Claro. La verdad es que muchos clarianos tienen más de un trabajo. ¿Alguien te lo había contado?

Thomas ignoró la pregunta y continuó, decidido a obtener el máximo de respuestas posibles:

—¿Y los embolsadores? Sé que se ocupan de los muertos, pero no puede morir gente con tanta frecuencia, ¿no?

—Esos tipos dan miedo. También actúan como guardias y policía. A todos les gusta llamarles embolsadores. Ya verás qué divertido ese día, amigo —se rio por lo bajo. Era la primera vez que Thomas le oyó hacerlo y lo encontró simpático.

Thomas tenía más preguntas. Muchísimas más. Chuck y los demás del Claro nunca querían contestarle a nada. Y allí estaba Zart, que por lo visto no tenía ningún problema al respecto. Pero, de repente, a Thomas se le quitaron las ganas de hablar. Por algún motivo, la chica volvió a metérsele en la cabeza, sin venir al caso, y luego empezó a pensar en Ben y en el lacerador muerto, lo que debería ser algo bueno, pero todo el mundo actuaba como si fuera lo contrario. Su nueva vida era un asco.

Respiró hondo. «Limítate a trabajar», pensó, y eso fue lo que hizo.

A media tarde, Thomas estaba a punto de desmayarse de cansancio. Estar todo el rato agachado, arrastrándose de rodillas en la tierra, era lo peor que había.

«Corredor —dijo para sus adentros mientras seguía descansando—. Dejadme ser corredor».

Una vez más, pensó en lo absurdo que era desearlo con todas sus fuerzas. Pero, aunque no lo entendiera ni supiera de dónde venía aquella idea, las ganas eran innegables. Igual de fuertes eran los pensamientos sobre la chica, pero intentaba apartarlos de su cabeza todo lo posible.

Cansado y dolorido, se dirigió a la cocina para comer algo y beber agua. Se podría haber zampado un almuerzo entero, a pesar de que ya había comido hacía dos horas. Incluso el cerdo empezaba a sonarle bien otra vez.

Le dio un mordisco a una manzana y, después, se dejó caer en el suelo junto a Chuck. Newt también se encontraba allí, pero estaba sentado solo, ignorando al resto. Tenía los ojos inyectados en sangre y la frente arrugada, llena de surcos. Thomas observó cómo Newt se mordía las uñas, algo que no había visto nunca hacer a aquel chico mayor.

Chuck se dio cuenta e hizo la pregunta que Thomas tenía en la cabeza:

—¿Qué le pasa? —susurró el niño—. Se parece a ti cuando saliste de la Caja.

—No lo sé —contestó Thomas—. ¿Por qué no vas a preguntarle?

—Puedo oír todas las malditas palabras que estáis diciendo vosotros dos —dijo Newt en voz alta—. No me extraña que la gente no soporte dormir a vuestro lado, pingajos.

Thomas se sintió como si le hubieran pillado robando, pero estaba muy preocupado; Newt era uno de los pocos en el Claro que de verdad le gustaban.

—¿Qué te pasa? —inquirió Chuck—. No te ofendas, pero estás hecho una clonc.

—Todo lo malo del mundo —contestó, y luego se quedó callado, con la vista clavada en el espacio durante un rato. Thomas estuvo a punto de insistir con otra pregunta, pero al final Newt continuó hablando—: La chica de la Caja. Sigue gimiendo y diciendo todo tipo de cosas raras, pero no se despierta. Los mediqueros hacen todo lo posible por alimentarla, pero cada vez come menos. Os lo digo yo, hay algo muy chungo en todo esto.

Thomas bajó la vista hacia la manzana y después le dio un mordisco. Ahora sabía ácida. Se dio cuenta de que estaba preocupado por la chica, preocupado por su bienestar. Como si la conociera.

Newt dejó escapar un largo suspiro.

—Foder, pero eso no es lo que me saca de quicio.

—¿Y qué es? —preguntó Chuck.

Thomas se inclinó hacia delante con tanta curiosidad que fue capaz de quitarse a la chica de la cabeza. Los ojos de Newt se entrecerraron al mirar una de las entradas del Laberinto.

—Alby y Minho —farfulló—. Deberían haber vuelto hace horas.

• • •

Cuando quiso darse cuenta, Thomas ya estaba otra vez trabajando, sacando de nuevo las malas hierbas, contando los minutos que le quedaban para acabar en los Huertos. No paraba de mirar hacia la Puerta Oeste en busca de alguna señal de Alby y Minho, pues la preocupación de Newt se le había contagiado.

Newt había dicho que tenían que haber vuelto a mediodía, que ese era el tiempo suficiente para llegar hasta el lacerador muerto, explorar una hora o dos y regresar. No le extrañaba que estuviera tan disgustado. Cuando Chuck sugirió que tal vez estaban investigando y divirtiéndose un poco, Newt le había lanzado una mirada tan dura que Thomas pensó que el niño ardería por combustión espontánea.

Nunca olvidaría la cara que puso Newt a continuación. Cuando Thomas le preguntó por qué no se metían unos cuantos en el Laberinto para buscar a sus amigos, la expresión de Newt cambió a una de terror absoluto: las mejillas se le hundieron en el rostro, que se le puso oscuro y cetrino. Se le fue pasando poco a poco, y le explicó que estaba prohibido enviar grupos de búsqueda, por si acaso se perdía más gente, pero no había duda de que el miedo había atravesado su rostro.

A Newt le aterrorizaba el Laberinto.

Lo que fuera que le pasase ahí dentro —quizá incluso estaba relacionado con el dolor que tenía desde hacía tanto tiempo en el tobillo— había sido espantoso.

Thomas trató de no darle más vueltas mientras se volvía a concentrar en arrancar malas hierbas.

• • •

La cena de aquella noche resultó ser bastante sombría y no precisamente por la comida. Fritanga y sus cocineros sirvieron un magnífico banquete a base de bistec, puré de patatas, judías verdes y rollitos calientes. Thomas enseguida se dio cuenta de que los chistes que se hacían sobre lo que cocinaba Fritanga eran sólo eso, chistes. Todos engullían su comida y, en general, pedían más. Pero aquella noche los clarianos comían como hombres muertos resucitados para su última cena antes de que los enviaran a vivir con el diablo.

Los corredores habían vuelto a la hora habitual y Thomas se estaba alterando cada vez más al ver cómo Newt iba de puerta en puerta conforme entraban en el Claro, sin molestarse en ocultar su pánico. Pero Alby y Minho no aparecían. Newt obligó a los clarianos a seguir adelante y comer la cena de Fritanga tan bien merecida, pero insistió en que debían seguir pendientes de si llegaban los dos perdidos. Nadie lo dijo, pero Thomas sabía que las puertas no tardarían en cerrarse.

Thomas siguió las órdenes a regañadientes, como el resto de jóvenes, y compartió una mesa de picnic en la parte sur de la Hacienda con Chuck y Winston. Sólo había dado unos bocados cuando no pudo aguantarlo más:

—No soporto estar aquí mientras ellos están ahí fuera, perdidos —dijo, y dejó caer el tenedor en el plato—. Me voy a vigilar las puertas con Newt.

Se levantó y salió a echar un vistazo. Chuck iba detrás de él, como era de esperar. Se encontraron con Newt en la Puerta Oeste; caminaba de un lado a otro y se pasaba las manos por el pelo. Levantó la vista cuando Thomas y Chuck se acercaron.

—¿Dónde están? —preguntó Newt con voz débil y forzada.

A Thomas le conmovió que Newt estuviera tan preocupado por Alby y Minho, como si fueran de su familia.

—¿Por qué no enviamos un grupo de búsqueda? —volvió a sugerir. Le parecía una estupidez quedarse allí sentados, preocupadísimos, cuando podían salir y encontrarlos.

—Maldito… —empezó a decir Newt, pero se calló. Cerró los ojos un segundo y respiró hondo—. No podemos, ¿vale? No lo repitas más. Va al cien por cien en contra de las normas. Sobre todo ahora que las puñeteras puertas están a punto de cerrarse.

—Pero ¿por qué? —insistió Thomas, sin dar crédito a la terquedad de Newt—. ¿No les cogerán los laceradores si se quedan ahí fuera? ¿No deberíamos hacer algo?

Newt se volvió hacia él con la cara roja y los ojos brillantes por la ira.

—¡Calla la boca, verducho! —gritó—. ¡No llevas ni una maldita semana aquí! ¿Crees que no arriesgaría mi vida en este mismo instante por esos torpes?

—No…, lo… siento. No pretendía… —Thomas no sabía qué decir; él sólo intentaba ayudar.

La cara de Newt se relajó.

—Aún no lo has pillado, Tommy. Si sales ahí fuera por la noche, te espera una muerte segura. Sólo estaríamos malgastando más vidas. Si esos pingajos no consiguen volver… —hizo una pausa; parecía vacilar en decir lo que todos estaban pensando—. Ambos hicieron un juramento, igual que yo. Igual que todos. Tú también lo harás cuando tengas tu primera Reunión y te elija un guardián. Nunca salimos de noche. Sin importar lo que pase. Nunca.

Thomas miró a Chuck, que parecía estar tan pálido como Newt.

—Newt no lo va a decir —dijo el niño—, así que lo diré yo: si no vuelven, significa que están muertos. Minho es demasiado listo para perderse. Es imposible. Están muertos.

Newt no dijo nada y Chuck se dio la vuelta y volvió a la Hacienda, con la cabeza gacha.

«¿Muertos?», pensó Thomas. La situación se había puesto tan grave que no sabía cómo reaccionar y notó un agujero en el corazón.

—El pingajo tiene razón —asintió Newt, serio—. Esa es la razón por la que no podemos salir. No podemos permitirnos empeorar las cosas más de lo que ya están.

Le puso la mano a Thomas en el hombro y luego la dejó caer al costado. Las lágrimas empañaron los ojos de Newt, y Thomas supo que incluso en el interior de la oscura cámara de recuerdos que estaba cerrada con llave, fuera de su alcance, nunca había visto a nadie tan triste. La oscuridad en aumento del crepúsculo era perfecta para lo desalentadoras que se habían puesto las cosas.

—Faltan dos minutos para que se cierren las puertas —dijo Newt, una afirmación tan sucinta y categórica que pareció colgar en el aire como un sudario alcanzado por un soplo de viento. Luego se marchó, encorvado y en silencio.

Thomas negó con la cabeza y después echó la vista atrás, hacia el Laberinto. Apenas conocía a Alby y a Minho, pero el pecho le dolía al pensar en ellos ahí fuera, muertos por culpa de la horrenda criatura que había visto por la ventana la primera mañana que había pasado en el Claro.

Un gran estruendo sonó en todas las direcciones, lo que sobresaltó a Thomas y le apartó de sus pensamientos. Entonces se oyó el chirrido de la piedra contra la piedra. Las puertas se estaban cerrando para toda la noche.

La pared derecha retumbó por el suelo, soltando tierra y piedras a medida que se movía. La hilera vertical de barras era tan larga que parecía llegar al cielo y se deslizaba hacia los agujeros correspondientes de la pared izquierda, lista para cerrarse hasta por la mañana. Una vez más, Thomas miró con gran respeto el enorme muro en movimiento, que desafiaba cualquier ley de la física. Parecía imposible.

Entonces algo atrajo su atención a la izquierda.

En el interior del Laberinto, por el pasillo que había delante de él, algo se movía.

Al principio, el pánico le recorrió el cuerpo; retrocedió, preocupado por que pudiera ser un lacerador. Pero en ese momento vio dos formas que avanzaban a trompicones por el pasillo hacia la puerta. Sus ojos por fin vieron con claridad tras la ceguera inicial provocada por el miedo, y se dio cuenta de que era Minho con uno de los brazos de Alby colocado sobre los hombros, prácticamente arrastrando al chico detrás de él. Minho alzó la vista y vio a Thomas, que sabía que parecía que tenía los ojos saliéndose de las órbitas.

—¡Le dieron! —gritó Minho con voz ahogada y débil por el cansancio. Cada paso que daba parecía ser el último. Thomas estaba tan atónito por el cambio de los acontecimientos que tardó un momento en reaccionar.

—¡Newt! —gritó por fin, mientras se obligaba a apartar la mirada de Minho y Alby para centrarse en la otra dirección—. ¡Ya vienen! ¡Los veo!

Sabía que tenía que correr hacia el Laberinto para ayudar, pero tenía grabada en la cabeza la regla de no abandonar el Claro.

Newt ya estaba casi de vuelta en la Hacienda, pero el grito de Thomas le hizo darse la vuelta enseguida y echó a correr como pudo hacia la puerta.

Thomas se volvió para mirar hacia el Laberinto y el terror se apoderó de él. Alby se había resbalado de los brazos de Minho y se había caído al suelo. Thomas observó cómo Minho, desesperado, intentaba ponerle otra vez en pie, pero al final se rindió y comenzó a arrastrar al chico por el suelo de piedra.

Pero aún les quedaban un montón de metros para llegar.

El muro derecho se cerraba rápido y parecía cobrar más velocidad cuanto más despacio deseaba Thomas que fuese. Sólo faltaban unos segundos para que se cerrara por completo. Era imposible que lograran llegar a tiempo. No podrían hacerlo ni en broma.

Thomas se volvió para mirar a Newt, que con su cojera tan sólo había avanzado la mitad del camino. Luego miró una vez más hacia el Laberinto, hacia el muro que se cerraba. Tan sólo unos metros más y todo se habría acabado.

Minho se tropezó y se cayó al suelo. No iban a conseguirlo. Ya no quedaba tiempo. Se había acabado.

Thomas oyó a Newt gritar algo detrás de él:

—¡No lo hagas, Tommy! ¡Ni se te ocurra!

Las barras de la pared derecha parecían extenderse como brazos que se estiraban para alcanzar su objetivo, para acoplarse a aquellos orificios que eran su lugar de descanso durante la noche.

El sonido chirriante de la puerta inundó el aire de un modo ensordecedor.

Un metro y medio. Un metro. Medio metro.

Thomas sabía que no le quedaba otra opción. Se movió. Hacia delante. Se metió entre las barras de conexión en el último segundo y entró en el Laberinto.

Los muros se cerraron de golpe tras él y el eco del estruendo rebotó sobre la piedra cubierta de hiedra como la risa de un loco.