Capítulo 11

Parecía que Ben se había recuperado sólo un poco desde que Thomas le había visto en la Hacienda. No llevaba más que unos pantalones cortos, y su piel, más blanca que el papel, se extendía por sus huesos como una sábana bien envuelta alrededor de un montón de palos. Unas venas como cuerdas le recorrían el cuerpo y latían, verdes, pero menos marcadas que el día anterior. Sus ojos inyectados en sangre se clavaron en Thomas como si estuvieran viendo su próxima comida.

Ben se agachó, listo para saltar y comenzar otro ataque. En algún momento había aparecido un cuchillo, que agarraba con la mano derecha. A Thomas le embargó una sensación de mareo y miedo; no se acababa de creer que aquello estuviese ocurriendo de verdad.

—¡Ben!

Thomas miró hacia el sitio de donde procedía la voz y se sorprendió al ver a Alby en el límite del cementerio, como un mero fantasma bajo aquella luz tenue. El alivio inundó el cuerpo de Thomas. Alby sostenía un gran arco con una flecha lista para matar, apuntando directa a Ben.

—Ben —repitió Alby—, para ya o no llegarás a mañana.

Thomas volvió a mirar a Ben, que tenía la vista clavada en Alby con fiereza y se pasaba rápidamente la lengua por los labios para humedecerlos. «¿Qué le pasa a ese chaval?», se preguntó Thomas. El muchacho se había convertido en un monstruo. ¿Por qué?

—Si me matas —chilló Ben, escupiendo saliva por la boca, lo bastante lejos para no salpicarle a Thomas en la cara—, te habrás equivocado de tío —volvió a clavar los ojos en Thomas—, él es el pingajo al que quieres matar —tenía la voz dominada por la locura.

—No seas tonto, Ben —dijo Alby con voz calmada mientras continuaba apuntándole con la flecha—. Thomas acaba de llegar, no tienes por qué preocuparte. Todavía estás molesto por el Cambio. No deberías haberte movido de la cama.

—¡No es uno de nosotros! —gritó Ben—. Le he visto. Es… es malo. ¡Tenemos que matarlo! ¡Déjame que le destripe!

Thomas retrocedió un paso involuntariamente, horrorizado por lo que Ben había dicho. ¿Qué quería decir con que le había visto? ¿Por qué pensaba que Thomas era malo?

Alby no había movido su arma ni un centímetro y aún seguía apuntando a Ben.

—Eso ya lo averiguaremos los guardianes y yo, cara fuco —sujetaba el arco con firmeza, casi como si lo tuviera apoyado en una rama para aguantarlo—. Ahora devuelve tu esquelético culo a la Hacienda.

—Él querrá llevarnos de vuelta a casa —dijo Ben—. Querrá sacarnos del Laberinto. ¡Será mejor que nos tiremos todos por el Precipicio! ¡Será mejor que nos saquemos las tripas los unos a los otros!

—¿De qué estás hablando…? —empezó a decir Thomas.

—¡Cállate la boca! —gritó Ben—. ¡Asqueroso traidor!

—Ben —intervino Alby, tranquilo—, voy a contar hasta tres.

—Es malo, es malo, es malo… —susurraba ahora Ben, en casi un canturreo. Se balanceaba adelante y atrás, cambiando el cuchillo de una mano a otra, con los ojos fijos en Thomas.

—Uno.

—Malo, malo, malo, malo, malo…

Ben sonrió y sus dientes parecieron brillar, verdosos bajo aquella luz pálida. Thomas quiso apartar la mirada, marcharse de allí, pero no pudo moverse; estaba demasiado absorto, demasiado asustado.

—Dos —Alby alzó la voz a modo de advertencia.

—Ben —dijo Thomas, intentando encontrarle sentido a todo aquello—, no soy… Ni siquiera sé qué…

Ben dio un grito ahogado de locura y saltó en el aire, agitando el cuchillo.

—¡Tres! —gritó Alby.

Se oyó el sonido del alambre al moverse, el zumbido de un objeto cortando el aire y el desagradable ruido húmedo al encontrar su objetivo. La cabeza de Ben giró con violencia hacia la izquierda y su cuerpo se retorció hasta que cayó sobre su estómago, con los pies apuntando a Thomas. No hizo ningún ruido.

Thomas se puso de pie de un salto y avanzó a trompicones. La larga saeta de la flecha estaba clavada en la mejilla de Ben y había menos sangre de lo que Thomas hubiese esperado, pero salía igualmente. Era negra en la oscuridad, como petróleo. Sólo se movió el dedo meñique de Ben, que se retorció. A Thomas le entraron ganas de vomitar. ¿Ben había muerto por él? ¿Era culpa suya?

—Vamos —ordenó Alby—. Los embolsadores se ocuparán de él mañana.

«¿Qué acaba de pasar aquí? —pensó Thomas, con el mundo inclinándose a su alrededor mientras contemplaba el cuerpo sin vida—. ¿Qué le había hecho yo a este chaval?».

Alzó la vista, queriendo respuestas, pero Alby ya se había marchado y una rama temblorosa era la única señal de que había estado allí.

• • •

Thomas apretó los ojos por la luz cegadora del sol al salir del bosque. Estaba cojeando, el tobillo le dolía muchísimo, aunque no recordaba habérselo lastimado. Llevó una mano con cuidado a la zona donde le habían mordido y con la otra se agarró el estómago como si aquello fuera a impedirle vomitar, lo que ahora creía inevitable. La imagen de la cabeza de Ben le vino a la memoria, ladeada de forma antinatural, la sangre bajando por la flecha hasta acumularla, goteando, salpicando el suelo…

Aquella imagen ya había sido el colmo. Se cayó de rodillas junto a uno de los esmirriados árboles de los alrededores del bosque y vomitó, haciendo arcadas mientras tosía y sacaba el último resto de la asquerosa bilis ácida que le quedaba en el estómago. Le temblaba todo el cuerpo y parecía que los vómitos no iban a cesar nunca.

Y entonces, como si su cerebro se burlase de él para empeorar las cosas, tuvo una idea. Llevaba en el Claro aproximadamente veinticuatro horas. Un día entero. Nada más y nada menos. ¡Y todo lo que había sucedido! Qué montón de cosas horribles.

Ahora seguro que sólo podía ir a mejor.

• • •

Aquella noche, Thomas estaba tumbado, contemplando el cielo brillante, preguntándose si volvería a dormir alguna vez. En cuanto cerraba los ojos, le venía a la cabeza la imagen monstruosa de Ben saltando sobre él, con la locura reflejada en el rostro. Tanto si abría los ojos como si no, podía jurar que seguía oyendo el sonido húmedo de la flecha atravesando la mejilla de Ben.

Thomas sabía que nunca olvidaría aquellos minutos sobrecogedores en el cementerio.

—Di algo —dijo Chuck por quinta vez desde que habían colocado sus sacos de dormir.

—No —contestó Thomas, igual que había dicho antes.

—Todo el mundo sabe lo que ha pasado. Ya ha sucedido antes una o dos veces. A un pingajo al que ha picado un lacerador se le va la olla y ataca a alguien. No te creas especial.

Por primera vez, Thomas pensó que la personalidad de Chuck había pasado de ligeramente irritante a insufrible.

—Chuck, alégrate de que ahora mismo no tenga el arco de Alby.

—Sólo estoy…

—Cállate, Chuck. Vete a dormir.

Thomas no podía con aquello en esos momentos.

Por fin, su amigo se quedó dormido y también todos los demás, según el murmullo de ronquidos que se oía en el Claro. Unas horas más tarde, bien entrada la noche, Thomas seguía siendo el único que estaba despierto. Quería llorar, pero no lo hizo. Quería encontrar a Alby y darle un puñetazo, sin ninguna razón en especial, pero no lo hizo. Quería gritar, dar patadas, escupir, abrir la Caja y saltar a la oscuridad que había debajo. Pero no lo hizo.

Cerró los ojos e intentó alejar aquellos pensamientos y las oscuras imágenes de su cabeza, y en algún momento se quedó dormido.

• • •

Por la mañana, Chuck tuvo que sacar a rastras a Thomas de su saco de dormir, llevarlo a las duchas y arrastrarle hasta los vestidores.

Todo el rato estuvo desanimado e indiferente, le dolía la cabeza y su cuerpo quería dormir más. El desayuno fue borroso, y una hora después de acabar ya no se acordaba de lo que había comido. Estaba tan cansado que notaba el cerebro como si alguien se lo hubiese grapado al cráneo por un montón de sitios. El ardor de estómago le subía hasta el pecho.

Pero, por lo que sabía, las siestas estaban muy mal vistas en la enorme granja del Claro.

Se quedó con Newt delante del establo de la Casa de la Sangre, preparándose para su primera sesión de aprendizaje con un guardián. A pesar de aquella dura mañana, lo cierto era que estaba entusiasmado por saber más y por tener la oportunidad de quitarse de la cabeza a Ben y el cementerio. Las vacas mugían, las ovejas balaban y los cerdos chillaban a su alrededor. Por allí cerca ladró un perro y Thomas esperó que Fritanga no le diera un nuevo significado a la palabra perrito caliente.

«Un perrito caliente —pensó—. ¿Cuándo fue la última vez que probé un perrito caliente? ¿Con quién me lo comí?».

—Tommy, ¿me estás escuchando?

Thomas salió de repente de su aturdimiento y se concentró en Newt, que llevaba hablando a saber cuánto tiempo. No había oído ni una sola palabra.

—Sí, perdona. No pude dormir anoche.

Newt trató de sonreír, pero le salió de pena.

—No me extraña. Las pasaste canutas. Seguramente crees que soy un pingajo gilipullo por sacar hoy tu culo a trabajar después de vivir algo como aquello.

Thomas se encogió de hombros.

—Lo mejor que podía hacer era ponerme a trabajar. Cualquier cosa para distraer la mente.

Newt asintió y le dedicó una sonrisa más auténtica.

—Eres tan listo como pareces, Tommy. Esa es una de las razones por las que mantenemos este sitio bonito y con mucho movimiento. Si eres holgazán, te pones triste. Comienzas a rendirte. Así de simple.

Thomas asintió y, distraídamente, dio una patada a una roca que había en el polvoriento y agrietado suelo de piedra del Claro.

—Bueno, ¿y qué se sabe de la chica de ayer?

Si algo había penetrado en la bruma de aquella larga mañana, habían sido pensamientos sobre ella. Quería saber más sobre la joven y entender la extraña conexión que sentía entre ambos.

—Sigue en coma, durmiendo. Los mediqueros le están dando de comer con una cuchara las sopas que cocina Fritanga, le comprueban las pulsaciones y todo eso. Parece que está bien, sólo que por ahora sigue muerta para el mundo.

—Fue muy raro.

Si no hubiese sido por el incidente de Ben en el cementerio, Thomas estaba seguro de que se habría pasado toda la noche pensando en ella y quizá no hubiera dormido tampoco por una razón completamente diferente. Quería saber quién era y si la conocía de verdad.

—Sí —dijo Newt—. Me figuro que raro es una palabra tan buena como cualquier otra.

Thomas miró por encima del hombro de Newt el gran establo rojo descolorido y dejó a un lado los pensamientos sobre la chica.

—Bueno, ¿y qué va primero? ¿Ordeñar a las vacas o matar a uno de los pobres cerditos?

Newt se rio, un sonido que Thomas advirtió que no había oído mucho desde que había llegado.

—Siempre hacemos que los novatos empiecen con los malditos cortadores. No te preocupes, cortar en pedazos las vituallas de Fritanga no es más que una parte. Los cortadores hacen todo lo relacionado con las bestias.

—Qué mala suerte que no pueda acordarme de mi vida. A lo mejor me encantaba matar animales.

Sólo estaba bromeando, pero Newt, por lo visto, no lo captó y señaló con la cabeza hacia el establo.

—Ah, lo sabrás en cuanto el sol se ponga esta noche. Vamos a presentarte a Winston. Él es el guardián.

• • •

Winston era un chaval lleno de acné, bajo pero musculoso, y a Thomas le pareció que le gustaba demasiado su trabajo.

«Quizá le hayan enviado aquí por ser un asesino en serie», pensó.

Winston le enseñó el sitio durante la primera hora, indicándole dónde estaban los corrales de según qué animales, dónde estaban las gallinas y los pavos, dónde iba cada cosa en los establos. El perro, un pesado labrador negro llamado Guau, demasiado rápido para Thomas, estuvo pegado a sus pies la hora entera. El chico pensó de dónde habría salido el perro y se lo preguntó a Winston, quien le respondió que Guau siempre había estado allí. Por suerte, le debieron de poner el nombre en plan broma, porque apenas ladraba.

La segunda hora la pasaron trabajando con los animales de la granja: dándoles de comer, limpiándolos, arreglando una valla, quitando la clonc. Clonc. Thomas se dio cuenta de que cada vez usaba más los términos de los clarianos.

La tercera hora fue la más dura para Thomas. Tuvo que mirar cómo Winston mataba un cerdo y preparaba sus distintas partes para comerlas en el futuro. Thomas se juró a sí mismo dos cosas mientras se alejaba de allí para almorzar: la primera, no trabajaría con animales; la segunda, no volvería a comer nada que procediera del cerdo.

Winston le dijo que podía seguir solo, que él estaría por la Casa de la Sangre, lo que a Thomas le pareció bien. Pero, mientras caminaba hacia la Puerta Este, no pudo evitar imaginarse a Winston en un rincón oscuro del establo royendo unos pies de cerdo crudos. Aquel tío le ponía los pelos de punta.

Thomas estaba pasando por la Caja cuando le sorprendió ver que alguien salía del Laberinto para meterse en el Claro, por la Puerta Oeste, a su izquierda. Un chico asiático de brazos fuertes, con el pelo corto y negro, que parecía un poco mayor que Thomas. El corredor se paró tras dar tres pasos, luego se inclinó y puso las manos en sus rodillas, jadeando mientras recuperaba el aliento. Parecía como si acabara de correr treinta kilómetros; tenía la cara roja, la piel sudada y la ropa empapada.

Thomas se quedó mirándole fijamente, dominado por la curiosidad. Todavía no había visto a un corredor de cerca y tampoco había hablado con ninguno. Además, según los últimos dos días, el corredor había regresado a casa horas antes. Thomas avanzó, impaciente por encontrarse con él y hacerle preguntas.

Pero, antes de que pudiera formular una frase, el chico se desplomó en el suelo.