No podía creerse lo rápido que desaparecía la luz. Desde el Claro propiamente dicho, el bosque no parecía tan grande; quizás ocupaba una hectárea. Sin embargo, los árboles eran altos, tenían troncos robustos, estaban muy juntos y las hojas cubrían el cielo. El aire a su alrededor tenía un tono verdoso apagado, como si a aquel día sólo le quedaran unos minutos de atardecer. De algún modo, era hermoso y escalofriante a la vez.
Thomas se movía todo lo rápido que podía, chocaba contra el denso follaje mientras las delgadas ramas le daban en el rostro. Se agachó para esquivar una que colgaba y estuvo a punto de caerse. Se agarró a otra rama y se balanceó hacia delante para recuperar el equilibrio. Un tupido lecho de hojas y ramitas caídas crujió bajo sus pies.
Sus ojos permanecieron en todo momento clavados en la cuchilla escarabajo que correteaba por el suelo del bosque. Cuanto más se adentraba en la espesura, con más intensidad brillaba su luz roja conforme se oscurecían los alrededores.
Thomas se había adentrado unos diez o doce metros en el bosque, esquivando y agachándose, perdiendo terreno a cada segundo, cuando la cuchilla escarabajo saltó a un árbol especialmente grande y subió a toda prisa por el tronco. Pero, cuando Thomas llegó allí, ya no había ni rastro de la criatura. Había desaparecido entre el follaje, casi como si nunca hubiera existido.
Había perdido a la cabrona.
—Foder —susurró Thomas, casi como si lo dijera en broma.
Casi. Aunque pareciese raro, aquella palabra le resultaba natural en los labios, como si se estuviera transformando en un clariano.
Una ramita se partió en algún sitio a su derecha y él giró la cabeza en aquella dirección. Contuvo la respiración para escuchar. Se oyó otro chasquido, esta vez más alto, igual que si alguien hubiera roto un palo en su rodilla.
—¿Quién anda ahí? —gritó Thomas, y un cosquilleo provocado por el miedo le recorrió los hombros. Su voz rebotó en las copas de los árboles y resonó en el aire. Se quedó helado, clavado en el sitio, mientras todo quedaba cada vez más en silencio, salvo por el canto de unos pájaros a lo lejos. Pero nadie respondió a su pregunta. Ni tampoco oyó más sonidos que vinieran de aquella dirección.
Sin detenerse a pensarlo, Thomas se dirigió hacia el ruido que había oído. No se molestó en ocultar su avance y fue retirando las ramas mientras caminaba, para luego devolverlas a su posición inicial al soltarlas. Entrecerró los ojos para tratar de ver en la oscuridad en aumento, deseando tener una linterna. Pensó en las linternas y en su memoria. Una vez más, recordaba una cosa tangible del pasado, pero no podía nombrar un momento o un lugar específico ni relacionarlo con alguna persona o acontecimiento. Era frustrante.
—¿Hay alguien ahí? —volvió a preguntar un poco más calmado, puesto que el ruido no se había repetido. Lo más seguro era que fuese un animal, quizás otra cuchilla escarabajo. Pero, por si acaso, dijo—: Soy yo, Thomas. El nuevo. Bueno, el segundo más nuevo.
Hizo un gesto de dolor y sacudió la cabeza con la esperanza de que no hubiera nadie allí. Había sonado como un completo idiota.
De nuevo, no obtuvo respuesta.
Caminó alrededor de un gran roble y se paró en seco. Un escalofrío glacial le bajó por la espalda. Había llegado al cementerio.
No era un espacio muy grande, tal vez de unos treinta metros cuadrados, y estaba cubierto de una capa densa de malas hierbas que crecían cerca del suelo. Thomas vio varias cruces de madera dispuestas torpemente que asomaban entre los matojos, con la parte horizontal atada con cuerda a la vertical. Las lápidas de las tumbas habían sido pintadas en blanco por alguien que sin duda tenía prisa, pues estaban llenas de pegotes gelatinosos y lucían vetas sin pintar. Los nombres estaban tallados en la madera.
Thomas se acercó, vacilante, a la más próxima y se arrodilló para echar un vistazo. Había tan poca luz que parecía como si mirara a través de una niebla negra. Hasta los pájaros se habían callado, como si se hubieran ido a dormir porque era de noche, y el sonido de los insectos apenas era perceptible o, al menos, mucho menos de lo normal. Por primera vez, Thomas se dio cuenta de lo húmedo que era el bosque, del ambiente cargado que ya le cubría de sudor la frente y el dorso de las manos.
Se acercó más a la primera cruz. Parecía reciente y en ella estaba escrito el nombre de Stephen, con la n muy pequeña y en el borde porque el que lo había tallado no había calculado bien el espacio que iba a necesitar.
«¿A ti qué te pasó? ¿Chuck te molestó hasta matarte?».
Se incorporó y se acercó a otra cruz, esta casi totalmente llena de maleza, con el suelo firme en la base. Quienquiera que fuese, debía de haber sido uno de los primeros en morir, porque su tumba parecía la más vieja. El nombre que se leía era George.
Thomas miró a su alrededor y vio que había una docena de tumbas más. Un par parecía tan reciente como la primera que había examinado. Un destello plateado atrajo su atención. Era diferente al del escarabajo que, correteando, le había llevado hasta el bosque, pero igual de extraño. Se movió entre las lápidas hasta que fue a parar a una tumba cubierta con un plástico o un cristal mugriento, con los bordes llenos de porquería. Entrecerró los ojos para intentar averiguar qué había al otro lado y soltó un grito ahogado al verlo con claridad. Era una ventana a otra tumba, una que tenía los restos polvorientos de un cadáver en proceso de putrefacción. A pesar del miedo y del asco que le daba, Thomas, curioso, se acercó aún más para verlo mejor. La tumba era más pequeña de lo normal y en su interior guardaba sólo la mitad superior de la persona fallecida. Recordó la historia de Chuck sobre el chico que intentó descender por el agujero oscuro de la Caja tras bajar el ascensor, para acabar cortado en dos por algo que atravesó el aire. Había unas palabras grabadas en el cristal; Thomas apenas pudo leerlas:
Que todos vean la mitad de este pingajo
Y sirva para que otros no escapen por ahí abajo.
Le entraron unas extrañas ganas de reírse. Le parecía demasiado ridículo para ser verdad. Pero también se indignó consigo mismo por ser tan simplista y superficial. Negó con la cabeza y se apartó para leer más nombres de los muertos, cuando oyó otra ramita que se partía, esta vez justo delante de él, detrás de los árboles al otro lado del cementerio.
Luego hubo otro chasquido. Y otro. Se estaba acercando, pero estaba demasiado oscuro.
—¿Quién anda ahí? —preguntó con una voz temblorosa y apagada que parecía estar hablando dentro de un túnel vacío—. En serio, esto es una estupidez —odiaba reconocer lo aterrorizado que estaba.
En vez de responder, la persona dejó de actuar con sigilo y echó a correr, haciendo ruido por todo el bosque alrededor del cementerio y moviéndose en círculo hacia donde estaba Thomas. Éste se quedó inmóvil; el pánico se había apoderado de él. Ahora que el visitante estaba a tan sólo unos metros, se le oía cada vez más fuerte, hasta que alcanzó a ver la sombra de un chico flacucho y cojo que corría de una forma extraña, como dando saltitos.
—¿Quién demo…?
El chico salió de entre los árboles antes de que Thomas pudiera acabar la frase. Sólo vio una piel pálida y unos ojos enormes, la imagen espeluznante de una aparición; gritó, intentó correr, pero era demasiado tarde. La figura saltó en el aire y se abalanzó sobre él. Le golpeó en los hombros y unas manos fuertes le agarraron. Thomas se cayó al suelo y notó cómo una lápida se le clavaba en la espalda antes de partirse en dos y arañarle profundamente la piel.
Empujó y le dio manotazos a su atacante, un implacable revoltijo de piel y huesos que brincaba sobre Thomas mientras trataba de hacerse con él. Parecía un monstruo sacado de una pesadilla, pero sabía que tenía que ser un clariano, alguien que había perdido totalmente la cabeza. Oyó unos dientes entrechocando, una mandíbula que se abría y cerraba con un espantoso clac, clac, clac. Entonces notó una irritante punzada de dolor cuando la boca del chico entró en contacto con el hombro de Thomas y le mordió profundamente.
Thomas gritó y sintió el dolor como una oleada de adrenalina en la sangre. Plantó las palmas de las manos contra el pecho del atacante y empujó, estirando los brazos y forzando los músculos contra la figura que luchaba encima de él. Al final, el muchacho cayó hacia atrás y se oyó un fuerte chasquido en el aire cuando otra lápida encontró su fin.
Thomas se escabulló sobre las manos y los pies, intentando recuperar el aliento, y por primera vez vio bien a su atacante enloquecido. Era el chico enfermo.
Era Ben.