Aquel día, más tarde, o puede que después, pero seguro que en algún momento durante el desfile constante de enfermos mentales conducidos al despacho de Lucy Jones, se me ocurrió que hasta entonces nunca había formado parte de nada.
Creía que había sido curioso crecer sabiendo que, de una forma extraña, secundaria o acaso subterránea, existía toda una serie de conexiones a mi alrededor y que, aun así, yo estaba destinado a permanecer siempre excluido de ellas. Cuando eres pequeño, quedar al margen es una cosa terrible. Puede que la peor.
Una vez viví en una típica calle de las afueras, con muchos edificios blancos de una o dos plantas que servían de hogar a la clase media, con jardines delanteros bien cuidados con una o dos hileras de plantas perennes de colores vivos bajo las ventanas y una piscina en la parte de atrás. El autocar escolar paraba dos veces en nuestra manzana para recoger a los niños. Por la tarde había un movimiento constante en la calle, una marea ruidosa de jóvenes. Chicos y chicas con vaqueros deshilachados en las rodillas, salvo los domingos, cuando los chicos salían de sus casas con chaqueta azul, camisa blanca almidonada y corbata de poliéster, y las chicas llevaban vestidos con volantes. Nos reuníamos todos, junto con nuestros padres, en los bancos de las iglesias cercanas. Era una mezcla típica de habitantes del Massachusetts occidental, en su mayoría católicos, que se dedicaban a discutir si comer carne los viernes era pecado, incluidos algunos episcopalianos y baptistas. En la manzana había algunas familias judías, pero tenían que cruzar la ciudad para ir a la sinagoga.
Era increíble y abrumadoramente típico. La calle típica de una manzana típica poblada por familias típicas que votaban a los demócratas, les encantaban los Kennedy e iban a los partidos de la liga de béisbol infantil las tardes cálidas de primavera, no tanto para mirar como para hablar. Sueños típicos. Aspiraciones típicas. Típicos en todos los sentidos, desde primera hora de la mañana hasta última hora de la noche. Miedos típicos, preocupaciones típicas. Conversaciones que parecían revestidas de normalidad. Incluso típicos secretos ocultos bajo fachadas típicas. Un alcohólico. Un maltratador. Un homosexual no declarado. Todo típico, todo el tiempo.
Excepto yo, claro.
Se hablaba de mí en tono quedo, el mismo de los susurros que solían reservarse para la noticia espeluznante de que una familia negra se había instalado dos calles más abajo o que habían visto al alcalde salir de un hotel con una mujer que no era la suya.
En todos esos años jamás me invitaron a una fiesta de cumpleaños. Jamás me preguntaron si quería quedarme a dormir en casa de un amigo. Ni una vez subí al asiento trasero de un coche para ir a tomar un helado en Friendly. Jamás recibí una llamada por la noche para cotillear sobre el colegio, sobre deportes o sobre quién había besado a quién en el baile de séptimo curso. Nunca jugué en ningún equipo, ni canté en ningún coro ni desfilé en ninguna banda. Ningún viernes por la noche animé en un partido de fútbol americano, ni me puse nunca con timidez un esmoquin mal entallado para ir a un baile. Mi vida era única debido a la ausencia de todas esas pequeñas cosas que constituyen la normalidad de cualquier persona.
Nunca supe qué detestaba más, si el mundo esquivo del que procedía y al que jamás podría incorporarme o el mundo solitario en que estaba obligado a vivir. Solitario si exceptuamos las voces.
Durante años las oí llamarme por mi nombre: ¡Francis! ¡Francis! ¡Francis! ¡Sal! Era un poco como imaginaba que los niños de mi manzana me llamarían una tarde cálida de julio, cuando la luz se desvanecía despacio y el calor del día seguía vivo mucho después de cenar, si lo hubieran hecho alguna vez, lo que nunca ocurrió. Supongo, en cierto modo, que es difícil culparlos. No sé si yo habría querido salir a jugar con ellos. Y, a medida que crecí, también lo hicieron las voces, y sus tonos cambiaron, como si siguieran el ritmo de los años que pasaban por mi vida.
Todos estos pensamientos debieron de salir de algún punto del mundo vaporoso entre el sueño y la vigilia, porque de repente abrí los ojos en mi casa. Debía de haberme quedado dormido un momento, con la espalda apoyada contra la pared. Eran pensamientos que los medicamentos solían sofocar. Tenía tortícolis y me levanté vacilante. Una vez más, el día se había desvanecido a mi alrededor, y volvía a estar solo, salvo por los recuerdos, los fantasmas y los murmullos familiares de esas voces tanto tiempo reprimidas. Parecían todas bastante entusiasmadas con volver a apoderarse de mi mente. En cierto sentido, era como si despertaran a mi lado, como imaginaba que haría una amante de verdad si alguna vez la tenía. Reclamaban atención, como un grupo feliz que pujara por diversos objetos en una subasta concurrida.
Me desperecé nervioso y me acerqué a la ventana. Contemplé cómo la oscuridad de la noche avanzaba por la ciudad como tantas veces antes, sólo que esta vez me fijé en una sombra tras una tienda de recambios de automóvil al final de la calle. Observé cómo se extendía y pensé que era algo inquietante, que cada sombra tenía sólo un leve parecido al edificio, al árbol o a la persona que la proyectaba. Adoptaba una forma propia que evocaba su origen pero se mantenía independiente. Igual pero distinta. Pensé que las sombras podían revelarme mucho sobre mi mundo. Quizás estaba más cerca de ser una de ellas que de estar vivo. De pronto vi un coche patrulla que recorría despacio mi calle.
Tuve la impresión de que venía a vigilarme. Noté que los dos pares de ojos del interior oscuro del vehículo se alzaban y recorrían la fachada del edificio de pisos como unos focos hasta que localizaban mi ventana. Me aparté a un lado para que no me vieran.
Retrocedí y me acurruqué contra la pared.
Habían venido a buscarme. Lo sabía, igual que sabía que el día sigue a la noche y que la noche sigue al día. Recorrí el piso con la mirada en busca de un sitio donde esconderme. Contuve el aliento. Cada latido de mi corazón resonaba como una sirena de niebla. Me apreté más contra la pared, como si pudiera fundirme con ella. Notaba a los agentes al otro lado de la puerta.
Pero no ocurrió nada.
No aporrearon la puerta.
No sonaron voces fuertes con esa sola palabra, ¡Policía!, que lo dice todo de una vez.
El silencio me envolvía y, pasado un segundo, me incliné para espiar por la ventana. La calle estaba vacía.
Ningún coche. Ningún policía. Sólo más sombras.
Esperé un instante. ¿Había estado el coche ahí?
Exhalé despacio. Me dije que nada iba mal y que no tenía por qué preocuparme, lo que me recordó que eso era precisamente lo que había procurado decirme en todos aquellos años en el hospital.
Seguía recordando las caras, aunque a veces no los nombres. En el transcurso de ese día y del siguiente, Lucy había interrogado en su despacho, uno tras otro, a los hombres que, en su opinión, poseían algunos de los elementos del perfil que estaba elaborando en su cabeza. Hombres con rabia. Era, en cierto sentido, un curso intensivo sobre una parte de la humanidad que poblaba el hospital, una parte de la marginalidad. Toda clase de enfermedades mentales visitó ese despacho y se sentó en la silla frente a ella, unas veces con un leve empujoncito de Negro Grande y otras con sólo un gesto de Lucy o de Evans.
En cuanto a mí, guardaba silencio y escuchaba.
Era un desfile de imposibilidades. Algunos hombres eran solapados y miraban a uno y otro lado, esquivos en todas sus respuestas. Algunos parecían aterrados, se encogían en la silla con la frente sudorosa y la voz temblorosa como si cada pregunta de Lucy, por muy rutinaria, benévola o insignificante que fuera, los golpeara. Otros eran agresivos, levantaban la voz enseguida, gritaban con rabia y, en más de una ocasión, daban puñetazos en la mesa, llenos de una indignación justificada. Unos cuantos se mantuvieron mudos, con la mirada en blanco, como si cada frase que salía de los labios de Lucy, cada pregunta que quedaba suspendida en el aire, ocurriera en un plano totalmente distinto al suyo, algo que no significaba nada en ningún lenguaje que ellos conocieran y que, por tanto, les era imposible responder. Algunos hombres contestaron con sandeces, algunos con fantasías, otros con rabia y unos cuantos con miedo. Dos hombres se quedaron mirando al techo, y otros dos hicieron gestos de estrangulamiento con las manos. Algunos observaron las fotografías del escenario del crimen con temor, otros con una fascinación inquietante. Un hombre confesó al instante, lloriqueando, «Yo lo hice, yo lo hice» una y otra vez, sin dejar que Lucy le hiciera ninguna pregunta. Un hombre no dijo nada, pero sonrió y se llevó la mano a los pantalones para excitarse hasta que la mano de Negro Grande en el hombro lo obligó a parar. A lo largo de los interrogatorios, el señor del Mal se sentaba junto a Lucy, y cuando Negro Grande se llevaba al paciente se apresuraba a explicar por qué uno u otro debía descartarse por este o aquel motivo. Su actitud era irritante: se suponía que prestaba ayuda e informaba cuando, en realidad, ponía trabas y confundía. El señor del Mal no era tan inteligente como él creía, ni tan estúpido como alguno de nosotros opinaba, lo que desde luego era una combinación de lo más peligrosa.
A mi me ocurrió algo muy curioso: empecé a ver cosas. Era como si pudiera deducir de dónde procedía cada dolor. Y cómo todos esos dolores acumulados habían evolucionado con los años hacia la locura.
Sentí que una oscuridad me invadía el corazón.
Hasta la última fibra de mi ser me gritó que me levantara y saliera corriendo, que me marchara de esa habitación, que todo lo que veía, oía y averiguaba era terrible, era información que no tenía ningún derecho a poseer, que no necesitaba tener, que no deseaba reunir. Pero me quedé paralizado, incapaz de moverme, tan asustado de mí mismo como de los hombres que entraban en el despacho y que habían hecho algo terrible.
Yo no era como ellos. Y, sin embargo, lo era.
La primera vez que Peter el Bombero salió del edificio Amherst se sintió abrumado y tuvo que agarrarse a la barandilla para no tropezar. La brillante luz del sol pareció inundarlo, una brisa cálida de finales de primavera le alborotó el pelo, la fragancia del hibisco en flor que bordeaba los caminos le inundó el olfato. Vaciló tambaleante en lo alto de la escalinata un poco como un borracho, mareado, como si hubiera girado sobre sí mismo durante semanas en el interior del edificio y ése fuera el primer momento en que su cabeza no daba vueltas. Oyó el tráfico de la calzada en el exterior del hospital y a algunos niños jugando delante de una de las viviendas del personal. Escuchó con atención y, más allá de las voces felices, captó una radio. Creyó reconocer el sonido Motown. Algo con un ritmo muy pegadizo y unas armonías melodiosas en el estribillo.
Negro Chico y su hermano flanqueaban a Peter, pero fue el más pequeño de los dos quien le susurró, apremiante:
—Agacha la cabeza, Peter. No dejes que nadie te vea bien.
El Bombero iba vestido con el uniforme blanco, como los dos auxiliares, aunque ellos llevaban los gruesos zapatos negros reglamentarios, mientras que él calzaba unas zapatillas de deporte, y cualquier persona atenta se habría percatado de esa diferencia. Asintió y se encorvó un poco, pero le costaba mantener la mirada en el suelo. Hacía semanas que no salía, y más aún sin que las limitaciones de las esposas y de su pasado le obstaculizaran los pasos.
A su derecha, vio un reducido y variopinto grupo de pacientes trabajando en el jardín, y sobre el decrépito asfalto que había sido una pista de baloncesto, media docena de pacientes deambulando alrededor de los restos de una red de voleibol, mientras dos auxiliares fumaban un cigarrillo y observaban algo distraídos al grupo, cuya mayoría tenía la cara levantada hacia el sol de la tarde. Una mujer enjuta de mediana edad bailaba describiendo amplios giros con los brazos en un vals sin ritmo ni propósito, pero tan refinado como en un salón vienés.
Habían preparado el sistema de registro con antelación. Negro Chico llamaría a las diversas instalaciones por el sistema de intercomunicación y los pacientes entrarían por la puerta lateral. Mientras Negro Grande y el individuo estuviesen en Amherst, Peter y Negro Chico registrarían sus cosas. Negro Chico vigilaba que no se acercara ningún auxiliar o enfermera que pudiera sentir curiosidad, mientras Peter registraba deprisa las escasas pertenencias del hombre en cuestión. Lo hacía muy bien, y podía revisar con gran rapidez las prendas, los documentos y la ropa de cama sin apenas desbaratarlos. Durante los primeros registros en su propio edificio, había averiguado que era imposible mantener lo que hacía en secreto; siempre había algún que otro paciente acechando en un rincón, acostado en la cama o simplemente pegado a la pared, desde donde podía mirar por la ventana y vigilar que nadie se le acercara a hurtadillas. Más de una vez, Peter pensó que la paranoia no tenía límite en aquel hospital. El problema era que un hombre que actuaba de modo sospechoso en aquel contexto no significaba lo mismo que en el mundo real. En el Western, la paranoia era la norma y se aceptaba como parte de la rutina diaria, tan regular y esperada como las comidas, las peleas y las lágrimas.
Negro Grande vio que Peter alzaba los ojos hacia el sol y sonrió.
—Un día tan bonito como hoy te hace olvidar, ¿verdad? —comentó.
Peter asintió.
—Un día como hoy no parece justo estar enfermo —prosiguió el hombre corpulento.
—¿Sabes qué, Peter? —intervino Negro Chico—. De hecho, un día como hoy empeora las cosas en el hospital. Hace que todo el mundo saboree un poco de lo que no tiene. Se puede oler el mundo de fuera.
En los días fríos, lluviosos, ventosos o nevosos todo el mundo se levanta y hace su vida. Nadie se fija. Pero un día bonito como hoy es duro para casi todo el mundo.
Peter no respondió.
—Muy duro para tu joven amigo —añadió Negro Grande—. Pajarillo todavía tiene esperanzas y sueños. Y en un día así ves lo lejos de ti que están todas esas cosas.
—Saldrá de aquí —aseguró Peter—. Y pronto, además. No puede haber nada serio que lo retenga en el hospital.
—Ojalá fuera así —suspiró Negro Grande—. Pajarillo tiene muchos problemas.
—¿Francis? —preguntó Peter, incrédulo—. Pero si es inofensivo. Cualquier idiota lo sabría. Es probable que ni siquiera debiera estar aquí.
Negro Chico sacudió la cabeza, como para indicar que Peter no veía lo que ellos veían, pero no dijo nada. Peter dirigió una mirada a la entrada principal del hospital, con su alta verja de hierro forjado y su muro de ladrillo. Pensó que, en la cárcel, la reclusión era siempre una cuestión de tiempo. El delito determinaba el encierro. Podían ser uno o dos años, veinte o treinta, pero siempre era una cantidad finita, incluso para quienes cumplían cadena perpetua porque se seguía midiendo en días, semanas y meses, y al final, inevitablemente, había una vista en la que se estudiaba la concesión de la libertad condicional. Eso no era así en un hospital psiquiátrico, porque allí algo mucho más esquivo y más difícil de controlar determinaba la estancia de uno.
Negro Grande pareció leerle el pensamiento, porque dijo con tristeza:
—Aunque consiga una vista de altas, le falta mucho para que le dejen salir de aquí.
—No tiene ningún sentido —insistió Peter—. Francis es listo y no le haría daño a una mosca…
—Sí —replicó Negro Chico—, pero todavía oye voces, incluso con la medicación, y el gran jefe no consigue que entienda por qué está aquí. Y al señor del Mal no le gusta nada, aunque no comprendo por qué. Todo eso implica que tu amigo se quedará aquí y que no le solicitarán ninguna vista. No como a algunos. Y, desde luego, no como a ti.
Peter fue a contestar pero cerró la boca. Siguieron andando en silencio y dejó que el calor del día lo reconfortara de las palabras con que los dos auxiliares lo habían dejado helado.
—Estáis equivocados —dijo por fin—. Saldrá y volverá a casa. Lo sé.
—Nadie lo quiere —aseguró Negro Grande.
—No como a ti —comentó Negro Chico—. Todo el mundo quiere echarte el guante. Acabarás en algún sitio, pero no será aquí.
—Ya —corroboró Peter con amargura—. De vuelta a la cárcel. Allí debo estar. Cumpliendo entre veinte años y cadena perpetua.
Negro Chico se encogió de hombros, dando a entender que Peter había logrado comprender algo.
Siguieron hacia el edificio Williams.
—Agacha la cabeza —ordenó Negro Chico cuando se acercaban a la entrada lateral del edificio.
Peter lo hizo y bajó los ojos, de modo que observaba el camino de tierra por donde caminaban. Le resultaba difícil, porque cada rayo de sol en la espalda le recordaba estar en otro sitio y cada caricia del viento cálido le sugería tiempos mejores. Siguió adelante mientras se decía que no servía de nada recordar lo que había sido y lo que era, sólo debía pensar en lo que se convertiría. Sabía que eso era difícil porque cada vez que miraba a Lucy veía una vida que podría haber sido suya, pero que lo había eludido, y pensaba, no por primera vez, que cada paso que daba sólo lo acercaba un poco más a un precipicio aterrador, donde se tambalearía y donde sólo lograría mantener un equilibrio muy precario, sujeto por unas delgadas cuerdas que se desgastarían con gran rapidez.
El hombre les sonrió sin comprender y no dijo nada.
—¿Recuerda a la enfermera en prácticas a la que apodaban Rubita? —preguntó Lucy por segunda vez.
El hombre se balanceó en el asiento y gimió un poco. No era un sí ni un no, sólo un gemido de reconocimiento. Francis describió el sonido como un gemido debido a la ausencia de una palabra mejor, porque el hombre no parecía desconcertado, ni por la pregunta, ni por la silla ni por la fiscal sentada frente a él. Era un hombre enorme, ancho de espaldas, con el cabello corto y una expresión inocente. Un hilito de baba le corría por la comisura de los labios y se balanceaba a un ritmo que sólo sonaba en sus oídos.
—¿Responderá alguna pregunta? —le espetó Lucy Jones con una nota de frustración.
El hombre guardó silencio, sólo se oía el leve crujido de la silla meciéndose adelante y atrás. Francis observó las manos del hombre, grandes y nudosas, casi tan curtidas como las de un viejo, lo que no era nada normal porque aquel hombre silencioso no parecía mucho mayor que él. Francis pensaba a veces que en el hospital las pautas corrientes del envejecimiento estaban algo alteradas. Los jóvenes parecían ancianos. Los ancianos parecían vejestorios. Hombres y mujeres que deberían estar llenos de vitalidad arrastraban los pies como si el peso de los años les dificultara cada paso, mientras quienes estaban casi al final de la vida tenían la simplicidad y las necesidades de un niño. Se miró las manos como para comprobar que seguían siendo más o menos congruentes con su edad. Luego volvió a contemplar las del hombre. Estaban unidas a unos brazos enormes y musculosos. Cada vena que le sobresalía indicaba una fuerza apenas contenida.
—¿Pasa algo? —preguntó Lucy.
El hombre soltó otro de los gemidos guturales que Francis se había acostumbrado a oír en la sala de estar común. Era un ruido animal que expresaba algo simple, como hambre o sed, y carecía del tono que podría haber tenido si se basara en la rabia.
Evans alargó la mano y arrebató el expediente a Lucy Jones para ojearlo.
—No creo que interrogar a este individuo vaya a dar frutos —dijo con soberbia.
—¿Y eso por qué? —Lucy, un poco enfadada, lo miró.
—Tiene un diagnóstico de retraso profundo —aclaró Evans a la vez que señalaba una página del expediente—. ¿No lo ha visto?
—Lo que he visto es un historial de actos violentos contra mujeres —respondió Lucy con frialdad—. Incluido un incidente en que lo sorprendieron a mitad de una agresión sexual a una niña pequeña, y un segundo caso en que golpeó a alguien que tuvo que ser hospitalizado.
Evans volvió a mirar el expediente.
—Sí, sí —asintió con rapidez—. Ya lo veo. Pero, a menudo, lo que se consigna en un expediente no es una relación exacta de los hechos. En el caso de este hombre, la niña era la hija de un vecino que había jugado con él de forma provocativa y que, sin duda, tiene sus propios problemas. Su familia prefirió no presentar cargos. Y el otro caso era su propia madre, a la que empujó en una riña originada en que él se negó a efectuar una tarea doméstica. La mujer se golpeó la cabeza contra el borde de una mesa y tuvo que ir al hospital. Fue un momento en que no fue consciente de su fuerza. Creo también que carece de la clase de inteligencia criminal que usted está buscando, porque, y corríjame si me equivoco, según su teoría, el asesino es un hombre bastante astuto.
Lucy recuperó la carpeta de manos de Evans y miró a Negro Grande.
—Ya puede devolverlo a su dormitorio —le dijo—. El señor Evans tiene razón.
El auxiliar tomó por el codo al hombre para ayudarlo a levantarse.
—Muchas gracias —dijo Lucy al paciente, que no pareció entender ni una palabra, aunque saludó con una mano y esbozó una sonrisa de oreja a oreja antes de marcharse diligentemente detrás de Negro Grande. Su sonrisa no flaqueó ni un instante.
—Vamos demasiado lento —suspiró Lucy, y se recostó en su silla.
—Siempre tuve mis dudas sobre su método —replicó Evans.
Francis notó que Lucy iba a decir algo y, entonces, oyó dos o tres voces que le gritaban a la vez: ¡Díselo! ¡Adelante, díselo! Así que se inclinó hacia delante y habló por primera vez desde hacía horas:
—No pasa nada, Lucy —aseguró despacio. Y añadió—: No se trata de eso.
Evans lo miró, molesto por su intervención, como si lo hubiera interrumpido.
—¿Qué quieres decir? —le preguntó Lucy.
—No se trata de lo que los pacientes dicen —aclaró Francis—. En realidad, no tienen sentido las preguntas que puedas hacerles sobre la noche del asesinato, dónde estaban, si conocían a Rubita o si tienen un pasado violento. No importa lo que les preguntes sobre esa noche, ni sobre quiénes son. Eso no es lo importante. Digan lo que digan, oigan lo que oigan, respondan lo que respondan, no son las palabras lo que deberías escuchar.
Evans movió la mano con desdén.
—¿Crees que nada de lo que dicen es importante, Pajarillo? Entonces, ¿para qué estamos aquí?
Francis se encogió en la silla, temeroso de contradecir al señor del Mal. Sabía que había algunos hombres que acumulaban los desaires y las afrentas, y se las cobraban al cabo de un tiempo, y Evans era uno de ellos.
—Las palabras no significan nada —dijo en voz baja—. Tendremos que hablar otro lenguaje para encontrar al ángel. Una forma distinta de comunicación. Y una de las personas que crucen por esta puerta lo hablará. Sólo tenemos que reconocerlo cuando llegue. Pero no será exactamente lo que esperamos.
Evans resopló y tomó su libreta para efectuar una anotación breve. Lucy Jones iba a responder a Francis, pero vio al psicólogo y le dijo:
—¿Qué ha escrito?
—Nada importante.
—Hombre —insistió ella—, tiene que haber sido algo. Un recordatorio de comprar leche al volver a casa. La decisión de buscar un nuevo empleo. Una máxima, un juego de palabras, unos ripios o unos versos. Pero era algo. ¿Qué?
—Una observación sobre su amigo —respondió Evans, inexpresivo—. Una nota que indica que Francis sigue teniendo delirios. Como lo demuestra lo que ha dicho sobre crear alguna especie de lenguaje nuevo.
Lucy iba a replicar que ella había comprendido todo lo que Francis había dicho, pero se detuvo. Dirigió una mirada rápida al joven y pudo ver que cada palabra de Evans se había filtrado en sus miedos. Se dijo que era mejor no decir nada porque eso sólo empeoraría las cosas.
Aunque no podía imaginar cómo las cosas podrían ser peor para Francis.
—Veamos, ¿a quién le toca ahora? —dijo.
—¡Oye, Bombero! —exclamó Negro Chico con voz baja pero apremiante—. Date prisa. —Consultó el reloj y le dio unos golpecitos con el índice—. Tenemos que irnos.
Peter estaba registrando la ropa de cama de uno de los posibles sospechosos.
—¿Qué prisa hay? —preguntó.
—Tomapastillas. Suele hacer las rondas de mediodía muy pronto, y tienes que estar de vuelta en Amherst, sin esa ropa, antes de que empiece a recorrer el hospital y te vea en algún sitio donde no deberías estar vestido como no deberías.
Peter asintió. Deslizó las manos bajo la cama para palpar el colchón. Uno de sus temores era que el ángel hubiera abierto el colchón para esconder el arma y sus souvenirs en su interior. Eso era lo que él habría hecho si tuviera objetos que quisiera ocultar a los auxiliares, las enfermeras o a cualquier otro curioso.
No encontró nada y sacudió la cabeza.
—¿Has terminado? —preguntó Negro Chico.
Peter siguió repasando el colchón, palpando cada forma y cada bulto. Los pacientes lo contemplaban desde el otro lado de la habitación. Negro Chico los intimidaba y algunos se habían encogido en el rincón, apretados contra la pared. Otros estaban sentados en el borde de la cama con expresión ausente, mirando al vacío, como si el mundo que habitaban estuviera en otra parte.
—Casi —farfulló Peter, y el auxiliar volvió a dar golpecitos a su reloj.
La cama estaba limpia. Nada sospechoso. Sólo faltaba un rápido registro de las pertenencias del hombre, que estaban en un arcón bajo la cama. Lo sacó y revolvió su interior, sin encontrar nada más sospechoso que unos calcetines necesitados de un lavado urgente. Estaba a punto de dejarlo cuando algo le llamó la atención.
Era una camiseta blanca, doblada y puesta cerca del fondo del arcón. Una de esas baratas que se venden en las tiendas de saldos y que muchos pacientes llevaban bajo una camisa de invierno gruesa durante los meses más fríos. Pero no fue eso lo que llamó su atención.
La camiseta tenía una mancha rojo oscuro en la parte delantera.
Había visto antes manchas como ésa. En su formación como investigador de incendios provocados y en la selva de Vietnam.
Peter sostuvo unos segundos la camiseta y palpó la tela como si tocándola pudiera averiguar algo más. Negro Chico lo urgió:
—Tenemos que irnos ya, Peter. No quiero tener que dar explicaciones, y mucho menos al gran jefe, si no es necesario.
—Señor Moses —dijo Peter—. Mire esto.
El auxiliar se acercó para echar un vistazo por encima del hombro de Peter. Éste no dijo nada, pero oyó cómo el negro silbaba bajo.
—Parece sangre, Peter —comentó—. Tiene toda la pinta de serlo.
—Es lo que pensé.
—¿No es una de las cosas que estamos buscando?
—Sí —asintió Peter.
Dobló con cuidado la camiseta tal como estaba y la dejó en el mismo sitio. Metió el arcón bajo la cama, con la esperanza de que no se notara que alguien lo había tocado.
—Vamos —dijo luego. Observó el reducido grupo de hombres al otro lado de la habitación, pero le resultó imposible deducir de sus miradas vacías si sospechaban algo.