Peter el Bombero estaba en medio del comedor con una bandeja observando la actividad frenética que lo rodeaba. Las comidas en el hospital eran una serie interminable de pequeñas escaramuzas que reflejaban las terribles batallas interiores que cada paciente libraba. Ningún desayuno, almuerzo o cena terminaba sin que hubiera estallado algún incidente. La angustia se servía con tanta regularidad como los huevos revueltos poco hechos o la ensalada de atún insípida.
A su derecha vio a un anciano senil que sonreía grotescamente mientras la leche le resbalaba por el mentón y el pecho, a pesar de los esfuerzos de una enfermera en prácticas por impedir que se ahogara; a su izquierda, dos mujeres se disputaban un cuenco de gelatina de limón. Por qué había un solo cuenco y dos personas que lo reclamaban era el dilema que Negro Chico intentaba resolver con paciencia, aunque ambas mujeres, de aspecto casi idéntico, con trenzas despeinadas de pelo gris, piel rosácea y bata azul, parecían ansiosas por llegar a las manos. Ninguna de ellas tenía la menor intención de recorrer los pocos pasos que las separaban de la cocina para obtener un segundo cuenco de gelatina. Sus voces altas, agudas, se mezclaban con el ruido de platos y cubiertos y con el calor húmedo procedente de la cocina. Pasado un segundo, una de las dos mujeres cogió el cuenco de gelatina y lo lanzó al suelo, donde se hizo añicos con el estrépito de un disparo.
Peter se dirigió a su habitual mesa del rincón, donde daría la espalda a la pared. Napoleón ya la ocupaba, y Peter suponía que Francis se les uniría pronto, aunque no sabía dónde estaba el joven en ese momento. Se sentó y observó con recelo su plato de fideos. Tenía dudas sobre su procedencia.
—Dime algo, Nappy —pidió—. ¿Qué habría comido un soldado del gran ejército napoleónico un día como éste?
Napoleón estaba atacando el plato con avidez, llevándose aquella bazofia a la boca como una máquina de émbolos. La pregunta de Peter lo hizo detener para plantearse la cuestión.
—Carne enlatada —respondió al cabo de un instante—, lo que, dadas las condiciones sanitarias de la época, era una comida bastante peligrosa. O cerdo salado. Pan, por supuesto. Ése era un ingrediente básico, lo mismo que el queso duro que podía llevarse en una mochila. Vino tinto, creo, o agua del pozo o río que hubiera cerca. Si hacían incursiones, algo frecuente entre los soldados, quizá cogerían un pollo o una oca de alguna granja vecina y lo asarían o hervirían.
—¿Y si pensaban entrar en combate? ¿Una comida especial, quizá?
—No. No es probable. Solían estar hambrientos y a menudo, como en Rusia, se morían de hambre. Aprovisionar al ejército era siempre un problema.
Peter sostuvo un trozo irreconocible de lo que le habían dicho era pollo y se preguntó si podría entrar en combate con este plato a modo de inspiración.
—Dime, Nappy, ¿crees que estás loco? —preguntó de repente.
El hombre hizo una pausa, y un tenedor cargado de fideos rezumantes se quedó a mitad de camino de su boca, donde permaneció mientras se planteaba la pregunta. Al cabo de un momento, dejó el tenedor en el plato.
—Supongo que sí, Peter —suspiró con tristeza—. Unos días más que otros.
—Háblame un poco de ello.
Napoleón sacudió la cabeza, y el resto de su entusiasmo habitual se desvaneció.
—Los medicamentos controlan bastante los delirios. Como hoy, por ejemplo. Sé que no soy el emperador. Simplemente sé mucho sobre el hombre que lo fue. Y sobre cómo dirigir un ejército. Y lo que pasó en 1812. Hoy sólo soy un historiador de tercera categoría. Pero mañana, no sé. Quizá fingiré tomarme la medicación que me den esta noche. Ya sabes, ponérmela bajo la lengua y escupirla después. Hay algunos trucos que casi todo el mundo aprende en el hospital. O puede que la dosis se quede un poco corta. Eso también pasa, porque las enfermeras tienen que distribuir muchas pastillas y a veces no prestan tanta atención como deberían a quién recibe qué. Y ya está: un delirio muy potente no necesita demasiado terreno para arraigar y florecer.
—¿Los echas de menos? —preguntó Peter tras pensar un momento.
—¿El qué?
—Los delirios. Cuando no los tienes. ¿Te hacen sentir especial cuando los tienes y corriente cuando desaparecen?
—Sí —sonrió Napoleón—. A veces. Pero a veces también duelen, y no sólo porque puedes ver lo terribles que son para quienes te rodean. La obsesión se vuelve tan grande que te abruma. Es como una goma elástica cada vez más tensa en tu interior. Sabes que al final se tiene que romper pero, cuando crees que lo hará y que todo tu interior se soltará, se estira un poco más. Deberías preguntarle a Pajarillo, creo que él lo entiende mejor.
—Lo haré.
En ese momento Peter vio que Francis avanzaba con cautela por el comedor para reunirse con ellos. Se movía de una forma muy parecida a la que él recordaba de sus días de patrulla en Vietnam, receloso del suelo que pisaba por si había bombas trampa. Francis daba bordadas entre las discusiones y los enfados que habían estallado a la derecha, y la rabia y la alucinación de la izquierda, esquivando los escollos de la senilidad o del retraso mental. Cuando llegó a la mesa, se dejó caer en una silla con un suave suspiro de satisfacción. Peter pensó que el comedor era una peligrosa travesía plagada de problemas.
Francis ojeó el revoltijo que se solidificaba con rapidez en su plato.
—No quieren que nos engordemos —bromeó.
—Alguien me comentó que rocían la comida con Thorazme —susurró Napoleón con aire de complicidad—. Así saben que nos pueden tener tranquilos y bajo control.
Francis miró a las dos mujeres que seguían gritándose por la gelatina.
—Pues no parece ir demasiado bien —comentó.
—Pajarillo —preguntó Peter, y señaló de modo discreto a las dos mujeres—, ¿por qué crees que están discutiendo?
Francis dudó y enderezó los hombros antes de contestar.
—¿Por la gelatina?
Peter sonrió pero negó con la cabeza.
—No, eso ya lo veo —dijo—. Pero ¿crees que vale la pena pegarse por un bol de gelatina de limón? ¿Por qué gelatina? ¿Por qué ahora?
Francis lo comprendió. Peter tenía una forma de incluir preguntas importantes en otras insignificantes, una cualidad que Francis admiraba porque mostraba la capacidad de pensar más allá de las paredes de Amherst.
—Es por tener algo, Peter —respondió despacio—. Es por poseer algo tangible en este sitio en que no tenemos casi nada. No es por la gelatina. Es por poseerla. No vale la pena pegarse por un bol de gelatina, pero sí por algo que te recuerda quién eres y lo que podrías ser, y el mundo que nos espera si podemos reunir suficientes cosas pequeñas que vuelvan a convertirnos en seres humanos.
Peter reflexionó sobre la respuesta de Francis, y los tres hombres vieron cómo las dos mujeres rompían a llorar.
Los ojos de Peter se fijaron en ellas, y Francis pensó que cada incidente como ése debía herirlo profundamente, porque ese sitio no era para él. Francis miró de reojo a Napoleón, que se encogió de hombros y volvió a concentrarse en la comida. Ese era su sitio, y también el suyo propio. Era donde todos debían estar, pero Peter no. Debía de asustarlo, pues cuanto más tiempo estuviera en el hospital, más cerca estaría de convertirse en uno de ellos. Francis oyó un murmullo de voces que asentían en su interior.
Gulptilil examinó con recelo la lista de nombres que Lucy puso encima de su mesa.
—Parece un número importante de pacientes, señorita Jones. ¿Podría preguntarle cuáles han sido sus criterios de selección? —dijo en un tono frío y nada afable que, dada su voz cantarina, sonaba un poco ridículo.
—Por supuesto. Como no encontré un factor psicológico determinante, como una enfermedad definida, tomé en consideración incidentes violentos contra mujeres. Estos setenta y cinco hombres han cometido diversas agresiones. Unos más que otros, claro, pero todos tienen un factor en común. —Lucy hablaba con la misma pomposidad que el director médico, una dote interpretativa que había afinado en la oficina del fiscal y que a menudo le servía en situaciones oficiales. Hay muy pocos burócratas a los que no intimide alguien capaz de hablar su propio idioma.
Gulptilil se volvió a fijar en la lista y examinó los nombres mientras Lucy se preguntaba si el médico podría asignar una cara y un expediente a cada uno de ellos. Actuaba como si fuera así, pero la fiscal dudaba de que le interesaran demasiado las intimidades de los pacientes. Pasado un instante, suspiró.
—Su afirmación puede aplicarse igualmente al detenido por el asesinato, claro —manifestó—. Aun así, señorita Jones, accederé a lo que pide. Pero debo indicarle que me parece una pérdida de tiempo.
—Es una forma de arrancar, doctor.
—Es también una forma de parar —replicó él—. Lo que, me temo, es lo que pasará en sus interrogatorios cuando quiera obtener información de estos hombres. Imagino que le resultarán frustrantes. —Sonrió, no de forma demasiado simpática, y añadió—: Bueno, supongo que tendrá que averiguarlo por sí misma. Supongo que querrá efectuar estos interrogatorios de inmediato. Hablaré con el señor Evans, y quizá con los hermanos Moses, que pueden empezar a llevar a los pacientes a su despacho. De este modo, por lo menos, podrá empezar a trabajar y comprender los obstáculos a que va a enfrentarse.
Lucy sabía que Gulptilil hablaba sobre los caprichos de la enfermedad mental, pero lo que dijo podía interpretarse de distintas formas. Le sonrió y asintió para mostrarle su conformidad.
Cuando volvió a Amherst, los Moses la estaban esperando en el pasillo junto al puesto de enfermería de la planta baja. Peter y Francis estaban con ellos, apoyados contra la pared como un par de adolescentes aburridos que pasan el rato en una esquina a la espera de problemas, aunque el modo en que los ojos de Peter escrutaban el pasillo para observar todos los movimientos y valorar a todos los pacientes que pasaban por allí contradecía su aspecto lánguido. No divisó a Evans, lo que podía ser positivo si se tenía en cuenta lo que iba a pedirles. Pero ésa fue la primera pregunta que hizo a los dos auxiliares.
—¿Dónde está Evans?
—En otro edificio —respondió Negro Grande—. En una reunión de personal de apoyo. Debería llegar en cualquier momento. El gran jefe llamó para decirnos que tenemos que empezar a llevar gente a su despacho. Tiene una lista.
—Exacto.
—Suponga que no tienen ganas de verla —comentó Negro Chico—. ¿Qué hacemos entonces?
—No les den esa opción. Pero si se ponen frenéticos, o empiezan a perder el control, puedo ir a verlos yo.
—¿Y si aun así no quieren hablar?
—No planteemos los problemas antes de tenerlos, ¿vale?
Negro Grande entornó los ojos pero no dijo nada, para Francis era obvio que la función del auxiliar consistía precisamente en eso, en plantearse los problemas antes de que surgieran.
—Lo intentaremos —dijo su hermano tras soltar un suspiro—. No le prometo cómo van a reaccionar. Nunca he hecho nada así. Quizá no haya ningún problema.
—Si se niegan ya pensaremos otra cosa —dijo Lucy—. Tengo una idea. Me gustaría saber si pueden ayudarme y guardar el secreto.
Los dos hermanos se miraron un instante. Negro Chico habló por los dos.
—Me huelo que nos va a pedir un favor que podría meternos en un lío.
—No demasiado grande, espero —repuso Lucy sonriendo.
Negro Chico sonrió de oreja a oreja, como si le hiciera gracia la respuesta de Lucy.
—La persona que lo pide siempre piensa que no es gran cosa. Pero adelante, señorita Jones, no decimos ni que sí ni que no. La escuchamos.
—En lugar de ir los dos a buscar a cada paciente para traerlo aquí, quiero que vaya sólo uno.
—Por lo general, seguridad aconseja que haya dos hombres en cada desplazamiento como éste. Uno a cada lado del paciente. Son las normas.
—Permitan que me explique —replicó ella a la vez que daba un paso hacia los hermanos, de modo que sólo el reducido grupo pudiera oírla, un gesto apropiado a la pequeña conspiración que Lucy tenía en mente—. No soy muy optimista sobre el resultado de estos interrogatorios, y voy a confiar en Francis más de lo que él imagina —explicó. Los demás miraron al joven, que se ruborizó, como si lo hubiera destacado en clase una profesora de la que estuviera medio enamorado—. Pero, como Peter indicó el otro día, nos faltan pruebas contundentes. Me gustaría intentar algo al respecto.
Los Moses la escuchaban con atención. También Peter se acercó, lo que estrechó más el grupo.
—Quiero que mientras hablo con estos pacientes, se registre a conciencia sus cosas —prosiguió Lucy—. ¿Han registrado alguna vez una cama y un arcón?
—Por supuesto —asintió Negro Chico—. De vez en cuando. Eso forma parte de este excelente trabajo.
Lucy lanzó una rápida mirada a Peter, que parecía deseoso de dar su opinión.
—Y me gustaría que Peter interviniera en esos registros —añadió—. Que estuviera al mando.
Los dos auxiliares se miraron y Negro Chico replicó:
—Peter no puede salir del edificio Amherst, señorita Jones. Me refiero a que sólo puede hacerlo en circunstancias especiales. Y es el doctor Gulptilil o el señor Evans quienes dicen cuáles son esas circunstancias especiales. Evans no le ha dejado cruzar estas puertas ni una sola vez.
—¿Se supone que hay riesgo de que se escape? —preguntó Lucy, un poco como si estuviera ante un juez en una solicitud de libertad bajo fianza.
—Evans lo puso en el expediente —respondió Negro Chico a la vez que sacudía la cabeza—. Es más bien un castigo porque tiene pendiente cargos graves. Peter está aquí por orden judicial para ser evaluado, y supongo que la prohibición de salir es normal en casos así.
—¿Hay alguna forma de saltarse eso?
—Hay formas de saltárselo todo si es lo bastante importante, señorita Jones.
Peter guardaba silencio. Francis vio de nuevo que se moría de ganas de hablar pero tenía la sensatez de mantener la boca cerrada. Los auxiliares no se habían negado aún a la petición de Lucy.
—¿Por qué cree que Peter tiene que hacer esto, señorita Jones? ¿Por qué no mi hermano o yo? —quiso saber Negro Chico.
—Por un par de razones —respondió Lucy—. Primero, como saben, Peter era un investigador muy bueno, y sabe cómo, dónde y qué buscar, y cómo tratar cualquier prueba. Y, como ha recibido formación en la obtención de pruebas forenses, espero que pueda detectar algo que quizá podría escapársele a usted o a su hermano…
Negro Chico apretó los labios, reconociendo tácitamente que aquello era cierto. Lucy lo tomó como un asentimiento y prosiguió.
—Y la otra razón es que no estoy segura de querer comprometerlos en todo esto. Imaginemos que encuentran algo en un registro. Estarán obligados a contárselo a Gulptilil, que técnicamente es el responsable máximo, y probablemente esa prueba se perderá o se estropeará. Si Peter encuentra algo, bueno, es otro loco del hospital. Puede dejarla, mencionármela y luego obtener una orden de registro legítima. Recuerden que al final tendrá que venir la policía a detener a alguien. Tengo que conservar cierta rectitud en la investigación, sea lo que eso signifique. ¿Me explico, señores?
Negro Grande soltó una carcajada, aunque no se había dicho nada gracioso, salvo el concepto de «rectitud en la investigación» en un hospital de chalados. Su hermano se rascó la cabeza.
—Por Dios, señorita Jones, me parece que nos va a meter en un buen lío antes de que todo esto termine.
Lucy se limitó a sonreír a los dos hermanos. Una sonrisa franca y acompañada de una mirada traviesa, que reflejaba la aceptación de una conspiración necesaria e inofensiva. Francis lo observó y, por primera vez en su vida, pensó lo difícil que era negar algo a una mujer bonita, lo que tal vez no fuera justo, pero aun así era cierto.
Los dos auxiliares se miraron. Luego, Negro Chico se encogió de hombros.
—¿Sabe qué, señorita Jones? —dijo—. Mi hermano y yo haremos lo que podamos. Que Evans y Tomapastillas no se enteren. —Hizo una breve pausa—. Peter, ven a hablar con nosotros en privado. Tengo una idea…
El Bombero asintió.
—¿Qué se supone que buscamos? —preguntó Negro Grande.
—Ropas o zapatos manchados de sangre —contestó Peter—. En algún sitio hay un cuchillo u otra clase de arma blanca. Sea lo que sea, tendrá que ser muy afilada porque sirvió para cercenar dedos. Y el juego de llaves que falta, porque para nuestro ángel las puertas cerradas no son un obstáculo. Y cualquier otra cosa que nos permita conocer más detalles sobre el crimen por el que el pobre Larguirucho está en la cárcel. Y cualquier cosa relacionada con los demás crímenes que investiga Lucy, como recortes de periódicos o una prenda femenina. No lo sé. Y desde luego lo más importante —aseguró.
—¿Qué? —preguntó Negro Grande.
—Cuatro falanges cortadas —contestó Peter con frialdad.
Oía las mismas voces que de joven, clamando de nuevo para que les prestara atención, y me preguntaban repetidamente: ¿Qué tenemos de malo, Francis? Estábamos ahí para ayudar.
Francis se sentía incómodo en el despacho de Lucy mientras intentaba evitar la mirada de Evans. La habitación estaba sumida en el silencio. Había un calor pegajoso y enfermizo, como si la calefacción se hubiera quedado en marcha a la vez que la temperatura exterior se disparaba. Lucy estaba atareada con un expediente, hojeando páginas con anotaciones y tomando de vez en cuando alguna nota en un bloc.
—El no debería estar aquí, señorita Jones. A pesar de la ayuda que crea que le puede brindar y a pesar de la autorización del doctor Gulptilil, creo que es muy inadecuado involucrar a un paciente en esta investigación. Sin duda, cualquier aportación que pueda hacer carece de la base que tendría la de un miembro del personal o la mía propia.
Evans logró sonar pomposo, lo que, en opinión de Francis, no era habitual en él. Por lo general, el señor del Mal tenía un tono sarcástico e irritante que subrayaba las diferencias entre ellos. Francis sospechaba que Evans solía adoptar ese tono clínico en las reuniones del personal. Desde luego, hacerse el importante no era lo mismo que serlo. Un coro de conformidad se agitó en su interior.
—Veamos cómo lo hace —se limitó a decir Lucy tras alzar los ojos—. Si crea algún problema, siempre estamos a tiempo de cambiar las cosas. —Y se centró de nuevo en el expediente.
—Y ¿dónde está el otro? —insistió Evans.
—¿Peter? —preguntó Francis.
—Le he encargado las tareas más aburridas y menos importantes —dijo Lucy levantando una vez más la cabeza—, siempre hay algo farragoso pero necesario que hacer. Dados sus antecedentes, creí que él era el más adecuado.
Eso pareció apaciguar a Evans, y Francis pensó que era una respuesta muy inteligente. Cuando fuera mayor, él también aprendería a decir cosas que no eran del todo ciertas sin estar mintiendo.
Hubo un silencio hasta que llamaron a la puerta y ésta se abrió. Negro Grande entró en el despacho acompañado de un hombre al que Francis reconoció del dormitorio de arriba.
—Este es el señor Griggs —anunció el auxiliar con una sonrisa—. De los primeros de la lista. —Con su manaza, dio un empujoncito al hombre y luego retrocedió hacia la pared para situarse allí con los brazos cruzados.
Griggs avanzó hasta el centro de la habitación y vaciló. Lucy le señaló una silla, desde donde Francis y el señor del Mal podrían observar sus reacciones a las preguntas. Era un individuo enjuto y musculoso de mediana edad, medio calvo y con el pecho hundido. Respiraba con un resuello asmático. Recorrió la habitación con mirada precavida, como una ardilla que levantara la cabeza ante un peligro lejano. Una ardilla con unos dientes irregulares y amarillentos, y un carácter inquieto. Tras dirigir a Lucy una penetrante mirada, extendió las piernas con expresión irritada.
—¿Por qué estoy aquí? —preguntó.
—Como sabrá —respondió Lucy—, en las últimas semanas se han suscitado algunas preguntas sobre la muerte de una enfermera en este edificio. Esperaba que usted pudiera arrojar algo de luz sobre ese incidente. —Su voz sonaba natural, pero Francis detectó en su actitud y en la forma en que miraba al paciente que algo la había llevado a seleccionar a ese hombre primero. Algo en su expediente le había dado que sospechar.
—Yo no sé nada —contestó el hombre, y se revolvió en el asiento agitando una mano en el aire—. ¿Puedo irme?
En el expediente, Lucy leyó palabras como «bipolar» y «depresión», «tendencias antisociales» y «gestión del enfado». Griggs tenía un popurrí de problemas. También había herido a una mujer con una navaja de afeitar en un bar tras invitarla a unas copas y haber sido rechazado cuando se le insinuó. También, había ofrecido resistencia cuando la policía lo detuvo y, a los pocos días de haber llegado al hospital, había amenazado a Rubita y otras enfermeras con vengarse espantosamente, cuando intentaban obligarlo a tomar la medicación por la noche, cambiaban el canal del televisor en la sala de estar o le impedían molestar a otros pacientes, lo que hacía casi a diario. Cada uno de estos incidentes estaba debidamente documentado. También había una anotación de que había informado a su abogado defensor de que unas voces indeterminadas le habían ordenado que atacara a la mujer en cuestión, afirmación que lo había conducido al Western en lugar de a la cárcel local. Una anotación adicional, con la letra de Gulptilil, cuestionaba la veracidad de tal afirmación. Era, en resumen, un hombre lleno de rabia y mentiras, lo que, según Lucy, lo convertía en un candidato excelente.
—Por supuesto —afirmó Lucy, sonriente—. Así que la noche del homicidio…
—Estaba durmiendo en el piso de arriba —gruñó Griggs—. En la cama. Colocado con la mierda esa que nos dan.
Lucy observó su bloc antes de levantar los ojos y fijarlos en el paciente.
—Esa noche no quiso la medicación. Hay una nota en su expediente.
Griggs abrió la boca para replicar pero se detuvo.
—Decir que no la tomarás no significa que no la tomes —explicó—. Sólo significa que algún tío como éste te obligará a tomarla. —Señaló a Negro Grande, y Francis tuvo la impresión de que hubiese usado otro epíteto si no lo asustara el corpulento auxiliar—. Así que lo hice. Unos minutos después, estaba en brazos de Morfeo.
—No le caía bien la enfermera en prácticas, ¿verdad?
—No me cae bien ninguna —sonrió Griggs—. Eso no es ningún secreto.
—¿Y porqué?
—Les gusta mandarnos. Ordenarnos hacer cosas. Como si no fuéramos nadie.
Griggs hablaba en plural, pero Francis creyó que sólo pensaba en sí mismo.
—Pelear con mujeres es más fácil, ¿no? —preguntó Lucy.
El paciente se encogió de hombros.
—¿Cree que podría pelear con él? —Señaló de nuevo a Negro Grande.
Lucy se inclinó hacia delante y prosiguió:
—No le caen bien las mujeres, ¿verdad?
Griggs respondió con voz grave.
—Usted no me cae demasiado bien.
—Le gusta lastimar a las mujeres, ¿no? —preguntó Lucy.
El hombre soltó una carcajada sibilante, pero no contestó.
Lucy, con voz monótona, cambió de dirección.
—¿Dónde estaba en noviembre de hace dos años?
—¿Cómo?
—Ya me ha oído.
—¿Y quiere que me acuerde?
—¿Es eso un problema para usted? Porque le aseguro que puedo averiguarlo.
Griggs se revolvió en la silla para ganar tiempo. Francis observó que se esforzaba en pensar, como si intentara ver algún peligro entre la niebla.
—Trabajaba en unas obras en Springfield —afirmó—. En la carretera. En la reparación de un puente. Un trabajo asqueroso.
—¿Ha estado alguna vez en Concord?
—¿Concord?
—Ya me ha oído.
—No, nunca. Cae al otro lado del Estado.
—Y su jefe en esas obras, cuando lo llame, no me dirá que tenía acceso al camión de la empresa, ¿verdad? ¿Ni que lo mandó a hacer recados a la zona de Boston?
Griggs parecía un poco confundido.
—No —negó tras un momento de duda—. Esos trabajos fáciles se los daban a otros. Yo trabajaba en los pilares.
Lucy cogió una fotografía de los anteriores crímenes. Francis vio que correspondía al cadáver de la segunda víctima. Se inclinó sobre la mesa y la puso delante de Griggs.
—¿Recuerda esto? —preguntó—. ¿Recuerda haberlo hecho?
—No. —La voz de Griggs perdía algo de su bravuconería—. ¿Quiénes?
—Dígamelo usted.
—Nunca la había visto.
—Yo creo que sí.
—No.
—En esas obras en las que trabajó existen registros de las actividades de los obreros. Así que me resultará fácil demostrar que estuvo en Concord. Pasa lo mismo con la anotación de que no recibió ningún medicamento la noche en que la enfermera fue asesinada aquí. Es sólo cuestión de papeleo. A ver, probemos de nuevo: ¿Hizo usted esto?
Griggs sacudió la cabeza.
—Si pudiera, lo haría, ¿cierto?
Negó otra vez.
—Me está mintiendo.
Griggs inspiró despacio, resollando, para llenarse los pulmones. Cuando habló, lo hizo con una rabia apenas contenida.
—Yo no hice eso a ninguna chica que haya visto nunca, y está equivocada si cree que lo hice.
—¿Qué hace a las mujeres que no le caen bien?
—Las rajo. —Esbozó una sonrisa maliciosa.
—¿Como a la enfermera en prácticas? —repuso Lucy.
Griggs negó otra vez con la cabeza. Echó un vistazo alrededor de la habitación, primero en dirección a Evans y después a Francis.
—No contestaré más preguntas —anunció—. Si quiere acusarme de algo, adelante, hágalo.
—De acuerdo —dijo Lucy—. Ya se puede ir. Pero quizá volvamos a hablar.
Griggs se levantó sin responder. Preparó algo de saliva y Francis creyó que iba a escupir a la fiscal. Negro Grande debió de pensar lo mismo, porque cuando Griggs dio un paso adelante, la mano del corpulento auxiliar le aferró el hombro como un torno de banco.
—Ya has terminado —le advirtió con calma—. No hagas nada que me enfade más de lo que ya estoy.
Griggs se zafó de la presa y se volvió. Francis vio que quería decir algo más pero, en cambio, empujó la silla para que chirriara contra el suelo y luego se marchó. Una pequeña muestra de desafío.
Lucy lo ignoró y empezó a anotar cosas en su bloc. Evans también escribía algo en una libreta.
—Bueno —le dijo Lucy—, no es que se haya descartado, ¿no cree? ¿Qué está escribiendo?
Francis guardó silencio cuando Evans alzó los ojos con una expresión algo ufana.
—¿Qué estoy escribiendo? Pues, para empezar, una nota para recordarme que debo ajustar la medicación de Griggs. Parecía muy agitado con sus preguntas, y diría que es probable que se muestre agresivo, quizá con los pacientes más vulnerables. Una anciana, por ejemplo. O acaso alguien del personal. Eso también es posible. Le aumentaré la dosis para impedir que esa cólera se manifieste.
—¿Qué va a hacer?
—Voy a tranquilizarlo una semana. Puede que más. —El señor del Mal vaciló y, a continuación, añadió sin abandonar el tono petulante—: ¿Sabe qué? Podría haberle ahorrado algo de tiempo. Tiene razón en que Griggs rehusó la medicación la noche del homicidio, pero su negativa conllevó que más tarde se le administrara una inyección intravenosa. ¿Ve la segunda anotación en la hoja? Yo estuve presente y supervisé el procedimiento. Así que es verdad que estaba durmiendo cuando se produjo el asesinato. Estaba sedado. —Evans hizo una pausa—. ¿Quizás haya otros casos en que yo pueda ayudarla de antemano?
Lucy levantó la mirada, frustrada. A Francis le pareció que no sólo detestaba perder el tiempo, sino también manejar la situación. Pensó que le resultaba difícil porque nunca había estado en un sitio así. Y se percató de que muy poca gente normal había estado nunca en un lugar como aquél.
Se mordió el labio inferior para no hablar. Le hervía la cabeza, llena de imágenes del reciente interrogatorio. Hasta sus voces interiores guardaban silencio porque, mientras escuchaba al interrogado, Francis había visto cosas. No alucinaciones o delirios, sino cosas sobre aquel hombre. Había visto picos de furia y de odio, y un placer desdeñoso en sus ojos al contemplar la imagen de la muerte. Había visto a un hombre capaz de mucha depravación. Pero, al mismo tiempo, había visto a un hombre de una terrible debilidad. Un hombre que siempre querría pero rara vez haría. No era el hombre que buscaban porque la rabia de Griggs había sido demasiado explícita. Y Francis sabía que el ángel era muy poco explícito.
En el mismo momento del interrogatorio, Peter y Negro Chico estaban efectuando el registro de las cosas de Griggs. Peter había cambiado su atuendo habitual, incluso la gorra de los Red Sox, por el uniforme blanco de un auxiliar del hospital. Había sido idea de Negro Chico. Era, de algún modo, un camuflaje perfecto en el hospital; habría sido necesario mirar dos veces para ver que quien lo llevaba no era un auxiliar sino Peter. En un mundo lleno de alucinaciones y delirios, generaría dudas. Esperaba que le proporcionara la cobertura suficiente para hacer lo que Lucy le había asignado, aunque sabía que si lo veía Tomapastillas, el señor del Mal o cualquiera de los otros que lo conocían bien, lo encerrarían de inmediato en una celda de aislamiento y que Negro Chico sería reprendido severamente. Eso no había preocupado al enjuto auxiliar, cuyo comentario «Circunstancias especiales exigen soluciones especiales» fue más ingenioso de lo que Peter le habría creído capaz. Negro Chico también había indicado que era enlace sindical y que su hermano era el secretario del sindicato, lo que les daría cierta protección si les pillaban.
El registro fue del todo infructuoso.
No había tardado mucho en revolver los objetos personales del paciente, guardados en una maleta bajo la cama. Tampoco le había costado examinar la cama en busca de algo que relacionara a Griggs con el crimen. También se había movido con rapidez por la zona adyacente en busca de cualquier sitio donde pudiera esconderse algo como un cuchillo. Era fácil ser eficiente; no había demasiados sitios donde poder ocultar algo.
Se incorporó y sacudió la cabeza. Negro Chico le indicó con un gesto que deberían volver al lugar donde habían acordado reunirse con su hermano.
Peter asintió y lanzó una mirada en derredor del dormitorio. Como siempre, había algunos hombres tumbados en la cama mirando el techo, absortos en sus inextricables ensoñaciones. Un anciano se balanceaba atrás y adelante, llorando. Otro parecía haber oído un chiste porque, rodeándose el cuerpo con los brazos, reía incontroladamente. El retrasado que había visto antes en los pasillos estaba en el rincón opuesto del dormitorio, sentado cabizbajo en el borde de la cama, con los ojos fijos en el suelo. Los alzó un momento y se volvió. Peter no supo si se había percatado de que estaban registrando una zona del dormitorio. No había forma de descifrar lo que aquel retrasado entendía. Era posible, claro, que no prestara atención a sus actos, sumido en su casi total impasibilidad. Pero también cabía que en el fondo, a pesar de lo embotado que lo dejaban los fármacos psicotrópicos, hubiera establecido la conexión entre el paciente que habían llevado para interrogar y el posterior registro de la zona. No sabía si el rumor se extendería, pero temía que si el asesino llegaba a saberlo, su tarea sería mucho más difícil. Que los pacientes supieran que se estaban efectuando registros, causaría algún impacto. No estaba seguro de cuánto. No hizo una observación crucial: si el ángel se enteraba, podría querer hacer algo al respecto.
Observó de nuevo el grupo variopinto de hombres de la habitación y de nuevo se preguntó si pronto correría la voz por el hospital.
—Venga, Peter —le urgió Negro Chico—. Vámonos.
Asintió y se marcharon deprisa del dormitorio.