Si Lucy se sorprendió por la revelación de Peter, no lo mostró de inmediato.
—¿A qué te refieres exactamente? —preguntó.
—Sospecho que el ángel ya sabe que estás aquí y también por qué. Creo que en el hospital no hay tantos secretos como a uno le gustaría. Mejor dicho, existe una definición distinta de «secreto». Así que imagino que sabe que estás aquí para desenmascararlo, a pesar de las promesas de confidencialidad de Gulptilil y Evans. ¿Cuánto tiempo crees que duraron esas promesas? ¿Un día? ¿Acaso dos? Apostaría que casi todo el mundo que puede saberlo, lo sabe. Y sospecho que nuestro amigo el ángel sabe también que Pajarillo y yo te estamos ayudando.
—¿Y cómo has llegado a esta conclusión? —quiso saber Lucy. Su voz contenía un matiz de recelo mordaz que Peter pareció ignorar.
—Bueno, es una suposición, claro —respondió Peter—. Pero una cosa lleva a la otra…
—¿Cuál es la primera cosa?
Peter le contó brevemente lo que había visto en la ventanita de la puerta del dormitorio la noche anterior. Mientras se lo describía, la observaba con atención, como valorando su reacción.
—Por lo tanto —terminó—, si está informado sobre nosotros, también lo está sobre ti. Vete a saber, pero… Bueno, ahí lo tienes. —Se encogió de hombros, pero sus ojos expresaban una convicción que contradecía su lenguaje corporal.
—¿A qué hora de la noche ocurrió? —preguntó Lucy.
—Tarde. Pasada la medianoche. —Peter observó su vacilación—. ¿Quieres comentarnos algún detalle?
—Creo que yo también tuve una visita ayer por la noche —admitió Lucy después de vacilar otra vez.
—¿Y eso? —soltó Peter, de repente alarmado.
Lucy inspiró y describió cómo había encontrado abierta la puerta de su habitación, y después cerrada con llave. Aunque no sabía quién, o por qué, seguía convencida de que el intruso se había llevado algo, a pesar de que había repasado sus pertenencias y no había encontrado que faltara nada.
—Quizá deberías volverlo a comprobar —dijo Peter—. Algo obvio sería una prenda de vestir. Algo más sutil sería algún pelo de tu cepillo —aventuró tras reflexionar un instante—. O quizá se pasó tu lápiz de labios por el pecho. O se puso un poco de perfume en el dorso de la mano. Algo así.
Esta sugerencia pareció desconcertar un poco a Lucy, que se revolvió en el asiento como si ardiera, pero antes de que respondiera Francis meneó la cabeza.
—¿Qué pasa, Pajarillo? —preguntó Peter.
—No creo que sea eso, Peter —dijo Francis, que tartamudeó un poco al hablar—. No le hace falta llevarse nada. Ni ropa, ni un cepillo, ni un pelo, ni perfume, ni nada de lo que Lucy ha traído, porque ya se ha llevado algo mucho más grande e importante. Lo que pasa es que ella todavía no lo ha visto. Quizá porque no quiere verlo.
—¿Y qué sería eso, Francis? —preguntó Peter sonriente. Su voz era un poco grave, pero denotaba un regocijo extraño.
La voz de Francis tembló un poco al contestar:
—Se llevó su intimidad.
Los tres guardaron silencio mientras asimilaban esas palabras.
—Y otra cosa más —añadió Francis.
—¿Qué? —quiso saber Lucy. Se había ruborizado un poco y tamborileaba la mesa con un lápiz.
—Quizá también su seguridad.
El peso del silencio aumentó en la pequeña habitación. Francis se sentía como si hubiera rebasado algún límite. Peter y Lucy eran profesionales de la investigación y él no, de modo que le sorprendió haber tenido la osadía de decir algo tan inquietante. Una de sus voces le gritó en su interior: ¡Cállate! ¡Cierra el pico! ¡No te ofrezcas! ¡Mantente en segundo plano! ¡Mantente a salvo! No supo si hacerle caso o no. Pasado un momento, sacudió la cabeza.
—Puede que esté equivocado —admitió—. Se me ocurrió de repente y no lo pensé demasiado…
Lucy levantó una mano para interrumpirlo.
—Creo que es una observación de lo más pertinente, Pajarillo, —dijo con el tono ligeramente académico que adoptaba a veces—. Y la tendré en cuenta. Pero ¿y la segunda visita de la noche para espiaros a ti y a Peter? ¿Qué piensas al respecto?
Francis lanzó una rápida mirada a Peter, que asintió y le dijo:
—Podría vernos en cualquier momento, Francis. En la sala de estar, durante una comida o incluso en una sesión en grupo. Demonios, pero si siempre estamos por los pasillos. Podría echarnos un buen vistazo entonces. De hecho, puede que ya lo haya hecho. Así pues, ¿por qué iba a arriesgarse a salir de noche?
—Tienes razón en eso —respondió Francis—. Pero observarnos por el día no significa lo mismo para él.
—¿Y eso?
—Porque de día es un paciente más.
—¿Sí? Claro. Pero…
—Pero de noche puede ser él mismo.
Peter fue el primero en hablar, y su voz denotaba una especie de admiración.
—Bueno —dijo con una sonrisa—, es lo que sospechaba: Pajarillo ve las cosas.
Francis se encogió de hombros y sonrió ante el halago. Y, en algún lugar recóndito de su ser, se percató de que muy pocas veces lo habían halagado en sus veintiún años de vida. Críticas, quejas y menciones de su clamorosa ineptitud era lo que había conocido de forma bastante regular hasta entonces. Peter le dio un golpecito afectuoso en el brazo.
—Serás un policía espléndido, Francis —aseguró—. Con una pinta un poco extraña, quizá, pero excelente de todos modos. Tendremos que darte un poco más de acento irlandés, una tripa más prominente, unas mejillas coloradas, una porra que balancear y una inclinación por los dónuts. No, una adicción a los dónuts. Pero tarde o temprano lo conseguiremos. —Se volvió hacia Lucy y añadió—: Esto me da una idea.
Ella también sonreía, sin duda porque, como pensó Francis, le resultaba divertido el retrato absurdo de alguien tan frágil como él convertido en un fornido policía.
—Una idea estaría bien, Peter —respondió la fiscal—. Una idea sería excelente.
Peter guardó silencio, pero movió un instante la mano, como un director de orquesta o un matemático garabateando una fórmula en el aire al carecer de una pizarra. Tomó una silla y la giró para sentarse del revés, lo que confirió a su postura cierta urgencia.
—No tenemos pruebas físicas, ¿cierto? Y no contamos con ayuda, sobre todo de la policía local que analizó la escena del crimen, investigó el asesinato y detuvo a Larguirucho, ¿cierto?
—Cierto —corroboró Lucy.
—Y no creemos que Tomapastillas y el señor del Mal vayan a ayudar demasiado, ¿cierto?
—Cierto. Sólo están tratando de decidir qué planteamiento les crearía menos problemas.
—No es difícil imaginárselos a los dos en el despacho de Tomapastillas, mientras la señorita Deliciosa toma notas, ideando lo mínimo que pueden hacer para guardarse las espaldas. Así que, de hecho, no tenemos demasiado a nuestro favor en este momento. En concreto, sólo un punto de partida evidente. —Peter rebosaba ideas. Francis podía verlo—. ¿Qué es una investigación? —preguntó retóricamente mirando a Lucy—. Hechos. Tomar esta prueba y añadirla a ésa. Formar una imagen del crimen como si fuese un puzzle. Todos los detalles de un crimen, desde el comienzo hasta la conclusión, han de encajar en un marco racional para proporcionar una respuesta. ¿No es eso lo que te enseñaron en la oficina del fiscal? ¿De modo que la acumulación de elementos demostrables elimina a todo el mundo salvo al sospechoso? Ésas son las pautas, ¿no?
—Ambos lo sabemos. Pero ¿qué quieres sugerir?
—Que el ángel también lo sabe.
—Vale. Sí. Quizás. ¿Y?
—Lo que tenemos que hacer es ponerlo todo patas arriba.
Lucy pareció desconcertada. Pero Francis comprendió a qué se refería Peter.
—Lo que está diciendo es que no deberíamos seguir ninguna pauta —explicó.
—Estamos aquí —asintió Peter—, en este sitio de locos, ¿y sabes qué será imposible, Lucy?
La fiscal no respondió.
—Pues intentar imponerle la racionabilidad y la organización del mundo exterior. Este sitio es demencial, así que tenemos que hacer una investigación acorde con este mundo. Adaptarla al lugar donde estamos.
—¿Te refieres a usar el entorno de alguna forma que se me escapa?
—Sí —asintió Peter—. No deberíamos actuar de una forma previsible —miró a Francis—, sino conforme al mundo en que estamos. En un sitio demencial, tenemos que efectuar una investigación demencial. Desenvolvernos con toda la locura que este sitio exige. Donde fueres, haz lo que vieres.
—¿Y cuál sería el primer paso? —preguntó Lucy. Parecía dispuesta a escuchar pero no a acceder de inmediato.
—Los interrogatorios. Empiezas muy bien, de modo oficial y ciñéndote a las pautas. Y, después, aumentas la presión. Acusas a los interrogados de forma irracional. Tergiversas sus palabras. Les devuelves la paranoia. Actúa del modo más terrible, irresponsable e indignante que puedas. Desconcierta a todo el mundo. Eso causará desconcierto. Y cuanto más perturbemos el discurrir cotidiano del hospital, menos seguro se sentirá el ángel.
—Es un plan —asintió Lucy—. Puede que no demasiado estructurado, pero es un plan. Aunque no creo que Gulptilil lo acepte.
—Al cuerno —soltó Peter—. Por supuesto que no lo hará. Y tampoco el señor del Mal. Pero no dejes que eso sea un obstáculo.
Lucy reflexionó un momento.
—¿Por qué no? —Sonrió y se volvió hacia Francis—. No dejarán que Peter esté presente en los interrogatorios, su pasado pesa demasiado. Pero tu caso es diferente, Francis. Creo que deberías asistir. Estaréis tú y Evans o el director médico, porque éste quiere que haya alguien; son las normas que estableció. Creemos bastante humo y quizá veamos algo de fuego.
Por supuesto, ellos no veían lo que Francis, es decir, los peligros de este método. Pero guardó silencio, acallado por sus voces interiores, que estaban nerviosas y recelosas, de modo que se limitó a agachar la cabeza ante el rumbo fijado.
A veces, durante la primavera, desde que me dieron de alta del Western y tras instalarme en mi ciudad, cuando iba a la escalera para peces para contar los salmones que regresaban para el Wildlife Service, detectaba las sombras plateadas y relucientes de los peces y me preguntaba si sabían que el hecho de volver al lugar donde habían nacido para renovar el ciclo de la naturaleza les iba a costar la vida. Con la libreta en la mano, contaba los peces y solía combatir el impulso de advertirles de algún modo. Me preguntaba si tendrían alguna pulsión profunda, genética, que les informara de que volver a casa los mataría, o si todo era un engaño que aceptaban con gusto ya que el deseo de aparearse era tan fuerte que ocultaba la inevitabilidad de la muerte. ¿O eran como soldados, a los que se daba una orden imposible y evidentemente mortal, y decidían que el sacrificio era más importante que la vida?
A veces la mano me temblaba cuando hacía las anotaciones en la hoja de cómputo, tanta muerte latente pasaba frente a mí. En ocasiones lo entendemos todo mal. Así, algo que parece peligroso, como el inmenso océano, es en realidad seguro. Lo que es conocido, como el hogar, es de hecho más amenazador.
La luz parecía desvanecerse a mi alrededor, y me alejé de la pared para dirigirme a la ventana del salón. Noté que la habitación se llenaba de recuerdos. Soplaba una brisa vespertina, una suave ráfaga de calidez. Pensé que la oscuridad nos definía a todos. Cualquiera puede representar cualquier cosa a la luz del día. Pero sólo por la noche, después de que el mundo se ha oscurecido, aparece nuestro yo real.
Ya no sabía si estaba o no agotado. Levanté los ojos y examiné la habitación. Era interesante verme solo y saber que no duraría. Tarde o temprano me invadirían. Y el ángel volvería. Sacudí la cabeza.
De pronto, recordé que Lucy había preparado una lista de casi setenta y cinco nombres. Eran los hombres a los que ella quería ver.
Lucy preparó una lista con unos setenta y cinco pacientes de todo el hospital que parecían poseer el potencial para asesinar. Eran hombres que habían mostrado hostilidad hacia las mujeres, ya fuera mediante golpes durante riñas domésticas, lenguaje amenazador o conducta obsesiva, que habían concentrado en una vecina o una familiar a la que culpaban de su locura. Ella aún creía que los asesinatos habían sido, en el fondo, delitos sexuales. La justicia penal consideraba que los delitos sexuales eran primero actos violentos y después catarsis sexual.
Además, ella había sido una víctima y en decenas de salas de justicia había visto en el banquillo de los acusados a hombres que le recordaban en mayor o menor medida al que la había agredido. Su índice de condenas era ejemplar y, a pesar de los obstáculos que encontraba en el hospital Western, esperaba volver a triunfar. La confianza era su principal baza.
Mientras cruzaba los terrenos del hospital hacia el edificio de administración, empezó a dibujar mentalmente un retrato del hombre que estaba buscando. Detalles, como la fuerza física necesaria para dominar a Rubita, la juventud suficiente para ser presa de un arrebato homicida, la edad adecuada para no cometer errores precipitados. Estaba convencida de que su hombre poseía los conocimientos prácticos así como la inteligencia innata que hacen que ciertos criminales sean difíciles de acorralar. Todos los elementos de esos crímenes se le arremolinaban en la cabeza, y se decía que cuando se encontrara frente a frente con el culpable, lo reconocería de inmediato.
La razón de su optimismo era la creencia de que el ángel deseaba ser conocido. Imaginaba que sería engreído y arrogante, y que querría vencerla en este duelo intelectual dentro de aquel hospital psiquiátrico.
Lo sabía de una forma más profunda que Peter o Francis, o de lo que nadie era consciente en el Western. Unas cuantas semanas después del segundo homicidio, su oficina había conseguido las dos falanges seccionadas del modo más normal: a través del correo. El autor las había colocado en una bolsa de plástico, que había metido en un sobre acolchado marrón, del tipo que se vendía en casi todas las tiendas de material de oficina de Nueva Inglaterra. La dirección del destinatario estaba mecanografiada en una etiqueta: JEFA DE LA UNIDAD DE DELITOS SEXUALES.
Se adjuntaba un folio con una pregunta también mecanografiada: «¿Los buscabais?». Nada más.
Lucy entregó los macabros souvenirs al equipo forense. No se tardó en confirmar que pertenecían a la segunda víctima y que se los habían extirpado postmortem. La escritura de la nota y la etiqueta correspondía a una máquina de escribir eléctrica Sears modelo 1132 de 1975. El matasellos del paquete correspondía a la oficina principal de Boston Sur. Lucy y dos investigadores más de su oficina habían localizado todas las máquinas de escribir de ese modelo vendidas en Massachusetts, New Hampshire, Rhode Island y Vermont durante los seis meses anteriores al asesinato. También habían interrogado a todos los empleados de la oficina de correos para comprobar si alguno recordaba haber manejado ese paquete en concreto. Ninguna de las dos líneas de investigación había arrojado una pista razonable.
Los empleados de correos no habían ayudado nada. Si una máquina de escribir se había comprado con un cheque o con una tarjeta de crédito, Sears tenía constancia. Pero se trataba de un modelo barato, y más de una cuarta parte de las máquinas similares que se vendieron en ese lapso de tiempo se pagaron en efectivo. Además, los investigadores averiguaron que casi todos los más de cincuenta puntos de venta de Nueva Inglaterra tenían expuesto un modelo 1132 nuevo que podía probarse. Habría sido relativamente sencillo ir un concurrido domingo por la tarde, poner una hoja de papel en el rodillo y escribir lo que se quisiera sin llamar la atención, ni siquiera de un vendedor.
Lucy había esperado que el remitente de las falanges lo volvería a hacer con las correspondientes a la primera o la tercera víctima, pero no fue así.
Era, en su opinión, la peor forma de provocación: el mensaje no estaba en las palabras, ni siquiera en los apéndices mutilados, sino en una entrega cuyo rastro no podía seguirse.
También había la inquietante referencia a la bibliografía sobre Jack el Destripador, que había extirpado un trozo de riñón a una víctima, una prostituta llamada Catharine Eddowes, alias Kate Kelly, y lo había enviado a la Policía Metropolitana en 1888 con una burlona nota, rubricada. Que su presa conociera este caso tan famoso la ponía nerviosa. Era muy revelador, pero también la afectaba. No le gustaba estar buscando a alguien con nociones de la historia, porque eso implicaba cierta inteligencia. La mayoría de los criminales que había enviado a la cárcel destacaban por su estupidez absoluta. En la sección de delitos sexuales era un dato bastante conocido que las fuerzas que impulsaban a un hombre a ese acto concreto también harían que fuera descuidado y olvidadizo. Los que atacaban con determinada planificación y previsión eran más difíciles de descubrir.
De modo extraño, pensaba que estos homicidios eran imposibles de caracterizar. Francis había acertado cuando Peter le había pedido que los relacionara entre sí. Pero Lucy no podía evitar la sensación de que había algo más que el pelo y el físico de las víctimas y la singular crueldad del asesino.
Avanzaba por uno de los senderos entre los edificios hospitalarios pensando en el hombre que Peter y Francis llamaban el ángel. No se fijó en el buen día que hacía a su alrededor, en los rayos de sol que iluminaban los nuevos brotes de las ramas de los árboles y calentaban el mundo con el augurio de un tiempo mejor. Lucy Jones tenía la clase de mente a la que le gustaba clasificar y compartimentar, que disfrutaba de la búsqueda rigurosa del detalle, y en ese momento excluía la temperatura, el sol y los nuevos brotes, ocupada en el repaso mental de los obstáculos a que se enfrentaba. La lógica y una aplicación metódica de las normas, las regulaciones y las leyes la habían sostenido a lo largo de su vida adulta. Lo que Peter había sugerido la asustaba, aunque había tenido cuidado de no demostrarlo. En su interior, reconocía que tenía cierto sentido, porque no se le ocurría otro modo de proceder. Creía que era un plan que reflejaba la agudeza de Peter y que no seguía ningún método racional.
Pero Lucy, que se consideraba una jugadora de ajedrez, creía que era el mejor gambito inicial que podía imaginar. Se recordó que debía mantenerse fría, ya que imaginaba que así podría controlar la situación.
Mientras caminaba cabizbaja, sumida en sus pensamientos, le pareció oír de repente su nombre.
—Luuuuuuucccyyyy. —Fue un gemido largo que le llegó con la suave brisa primaveral y reverberó entre los árboles que salpicaban los terrenos del hospital.
Se detuvo en seco y se volvió. Nadie. Miró a derecha e izquierda, a la escucha, pero el sonido había desaparecido.
Pensó que se había confundido. El gemido podría haber correspondido a muchos otros sonidos. La tensión la había puesto nerviosa y había oído mal lo que era un grito de dolor o angustia, igual a los centenares que el viento transportaba por el hospital todos los días.
Y a continuación pensó que se estaba mintiendo a sí misma.
Había oído su nombre.
Alzó los ojos hacia las ventanas del edificio más cercano. Vio las caras de algunos pacientes ociosos que miraban en su dirección. Se giró despacio hacia otras unidades. Amherst quedaba lejos. Williams, Princeton y Yale estaban más cerca. Examinó los edificios de ladrillo en busca de algún indicio revelador. Pero todos permanecieron silenciosos, como si la observación de Lucy hubiera cerrado la llave de la ansiedad y la alucinación que tan a menudo definían los sonidos que se oían en ellos.
Se quedó inmóvil. Pasado un momento, oyó un torrente de obscenidades en un edificio. Lo siguieron voces enfadadas y chillidos. Eso era lo que esperaba oír y, con cada sonido, se dijo que antes había oído algo inexistente, lo que, según se percató con ironía, la equipararía con la mayoría de los pacientes del hospital. Así pues, reanudó su camino, dando la espalda a las ventanas y a todos los ojos que podían estar observándola o contemplando absortos el bonito cielo azul. Era imposible saber cuál de las dos cosas.