A mediodía me sentía exhausto. Demasiada falta de sueño. Demasiados pensamientos electrizantes recorriendo mi imaginación. Estaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas haciendo una breve pausa para fumarme un cigarrillo. Creía que los rayos de luz que penetraban por las ventanas, cargados de la ración diurna del calor opresivo del valle, habían echado al ángel. Como una creación de un novelista gótico, era un personaje de la noche. Todos los sonidos del día, los del comercio, los de la gente que se desplazaba por la ciudad, el ruido de un camión o un autobús, la sirena distante de un coche patrulla, el golpe sordo del paquete de periódicos que el repartidor dejaba caer a la acera, los escolares que hablaban en voz alta al pasar por la calle, conspiraban entre sí para ahuyentarlo. Los dos sabíamos que yo era más vulnerable durante las silenciosas horas nocturnas. La noche genera duda. La oscuridad siembra temores. Esperaba que volviera en cuanto se pusiera el sol. Todavía no se ha inventado la pastilla que pueda aliviar los síntomas de la soledad y el aislamiento que produce el final del día. Pero, mientras tanto, estaba a salvo, o por lo menos todo lo a salvo que podía esperar. Daba igual la cantidad de cerrojos que tuviera en la puerta, no impedirían la entrada a mis peores miedos. Esta observación me hizo reír.
Revisé el texto que había fluido de mi lápiz y pensé que me había tomado demasiadas libertades. Peter el Bombero me había llevado aparte poco después del desayuno y me había susurrado:
—Vi a alguien. En la ventanita de observación de la puerta. Miraba como si nos buscara a uno de los dos. No podía dormir y tuve la sensación de que alguien me observaba. Cuando alcé los ojos, lo vi.
—¿Lo reconociste? —pregunté.
—Imposible. —Peter meneó la cabeza despacio—. Sólo estuvo ahí un segundo. Cuando me levanté de la cama ya se había ido. Me acerqué a la ventanita y miré fuera, pero no vi a nadie.
—¿Y la enfermera de guardia?
—Tampoco la vi.
—¿Dónde estaba?
—No lo sé. ¿En el lavabo? ¿Dando un paseo? ¿Quizás arriba, hablando con la enfermera de esa planta? ¿Dormida en una silla?
—¿Tú qué crees? —pregunté, y el nerviosismo asomó a mi voz.
—Me gustaría pensar que fue una alucinación. Aquí tenemos muchas.
—¿Lo fue?
—Qué va —sonrió Peter el Bombero, y negó con la cabeza.
—¿Quién crees que era?
—Sabes muy bien quién creo que era, Pajarillo —sonrió, pero sin humor ya que no se trataba de ninguna broma.
Esperé un instante, inspiré hondo y sofoqué todos los ecos en mi interior.
—¿Por qué crees que fue a la puerta?
—Quería vernos.
Eso era lo que recordaba con claridad. Recordaba dónde estábamos, cómo íbamos vestidos. Peter llevaba la gorra de los Red Sox. Recordaba lo que comimos esa mañana: crepas que sabían a cartón anegadas de un espeso jarabe dulce que tenía más relación con algún mejunje químico, obra de un científico, que con un arce de Nueva Inglaterra. Aplasté el cigarrillo contra el suelo desnudo del piso y le di vueltas a mis recuerdos en lugar de tomar la comida que, sin duda, necesitaba. Eso fue lo que me dijo. Yo había imaginado todo lo demás. No estaba seguro al cien por cien de que la noche anterior él estuviera atrapado en las redes del insomnio debido a lo que había hecho tantos meses atrás. No me contó que eso fuera lo que lo mantenía despierto en la cama, de modo que, cuando tuvo la sensación de ser observado, estaba alerta. Ni siquiera sé si lo pensé entonces. Pero ahora, años después, supongo que tuvo que haber sido eso. Tenía sentido, por supuesto, porque Peter estaba atrapado en el espinoso territorio de la memoria. Y, poco después, todas estas cosas se combinaron, de modo que, para contar su historia, la de Lucy y también la mía, tengo que tomarme algunas libertades. La verdad es escurridiza, y no estoy a gusto con ella. Ningún loco lo está. Así que, Aunque lo escriba bien, quizás esté mal. Quizás esté exagerado. Quizá no pasó exactamente como yo lo recuerdo, o quizá tenga la memoria tan forzada y torturada debido a tantos años de fármacos que la verdad me elude siempre.
Creo que sólo los poetas idealizan que la demencia es de algún modo liberadora; es justo lo contrario. Ninguna de mis voces internas, ningún miedo, ningún delirio, ninguna compulsión, nada de lo que sirvió para crear al personaje triste que me desterró de la casa donde crecí y me mandó atado al Hospital Estatal Western, tenía nada en común con la libertad o la liberación, ni siquiera con ser único de una forma positiva. En lugar de eso, todas esas fuerzas eran como normas y regulaciones, exigencias y restricciones escritas en algún letrero que ocupaba un lugar muy destacado en mi mente. Supongo que estar loco es un poco como estar encarcelado. El hospital era el sitio donde nos tenían mientras nos dedicábamos a consolidar nuestra propia clase de detención interna.
Eso no era tan cierto para Peter, porque él nunca estuvo tan loco como el resto de nosotros.
Tampoco lo era para el ángel.
Y, de un modo curioso, Lucy era el puente entre ambos.
Todavía estábamos junto al comedor esperando que apareciera Lucy. Peter parecía muy concentrado, reviviendo lo que había visto y experimentado la noche anterior. Lo observé mientras parecía tomar cada trozo de esos instantes, ponerlo a contraluz y girarlo despacio, como haría un arqueólogo con una reliquia tras soplarla para quitarle el polvo del tiempo. Peter actuaba de forma muy parecida con las observaciones; parecía creer que si ponía mentalmente lo que fuera en el ángulo adecuado y lo sujetaba contra un foco de luz, lo vería como era en realidad. Y, en aquel momento, estaba enfrascado en ese proceso, con la cara tensa y los ojos fijos sin ver lo que tenía delante, sino otra cosa. Supongo que, en otro paciente, habría sido la mirada que precedía a una alucinación o un delirio. Pero, en el caso de Peter, era el análisis de un detalle.
Mientras lo observaba, se volvió hacia mí.
—Ahora sabemos algo: el ángel no está en nuestro dormitorio. Podría estar arriba, en el otro. Podría venir de otro edificio, aunque aún no he descubierto cómo. Pero de momento, podemos excluir a nuestros compañeros de habitación. Y sabemos algo más: ha averiguado de algún modo que estamos metidos en esto, pero no nos conoce, no lo suficiente, y por eso observa.
Eché un vistazo a ambos lados del pasillo. Había un cato apoyado contra una pared, con la mirada puesta en el techo. Podría haber estado escuchando a Peter, o a alguna voz oculta en su interior. Imposible saberlo. Un anciano senil que llevaba los pantalones del pijama pasó junto a nosotros con la baba colgándole en una mandíbula sin afeitar, farfullando y tambaleándose, como si no comprendiera que su dificultad para andar se debía a los pantalones a la altura de los tobillos. El retrasado que nos había amenazado el otro día pasó tras el anciano, con los ojos llenos de miedo, desaparecida toda su rabia y agresividad anterior. Supuse que le habían cambiado la medicación.
—¿Cómo podemos saber quién está observándonos? —pregunté. Giré la cabeza a derecha e izquierda y un escalofrío me recorrió el cuerpo al pensar que cualquiera de aquellos hombres que me miraban como absortos podría estar, de hecho, evaluándome, formándose un juicio sobre mí.
—Bueno —respondió Peter encogiéndose de hombros—, ésa es la cuestión. Nosotros investigamos y el ángel observa. Mantente alerta. Algo surgirá.
Vi que Lucy Jones entraba en Amherst. Se detuvo para hablar con una enfermera, y Negro Grande se acercó a ella. Lucy le entregó un par de expedientes de una caja llena a rebosar que dejó en el suelo. Peter y yo dimos un paso hacia ella, pero Noticiero, que nos vio, nos cerró el paso. Llevaba las gafas un poco ladeadas y una mata de pelo le salía disparada de la cabeza. Su sonrisa era tan torcida como su pose.
—Malas noticias, Peter —dijo, aunque sonreía, tal vez para suavizar la información—. Siempre son malas noticias.
Peter no respondió y Noticiero pareció un poco decepcionado.
—Vale —dijo con la cabeza ladeada. A continuación miró a Lucy Jones y pareció concentrarse mucho. Era casi como si recordar le costara un esfuerzo físico. Pasados unos instantes, esbozó una sonrisa—. Boston Globe. 20 de septiembre de 1977. Sección de noticias locales, página 2B: Negarse a ser una víctima; licenciada en Derecho por Harvard es nombrada jefa de la sección de delitos sexuales.
Peter se volvió hacia él.
—¿Recuerdas algo del resto? —preguntó.
Noticiero dudó de nuevo mientras rebuscaba en su memoria.
—Lucy K. Jones —dijo al fin—, veintiocho años, con tres años de experiencia en las secciones de tráfico y delitos graves, ha sido nombrada jefa de la recién creada sección de delitos sexuales de la fiscalía del condado de Suffolk, según anunció hoy un portavoz. La señorita Jones, licenciada en Derecho por Harvard en 1974, será responsable de los casos de agresiones sexuales y colaborará con la división de homicidios en los asesinatos que se deriven de violaciones. —Inspiró hondo y prosiguió—: En una entrevista, la señorita Jones afirmó estar plenamente capacitada para este cargo, porque había sido víctima de una agresión sexual durante su primer año en Harvard. Explicó que se había incorporado a la oficina del fiscal tras desechar numerosas ofertas de bufetes de abogados, porque su agresor había escapado a la acción de la justicia. Su perspectiva sobre los delitos sexuales proviene de un conocimiento íntimo del daño emocional que provocan estas agresiones y de la frustración por un sistema judicial mal preparado para tratar esta clase de delitos. Indicó que esperaba consolidar una sección modélica que otros fiscales pudieran imitar…
—También había una fotografía —añadió Noticiero tras dudar un momento—. Y algo más. Estoy intentando recordar.
—¿No hubo ningún artículo que lo desarrollara en la sección de sociales el día siguiente o después? —preguntó Peter.
De nuevo, Noticiero repasó su memoria.
—No… —respondió. El hombrecillo sonrió y, como hacía siempre, se marchó en busca de un ejemplar del periódico del día.
Peter se volvió hacia mí.
—Bueno, eso explica una cosa y empieza a explicar otras, ¿verdad, Pajarillo?
—¿Qué? —pregunté.
—Para empezar, la cicatriz de la mejilla.
La cicatriz, por supuesto.
Debería haber prestado más atención a la cicatriz.
Sentado en mi piso, imaginando la pálida línea que recorría el rostro de Lucy Jones, cometí el mismo error que en aquel momento. Vi el defecto en su piel perfecta y me pregunté cuánto habría cambiado su vida. Pensé que me hubiera gustado haberla tocado.
Encendí otro cigarrillo. Unas volutas de humo acre se elevaron por el aire viciado. Podría haberme quedado así, perdido en mis recuerdos, si no hubieran llamado a mi puerta.
Me puse de pie, alarmado. Perdí el hilo de las ideas, sustituido por una sensación de nerviosismo. Me acerqué a la entrada y oí cómo me llamaban por mi nombre.
—¡Francis! —Más golpes en la gruesa puerta de madera—. ¡Francis! ¡Abre! ¿Estás ahí?
Reflexioné un instante sobre la curiosa yuxtaposición de la petición «¡Abre!», seguida de la pregunta «¿Estás ahí?». En el mejor de los casos, el orden estaba invertido.
Reconocí la voz, claro. Esperé un momento, porque sospechaba que, en uno o dos segundos, oiría otra voz familiar.
—Francis, por favor. Abre para que podamos verte…
La hermana número uno y la hermana número dos. Megan, que era exigente como un niño pero con el tamaño y el temperamento de un defensa de fútbol americano, y Colleen, que hacía la mitad de bulto y tenía una timidez que combinaba la vergüenza con una incompetencia para las cosas más simples de la vida. «¿Podrías hacerlo tú porque yo no sabría por dónde empezar?». No tenía paciencia para ninguna de las dos.
—Francis, sabemos que estás ahí, y queremos que abras la puerta ahora mismo.
Seguido de otro toc, toc, toc en la puerta.
Apoyé la frente contra la madera y, acto seguido, me giré y apoyé la espalda, como para impedir su entrada. Pasado un momento, me volví de nuevo y dije:
—¿Qué queréis?
—¡Queremos que abras la puerta! —Hermana número uno.
—Queremos asegurarnos de que estás bien. —Hermana número dos.
Previsible.
—Estoy bien —mentí—. Pero ahora estoy ocupado. Volved en otro momento.
—¿Estás tomando los medicamentos, Francis? ¡Abre ahora mismo! —La voz de Megan poseía toda la autoridad, y más o menos la misma paciencia, de un sargento de instrucción del cuerpo de marines.
—¡Estamos preocupadas por ti, Francis! —Era probable que Colleen se preocupara por todo el mundo. Se preocupaba sin cesar por mí, por su familia, por sus padres y por su hermana, por la gente que aparecía en el periódico o en las noticias televisivas de la noche, por el alcalde, por el gobernador y puede que incluso por el presidente, por los vecinos o por la familia que vivía al otro lado de su calle.
—Tres comidas decentes al día y ocho horas de sueño por la noche. De hecho, la señora Santiago me preparó un plato estupendo de arroz con pollo el otro día —aseguré.
—¿Qué es eso? —quiso saber Megan señalando la pared escrita.
—Un inventario de mi vida. Nada especial.
Megan sacudió la cabeza. No me creía, y seguía estirando el cuello para husmear.
—Déjanos entrar —pidió Colleen.
—Necesito intimidad.
—Estás volviendo a oír voces —aseguró Megan—. Lo sé.
—¿Cómo? —dije tras dudar un instante—. ¿Tú también las oyes?
Esto la enfadó aún más, claro.
—¡Déjanos entrar ahora mismo!
—Quiero estar solo. —Negué con la cabeza. Colleen parecía al borde de las lágrimas—. Quiero que me dejéis solo. ¿Por qué habéis venido?
—Ya te lo hemos dicho. Estamos preocupadas por ti —respondió Colleen.
—¿Por qué? ¿Os dijo alguien que os preocuparais por mí?
Ambas intercambiaron una mirada antes de contestar.
—No —contestó Megan, intentando modular la premura de su tono—. Es sólo que hacía tanto tiempo que no sabíamos nada de ti…
Sonreí. Era agradable que todos mintiéramos.
—He estado ocupado. Si queréis una cita, llamad a mi secretaria y trataré de recibiros antes del día del Trabajo.
La broma no les hizo gracia. Empecé a cerrar la puerta, pero Megan plantó una mano para detenerla.
—¿Qué son esas palabras? —me preguntó a la vez que las señalaba—. ¿Qué estás escribiendo?
—Eso es cosa mía, no vuestra —repliqué.
—¿Estás escribiendo sobre mamá y papá? ¿Sobre nosotros? ¡Eso no sería justo!
Me quedé estupefacto. Mi diagnóstico instantáneo fue que estaba más paranoica que yo.
—¿Qué te hace pensar que sois lo bastante interesantes como para escribir sobre vosotros? —dije despacio.
Y cerré la puerta, puede que con demasiada fuerza, porque el ruido resonó en el pequeño edificio como un disparo.
Volvieron a llamar, pero no hice caso. Cuando me alejé de la puerta, un murmullo generalizado de voces en mi interior me felicitó por mi actuación. Les gustaban mis pequeñas exhibiciones de rebeldía e independencia. Pero lo siguió una distante y resonante risa burlona, que se elevaba y apagaba las demás voces. Se parecía un poco al grito de un cuervo que, arrastrado por un viento fuerte, pasara invisible por encima de mi cabeza. Me estremecí y me agaché un poco, casi como para esquivar un ruido.
Sabía quién era.
—¡Ríete si quieres! —grité al ángel—. Pero ¿quién más sabe qué pasó?
Francis se sentó frente a la mesa de Lucy, mientras Peter se paseaba por el despacho.
—¿Qué hacemos, señorita fiscal? —preguntó el Bombero con cierta impaciencia.
—Creo que ha llegado el momento de empezar a hablar con algunos pacientes —respondió Lucy, y señaló unos expedientes—. Los que tienen antecedentes de violencia.
Peter asintió.
—Imagino que, cuando empezó a leer los expedientes, sabía que eso abarca a casi todos los pacientes, salvo los seniles y los retrasados mentales, y que ellos también pueden tener episodios violentos —comentó—. Creo que tenemos que encontrar características eliminadoras, señorita Jones…
La joven levantó la mano.
—Llámame Lucy, Peter —pidió—. Así no tendré que llamarte por tu apellido, porque sé por tu expediente que, aunque no hay que esconder exactamente tu identidad, sí hay que recalcarla lo menos posible, ¿correcto? Debido a tu reputación en ciertas zonas de Massachussets. Y también sé que, al llegar aquí, indicaste a Gulptilil que ya no tenías nombre, un acto de desvinculación que él interpretó como que no deseabas avergonzar más a tu familia.
Peter dejó de caminar y Francis pensó que se iba a enfadar. Una de sus voces interiores le gritó que tuviera cuidado y él mantuvo la boca cerrada mientras los observaba. Lucy sonreía, como si supiera que había desconcertado a Peter, y éste parecía buscar una réplica adecuada. Se apoyó contra la pared y sonrió, con una expresión no del todo distinta a la de Lucy.
—De acuerdo, Lucy —dijo—. Usaremos los nombres de pila. Pero dime algo, por favor: ¿No crees que interrogar a cualquier paciente con un pasado violento, o incluso con uno o dos actos violentos desde que llegó aquí, será inútil a la larga? Y, aún más importante, ¿de cuánto tiempo dispones, Lucy? ¿Cuánto crees que puede llevarnos encontrar una respuesta?
—¿Por qué preguntas eso? —La sonrisa de Lucy se desvaneció de golpe.
—Porque no sé si tu jefe, en Boston, es consciente de lo que estás haciendo.
El silencio invadió la pequeña habitación. Francis estaba atento a cualquier movimiento —las miradas, y también las posturas de brazos y hombros— que pudiera indicar sutiles significados a las palabras pronunciadas.
—¿Por qué crees que no cuento con una cooperación total de mi oficina?
—¿Es así? —repuso Peter.
Francis vio que Lucy iba a responder de una forma, luego de otra, y por último lo hizo de una tercera:
—Sí y no —dijo.
—Eso me suena a dos explicaciones distintas.
Ella asintió.
—Mi presencia aquí todavía no forma parte de un caso oficial. Creo que debería abrirse uno. Los demás están indecisos. O, más bien, dudan que esté dentro de nuestra jurisdicción. De modo que cuando quise venir aquí, en cuanto supe lo del asesinato de Rubita, hubo un debate encendido en mi oficina. El resultado fue que se me permitió venir, pero sólo de modo oficioso.
—Supongo que Gulptilil no conoce exactamente esas circunstancias.
—En eso tienes razón, Peter.
—¿Cuánto tiempo tienes antes de que la administración del hospital se harte, o de que tu oficina pida que regreses? —preguntó Peter, y empezó a caminar de nuevo por la habitación, como si el movimiento añadiese impulso a sus pensamientos.
—No mucho.
Peter pareció vacilar de nuevo mientras revisaba sus observaciones.
Francis pensó que Peter veía los hechos y los detalles del mismo modo que un guía de montaña: consideraba que los obstáculos eran oportunidades y, a veces, valoraba cada paso como un logro.
—Así pues —concluyó Peter, como si de repente hablara consigo mismo—, Lucy está aquí, convencida de que hay un criminal en el hospital y decidida a encontrarlo. Porque tiene un… interés especial. ¿Correcto?
—Correcto —asintió Lucy, y de su rostro había desaparecido toda diversión—. Los días que has pasado en el Western no han mermado tus dotes de investigación.
—Pues yo creo que sí —replicó Peter a la vez que sacudía la cabeza—. ¿Y cuál sería ese interés especial?
Tras una pausa, Lucy agachó un poco la cabeza.
—No creo que nos conozcamos lo suficiente, Peter. Pero te diré algo: el individuo que cometió los anteriores asesinatos logró llamar mi atención al provocar a mi oficina.
—¿Al provocarla?
—Sí. Al estilo de «no podéis atraparme».
—¿No puedes ser más específica?
—En este momento no. Son detalles que esperamos utilizar en un proceso posterior. Así que…
—No quieres compartir los detalles con un par de chiflados —la interrumpió Peter.
—Lo mismo que tú si te preguntara cómo esparciste la gasolina en aquella iglesia —replicó Lucy—. Y por qué.
Ambos guardaron otra vez silencio. Peter se volvió hacia Francis.
—Pajarillo, ¿qué conecta todos estos crímenes entre sí? —preguntó—. ¿Por qué estos asesinatos?
—Para empezar, el aspecto de la víctima —respondió Francis, dándose cuenta de que lo ponían a prueba—. Edad y aislamiento; todas acostumbraban desplazarse solas de modo regular. Eran jóvenes y tenían el pelo corto y un físico esbelto. Las encontraron a la intemperie en un sitio distinto de aquel donde las habían matado, lo que complica las cosas a la policía. Eso me lo dijo usted. Y en jurisdicciones diferentes además, lo que es otro problema. Eso también me lo dijo usted. Y estaban todas mutiladas de la misma forma, progresivamente. Les faltan falanges, como en el caso de Rubita. —Francis inspiró hondo—. ¿Tengo razón?
Lucy asintió y Peter sonrió.
—Exacto —afirmó éste—. Tenemos que estar atentos, Lucy, porque Pajarillo tiene una memoria para los detalles y las observaciones mucho mejor de lo que nadie cree. —Reflexionó un momento. Una vez más, empezó a decir una cosa pero cambió de dirección en el último momento—. Muy bien, Lucy. Debes mantener en secreto una información que podría ayudarnos. De momento. ¿Qué hacemos entonces?
—Tenemos que encontrar la forma de localizar a este hombre —respondió con rigidez, pero algo aliviada, como si hubiera comprendido que Peter había querido preguntar una o dos cosas más que habrían llevado la conversación en otra dirección.
Francis no supo si había gratitud en sus palabras, pero vio que los dos se miraban fijamente, hablando sin necesidad de palabras, como si ambos supieran algo que se había escapado a Francis. Pensó que tal vez era así, pero también observó que Peter y Lucy habían establecido unas pautas que los situaban en un mismo plano. Peter no era tanto el paciente mental y Lucy no era tanto la fiscal, y de repente ambos parecían colegas.
—El problema es que él ya nos ha localizado —anunció Peter.