Esa noche, Lucy se dirigió a su pequeña habitación del primer piso de la residencia de las enfermeras en prácticas. Era uno de los edificios más sombríos del hospital, aislado en un rincón, cerca de la central de calefacción y suministro eléctrico con su zumbido constante y su columna de humo, y con vistas al reducido cementerio del hospital. Se trataba de un bloque cuadrado de tres plantas, cubierto de hiedra, con unas gruesas columnas dóricas blancas en el pórtico delantero. Había sido reformado a finales de los cuarenta y principios de los sesenta, de modo que su concepción original como mansión suntuosa y elegante en la colina era cosa del pasado. Lucy cargaba con una caja de cartón que contenía unas tres docenas de historias clínicas seleccionadas entre la lista de nombres que estaba reuniendo. Incluía las historias tanto de Peter como de Francis, que había tomado en un descuido de Evans para satisfacer cierta curiosidad personal sobre lo que había llevado a sus dos compañeros al hospital psiquiátrico.
Su idea era familiarizarse con la información incluida en los expedientes para luego interrogar a los pacientes. De momento, no se le ocurría otro enfoque. No disponía de pruebas físicas, aunque era consciente de que las había en algún sitio. Un cuchillo, u otra arma afilada, como una navaja o un cúter. Tenía que haber más prendas ensangrentadas y quizás un zapato con la suela aún manchada con la sangre de la enfermera. Y en algún sitio estaban las cuatro falanges cercenadas.
Había llamado a los detectives que detuvieron a Larguirucho por si habían averiguado algo al respecto. Pero no era el caso. Uno creía que las falanges habían sido lanzadas al retrete. El otro sugirió que a lo mejor Larguirucho se las había tragado.
—Después de todo, ese tío está como una cabra —sentenció el detective.
Lucy tuvo la impresión de que no estaban demasiado interesados en plantearse alternativas.
—Vamos, señorita Jones —había comentado el otro detective—. Tenemos al culpable. Y un caso para el fiscal, salvo por el hecho de que está loco.
La caja pesaba lo suyo, y se la apoyó en la rodilla para abrir la puerta. Todavía tenía que descubrir algún indicio de alguna clase de conducta reveladora. Dentro del hospital, todos eran extraños. Era un mundo ajeno a la razón. En el mundo normal siempre había algún vecino que observaba un comportamiento extraño. O un compañero de trabajo que veía esto o aquello. Quizás un familiar que sospechaba ciertas cosas. Pero ahí era distinto. Tenía que descubrir nuevas vías. Se trataba de ser más lista que el asesino que ella creía oculto en el hospital. En ese juego, estaba segura de salir victoriosa. No le parecía demasiado difícil superar tácticamente a un demente. O a un hombre que se hacía pasar por demente. En definitiva, el problema era saber cómo definir los parámetros del juego.
Mientras subía la empinada escalera despacio, peldaño a peldaño, sintiendo la misma clase de agotamiento que tras una enfermedad larga y debilitante, pensó que, cuando estuvieran establecidas las normas, vencería. Le habían enseñado que todas las investigaciones eran, en el fondo, iguales: una escena previsible interpretada en un escenario definido. Era así cuando se trataba de alguna empresa evasora de impuestos o de buscar a un atracador de bancos, un pornógrafo infantil o un estafador. Una cosa enlazaba con otra, y eso conducía a una tercera, hasta que todo el rompecabezas, o por lo menos el suficiente, resultaba visible. Las investigaciones infructuosas, que todavía le eran ajenas a Lucy, eran la consecuencia de que uno de esos enlaces estuviera oculto, y de que ese vacío fuera aprovechado por el delincuente. Resopló y se encogió de hombros. Se dijo que era fundamental crear la presión necesaria para que el hombre al que llamaban «el ángel» cometiera algún error.
Seguro que cometería alguno.
Lo primero era buscar pequeños actos violentos en los expedientes. No creía que un hombre capaz de aquellos asesinatos pudiera esconder del todo una propensión a la ira, ni siquiera en aquel hospital.
Se dijo que habría algún indicio. Un arrebato. Una amenaza. Un estallido. Sólo necesitaba reconocerlo al verlo. En el mundo peculiar de aquel hospital psiquiátrico, alguien tenía que haber visto algo que no encajara en ninguno de los modelos de conducta aceptables.
También estaba segura de que, cuando empezara a hacer preguntas, encontraría respuestas. Lucy tenía gran confianza en su habilidad para repreguntar hasta alcanzar la verdad. En ese momento no se planteaba la diferencia entre hacer la misma pregunta a una persona cuerda y a una demente.
La escalera le recordó a algunas residencias de Harvard. Sus pasos resonaban en los peldaños, y de pronto fue consciente de que estaba sola en un espacio confinado y solitario. Un recuerdo espantoso se apoderó de ella y contuvo el aliento. Exhaló despacio, como si de esa manera pudiese expulsar el mal recuerdo. Miró un instante alrededor pensando que ya había vivido antes esa situación. No había ventanas y no llegaba ningún sonido del exterior. En el hospital se había habituado a una cacofonía constante. Gemidos, gritos y murmullos.
Se dijo que el silencio era tan inquietante como un grito.
Se detuvo en seco y el eco de sus pasos se desvaneció. Escuchó el sonido áspero de su propia respiración. Esperó hasta que un silencio total la envolvió. Se inclinó sobre la barandilla de hierro y miró arriba y abajo para asegurarse de que estaba sola. No vio a nadie. La escalera estaba bien iluminada y no había sombras donde esconderse. Esperó un momento más para superar la sensación claustrofóbica que la invadía. Era como si las paredes se hubieran acercado. Hacía un frío que le hizo pensar que la calefacción no llegaba a esa zona, y se estremeció. Pero de repente notó sudor bajo los brazos.
Sacudió la cabeza, como si un movimiento enérgico pudiese acabar con aquella sensación desagradable. Atribuyó el sudor de la palma de las manos al nerviosismo. Se tranquilizó pensando que ser una de las pocas personas cuerdas en aquel lugar probablemente la hiciera sentirse nerviosa y que sólo había revivido la acumulación de todo lo que había visto y sentido los primeros días.
De nuevo, exhaló despacio. Movió el pie por el suelo provocando un chirrido, como si quisiera oír algo corriente y rutinario.
Pero el ruido que hizo le erizó la piel.
El recuerdo la abrasaba, como el ácido.
Tragó con fuerza y se recordó que tenía por norma no pensar en lo que le había pasado hacía tantos años. No ganaba nada con recordar el dolor, evocar el miedo o revivir una herida tan profunda. Recordó el mantra que había adoptado después de ser atacada: Sólo sigues siendo una víctima si lo permites. Sin darse cuenta, intentó llevarse la mano a la cicatriz de la mejilla, pero el bulto de la caja la detuvo. Notaba dónde había sido lastimada, como si la cicatriz le pulsara, y recordó la sensación tensa de los puntos en la sala de urgencias, cuando el cirujano le cosía la piel rasgada. Una enfermera la había tranquilizado mientras dos detectives, un hombre y una mujer, esperaban al otro lado de una cortina blanca a que los médicos le atendiesen las heridas evidentes, las que sangraban, después vendarían las más difíciles, que eran internas. Había sido la primera vez que había oído la expresión «kit de violación», pero no la última, y en los años siguientes las conocería tanto a nivel profesional como personal. Exhaló otra vez, despacio. La peor noche de su vida había empezado en una escalera muy parecida a ésa, pero al punto descartó ese espantoso pensamiento.
«Estoy sola —se recordó—. Totalmente sola».
Apretó los dientes atenta a cualquier sonido, y siguió hasta la puerta de su habitación, la antigua habitación de Rubita, que estaba junto a esa escalera. Gulptilil le había dado una llave, y dejó la caja en el suelo para sacársela del bolsillo.
Fue a introducirla en la cerradura pero se detuvo.
La puerta estaba abierta, y se deslizó unos centímetros.
Lucy retrocedió de golpe, como si la puerta estuviera electrificada.
Volvió la cabeza a derecha e izquierda y se inclinó un poco para intentar ver u oír algo revelador de que allí había alguien. Pero de repente sus ojos parecían ciegos y sus oídos sordos. Sopesó con rapidez la información de todos sus sentidos, que le enviaban mensajes de advertencia.
Vaciló.
Los tres años que había pasado en la sección de delitos sexuales de la oficina del fiscal del condado de Suffolk le habían enseñado mucho. Durante su rápido ascenso hasta ocupar el cargo de ayudante jefe de la sección, se había sumergido en un caso tras otro y seguido todos los detalles de los delitos atroces. La persistencia del delito había creado en su interior una especie de mecanismo diario de comprobación, en que hasta el último acto de su existencia tenía que contrastarse con ciertas partes: «¿Será éste el pequeño error que dará una oportunidad a alguien?». En un sentido más concreto, eso significaba que era consciente de que no debía caminar sola por un estacionamiento a oscuras ni abrir la puerta a un desconocido. Significaba mantener las ventanas cerradas, estar alerta y siempre en guardia, y a veces empuñar la pistola que la oficina del fiscal le autorizaba a tener. También significaba no repetir los inocentes errores cometidos una terrible noche cuando aún era estudiante de derecho.
Se mordió el labio inferior. Tenía el arma enfundada dentro del bolso, en la habitación.
Escuchó de nuevo y se dijo que todo estaba bien, aunque el irracional terror que sentía lo negaba. Volvió a dejar la caja con los expedientes en el suelo y la empujó con suavidad hacia un lado. Su instinto le gritaba advertencias.
Las ignoró y alargó la mano hacia el pomo, pero se detuvo al tocar el metal.
Retrocedió respirando despacio.
Habló consigo misma, como si eso fuera a imprimir más consistencia a su pensamiento: «La puerta estaba cerrada y ahora está abierta. ¿Qué vas a hacer?».
Retrocedió otro paso. De pronto, se volvió y echó a andar deprisa por el pasillo. Lanzaba miradas a derecha e izquierda, con los oídos atentos. Apretó el paso, casi corriendo, y sus zapatos resonaban quedamente en la moqueta. Las demás habitaciones de ese piso estaban cerradas y silenciosas. Llegó al final del pasillo y empezó a bajar a toda velocidad la escalera, respirando con fuerza mientras sus pies tamborileaban sobre los peldaños. La escalera era idéntica a la que había subido unos minutos antes por el otro extremo del pasillo. Abrió una pesada puerta y oyó voces. Avanzó hacia ellas y se encontró con tres mujeres jóvenes, junto a la entrada de la planta baja. Llevaban el uniforme blanco de enfermera debajo de rebecas de distintos tonos, y alzaron los ojos sorprendidas.
—Perdonen… —dijo Lucy con ademanes algo exagerados tras recuperar el aliento.
Las tres enfermeras la miraron.
—Lamento interrumpirlas —se disculpó—. Soy Lucy Jones, la fiscal que está aquí para…
—Sabemos quién es, señorita Jones, y por qué está aquí —la interrumpió una de las enfermeras. Era una mujer alta, de raza negra, con los hombros atléticos y pelo oscuro—. ¿Se encuentra bien?
Lucy asintió, e inspiró para serenarse.
—No estoy segura —dijo—. Me he encontrado con la puerta de mi habitación abierta, pero estoy segura de que esta mañana, cuando salí para el edificio Amherst, la cerré con llave…
—Eso no es normal —dijo otra enfermera—. Aunque el encargado de mantenimiento o el servicio de limpieza hubieran entrado, tienen que cerrar al salir. Es la norma.
—Lo siento —comentó Lucy—, pero estaba sola allá arriba y…
—Todos estamos un poco nerviosos, señorita Jones —asintió la primera enfermera, comprensiva—, a pesar de la detención de Larguirucho. Esta clase de cosas no pasan en el hospital. ¿Qué le parece si la acompañamos a la habitación y echamos un vistazo?
—Gracias —dijo Lucy tras suspirar—. Son muy amables. Se lo agradecería mucho.
Las cuatro mujeres subieron las escaleras, un poco como un grupo de zancudas chapoteando en un lago a primera hora de la mañana. Las enfermeras seguían hablando, cotilleando en realidad, sobre un par de médicos que trabajaban en el hospital, y bromeando sobre el aspecto de comadrejas de los abogados que habían llegado esa semana para una ronda de vistas cuasi judiciales. Lucy iba a la cabeza, y se dirigió con rapidez hacia la puerta.
—Se lo agradezco mucho —repitió, y guió el pomo.
La puerta tembló un poco pero no se abrió.
Volvió a empujar.
Las enfermeras la miraron con cierta extrañeza.
—Estaba abierta —dijo Lucy—. Se lo aseguro.
—Ahora parece cerrada —comentó la enfermera negra.
—Estoy segura de que estaba abierta. Sujeté el pomo con la mano, y al ir a meter la llave la puerta se abrió unos centímetros —explicó Lucy. A su voz, sin embargo, le faltó convicción. De repente dudaba.
Se produjo una pausa incómoda hasta que Lucy sacó la llave del bolsillo, la metió en la cerradura y abrió la puerta. Las tres enfermeras seguían detrás de ella.
—¿Entramos y echamos un vistazo? —sugirió una.
Lucy empujó la puerta y entró en la habitación. Accionó el interruptor de la lámpara del techo y el reducido espacio se iluminó. Era un dormitorio estrecho, tan austero como el de un convento, con las paredes desnudas, una cómoda robusta, una cama individual y un pequeño escritorio con una silla. Su maleta seguía abierta en medio de la cama, sobre una colcha de pana roja, la única salpicadura de color vivo en la habitación. Todo lo demás era marrón o blanco, como las paredes. Ante las tres enfermeras, Lucy abrió el pequeño armario de la pared y observó su interior, vacío. Comprobó después el pequeño cuarto de baño. Incluso miró bajo la cama. Luego se levantó, se sacudió la falda y se volvió hacia las tres enfermeras.
—Lo siento —dijo—. Estoy segura de que la puerta estaba abierta, y tuve la sensación de que había alguien dentro. Les he ocasionado molestias y…
Las tres mujeres menearon la cabeza.
—No tiene por qué disculparse —dijo la enfermera negra.
—No me estoy disculpando —replicó Lucy—. La puerta estaba abierta y ahora está cerrada. —Pero en el fondo no estaba segura de que fuera cierto.
Las enfermeras guardaron silencio hasta que una se encogió de hombros y dijo:
—Como comenté antes, todos estamos nerviosos. Es mejor asegurarse que lamentarse. —Las otras dos asintieron—. ¿Está bien?
—Sí. Muy bien. Gracias por su interés —dijo Lucy con cierta frialdad.
—Bueno, si vuelve a necesitar ayuda, pídala a quien sea. No dude en hacerlo. En momentos como éste lo mejor es fiarse de la intuición. —No explicó a qué se refería con «momentos como éste».
Lucy cerró la puerta cuando se marcharon. Se volvió y se apoyó contra ella un poco avergonzada. Miró alrededor y pensó: «No te equivocaste. Aquí había alguien. Alguien te estaba esperando».
Miró su maleta y su bolso. «O alguien estaba simplemente echando un vistazo». Se acercó a la escasa ropa y los artículos de tocador que había llevado consigo e intuyó que faltaba algo. No sabía qué, pero sabía que se habían llevado algo de su habitación.
Fuiste tú, ¿verdad?
Ahí, en ese momento, intentaste decirle a Lucy algo importante sobre ti, pero ella no lo captó. Era algo fundamental y algo aterrador, mucho más aterrador que lo que pudo sentir al cerrar la puerta de su habitación. Todavía pensaba como una persona normal, y eso era perjudicial para ella.
Peter el Bombero contemplaba el otro lado de la habitación, cavilando sobre la tarea que tenía entre manos. La incertidumbre erosionaba sus pensamientos, y sentía la amargura que la indecisión puede alimentar. Se consideraba un hombre decidido y las dudas lo incomodaban. Había sido un impulso lo que lo animó a ofrecer sus servicios y los de Pajarillo a Lucy Jones, pero estaba seguro de que había sido lo correcto. Sin embargo, su entusiasmo no había contemplado el fracaso, y ahora se esforzaba por encontrar una forma de lograr su objetivo. En todo lo referente a la investigación veía restricciones y limitaciones, y no sabía cómo podrían superarlas.
En el mundo de aquel hospital psiquiátrico se consideraba el único pragmatista.
Suspiró. Era bien entrada la noche y estaba apoyado contra la pared con las piernas extendidas en la cama, escuchando los sonidos nocturnos. Pensó que ni siquiera la noche concedía una tregua al dolor. Los pacientes eran incapaces de liberarse de sus problemas por muchos narcóticos que Tomapastillas les recetara. Eso era lo insidioso de la enfermedad mental; se necesitaba tanta fuerza de voluntad e intensidad de tratamiento para conseguir una mejoría que la tarea era casi titánica para la mayoría y prácticamente imposible para algunos. Oyó un largo gemido de Francis. Le entristecía que su amigo se agitase en su sueño, porque aquel joven no se merecía el dolor que le acechaba en la oscuridad.
Trató de relajarse, pero no pudo. Se preguntó si, cuando cerraba los ojos, la misma agitación se apoderaba de su sueño. Pero la diferencia entre él y los demás, incluido su joven amigo, era que él era culpable, mientras que ellos probablemente no.
De pronto, notó el olor denso y dulce de algún producto inflamable. La primera vaharada fue de gasolina; la segunda, de un líquido más ligero con base de bencina.
Sorprendido, se levantó de la cama. La sensación era tan fuerte que su primera reacción fue la de dar la alarma, organizar a los hombres y sacarlos de allí antes de que se produjera el inevitable incendio. Imaginó lenguas rojas y amarillas de fuego engullendo la ropa de cama, las paredes, el suelo. Imaginó la horrible asfixia que provocaría el humo. La puerta estaba cerrada con llave, como todas las noches, y oyó gritos de socorro y golpes en las paredes. Se le tensaron todos los músculos y, con la misma rapidez, se le relajaron al inspirar y darse cuenta de que aquel olor era una alucinación similar a las que asediaban a Francis o Nappy, o incluso a las particularmente espantosas que aquejaban a Larguirucho.
A veces creía que toda su vida estaba definida por olores. El tufo de cerveza y whisky que acompañaba a su padre, mezclado con el olor a sudor rancio y a veces el fuerte olor a diésel de la maquinaria pesada que arreglaba. Hundir la cabeza en su pecho significaba aspirar la peste de los cigarrillos que terminaron matándolo. Su madre, en cambio, siempre olía a manzanilla, en su intento de contrarrestar la aspereza de los detergentes que usaba para lavar la ropa que le encargaban. A veces, bajo el intenso aroma de los jabones que ella usaba, podía captar un tufillo a lejía. Olía mucho mejor los domingos, cuando se bañaba y luego pasaba un rato horneando en la cocina, temprano, de modo que, con sus mejores galas para ir a misa, combinaba el aroma a pan recién hecho con la fragancia del champú, como si eso fuera lo que Dios quería. En la iglesia, con atuendo de monaguillo, el incienso a veces lo hacía estornudar. Recordaba todos esos aromas como si estuvieran con él en el hospital.
La guerra le había aportado un mundo de olores totalmente nuevo. Las emanaciones de la vegetación y el calor de la selva, la cordita y el fósforo blanco de los tiroteos. El hedor pegajoso del humo y el napalm a lo lejos, que se mezclaba con las esencias embriagadoras de los arbustos que lo rodeaban. Se acostumbró a la pestilencia de la sangre, los vómitos y los excrementos que tan a menudo se mezclaban con la muerte. También había los exóticos aromas culinarios de los pueblos por los que pasaban y los olores peligrosos de los pantanos y los campos inundados por los que avanzaban dificultosamente. Además, estaba el conocido olor acre de la marihuana en los campamentos y el olor irritante de los líquidos con que se limpiaban las armas. Era un lugar de emanaciones desconocidas e inquietantes.
Al volver a casa había aprendido que el fuego tiene decenas de olores diferentes en sus distintas fases y formas. El fuego de madera se diferenciaba del fuego químico, que guardaba pocas similitudes con el fuego que devoraba el hormigón. La primera llama vacilante olía diferente cuando se elevaba y cobraba fuerza, y distinto era el olor chisporroteante de un incendio en su plenitud. Y todos ellos diferían de los olores de las maderas carbonizadas y los metales retorcidos cuando el incendio era extinguido. También había conocido entonces el inconfundible olor del agotamiento, como si la fatiga poseyera un aroma propio. Cuando se había inscrito en la academia de investigadores de incendios provocados, una de las primeras cosas que le enseñaron fue a usar el olfato, porque la gasolina con que se provoca un incendio huele diferente al queroseno, que a su vez huele diferente a las demás formas en que la gente enciende fuegos. Algunas eran sutiles, con olores distantes, esquivos. Otras eran evidentes e inexpertas, y él las detectaba desde el primer momento en que pisaba los escombros.
Cuando llegó el momento de provocar su propio incendio, había utilizado gasolina corriente adquirida en una estación de servicio situada a apenas kilómetro y medio de la iglesia. Comprada con una tarjeta de crédito a su nombre. No quería que nadie tuviera ninguna duda sobre la autoría de ese incendio concreto.
En la semioscuridad del dormitorio, Peter el Bombero sacudió la cabeza, aunque no sabía muy bien qué quería negar. Aquella noche había controlado su rabia asesina y pensado en todo lo que había aprendido sobre cómo ocultar el origen de un incendio, todo lo referente a la precaución y la sutileza, y lo había ignorado. Había dejado un rastro tan obvio que incluso el investigador más inexperto lo habría encontrado. Había provocado el incendio y cruzado la nave hacia la sacristía dando voces de alarma, aunque creía que estaba solo. Se había detenido al oír cómo el fuego empezaba a crepitar con avidez detrás de él, y alzado los ojos hacia un vitral que de repente parecía imbuido de vida propia al reflejar las llamas. Se había santiguado, como había hecho miles de veces, y salido al jardín delantero, donde había esperado hasta verlo cobrar toda su fuerza, y después se había ido a esperar en la oscuridad del porche de la casa de su madre a que llegara la policía. Sabía que había hecho un buen trabajo y que ni siquiera la brigada más dedicada conseguiría extinguir el incendio hasta que fuera demasiado tarde.
Lo que no sabía era que el sacerdote al que había llegado a odiar estaba dentro. En un sofá de la oficina de la sacristía, en lugar de estar en su casa, donde debería haber estado. Dormido por un fuerte narcótico que le habría recetado, sin duda, un feligrés médico, preocupado porque al buen cura se le veía pálido y demacrado y sus sermones parecían salpicados de ansiedad, como era lógico. Porque sabía muy bien que el Bombero estaba al corriente de lo que le había hecho a su sobrinito, y sabía también que, de todos sus feligreses, Peter era el único que seguramente haría algo al respecto. Peter nunca lo había entendido: había muchos niños de los que el sacerdote podía haber abusado y que no estaban emparentados con nadie que pudiera montar en cólera. Peter se preguntaba también si el fármaco que había mantenido dormido al sacerdote en su cama mientras la muerte lo envolvía era el mismo que Tomapastillas solía administrar a sus pacientes. Sospechaba que sí, en una simetría que le parecía de lo más irónico.
—Lo hecho, hecho está —susurró.
Acto seguido, echó un vistazo alrededor para ver si sus palabras habían despertado a alguien.
Intentó cerrar los ojos. Sabía que necesitaba dormir, pero no esperaba que eso le supusiera ningún descanso.
Resopló lleno de frustración y puso los pies en el suelo, dispuesto a ir al cuarto de baño a beber un poco de agua. Se frotó la cara como si quisiera desprenderse de algunos de sus recuerdos. Y al hacerlo tuvo la repentina sensación de que alguien lo observaba.
Se enderezó de golpe, alerta al instante, y recorrió la habitación con los ojos.
La mayoría de los hombres estaban envueltos en sombras. Una luz tenue se colaba por las ventanas e iluminaba un rincón. Observó las hileras de camas, pero no vio a nadie despierto. Trató de desechar la sensación, pero no pudo. Todos sus sentidos, la vista, el oído, el olfato, el gusto y el tacto, parecían gritarle advertencias. Procuró tranquilizarse, no quería volverse tan paranoico como los demás pacientes, pero mientras se calmaba atisbo cierto movimiento con el rabillo del ojo.
Se volvió y durante una fracción de segundo vio una cara en la ventanita de observación de la puerta. Sus ojos se encontraron y, entonces, el rostro desapareció.
Se puso de pie de un brinco y avanzó deprisa hacia la puerta. Acercó la cara al cristal y se asomó al pasillo. Sólo podía ver un par de metros en ambas direcciones, y lo único que vio fue una penumbra vacía.
Tiró del pomo. La puerta estaba cerrada con llave.
Lo invadió la rabia y la frustración. Apretó los dientes y pensó que sus deseos siempre serían inalcanzables, situados tras una puerta cerrada.
La luz tenue, la penumbra y el cristal grueso habían conspirado para impedirle captar los detalles de aquella cara. Lo único que pudo notar fue la ferocidad de los ojos puestos en él. La mirada había sido inflexible y maligna, y quizá por primera vez pensó que Larguirucho tenía razón al protestar y suplicar tanto. Algo malvado se había introducido en el hospital, y Peter intuyó que esta encarnación del mal lo sabía todo sobre él. Intentó convencerse de que saber eso indicaba fortaleza. Pero sospechaba que eso podía ser falso.