—¡Apolo! —exclamé.
En la mitología era el dios del Sol, cuyo carro veloz señalaba la llegada del día. Era lo que necesitábamos aquella noche, dos cosas que por lo general escaseaban en aquel hospital psiquiátrico: rapidez y claridad.
—Apolo —repetí. Debía de estar gritando.
La palabra retumbó en las paredes de mi apartamento, salió disparada hacia los rincones, saltó hacia el techo. Era una palabra extraordinaria que se deslizaba por mi lengua con una fuerza que avivaba mi resolución. Habían pasado veinte años desde la noche que la había pronunciado por ultima vez, y me pregunté si ahora no haría por mí lo mismo que entonces.
El ángel bramó de rabia. Alrededor de mí, el cristal se hacía añicos, el metal gemía y se retorcía como consumido por el fuego. El suelo temblaba, las paredes se combaban, el techo oscilaba. Todo mi mundo se estaba desmoronando en pedazos, como si la furia del ángel lo aniquilase. Me tapé los oídos para ahogar la cacofonía de destrucción que me rodeaba. Las cosas se rompían, se desmenuzaban, explotaban, se desintegraban ante mis ojos. Estaba en medio de un aterrador campo de batalla, y mis voces interiores eran como gritos de hombres condenados. Me sujeté la cabeza con las manos para tratar de esquivar la metralla de los recuerdos.
Aquella noche, veinte años atrás, el ángel había tenido razón en muchas cosas. Había previsto todo lo que Lucy haría, sabía con exactitud cómo actuaría Peter, conocía a la perfección la ayuda que prestarían los hermanos Moses. Estaba familiarizado con el hospital y con el modo en que afectaba a la mente de todo el mundo. El ángel comprendía mejor que nadie que el comportamiento de las personas cuerdas era rutinario, organizado y deprimentemente previsible. Sabía que el plan de Lucy le proporcionaría aislamiento, tranquilidad y oportunidad. Lo que ella y Peter habían creído que sería una trampa para él le ofrecía, de hecho, las circunstancias ideales. Conocía la psicología y la muerte mejor que ellos, y era inmune a sus manidos planes. Para pillarla por sorpresa sólo tenía que evitar sorprenderla. Se había tendido ella misma una trampa; eso debió de excitarlo. Y aquella noche, sabía que tendría el asesinato en las manos, delante de él, preparado como una mala hierba que había que arrancar. Se había pasado años preparando el momento en que volvería a tener a Lucy bajo su cuchillo, y había tenido en cuenta casi todos los factores, todos los elementos, todas las consideraciones, excepto, curiosamente, la más evidente y menos memorable.
No había tenido en cuenta a los locos.
Cerré los ojos al recordar. No estaba seguro de si estaba ocurriendo en el pasado o en el presente, en el hospital o en mi apartamento. Lo estaba evocando todo, esta noche y aquella noche, que eran la misma.
Peter emitía ruidos guturales mientras forzaba la puerta con la palanca, junto con el hombretón retrasado, que se esforzaba sudoroso y mudo a su lado. Junto a mí, Napoleón, Noticiero y los demás estaban dispuestos y esperaban, como un coro, mi siguiente instrucción. Temblaban y se estremecían de miedo y entusiasmo porque ellos, más que nadie, comprendían que era una noche irrepetible, una noche en que las fantasías y la imaginación, la alucinación y el delirio se hacían realidad.
Y Lucy, a pocos metros de distancia, pero sola con el hombre que durante tanto tiempo sólo había pensado en su muerte, sabía que necesitaba seguir ganando segundos.
Lucy intentó pensar a pesar de la sensación fría y afilada de la hoja que se le hundía en la piel, una sensación terrible que paralizaba su capacidad de razonamiento. Podía oír, al fondo del pasillo, el ruido de la puerta al ser forzada; que gemía quejumbrosa ante los embates de Peter y el retardado. Cedía despacio, indecisa a abrirse y permitir el rescate. Pero, por encima de ese ruido, oyó cómo los hombres del dormitorio vociferaban la palabra «Apolo», y eso le dio una brizna de esperanza.
—¿Qué significa? —preguntó el ángel con frialdad. Que no le inquietase aquel repentino ruido asustó tanto a Lucy como todo lo demás.
—¿Qué?
—¡Qué significa! —insistió él con voz baja y dura.
Lucy pensó que no era necesario que añadiera una amenaza a sus palabras. Tenía que ganar tiempo, de modo que vaciló.
—Es un grito para pedir ayuda —explicó por fin.
—¿Cómo?
—Necesitan ayuda.
—¿Por qué gritan…? —Se detuvo y la miró con el rostro contraído.
Incluso en la penumbra ella pudo verle las arrugas de la cara, líneas y sombras que transmitían terror. Durante su lejana agresión había llevado un pasamontañas, pero ahora quería que lo viera porque creía que sería lo último que ella vería. Respiraba con dificultad y gemía debido al dolor de los labios hinchados y la mandíbula herida.
—Saben que estás aquí. —Escupió las palabras con algo de sangre—. Vienen a buscarte.
—¿Quiénes?
—Todos los locos del edificio.
—¿Sabes lo rápido que puedes morir, Lucy? —replicó el ángel, inclinado hacia ella.
Lucy asintió en silencio, temerosa de que una sola palabra conjurase la realidad. El filo del cuchillo se le hincó en la mejilla y la hizo sangrar un poco. Era una sensación aterradora que ella recordaba con claridad del primer encuentro con el ángel tantos años atrás.
—¿Sabes que puedo hacer lo que quiera, Lucy, y que tú no puedes hacer nada para impedirlo?
Ella mantuvo la boca cerrada.
—¿Sabes que podría haberme acercado a ti en cualquier momento durante tu estancia en el hospital y haberte matado delante de todo el mundo, y que lo único que habrían dicho es que estaba loco y no habrían podido culparme? Eso es lo que dicen tus leyes, Lucy. Lo sabes, ¿verdad?
—Adelante, mátame —repuso ella con frialdad—. Como hiciste con Rubita y las otras.
Inclinó más la cabeza para que Lucy notara su aliento en la cara. El mismo movimiento que haría un amante antes de dejar a su amada dormida e irse temprano a trabajar.
—No te mataré como a ellas, Lucy —siseó—. Ellas murieron para traerte hasta mí. Sólo eran parte de mi plan. Sus muertes sólo fueron eslabones. Necesarias, pero no extraordinarias. De haber querido que murieras como ellas, podría haberte matado en cien ocasiones. En mil. Piensa en todos los momentos que has estado a solas en la oscuridad. Quizá no estabas sola todas esas veces. Quizá yo estaba a tu lado, sólo que tú no lo sabías. Pero esta noche quería que ocurriera a mi manera, que tú vinieras a mí.
Lucy no respondió. Se sentía atrapada en el enfermizo torbellino de odio del ángel; giraba y notaba que en cada giro se le escapaba más la vida.
—Fue muy fácil —siseó el ángel—. Crear una serie de asesinatos a los que la prometedora y joven fiscal no pudiera resistirse. Nunca supiste que no significaban nada y que tú lo eras todo, ¿verdad, Lucy?
Gimió a modo de respuesta.
Al fondo del pasillo, la puerta soltó un escalofriante chirrido de rendición. El ángel dirigió la mirada hacia el ruido a través de la penumbra del pasillo. En ese instante de duda, Lucy supo que su vida pendía de un hilo. El ángel quería deleitarse con su muerte durante largo rato. Lo había imaginado todo, desde la manera en que se acercaría a ella hasta el ataque y todo lo que iba a continuación. Había programado todas las palabras que le diría, todos los contactos con su cuerpo, todos los cortes hasta su muerte. Era una obsesión que había ocupado su mente todo el tiempo y que estaba obligado a hacer realidad. Eso lo hacía poderoso, intrépido, y el asesino que era. Todo su ser se había fijado en ese momento culminante. Pero no estaba ocurriendo como había previsto en su cabeza, día tras día, al repasar cada movimiento, cada gesto. Lucy notó que el ángel se tensaba ante el choque entre la realidad y la fantasía. Rogó que se impusiera la realidad. Pero ¿habría tiempo para ello?
Entonces oyó un segundo sonido por encima del terror que la atenazaba. Procedía del piso de arriba: una puerta al cerrarse de golpe y pasos que resonaban en los peldaños de la escalera. Apolo había cumplido su misión.
El ángel soltó un grito de frustración que reverberó en el pasillo.
—Esta noche Lucy tiene suerte —masculló inclinándose hacia ella—. Mucha suerte. No creo que pueda quedarme más rato. Pero volveré por ti otra noche, cuando menos te lo esperes. Una noche en que tus precauciones no valdrán nada, y yo estaré ahí. Puedes ir armada. Protegerte. Irte a vivir a una isla desierta o a una selva remota. Pero tarde o temprano estaré ahí, a tu lado, Lucy. Y entonces terminaremos esto.
Pareció ponerse tenso otra vez y Lucy notó cómo dudaba antes de añadir:
—Nunca apagues la luz, Lucy. Nunca te acuestes en la oscuridad a solas. Porque los años no significan nada para mí, y algún día estaré ahí contigo.
Lucy respiró con fuerza, abrumada por la profundidad de aquella obsesión.
El ángel empezó a separarse de ella, como un jinete desmontando de su caballo.
—Una vez te di algo para que me recordaras cada vez que te miraras en el espejo —le dijo con frialdad—. Ahora me recordarás cada vez que des un paso.
Y, dicho eso, le clavó el cuchillo en la rodilla derecha y lo retorció con fiereza una sola vez. Lucy soltó un grito desgarrador y perdió el conocimiento, pero alcanzó a ser vagamente consciente de que el ángel se había marchado, dejándola magullada, herida, sangrando, apenas viva, acaso lisiada y con una amenaza terrible.
La puerta chirrió otra vez y una franja de tenue luz creció entre el marco y la hoja. Francis pudo atisbar el pasillo al otro lado, que esperaba como una boca tenebrosa. El hombre retrasado se enderezó de repente y lanzó la palanca al suelo, donde repiqueteó. Apartó a Peter y retrocedió unos pasos. Inclinó la cabeza como un toro en un ruedo, enfurecido por la chulería del matador, y se lanzó de golpe con un fuerte alarido. Chocó contra la puerta, que se combó y cedió un poco más con un horrible estrépito. El retrasado se tambaleó y sacudió la cabeza, jadeante, con un hilo de sangre que le manaba de la frente y le bajaba entre los ojos hasta la nariz. Retrocedió, sacudió la cabeza y, por segunda vez, se preparó y bramó con furia para efectuar otra carga. Esta vez la puerta cedió del todo y el ariete humano fue a parar al pasillo.
Peter salió rápidamente, seguido de cerca por Francis y los demás pacientes, que, impulsados por la energía del momento, dejaron atrás gran parte de su locura. Napoleón arengó a los hombres agitando un puño por encima de la cabeza como si sujetara una espada.
—¡Adelante! —ordenó—. ¡Al ataque!
Noticiero decía algo sobre los titulares del día siguiente y sobre pasar a formar parte de la historia mientras avanzaban tambaleantes por el pasillo, unidos todos en un objetivo común.
En la confusión subsiguiente, Francis vio al hombre retrasado volver al dormitorio con el rostro radiante. Una vez allí, se dejó caer en la cama, tomó el muñeco en brazos y se volvió hacia el umbral de la puerta con una expresión de absoluta satisfacción.
Luego vio a Peter correr hacia el puesto de enfermería y, gracias a la tenue luz de la lámpara del puesto, distinguió una figura tendida en el suelo. Salió disparado en esa dirección con zancadas resonantes, como un tambor que tocara a zafarrancho. Al mismo tiempo, vio aparecer a los hermanos Moses por la puerta que daba a las escaleras del otro extremo. Cuando pasaron por delante del dormitorio de las mujeres, se oyeron gritos y chillidos que sonaban como una sinfonía de confusión y pánico cuyo compás lo marcaba el miedo.
Peter se agachó junto a Lucy, y Francis dudó un instante, temeroso de que estuviera muerta. Pero entonces, por encima del fragor que de repente se había apoderado del pasillo, Lucy gimió de dolor.
—¡Dios mío! —exclamó Peter—. Está malherida.
Le acarició una mano e intentó decidir qué hacer. Alzó los ojos hacia Francis y los hermanos Moses, que habían llegado sin aliento.
—Tenemos que conseguir ayuda —dijo.
Negro Chico alargó la mano hacia el teléfono y vio que tenía el cable arrancado. Echó un rápido vistazo al asolado puesto de enfermería y dijo:
—Aguantad. Voy arriba a pedir ayuda.
Negro Grande se volvió hacia Francis con una expresión de ansiosa inquietud.
—Tenía que avisarnos por el intercomunicador o el teléfono… Tardamos unos segundos cuando os oímos… —No terminó la frase, porque de repente el valor de esos instantes parecía equivaler al de la vida de Lucy Jones.
Ella estaba transida de dolor, sólo medio consciente de que Peter estaba a su lado y de que los hermanos Moses y Francis también estaban allí. En su semiinconsciencia, le parecía verlos en una costa lejana a la que ella se afanaba por llegar luchando contra las mareas y las corrientes. Sabía que tenía que decir algo importante antes de ceder a la agonía y dejarse caer, tranquila, en el oscuro abismo que la atraía. Se mordió el labio ensangrentado y consiguió articular unas palabras a pesar del dolor y la desesperación que la embargaban.
—Está aquí… —musitó—. Encontradlo… Terminad con esta historia…
No sabía si aquello tenía sentido, o si alguien la había oído. Ni siquiera estaba segura de que las palabras que había logrado formar en su cabeza hubieran salido de sus labios. Pero por lo menos lo había intentado y, con un suspiro, dejó que la inconsciencia se apoderara de ella, sin saber si alguna vez se liberaría de su abrazo seductor pero consciente de que al menos todo el dolor desaparecería.
—¡Mierda, Lucy! ¡No te vayas! —suplicó Peter en vano. Alzó los ojos y dijo—: Ha perdido el conocimiento. —Acercó el oído a su pecho—. Está viva, pero…
Negro Grande se agachó junto a ella y empezó a aplicarle presión en la herida de la rodilla, que sangraba mucho.
—¡Que alguien traiga una manta! —bramó.
Francis se volvió y vio que Napoleón se dirigía hacia el dormitorio para buscar una. Al otro extremo del pasillo, Negro Chico reapareció corriendo.
—¡Ya viene la ayuda! —gritó.
Peter retrocedió un poco, sin separarse de Lucy. Francis vio que miraba al suelo y ambos detectaron la pistola de Lucy. En ese instante, para Francis era como si todo lo que había en el edificio Amherst se moviera a cámara lenta, y de golpe comprendió lo que Lucy había dicho y pedido.
—El ángel… —dijo a Peter y los hermanos Moses— ¿dónde está?
Fue entonces, en ese momento, cuando toda mi locura y todo lo que podría volverme cuerdo algún día se unió en una gran conexión eléctrica y explosiva. El ángel soltaba alaridos y su voz era un estruendo colérico. Me aferraba el brazo para intentar impedirme llegar a la pared, me arañaba, intentaba arrebatarme el lápiz para evitar que escribiera con letra temblorosa lo que había ocurrido a continuación. Peleaba con dureza y me zarandeaba el cuerpo a golpes por cada palabra. Todo su ser se concentraba en detenerme, en doblegarme y en verme muerto ahí mismo, tras darme por vencido, tras quedarme corto, a unos centímetros del final.
Yo me defendía y me esforzaba por escribir en el espacio en blanco cada vez más reducido de la pared. Chillaba, discutía, le gritaba, apunto de estallar como un cristal apunto de hacerse añicos.
—Sí, ¿dónde…? —dijo Peter.
—Sí, ¿dónde…? —dijo Peter.
Francis desvió la mirada del cuerpo tendido de Lucy para escrutar el pasillo. A lo lejos, oyó la sirena de una ambulancia y se preguntó si sería la misma que lo había llevado al Western.
Buscó con los ojos en una dirección aunque, de hecho, estaba buscando en su interior. Miró el pasillo, más allá del dormitorio de las mujeres, hacia la escalera donde Cleo se había suicidado y donde el oportunista ángel le había mutilado después la mano. Sacudió la cabeza y pensó que no había huido por ahí porque se habría topado con los hermanos Moses. Se volvió para examinar las demás vías de escape. La puerta principal. La escalera en el extremo de los hombres. Cerró los ojos y pensó: «El ángel no habría venido aquí esta noche si no dispusiese de una salida de emergencia. Por si algo salía mal, claro, pero también porque necesitaba ocultarse para saborear los últimos instantes de Lucy. No querría compartirlos con nadie. Un sitio donde estar a solas con su obsesión. Te conozco, ángel, y sé lo que necesitas, y ahora sé adonde has ido».
Francis se dirigió despacio hacia la puerta principal. Cerrada con llave. Reflexionó. Demasiado tiempo. Demasiada incertidumbre. Tendría que haber utilizado dos llaves y salir donde los de seguridad podrían verlo. Y cerrar con llave para no dejar una pista sobre su huida.
Sus voces gritaron su conformidad: Por ahí no. Lo sabes. Puedes verlo. No sabía si los gritos eran de ánimo o de desesperación. Echó un vistazo al pasillo y a la puerta derribada del dormitorio de los hombres. Reflexionó otra vez. El ángel habría tenido que pasar ante ellos, y eso habría sido casi imposible, incluso para un hombre que se enorgullecía de su invisibilidad.
Y entonces Francis lo vio.
—¿Qué pasa, Pajarillo? —preguntó Peter.
—Ya lo sé. —La sirena de la ambulancia se acercaba, y le pareció oír pasos presurosos por el camino hacia el edificio Amherst. Eso era imposible, pero aun así oía a Tomapastillas, al señor del Mal y a todos los demás corriendo hacia allí.
Se dirigió a la puerta que daba al sótano y los conductos subterráneos de la calefacción.
—Aquí —dijo. Y, como un mago algo tembloroso en el cumpleaños de un niño, abrió la puerta que debería haber estado cerrada con llave.
Francis dudó en lo alto de las escaleras, atrapado entre el miedo y un tácito deber, mal definido. Nunca había pensado demasiado en el concepto de valentía, limitándose a superar las dificultades cotidianas de pasar de un día al siguiente mediante su ligero contacto con la realidad. Pero, en ese instante, comprendió que dar un paso hacia el sótano exigía una fuerza sobrehumana. Allá abajo, una única bombilla proyectaba sombras en los rincones y apenas iluminaba los peldaños que descendían hacia la zona de almacenaje. Más allá del tenue arco de luz había una penumbra densa, envolvente. Notó una vaharada de aire caliente, viciado. Olía a moho y encierro, como si todos los pensamientos terribles y las esperanzas truncadas de las generaciones de pacientes que vivían su locura en el mundo de arriba se hubieran filtrado hacia el sótano, como el polvo, las telarañas y la suciedad. Era un sitio que rezumaba enfermedad y muerte, un sitio donde el ángel se sentiría cómodo.
—Aquí abajo —confirmó a Peter.
Contradijo así las voces que en su cabeza le gritaban ¡No bajes ahí! Las ignoró. Peter se situó a su lado. En la mano derecha empuñaba el revólver de Lucy. Francis no lo había visto recogerlo en el puesto de enfermería, pero agradeció que lo tuviera. Peter había sido soldado y sabría utilizarlo, y en aquella lúgubre catacumba, necesitarían alguna ventaja.
Peter asintió y se volvió hacia Negro Grande y su hermano, que administraban los primeros auxilios a Lucy. El auxiliar corpulento levantó la cabeza y fijó sus ojos en los del Bombero.
—Mire, señor Moses —dijo Peter con calma—, si no hemos vuelto en unos minutos…
Negro Grande se limitó a asentir con la cabeza. Su hermano también lo hizo.
—Adelante —indicó—. En cuanto llegue la ayuda, os seguiremos.
Francis tuvo la impresión de que ninguno de los dos reparaba en el arma que Peter empuñaba. Inspiró hondo e intentó borrar de su cabeza todo lo que no fuera encontrar al ángel, y con paso titubeante, empezó a bajar las escaleras.
Le pareció que zarcillos de calor y oscuridad lo envolvían a medida que avanzaba. Era imposible caminar sin hacer ningún ruido; la incertidumbre parecía favorecer el ruido, de modo que cada vez que apoyaba el pie en un peldaño creía oír un sonido fuerte y retumbante, cuando lo cierto era lo contrario: sus pasos eran amortiguados. Peter iba detrás y lo empujaba un poco, como si la velocidad fuera importante. Tal vez lo fuera. Tal vez tenían que atrapar al ángel antes de que la noche lo absorbiera y desapareciese.
El sótano era amplio y tenebroso, iluminado por una sola bombilla. Cajas de cartón, bidones vacíos y un batiburrillo de objetos desechados lo convertían en una pista de obstáculos, y una capa de hollín parecía cubrirlo todo. Se movieron lo más rápido posible entre herrumbrosos bastidores de cama y colchones mohosos, como si cruzaran una densa selva de objetos abandonados. Una enorme caldera negra descansaba inútil en un rincón, y un rayo de luz proyectaba algo de claridad al grueso conducto que penetraba en una pared para convertirse en un oscuro túnel.
—Por aquí —señaló Francis—. Ha huido por aquí.
—¿Cómo puede ver por dónde va? —preguntó Peter refiriéndose a la oscuridad absoluta del túnel—. ¿Y adonde crees que le conducirá?
La respuesta a esta pregunta era más complicada de lo que el Bombero creía.
—A otro edificio, Williams o Harvard, o a la central de calefacción y suministro eléctrico —respondió—. Y no necesita luz. Sólo tiene que avanzar, porque sabe adonde va.
Peter asintió y pensó que probablemente el ángel no era consciente de que lo seguían, lo que tal vez constituyese una ventaja. Además, cualquiera que fuese el camino que el ángel recorría en sus anteriores desplazamientos al edificio Amherst, esa noche sería diferente, porque ya no estaba a salvo en el hospital. Esa noche, el ángel querría desaparecer. Pero Peter no estaba seguro de cómo.
Estas cosas también se le habían ocurrido a Francis. Pero él sabía algo más: no debían subestimar la cólera del ángel.
Los dos hombres se adentraron en el conducto de la calefacción.
Se había concebido para proveer de vapor, no para que un hombre lo usara como pasaje subterráneo entre edificios. Pero, aunque no estuviera pensado para esa finalidad, servía para eso. Sólo había espacio para avanzar medio agachado y a trompicones. Era un mundo perfecto para ratas y otros roedores, que sin duda lo consideraban el mejor hogar. Construido hacía décadas y derruido a lo largo de los años, su utilidad resultaba nula salvo para el asesino al que perseguían.
Se movían a tientas y se detenían cada pocos pasos para escuchar con atención, con las manos extendidas hacia delante como un par de invidentes. El calor era sofocante y el sudor les perlaba la frente. Ambos se notaban cubiertos de suciedad, pero siguieron adelante superando los obstáculos, pegados con cuidado a un lado y resiguiendo un tubo viejo que parecía desintegrarse al tocarlo.
A Francis le costaba respirar. El polvo y el deterioro parecían concentrarse en todas las bocanadas de aire que aspiraba. Mientras avanzaba, percibía años de desolación y se preguntó a medida que recorría aquel túnel si estaba extraviándose más o, por el contrario, encontrándose a sí mismo.
Peter iba detrás y se detenía a menudo para aguzar el oído y la vista a la vez que maldecía la oscuridad que ralentizaba la persecución. Tenía la impresión de que no avanzaban con la rapidez necesaria y apremiaba a Francis para que se moviera más deprisa. En la penumbra del túnel, era como si todas las conexiones con el mundo de arriba se hubieran cortado y los dos se encontrasen solos para atrapar una presa muy peligrosa. Trató de obligarse a pensar con lógica y exactitud, a evaluar y reflexionar, a anticiparse y predecir, pero era imposible. Esas cualidades pertenecían al mundo normal, y ahí abajo no servían de nada. El ángel tendría algún plan de acción, pero no alcanzaba a discernir si consistía en evadirse o, simplemente, en esconderse. Lo único que sabía era que tenían que seguir adelante, porque intuía que ningún sendero selvático que hubiera recorrido ni ningún edificio en llamas en el que hubiera entrado habían sido tan peligrosos como la ruta que seguía ahora. Peter comprobó que el arma no llevaba el seguro puesto y la empuñó con más fuerza.
Soltó un juramento al dar un traspié y volvió a soltar otro mientras recuperaba el equilibrio.
Francis tropezó en un escombro y soltó un grito ahogado al tiempo que aleteaba los brazos para no caer. Cada paso era tan incierto como el de un niño, pensó. Pero de repente vio una tenue luz amarilla que parecía estar a kilómetros de distancia.
—¿Tú qué opinas? —susurró Peter.
—¿La central de calefacción? ¿Otro edificio?
Ninguno de los dos tenía la menor idea. Ni siquiera sabían si habían avanzado en línea recta desde el edificio Amherst. Estaban desorientados, asustados y tensos. Peter aferró el arma, al menos eso era algo real, algo firme en un mundo escurridizo. Francis no tenía nada tan concreto en lo que confiar.
Avanzó hacia la pálida luz. Con cada paso no ganaba fuerza sino dimensión, como el sol al asomar tras unas colinas distantes luchando contra la niebla y las nubes. Francis pensó que los atraía como una vela parpadeante a una polilla, y no estaba seguro de que fueran a ser más efectivos que ella.
—Sigue —lo apremió Peter. Lo dijo tanto para oír su propia voz como para convencerse de que el envolvente y claustrofóbico túnel de la calefacción estaba llegando a su fin. Francis agradeció oír aquella palabra aunque procediera de la penumbra incorpórea, como si la hubiera pronunciado algún fantasma que le pisara los talones.
Avanzaron con dificultad y, por fin, la tenue luz amarilla que los atraía arrojó cierta claridad al camino. Francis, vacilante, se acercó una mano a la cara, como si la sensación de ver le resultara curiosamente desconocida. Un escombro le golpeó en la pierna, haciéndole dar otro traspié. De pronto se detuvo, porque intuyó que algo muy evidente se le escapaba, pero Peter le dio un empujoncito y finalmente ambos llegaron a la desembocadura del conducto en la pared. Cuando salieron a un recinto tenuemente iluminado, Francis supo qué le había pasado por alto: habían recorrido la totalidad del túnel sin haber notado ni una sola vez el desagradable tacto pegajoso de una telaraña. Eso le pareció incongruente. En ese túnel tenía que haber arañas.
Y comprendió qué significaba: alguien más había seguido ese camino y las había quitado.
Estaban en un extremo de otro sótano tenebroso. Como en Amherst, sólo una bombilla desnuda en el techo cerca de la escalera situada al otro lado proporcionaba una patética aura de luz. A su alrededor había los mismos montones de material y equipo desechado, y por un instante Francis temió que simplemente hubiesen trazado un extraño círculo, porque todo parecía igual. Escrutó las sombras que lo rodeaban y tuvo la extraña sensación de que las cosas habían sido movidas para abrir un paso. Peter empuñaba el arma con ambas manos en la postura de un tirador, preparado.
—¿Dónde estamos? —preguntó Francis.
Peter no tuvo ocasión de contestar porque la habitación se sumió de golpe en una absoluta oscuridad.