30

Peter recorrió de prisa el pasillo, asomó la cabeza a la sala de estar común, se detuvo frente a las salas de reconocimiento y echó un rápido vistazo al comedor esquivando grupos de pacientes, en busca de Francis y Lucy Jones, pero ninguno de los dos andaba por allí. Tenía la abrumadora sensación de que estaba pasando algo fundamental a espaldas suyas. Recordó de repente la selva de Vietnam. Durante la guerra, el cielo azul, la tierra húmeda, el aire sobrecalentado y el follaje mojado parecían siempre iguales, de modo que sólo un sexto sentido permitía saber si a la vuelta de la esquina habría un francotirador en un árbol, o una emboscada, o quizá sólo un alambre camuflado que cruzaba el camino, esperando el paso errante que detonara la mina enterrada. Todo era cotidiano y corriente, todo estaba en su sitio, como se suponía que tenía que estar, excepto la cosa oculta que amenazaba con una tragedia. Eso mismo veía ahora en el hospital.

Se detuvo junto a una ventana con barrotes, donde habían dejado solo a un anciano en una silla de ruedas. Le resbalaba un hilillo de baba hasta el mentón, donde se mezclaba con su incipiente barba gris. Tenía los ojos fijos en el exterior.

—¿Puede ver algo? —le preguntó Peter, pero no obtuvo respuesta.

Unas gotas de lluvia distorsionaban la vista, y al otro lado del cristal sólo se atisbaba un día apagado, húmedo y gris. Peter se agachó para tomar una toallita de papel del regazo del hombre y le secó la barbilla. El anciano no lo miró pero asintió como dándole las gracias. Siguió inexpresivo. Lo que estuviese pensando sobre su presente, recordando sobre su pasado o incluso planeando de cara al futuro, estaba perdido en la niebla que había descendido sobre él. Peter pensó que los días que le quedaban de vida no tendrían más consistencia que las gotas de lluvia que resbalaban por el cristal de la ventana.

Detrás de Peter, una mujer de pelo largo, despeinado y cubierto de canas hacía eses por el pasillo como si estuviera bebida; se detuvo de golpe y miró el techo.

—Cleo se ha ido —gimió—. Se ha ido para siempre. —Y reanudó su movimiento a la deriva.

Peter se dirigió hacia el dormitorio, convencido de que aquello no era un hogar. Sólo un par de días más. Unos cuantos trámites, un apretón de manos, un «buena suerte», y se acabó. Lo trasladarían y su vida sería otra cosa.

No sabía muy bien qué pensar. El mundo del hospital te provocaba indecisión. En el mundo real, las decisiones eran evidentes y, por lo menos, tenían la posibilidad de ser honestas. Podían evaluarse y sopesarse. Pero entre aquellas paredes cerradas, nada de eso parecía igual.

Lucy se había cortado el pelo y se lo había teñido de rubio. Si eso no provocaba el impulso depredador del hombre que buscaban, no sabía qué podría hacerlo. Apretó los dientes, con fuerza. Miró el techo como un conductor que espera que el semáforo cambie a verde. Pensó que Lucy estaba corriendo un riesgo. Francis también estaba en la cuerda floja. De los tres, él era el que se había arriesgado menos. De hecho, todavía no se había arriesgado, no se había puesto en peligro alguno.

Se volvió y, al ver a Lucy delante de su despacho, se dirigió presuroso hacia ella.

Las vistas de altas se habían celebrado una tras otra a lo largo del día. Francis comprendió enseguida que si habías cumplido todas las condiciones necesarias para optar a una vista, lo más probable era que te dieran de alta. La farsa que estaba presenciando era una ópera burocrática, concebida para asegurarse de que no se corrían riesgos imprevistos y se cumplían las formalidades. Nadie quería dar de alta a alguien que fuera a sumirse de inmediato en una rabia psicótica.

El aburrido joven de la fiscalía examinaba superficialmente los casos pendientes contra los pacientes y el joven que actuaba como abogado de oficio se oponía rutinariamente a todo lo que decía. Para el tribunal eran más importantes la evaluación del personal del hospital y la recomendación de la joven del departamento de salud mental, que seguía rebuscando entre sus carpetas y notas y vacilaba y tartamudeaba un poco al hablar, ya que le pedían opinión sobre si se corría algún riesgo al dar de alta a alguien y ella no tenía ni idea.

—¿Es un peligro para él o para los demás? —le preguntaban como una letanía.

Claro que no, si seguía tomando los medicamentos y no volvía a encontrarse en las mismas circunstancias que lo habían desquiciado. Por supuesto, esas circunstancias seguían ahí, de modo que no era fácil ser optimista sobre las posibilidades reales de nadie fuera del hospital.

Los pacientes se marchaban. Los pacientes volvían. Un bumerang de locura.

Francis intentaba escuchar todas las palabras pronunciadas y observar las caras de los pacientes, los médicos, los padres, hermanos o primos que se levantaban para hablar. En su interior sólo sentía agitación y caos. Sus voces le gritaban que se fuera. Insistentes, chillonas, suplicantes; todas igual de firmes, casi histéricas en su deseo. Era como estar atrapado en el foso de una orquesta horrorosa, en la que todos los instrumentos sonaban cada vez con más fuerza y más desafinados.

Sabía por qué. De vez en cuando, cerraba los ojos para descansar un poco. Pero no le servía de mucho. Seguía sudando y notando tensos los músculos de todo el cuerpo. Le sorprendía que todavía nadie se hubiera percatado de la lucha en que se debatía. Creía que cualquiera que lo mirara de verdad vería de inmediato que estaba al borde de un ataque de nervios.

Inspiró con fuerza, pero le faltaba el aire.

«¿Por qué no lo ven? El ángel se esconde en el hospital. Para matar, necesita poder ir y venir».

Miró al tribunal y se recordó que ésa era la puerta de salida. Dirigió una rápida mirada a los familiares y amigos que rodeaban a los pacientes.

«Todo el mundo cree que el ángel es un asesino solitario. Pero yo sé algo que ellos ignoran: aquí hay alguien que, sabiéndolo o no, lo está ayudando. Sin embargo, ¿por qué mató a Rubita? ¿Por qué atrajo la atención, si aquí estaba a salvo?».

Ni Lucy ni Peter se habían planteado esa pregunta. Sólo él. Sus voces retumbaban en su interior advirtiéndole que no se atreviera a adentrarse en la oscuridad que lo atraía.

«Creen que asesinó a Rubita porque tenía que matar. Puede que sí. Puede que no». En ese instante se detestó más que nunca. «Tú también podrías ser un asesino».

Temió haber hablado en voz alta, pero nadie se volvió ni le prestó atención.

Negro Grande había salido un momento, aburrido de la monótona rutina de las vistas. Cuando regresó a la sala, Francis hizo un esfuerzo inmenso por esconder la ansiedad que lo zarandeaba.

—¿Ya le has cogido el tranquillo, Pajarillo? —susurró el corpulento auxiliar, y se dejó caer en su silla—. ¿Has visto suficiente?

—Todavía no —respondió en voz baja. Lo que aún no había visto era lo que temía y esperaba a la vez.

—Tenemos que volver a Amherst. —Negro Grande se inclinó hacia él para hablarle en susurros—. El día casi ha terminado. Pronto empezarán a buscarte. Esta noche hay programada una sesión de terapia.

—No —medio mintió Francis, porque en realidad no lo sabía con certeza—. El señor Evans la canceló después de todo el alboroto.

—No deberían cancelar las sesiones. —El auxiliar sacudió la cabeza. Hablaba a Francis, pero más a las autoridades del hospital. Levantó los ojos—. Vamos, Pajarillo —dijo—. Tenemos que volver. Sólo quedan un par de vistas y no serán distintas de las que ya has visto.

Francis no supo qué decir, porque no quería contarle la verdad: había una que iba a ser muy distinta. Miró al otro lado de la sala.

Había tres pacientes que seguían esperando. Eran fáciles de reconocer entre el resto de personas reunidas. No iban tan arreglados. Llevaban el pelo alborotado. Sus ropas no estaban tan limpias. Vestían pantalones a rayas y camisas a cuadros, o sandalias con calcetines desparejos. Nada en ellos parecía armonizar, ni su atuendo ni cómo seguían el procedimiento. Era como si todos estuvieran un poco desigualados. Les temblaban las manos y las comisuras de los labios, debido a los fármacos y a sus efectos secundarios. Los tres eran hombres, y oscilaban entre los treinta y los cuarenta y cinco años. Ninguno destacaba particularmente; no eran gordos, altos o canosos, ni estaban tatuados ni tenían nada que los diferenciara. No demostraban sus emociones. Por fuera parecían vacíos, como si los medicamentos no sólo suprimieran su locura, sino también gran parte de sus identidades.

Ninguno se había vuelto para mirarlo, por lo menos que él supiera. Habían permanecido estoicos, casi impasibles, con la vista al frente mientras se habían oído los demás casos a lo largo del día. No podía verles bien la cara, sólo los perfiles.

Uno estaba rodeado de unas cuatro personas. Francis supuso que eran sus padres y una hermana con su marido, que se removía en su silla, nada contento de estar allí. Otro paciente estaba sentado entre dos mujeres mucho mayores que él, probablemente su madre y una tía. El tercero estaba sentado entre un estirado hombre mayor de traje azul y con una expresión severa y una mujer bastante más joven, hermana o sobrina, que no parecía incómoda y escuchaba atentamente todo lo que se decía, incluso tomaba algunas notas en un cuaderno.

El juez dio un mazazo.

—¿Qué nos queda? —preguntó—. Se está haciendo tarde.

—Tres casos, señoría —contestó la psiquiatra—. No parecen complicados. Dos diagnósticos de retraso mental y un catatónico que ha mostrado notables progresos con la ayuda de medicación antipsicótica. Ninguno tiene cargos pendientes…

—Vamos, Pajarillo —susurró Negro Grande—. Tenemos que volver. No pasará nada distinto. Estos casos se aprobarán deprisa. Es hora de irnos.

Francis dirigió una mirada hacia la joven psiquiatra, que seguía hablando al juez retirado.

—Todos estos hombres ya han sido dados de alta varias veces, señoría.

—Venga, Pajarillo —insistió el auxiliar en un tono que no dejaba margen a la discusión.

Francis no sabía cómo decir que lo que iba a pasar era lo que había estado esperando todo el día.

Se levantó, consciente de que no tenía opción. Negro Grande le dio un empujoncito en dirección a la puerta y Francis avanzó hacia ella. No se volvió, aunque tuvo la impresión de que por lo menos uno de los tres pacientes se había vuelto en la silla y le clavaba los ojos en la nuca. Notaba una presencia a la vez fría y caliente, y supo que eso era lo que sentían las víctimas del ángel.

Le pareció que una voz le gritaba: ¡Tú y yo somos iguales!, pero en la sala sólo se oían las voces rutinarias de los participantes en la vista. Lo que había oído era una alucinación, real e irreal a la vez.

¡Corre, Francis, corre!, le gritaron sus voces.

Pero no lo hizo. Siguió caminando despacio, sabiendo que el asesino estaba a sus espaldas, pero que nadie, ni siquiera Lucy, Peter, los hermanos Moses, el señor del Mal o el doctor Tomapastillas, lo creerían si lo decía. Quedaban tres pacientes en la sala. Dos eran lo que eran. Uno, no. Y tras su máscara de falsa locura, el ángel sin duda se reía de él.

Supo otra cosa: al ángel le gustaba el riesgo, y a él también. No le dejaría vivir mucho más.

El auxiliar sostuvo abierta la puerta del edificio de administración y los dos salieron. Fuera lloviznaba y Francis levantó la cara, como si el cielo pudiera limpiar todos sus miedos y dudas. El día llegaba a su fin y el cielo gris se oscurecía anunciando la noche. Francis distinguió a lo lejos el sonido de una máquina y se volvió en esa dirección. Negro Grande también se giró y ambos miraron hacia el otro lado de los terrenos del hospital. Más allá del jardín, en el cementerio del rincón más alejado del Western, una excavadora amarilla echaba una última carga de tierra al suelo.

—Espera, Pajarillo —dijo el auxiliar—. Debemos detenernos un momento. —Inclinó la cabeza y Francis le oyó murmurar—: Padre nuestro que estás en los cielos…

Francis lo escuchó en silencio.

—Tal vez éstas sean las únicas palabras dichas en recuerdo de la pobre Cleo —suspiró cuando terminó—. Quizá tenga más paz ahora. Dios sabe que en vida tenía muy poca. Eso es triste, Pajarillo. Muy triste. No me obligues a rezar una oración por ti. Aguanta. Todo mejorará, seguro. Confía en mí.

Francis asintió, pero no lo creía. Cuando volvió a mirar el cielo oscurecido, con el sonido distante de la excavadora que llenaba la tumba de Cleo, pensó que estaba escuchando la obertura de una sinfonía cuyas notas y compases presagiaban nuevas muertes.

Lucy reflexionó que era el plan más sencillo y efectivo que podían elaborar, y quizás el único con alguna esperanza de salir bien. Haría el turno de noche que había resultado mortal a Rubita en el puesto de enfermería. Esperaría a que el ángel apareciera.

Ella sería la cabra atada. El ángel sería el depredador. Se trataba de la estratagema más antigua del mundo. Dejaría el intercomunicador del hospital conectado con el puesto de la primera planta, donde los hermanos Moses aguardarían su señal. En el hospital, los gritos pidiendo ayuda eran muy frecuentes y a menudo ignorados, de modo que eligieron la contraseña «Apolo». Cuando la oyeran correrían en su ayuda. Lucy había elegido la palabra con una nota de ironía. Podrían muy bien ser astronautas que se dirigían hacia un planeta distante. Los hermanos Moses creían que no tardarían más de unos segundos en bajar las escaleras, lo que tendría la ventaja añadida de bloquear una de las vías de escape. Lo único que Lucy tenía que hacer era mantener al ángel ocupado unos momentos, y no morir en el intento. La entrada principal del edificio Amherst tenía cerradura doble, lo mismo que la puerta lateral. Todos suponían que podrían acorralar al asesino antes de que hiciese daño a Lucy o usase las llaves para escapar del hospital. Pero si lograba huir, alertarían a seguridad y las opciones del ángel se reducirían rápidamente. En cualquier caso, le verían la cara.

Peter había insistido en este punto y en otro detalle. Sostenía que era fundamental averiguar la identidad del ángel, pasara lo que pasase. Sería la única forma de preparar los casos en su contra.

También había pedido que quedara abierta la puerta del dormitorio de hombres de la planta baja para que él también pudiera controlar la situación, aunque eso significara pasar la noche en blanco. Afirmaba que él estaría un poco más cerca de Lucy, y que era menos probable que el ángel esperara un ataque desde una puerta que solía estar cerrada con llave. Los hermanos Moses habían dicho que eso era cierto, pero que ellos no podían dejar la puerta abierta.

—Va contra las normas —había comentado Negro Chico—. El gran jefe nos echaría si se entera.

—Bueno… —fue a replicar Peter, pero el auxiliar levantó una mano para añadir.

—Claro que Lucy tendrá un juego de llaves de todas las puertas. Lo que haga con ellas cuando esté en el puesto de enfermería no es asunto nuestro. Pero no seremos mí hermano y yo quienes dejemos la puerta abierta. Si atrapamos a este tipo, todo irá bien. Pero no quiero problemas innecesarios.

Lucy echó un vistazo a su cama. La residencia estaba en calma, y tenía la sensación de estar sola en el edificio, aunque sabía que eso no podía ser. En algún sitio habría gente hablando, riendo de una broma o comentando algo. Había extendido un uniforme blanco de enfermera sobre la colcha. Iba a ser su atuendo para esa noche. Rio para sus adentros. El vestido de la Primera Comunión. El vestido del baile de graduación. El traje de novia. El vestido para el funeral. Una mujer preparaba con cuidado la ropa para las ocasiones especiales.

Sopesó el revólver y lo metió en el bolso. No había dicho a nadie que lo tenía.

No esperaba realmente que el ángel apareciera, pero no sabía qué otra cosa podía hacer en el poco tiempo que quedaba. Su estancia se acababa, hacía tiempo que no era bien recibida y el lunes por la mañana también trasladarían a Peter. Eso le dejaba una sola noche. En cierto sentido, ya había empezado a planear el futuro y a pensar en lo que se vería obligada a hacer cuando su misión acabara en fracaso. Sabía que, finalmente, el ángel volvería a matar dentro del hospital, o bien lograría que lo dieran de alta y lo haría en el exterior. Pero si ella seguía todas las vistas de altas y todas las muertes en el hospital, tarde o temprano el ángel cometería un error y ella estaría ahí para acusarlo. Sin embargo este enfoque presentaba un problema obvio: significaba que alguien más tenía que morir.

Inspiró hondo y tomó el uniforme blanco. Intentó no imaginar cómo sería la siguiente víctima. Quién podría ser. Qué esperanzas, sueños y deseos podría tener. Existía en algún mundo paralelo, tan real como cualquiera, pero fantasmagórico. Se preguntó si esta mujer que esperaba la muerte sería como las alucinaciones que tenían tantos pacientes. Estaba en algún sitio, sin saber que era la siguiente víctima del ángel si éste no aparecía esa noche en el puesto de enfermería del edificio Amherst.

Con todo el peso del futuro de esa mujer desconocida sobre los hombros, empezó a vestirse despacio.

Cuando desvié la mirada de las palabras para recobrar el aliento, vi a Peter apoyado contra la pared, los brazos cruzados y una expresión preocupada en la cara. Pero eso era lo único familiar de su aspecto; llevaba la ropa hecha jirones, tenía la piel de los brazos carbonizada y las mejillas y el cuello manchados de tierra y sangre. Quedaba muy poco de él tal como yo lo recordaba. De repente noté el hedor terrible de la carne quemada y la descomposición.

Me sacudí aquella sensación horrorosa y saludé a mi único amigo.

—Peter —exclamé con alivio—, has venido a ayudarme.

Sacudió la cabeza sin decir nada. Se señaló el cuello y los labios para indicar que ya no podía hablar.

Hice un gesto hacia la pared que contenía mi historia.

—Estaba empezando a comprender —afirmé—. Estuve en las vistas de altas. Lo sabía. No todo, pero comenzaba a saber. Cuando recorrí los terrenos del hospital esa noche, por primera vez vi algo distinto. Pero ¿dónde estabas tú? ¿Dónde estaba Lucy? Estabais todos haciendo planes y nadie quería escucharme, cuando yo era quien lo veía mejor.

Sonrió otra vez, como para corroborar sus palabras.

—¿Por qué no me escuchaste? —pregunté de nuevo.

Se encogió de hombros con tristeza. Alargó una mano casi desprovista de carne, como queriendo tocar la mía. En el segundo en que dudé, la huesuda mano que se acercaba se desvaneció, casi como si una niebla hubiera cubierto el espacio que nos separaba y, después de que yo parpadeara otra vez, Peter ya no estaba. Como en un truco de magia en un escenario. Sacudí la cabeza para aclararme las ideas y, cuando volví a alzar los ojos, vi cómo, muy cerca de donde había aparecido Peter, el ángel, incorpóreo, tomaba forma lentamente.

Emitía un brillo blanco, como si tuviera una luz en su interior. Me deslumbró y me protegí los ojos. Cuando volví a mirar, seguía ahí, sólo que fantasmagórico, vaporoso, como si fuera opaco, formado en parte de agua, en parte de aire, en parte con la imaginación. Sus rasgos eran vagos, de contornos borrosos. Lo único nítido y claro eran sus palabras.

—Hola, Pajarillo —saludó—. Aquí no hay nadie que pueda ayudarte. No queda nadie en ninguna parte que pueda ayudarte. Ahora sólo estamos tú y yo, y lo que pasó esa noche.

Lo miré y me di cuenta de que tenía razón.

—No quieres recordar esa noche, ¿verdad, Francis?

Sacudí la cabeza, pero no hablé porque no me fiaba de mi voz.

Señaló la historia que crecía en la pared.

—La hora de morir esta cerca, Francis —dijo con frialdad, y añadió—: Esa noche, y también ésta.