A mediodía había empezado a llover, una llovizna irregular interrumpida con frecuencia por chaparrones fuertes o por breves calmas entre chubascos. Francis había seguido a Negro Grande deseando que el corpachón del auxiliar le sirviese de protección para mantenerse fresco detrás de él. Era la clase de día que sugería la proliferación de enfermedades: caluroso, sofocante, bochornoso y húmedo, de cariz casi tropical, como si de repente la sequedad habitual de Nueva Inglaterra hubiese adquirido en el hospital una extraña característica selvática. Era un clima fuera de lugar y loco como todos ellos. Hasta la ligera brisa que agitaba los árboles poseía una densidad extraña.
Como era costumbre, las vistas de altas se celebraban en el edificio de administración, en el comedor del personal, que se transformaba para la ocasión en improvisado tribunal. Había mesas para los funcionarios y para los abogados de los pacientes. Se habían dispuesto filas de incómodas sillas plegables para los pacientes y sus familias. Se incluía una mesa para un taquígrafo y un asiento para los testigos. La sala estaba concurrida, pero no abarrotada, y los presentes hablaban en susurros. Francis y Negro Grande se sentaron en la última fila. Francis creyó que el aire de la habitación era sofocante, pero luego pensó que tal vez no era tanto el aire como la nube de esperanzas anhelantes y de impotencias que llenaban el recinto.
Presidía la vista un juez retirado del tribunal de distrito de Springfield. Era un hombre canoso, con sobrepeso y rubicundo, dado a hacer aspavientos con las manos. Tenía un mazo que utilizaba a menudo sin motivo aparente, y llevaba una toga negra algo gastada que seguramente había vivido mejores días y casos más importantes. A su derecha había una psiquiatra del departamento de salud mental, una mujer joven con pestañas espesas que no dejaba de revisar carpetas y documentos, como si fuera incapaz de encontrar lo que necesitaba, y a su izquierda, un abogado de la oficina del fiscal de distrito local, repantigado en su asiento con la mirada aburrida de un hombre joven al que le ha tocado la china. En una mesa había otro joven abogado, de cabello hirsuto y con un traje mal entallado, algo más entusiasta y atento, que hacía las veces de representante de los pacientes, y delante de él, varios miembros del personal del hospital. Todo estaba concebido para conferir un cariz oficial al procedimiento, para expresar decisiones en términos médicos y jurídicos. Poseía un barniz, de eficiente responsabilidad, como si cada caso que se presentaba hubiera sido antes examinado con atención, estudiado debidamente y evaluado a fondo, cuando Francis sabía que era justo lo contrario.
Sintió impotencia. Echó un vistazo alrededor y se percató de que el elemento fundamental de aquellas vistas eran los familiares sentados en silencio, a la espera de que llamasen a su hijo, su hija, su sobrina, su sobrino, o incluso su madre o su padre. Sin ellos, nadie conseguía salir. Aunque las órdenes que los habían recluido en su día en el Western hubieran vencido hacía tiempo, en ausencia de alguien dispuesto a asumir la responsabilidad en el exterior, la verja del hospital permanecía cerrada. Francis no pudo evitar preguntarse cómo iba a convencer a sus padres de que acudiesen a abrirle las puertas, cuando ni siquiera iban al hospital a verlo.
Una voz sonó en su interior: Nunca te querrán lo suficiente para venir aquí y pedir que te dejen volver con ellos…
Y otra, que hablaba deprisa, le dijo: Tienes que encontrar otra forma de demostrar que no estás loco.
Asintió para sí, porque sabía que lo que ocultaba al señor del Mal y a Tomapastillas era fundamental. Se removió en su silla y empezó a examinar a las personas sentadas en la sala. Parecían de todas las procedencias, rudas, toscas. Algunos hombres llevaban chaquetas y corbatas incongruentes que se habían puesto para causar una buena impresión cuando, en realidad, era más probable que lograran el efecto contrario. Las mujeres llevaban vestidos sencillos, y algunas sujetaban pañuelos de papel para secarse las lágrimas. Pensó que había una gran cantidad de fracaso esparcido en aquella habitación, así como de culpa. Más de un rostro exhibía las marcas de la culpabilidad, y Francis sintió el impulso de decirles que no era culpa suya que se hubieran convertido en lo que eran, pero no estaba seguro de que eso fuera exacto.
—Prosigamos —dijo el juez con la cara colorada mientras golpeaba dos o tres veces con el mazo.
Francis se volvió para observar el procedimiento, pero antes de que el juez pudiera carraspear y que la psiquiatra de expresión confusa pudiera leer un nombre, oyó varias de sus voces a la vez. ¿Por qué estamos aquí? No deberíamos estar aquí. Deberíamos correr. Deprisa, márchate. Vuelve a Amherst. Ahí estarás a salvo…
Francis volvió a observar a la gente reunida. Ningún paciente se había fijado en él al entrar, ninguno lo observaba, ninguno lo miraba con malevolencia, odio o rabia.
Sospechaba que eso podría cambiar.
Inspiró hondo. Si eso era así, corría más peligro rodeado de pacientes y personal del hospital, sentado junto a Negro Grande, que nunca. Peligro debido al hombre que creía que también estaba en esa habitación. Y corría peligro debido a lo que se estaba desatando en su interior.
Se mordió el labio y trató de vaciar su mente. Se dijo que debía ser una mera hoja en blanco y esperar a que escribieran algo en ella. Se preguntó si el auxiliar podría notar su respiración superficial y su frente o sus manos sudorosas, y haciendo acopio de fuerza de voluntad se ordenó: Cálmate.
Entonces dijo mentalmente a todas sus voces: Todo el mundo necesita una salida.
Rogó que nadie, en especial Negro Grande, el señor del Mal o alguno de los demás administradores, notara su agitación. Estaba sentado en el borde de la silla, nervioso, asustado, pero obligado a estar ahí y a escuchar, porque esperaba oír algo importante. Deseaba que Peter estuviera a su lado, o Lucy, aunque no creía que los hubiese convencido de que aquello era vital. Ahora estaba solo, y suponía que estaba más cerca de una respuesta de lo que nadie podía imaginar.
Lucy cruzó las puertas del depósito de cadáveres y sintió el frío del aire acondicionado. Era una pequeña habitación en el sótano de un edificio situado en la periferia de los terrenos del hospital, que solía usarse para almacenar equipo obsoleto y suministros largo tiempo olvidados. Poseía la discutible ventaja de estar cerca del improvisado cementerio. Había una mesa de autopsia de metal reluciente en el centro y una hilera de media docena de contenedores refrigerados en una pared. Una vitrina contenía una modesta selección de escalpelos e instrumental quirúrgico. En un rincón había un archivador y un escritorio con una maltrecha máquina de escribir Selectric IBM. Un ventanuco situado a gran altura en la pared daba al suelo exterior y apenas permitía que un tenue rayo de luz se colara a través de una espesa capa de suciedad. Un par de fluorescentes de techo zumbaban como un enjambre de insectos.
La sala parecía un lugar abandonado, y un ligero hedor a excrementos impregnaba el aire frío. Sobre la mesa de autopsia había una tablilla que sujetaba un juego de formularios. Lucy buscó con la mirada a algún auxiliar pero no había nadie, así que se adentró en la habitación. La mesa de autopsia disponía de dos canales que llegaban hasta el desagüe del suelo. Ambos mostraban manchas oscuras. Tomó la tablilla y leyó el informe preliminar de la autopsia, que exponía lo evidente: Cleo había muerto de asfixia provocada por una sábana utilizada como soga. Sus ojos se detuvieron en la anotación correspondiente a la mutilación, que describía el pulgar seccionado, y luego en el diagnóstico, que era esquizofrenia de tipo paranoide no diferenciada, con delirios y tendencias suicidas. Lucy sospechaba que esta última observación se había añadido, como muchas otras cosas, postmortem. Cuando alguien se ahorca, sus tendencias suicidas se vuelven bastante claras.
Siguió leyendo. No constaba ningún familiar cercano y la casilla para indicar a quién notificar en caso de muerte o lesiones estaba tachada.
En una ocasión, un célebre médico forense había dictado una clase sobre pruebas y, en términos presuntuosos, había dicho a los estudiantes de Derecho, entre los que se encontraba Lucy, que los muertos hablaban con gran elocuencia sobre la forma de su muerte y a menudo señalaban directamente a la persona que los había llevado a ella. La clase había contado con una gran asistencia y había sido bien recibida, pero ahora a Lucy le pareció abstracta y lejana. Lo que ella tenía era un cadáver silencioso en un refrigerador situado en un rincón de un sótano sombrío, y un protocolo de autopsia incluido en una hoja amarilla sujeta a una tablilla, y no creía que le dijera nada, en especial nada que pudiera ayudarla a encontrar al asesino.
Volvió a dejar la tablilla en la mesa y se dirigió hacia el refrigerador. Ninguna de las puertas estaba marcada, de modo que tiró de la primera, y luego de la siguiente, donde encontró un paquete de seis latas de coca-cola que alguien había puesto a enfriar. La tercera parecía encallada, y ella intuyó que contenía el cuerpo. Inspiró hondo y consiguió abrirla unos centímetros.
En efecto, allí estaba el cadáver desnudo de Cleo.
Quedaba muy ajustada en el contenedor debido a su corpulencia, y la bandeja corredera sobre la que descansaba no se movió cuando Lucy tiró de ella.
Apretó los dientes para dar un tirón más fuerte pero oyó que la puerta de la sala se abría. Se giró y vio al doctor Gulptilil.
Este la observó con extrañeza un instante, pero cambió de expresión y sacudió la cabeza.
—Señorita Jones —dijo—, menuda sorpresa. Creo que no debería estar aquí.
Lucy no contestó.
—A veces —prosiguió el médico—, hasta una muerte tan pública como la de la señorita Cleo debería gozar de cierta intimidad.
—Estoy de acuerdo, al menos en principio —repuso Lucy con altivez. Su sorpresa inicial quedó sustituida de inmediato por la beligerancia que usaba como armadura.
—¿Qué espera averiguar aquí?
—No lo sé.
—¿Cree que esta muerte puede revelarle algo? ¿Algo que todavía no sepa?
—No lo sé —repitió Lucy, incómoda al ver que no se le ocurría una respuesta mejor.
El médico se acercó a ella, y su cuerpo grueso y su piel oscura relucieron bajo las luces del techo. Avanzó con una rapidez que contrastaba con su figura en forma de pera, y Lucy pensó que iba a cerrar de golpe la tumba temporal de Cleo. Pero lo que hizo, en cambio, fue tirar de la bandeja con el cadáver, de modo que el torso de Cleo quedó al descubierto entre ambos.
Lucy observó las marcas púrpuras que rodeaban su cuello. Parecía que la piel, que ya había adquirido una tonalidad blanca como la porcelana, las hubiera absorbido. La difunta lucía una sonrisita grotesca en los labios, como si la muerte le hubiera hecho gracia. Lucy inspiró y exhaló despacio.
—Quiere que las cosas sean simples, claras, evidentes —comentó Gulptilil—. Pero nunca son así, señorita Jones. Por lo menos aquí.
Lucy asintió. El médico sonrió con ironía, de una forma parecida a Cleo.
—Los signos externos de la estrangulación son patentes —afirmó—, pero las pulsiones reales que la condujeron a este final son opacas. E imagino que la verdadera causa de la muerte escaparía incluso al más distinguido patólogo del país, porque la locura lo oscurece todo.
El doctor Gulptilil tocó la piel de Cleo brevemente. Miraba su cadáver pero dirigía las palabras a Lucy.
—Usted no comprende este sitio —indicó—. No ha hecho ningún esfuerzo por comprenderlo desde que llegó, porque lo hizo con los mismos miedos y prejuicios de las personas que no están familiarizadas con los enfermos mentales. Aquí, lo anormal es normal y lo extraño es habitual. Ha enfocado su investigación como si el hospital fuera parte del mundo exterior. Ha buscado pruebas fidedignas y pistas reveladoras. Ha examinado las historias clínicas y recorrido los pasillos, como habría hecho si éste no fuera el sitio que es. Por supuesto, todo ello es, como he intentado explicarle, inútil. Así que me temo que sus esfuerzos están destinados al fracaso. Como yo había intuido desde el principio.
—Todavía me queda algo de tiempo.
—Sí. Y quiere provocar una reacción en ese misterioso y tal vez inexistente asesino. Quizá sería una actividad adecuada en su mundo, señorita Jones. Pero ¿aquí?
—¿No cree que el factor sorpresa puede favorecerme? —Lucy se señaló los mechones cortados.
—Sí —contestó el médico—. ¿Pero a quién sorprenderá? ¿Y cómo?
La fiscal guardó silencio. El médico observó el rostro de Cleo y meneó la cabeza.
—Ah, pobre Cleo —se lamentó—. Me gustaban mucho sus gracias. Tenía una energía frenética que, cuando estaba controlada, era de lo más divertida. ¿Sabía que podía citar el espléndido drama de Shakespeare por entero, frase por frase, palabra por palabra? Pero, por desgracia, esta tarde irá a descansar a nuestra fosa común. El encargado de la funeraria llegará dentro de poco para preparar el cadáver. Una vida llena de agitación, dolor y de una terrible soledad, señorita Jones. Quien se haya preocupado por ella tiempo atrás y la haya querido en algún momento ha dejado de constar en nuestros registros y en la memoria institucional de que disponemos. De modo que su paso por este mundo ha significado muy poco. No parece justo, ¿no cree? Cleo tenía una gran personalidad, era una mujer resuelta y de sólidas convicciones. Que todo eso estuviera envuelto de locura no menoscaba su pasión. Me gustaría que hubiera podido dejar alguna huella en este mundo, porque se merecía un mejor epitafio que la anotación que figurará en el registro hospitalario. Sin lápida, sin flores. Otra cama en el hospital, sólo que ésta estará bajo tierra. Se merecía un funeral con trompetas y fuegos artificiales, elefantes, leones, tigres y una carroza tirada por caballos, algo digno de una reina. —Suspiró—. Y bien, señorita Jones —prosiguió tras desviar los ojos del cadáver y dirigirlos hacia ella—, ¿qué piensa hacer?
—Buscar, doctor. Buscar hasta el último momento que pase aquí.
—Ah, una obsesión —exclamó Gulptilil con malicia—. Una búsqueda inquebrantable a pesar de todos los obstáculos. Tendrá que admitir que es una cualidad que se acerca más a mi profesión que a la suya.
—Quizás «insistencia» sea una palabra mejor.
—Como quiera. —Se encogió de hombros—. Pero contésteme una pregunta, señorita Jones. ¿Ha venido aquí a buscar a un loco o a un cuerdo?
No esperó a oír la respuesta, que de todos modos tardaba en llegar, y empujó el cadáver de Cleo de vuelta a la unidad de refrigeración. Las guías rechinaron.
—Tengo que reunirme con el encargado de la funeraria, que va a tener un día muy ajetreado. Buenos días, señorita Jones.
Lucy lo observó marcharse, balanceando el cuerpo regordete, y admitió que se sentía algo intimidada por el asesino que estaba buscando. A pesar de todos sus esfuerzos, seguía escondido en el hospital y, que ella supiera, totalmente inmune a su investigación.
—Eso era lo que creías, ¿verdad?
Cerré los ojos, a sabiendas de que en un momento el ángel estaría a mi lado. Procuré sosegar mi respiración y aminorar los latidos del corazón porque creía que, a partir de entonces, todas las palabras serían peligrosas, tanto para él como para mí.
—No sólo lo creía. Era verdad.
Me giré, primero a la derecha y después a la izquierda, buscando el origen de esas palabras. Parecía haber vahos, fantasmas, luces vaporosas que temblaban y parpadeaban a cada lado.
—Estaba totalmente a salvo, cada minuto, cada segundo, sin importar lo que hiciera. Seguro que eres consciente de ello, Pajarillo. —Su voz tenía un tono brusco, lleno de arrogancia y rabia, y cada palabra parecía rozarme la mejilla como el beso de un difunto.
—Estabas a salvo de ellos —dije.
—Ni siquiera conocían las leyes —se jactó—. Sus normas eran absolutamente inútiles.
—Pero no estabas a salvo de mí —repliqué desafiante.
—¿Y crees que ahora tú estás a salvo de mí? —replicó el ángel con dureza—. ¿A salvo de ti mismo?
No respondí. Se produjo un breve silencio y luego una explosión, como un disparo, seguida del ruido de un cristal hecho añicos. Un cenicero lleno de colillas se había estrellado contra la pared, lanzado con fiera violencia. Retrocedí. La cabeza me daba vueltas; el agotamiento, la tensión y el miedo pugnaban por apoderarse de mí. Olía a tabaco y algo de ceniza todavía revoloteaba en el aire junto a una mancha oscura en la pared blanca.
—Nos estamos acercando al final, Francis —dijo el ángel con tono burlón—. ¿Lo notas? ¿Lo sientes? ¿Te das cuenta de que casi se ha acabado? Tal como ocurrió años atrás —añadió con amargura—. Se acerca el momento de morir.
Me miré la mano. ¿Había lanzado yo el cenicero al oír sus palabras? ¿O lo había lanzado él para demostrar que estaba tomando forma, adquiriendo sustancia? ¿Volviéndose de nuevo real? La mano me temblaba.
—Morirás aquí, Francis. Tendrías que haber muerto entonces, pero morirás ahora. Solo. Olvidado. Sin amor. Pasarán días antes de que alguien encuentre tu cadáver, tiempo más que suficiente para que los gusanos te infesten la piel, se te hinche el estómago y tu hedor apeste.
Negué con la cabeza, dispuesto a hacerle frente.
—Oh, sí —prosiguió—. Será así. Ni una palabra en los periódicos, ni una lágrima derramada en tu funeral, si es que lo hay. ¿Crees que la gente llenará alguna iglesia para encomiarte, Francis? ¿Que pronunciarán discursos bonitos sobre tus obras? ¿Sobre todas las cosas espléndidas y valiosas que hiciste antes de morir? No lo creo, Francis. Te morirás y nada más. Será un gran alivio para todas las personas a las que nunca has importado un comino y que, en el fondo, estarán encantadísimas de que ya no seas una carga para ellas. Lo único que quedará de tu vida será el olor que dejes en este piso, que los próximos inquilinos quitarán con desinfectante y lejía.
Hice un gesto hacia la pared escrita.
—¿Crees que a alguien le importarán tus garabatos idiotas? Desaparecerán en minutos. En segundos. Alguien vendrá, echará un vistazo a los destrozos que causó el loco, irá a buscar una brocha y tapará hasta la última palabra. Y lo que pasó hace mucho tiempo quedará enterrado para siempre.
Cerré los ojos. Si sus palabras me golpeaban, ¿cuánto daño me haría con los puños? Tuve la impresión de que el ángel se volvía cada vez más fuerte y yo más débil. Inspiré hondo y empecé a arrastrarme por la habitación con el lápiz en la mano.
—No vivirás para terminar la historia —dijo—. ¿Comprendes, Francis? No vivirás. No lo permitiré. ¿Crees que podrás escribir el final, Francis? ¡Ja! El final me pertenece. Siempre me perteneció. Siempre me pertenecerá.
No sabía qué pensar. Su amenaza era tan real en ese momento como tantos años antes. Pero tenía que intentarlo. Deseé que Peter estuviera allí para ayudarme, y el ángel debió de leerme el pensamiento, o quizá gemí su nombre sin darme cuenta, porque rio de nuevo y dijo:
—Esta vez no puede ayudarte. Está muerto.