Los miembros de seguridad se llevaron el cadáver de Cleo mientras Negro Grande y su hermano conducían a los consternados pacientes al comedor para el desayuno. Lo último que Francis vio de la emperatriz de Egipto fue un bulto metido en una bolsa negra para cadáveres que desaparecía por la puerta principal. Pasados unos instantes, Francis se encontró ante un plato desabrido con una tostada que chorreaba un jarabe pegajoso e insípido mientras intentaba analizar lo que había pasado durante la noche. Peter se sentó en la misma mesa. Parecía de muy mal humor, y se dedicó a remover el plato. Noticiero se acercó y empezó a decir algo.
—Ya sé cuál es el titular de hoy —lo atajó el Bombero—. «Paciente muere en un hospital. A nadie le importa un comino».
Noticiero hizo un puchero y se marchó a una mesa vacía. Francis pensó que Peter se equivocaba, porque había varias personas conmocionadas por la muerte de Cleo. Miró alrededor como para señalárselas, pero entonces vio al hombretón retrasado, que tenía problemas para cortar la tostada en trozos. En otra mesa había tres mujeres que hablaban consigo mismas, indiferentes a la comida e indiferentes unas a otras.
Otro hombre retrasado observaba a Francis con ceño, de modo que éste volvió a mirar a Peter.
—Peter —preguntó—, ¿qué crees que le pasó a Cleo?
El Bombero sacudió la cabeza.
—Todo lo que podía salir mal, salió mal —afirmó—. Le pasaba algo, ¿sabes? Algo que provocó un cortocircuito o un desgaste de todas las cosas que tienen que conectarse y mantenernos equilibrados, y nadie lo vio o hizo nada por impedirlo. Y ahí lo tienes. Cleo ya no está. ¡Zas! Como un truco de magia en un escenario. Evans debería haber visto algo. Quizá los Moses, las enfermeras Caray o Bonita, o tal vez incluso yo. Igual que con Larguirucho, cuando el asesinato de Rubita. Sentía un montón de cosas en la cabeza; martilleos, bulldozers, excavadoras, como obras en la carretera, salvo que nadie se dio cuenta. Y cuando prestan atención, es demasiado tarde.
—¿Crees que se suicidó?
—Por supuesto —respondió Peter.
—Pero Lucy dijo…
—Lucy estaba equivocada. Tomapastillas tenía razón. No había indicios de violencia. Y el pulgar mutilado… Bueno, es probable que fuera una manifestación de su locura. Algún delirio de lo más extraño. Puede que cortarse el pulgar tuviera alguna lógica demencial para ella en el último momento. Nunca lo sabremos exactamente.
—¿Examinaste realmente ese pulgar? —dijo Francis tras tragar saliva.
El Bombero sacudió la cabeza.
—Cleo me caía bien —dijo—. Tenía personalidad. Carácter. No era vacua, como tantos pacientes. Ojalá hubiera podido meterme en su cabeza un segundo y ver qué sentido tenía todo para ella. Tenía alguna lógica retorcida y propia. Algo que ver con Shakespeare, Egipto y todo eso. Ella era su propio teatro, ¿no es así? Supongo que debería haber estado sobre un escenario. O tal vez convertía todo lo que la rodeaba en su escenario. Puede que ése sea su mejor epitafio.
Francis vio cómo los pensamientos de Peter se arremolinaban, como zarandeados de un lado a otro por vientos huracanados. En ese momento no pudo reconocer en él al investigador de incendios provocados. Siguió haciéndole preguntas en voz baja.
—No parecía la clase de persona que se suicidaría, en especial después de mutilarse.
—Cierto —contestó Peter y suspiró—. Pero nadie parece la clase de persona que se suicidaría hasta que lo hace, y entonces, de repente, todo el mundo que la conocía asiente con la cabeza y asegura: «Por supuesto que sí». Y parece muy evidente. —Sacudió la cabeza—. Tengo que largarme de aquí, Pajarillo —prosiguió. Y, tras inspirar a fondo, rectificó—: Tenemos que largarnos de aquí. —Levantó los ojos y adivinó algo en el rostro de su amigo—. ¿Qué pasa? —preguntó tras una pausa.
—Estuvo ahí —susurró Francis.
—¿Quién? —Peter se inclinó hacia delante con el entrecejo fruncido.
—El ángel.
—A mí no me lo parece…
—Lo estuvo —susurró Francis—. La otra noche estuvo junto a mi cama diciéndome lo fácil que sería matarme, y esta noche estuvo ahí, con Cleo. Está en todas partes, sólo que no podemos verlo. Está detrás de todo lo que ha pasado, en Amherst, y estará detrás de lo que pase a continuación. ¿Cleo se suicidó? Supongo que sí. Pero ¿quién le abrió las puertas?
—¿Las puertas…?
—Alguien abrió la puerta del dormitorio de las mujeres. Y alguien se aseguró de que la puerta de la escalera no estuviera cerrada con llave. Y alguien la ayudó a pasar por delante del puesto de enfermería sin ser vista…
—Vaya —comentó Peter—, es una buena observación. De hecho, varias buenas observaciones… —Reflexionó antes de añadir—: Tienes razón sobre una cosa, Pajarillo. Alguien abrió algunas puertas. Pero ¿cómo estar seguro de que fue el ángel?
—Puedo verlo —respondió Francis en voz baja.
Peter pareció algo perplejo.
—De acuerdo —dijo—. ¿Qué ves?
—Cómo pasó. Más o menos.
—Sigue.
—La sábana. La que formaba la soga…
—¿Sí?
—La cama de Cleo estaba intacta. Todavía tenía puestas las sábanas.
Peter no dijo nada.
—Y el pulgar…
El Bombero asintió para animarlo.
—El pulgar no cayó directamente al suelo. Alguien lo movió varios centímetros. Y, si Cleo se lo hubiera cortado ella misma, bueno, tendríamos que haber encontrado algo, unas tijeras, un cuchillo o algo, ahí mismo. Y si la mutilación se hizo en otro sitio, tendría que haber habido sangre, un rastro que condujera hasta la escalera. Pero no lo había. Sólo el charco bajo su cadáver. —Inspiró hondo otra vez—. Puedo verlo —añadió en un susurro. Peter estaba boquiabierto, a punto de replicar, cuando Negro Chico se acercó a ellos. Señaló con el índice a Peter y soltó:
—Vamos. El gran jefe quiere que vayas a verlo ahora mismo.
Peter pareció debatirse entre las preguntas que quería hacer a Francis y la impaciencia que rezumaba el auxiliar.
—Pajarillo, guarda tus opiniones en secreto hasta que yo vuelva, ¿vale? —dijo por fin, y añadió—: No permitas que nadie piense que estás más loco de lo que estás. Espérame, ¿entendido?
Francis asintió. Peter dejó la bandeja en la zona de recogida y se marchó tras el auxiliar. Francis permaneció un momento en su asiento, solo en medio del comedor. Se oía un bullicio constante: el sonido de los platos y cubiertos, risas, gritos y alguien que coreaba desafinando la música lejana de una radio situada en la cocina. Una mañana corriente. Pero, cuando se levantó, incapaz de dar otro bocado a la tostada, vio que el señor del Mal lo observaba desde el rincón. Y cuando cruzó el comedor tuvo la sensación de que había más ojos pendientes de él. Fue a volverse para ver quién lo vigilaba, pero decidió no hacerlo. No estaba seguro de querer saber quién era el que espiaba sus movimientos. Se preguntó si la muerte de Cleo habría impedido que pasara algo. ¿Acaso lo que estaba planeado para esa noche era su propio asesinato, y sólo se había malogrado porque se había presentado otra oportunidad? Apretó el paso.
Cuando Peter, acompañado por Negro Chico, entró en la sala de espera del doctor Gulptilil, oyó la aguda voz del psiquiatra. En su despacho, el médico gritaba lleno de frustración y de una rabia apenas contenida. El auxiliar había puesto a Peter las esposas, pero no los grilletes, para su recorrido por los terrenos del hospital, de modo que éste se consideraba un prisionero parcial. La señorita Deliciosa, tras su mesa, se limitó a dirigir una mirada a Peter y señalar con la cabeza el sofá. Peter procuró escuchar qué era lo que tenía tan alterado a Tomapastillas, porque le sería más fácil tratar con él si estaba manso que si estaba furioso. Pasado un segundo se percató de que su ira iba dirigida a Lucy, y eso lo sobresaltó.
Su primer impulso fue levantarse e irrumpir en el despacho del médico, pero se contuvo y respiró hondo.
—Señorita Jones —se oyó a través de la puerta—, la hago personalmente responsable de toda la alteración del hospital. ¡Quién sabe cuántos pacientes más podrían correr peligro por culpa de sus acciones!
«A la mierda», se dijo Peter. Se levantó de golpe y cruzó la sala antes de que el auxiliar o la secretaria pudieran reaccionar.
—¡Alto! —exclamó ésta—. No puede…
—Ya lo creo que puedo —la contradijo Peter, y agarró el pomo con las manos esposadas.
—¡Señor Moses! —gritó la señorita Deliciosa.
Pero el enjuto auxiliar negro se movió con languidez, casi indiferente, como si la irrupción de Peter en el despacho de Gulptilil fuera lo más normal del mundo.
Tomapastillas alzó los ojos, sobresaltado. Lucy estaba sentada en la silla de la inquisición situada delante de su mesa, un poco pálida pero glacial, como provista de una coraza que hacía que sus palabras, por muy furiosas que fueran, le resbalaran. Permaneció inexpresiva cuando Peter entró, seguido de Negro Chico.
El director médico inspiró hondo, se calmó un poco y dirigió una mirada fría al paciente.
—Peter —dijo—, estaré contigo en un momento. Espera fuera, por favor. Señor Moses, haga el favor…
—También es culpa mía —le interrumpió Peter.
Gulptilil iba a indicarle con un gesto que se fuera, pero se detuvo con el brazo en el aire.
—¿Culpa? —preguntó—. ¿Y eso, Peter?
—He estado de acuerdo con todas las medidas que ella ha tomado hasta ahora. Para encontrar a este asesino se necesitan medidas extraordinarias. He abogado por ellas desde el principio, así que soy tan responsable de cualquier alteración como la señorita Jones.
—Atribuyes mucho poder a tus opiniones, Peter —comentó Gulptilil tras vacilar un momento.
Esta frase confundió a Peter. Inspiró hondo.
—Todo el mundo sabe que en cualquier investigación criminal hay un momento en que deben adoptarse medidas drásticas para aislar el objetivo y volverlo vulnerable. —Eso le sonó petulante e inmaduro, y además no era del todo cierto, pero al menos sonaba bien en ese momento, y lo dijo con la suficiente convicción como para que pareciera cierto. Gulptilil se reclinó en su asiento y esperó. Lucy y Peter lo observaron, y ambos pensaron más o menos lo mismo: lo que hacía de aquel médico una persona peligrosa era su capacidad de distanciarse de la indignación, el insulto y el enfado y, en su lugar, adoptar una actitud tranquila y observadora. Eso inquietaba a Lucy, que prefería ver cómo la gente demostraba sus rabias, aunque ella no lo hiciera. Peter lo consideraba una capacidad formidable. Le parecía que todas las conversaciones que la gente mantenía con aquel psiquiatra eran, en realidad, partidas de póquer con las apuestas muy altas, en las que Gulptilil tenía la mayoría de las fichas y los demás jugadores apostaban un dinero que no tenían. Ambos tuvieron la impresión de que el doctor hacía cálculos mentales. Negro Chico sujetó a Peter por el brazo para llevarlo otra vez a la sala de espera, pero el médico cambió de opinión.
—Ah, señor Moses —dijo con su voz normal. La rabia que había traspasado las paredes se había desvanecido con rapidez—. Quizá no sea necesario, después de todo. Pasa, Peter. —Señaló otra silla—. ¿Vulnerable, dices?
—Sí. ¿Qué más podría decir?
—¿Más vulnerable de lo que la señorita Jones se ha vuelto con este intento pueril e ingenuo de imitar las características físicas de las víctimas?
—Es difícil de decir.
—Claro que lo es —sonrió el médico—. Pero ¿dirías que si este asesino posiblemente imaginario está de verdad aquí, dentro de estas paredes, el nuevo aspecto de la señorita Jones lo atraerá inexorablemente?
—Creo que sí.
—Muy bien. Yo también lo creo. De modo que podríamos presuponer de modo razonable que si a la señorita Jones no le ocurre nada próximamente, el asesino no está en el hospital. Y que fue Larguirucho quien mató a la desventurada enfermera en un arranque de delirio homicida, como indican las pruebas, ¿no crees?
—Sería una conclusión precipitada —respondió Peter—. El hombre al que buscamos podría ser más disciplinado de lo que pensamos.
—Sí, claro. Un asesino con disciplina. Una característica muy poco corriente en alguien dominado por la psicosis, ¿no? Estáis, como hemos comentado, buscando a un hombre sometido a sus impulsos asesinos, pero al parecer ahora ese diagnóstico ya no es apropiado. Preferiríais, como la señorita Jones sugirió al llegar aquí, que fuese una especie de Jack el Destripador. Pero en mis lecturas sobre ese personaje histórico, he averiguado que no parecía tener demasiada disciplina. Los asesinos compulsivos siguen fuerzas muy potentes, Peter, y a la larga son incapaces de contenerse. Pero ésta es una discusión que compete a los historiadores de la materia y que a nosotros nos afecta poco. ¿Podría preguntarte algo? Si el asesino que, según vosotros, está aquí fuera capaz de contenerse, ¿no dificultaría eso que llegaseis a descubrirlo? ¿Sin importar los días, las semanas o incluso los años que dedicarais a buscarlo?
—No puedo predecir el futuro, doctor.
—Ah, Peter —sonrió Gulptilil—, una respuesta muy inteligente y que revela tus posibilidades de recuperación cuando te traslademos a ese lugar que sugirieron tus amigos de la Iglesia. Creo que por eso has venido a mi despacho, ¿verdad? Para comunicarme que aceptas esa oferta tan generosa y considerada.
Peter dudó. El doctor Gulptilil lo observaba.
—Por eso has venido, ¿no? —insistió, y su voz excluía cualquier respuesta salvo la evidente.
—Sí —afirmó Peter, impresionado por la forma en que Gulptilil había logrado combinar las dos cosas: sus problemas con la ley y un asesino desconocido.
—Así pues, Peter desea abandonar el hospital para iniciar un nuevo tratamiento y una nueva vida, y la señorita Jones cree que ha tendido una ingeniosa trampa a su asesino. ¿He hecho una valoración correcta de la situación?
Tanto Lucy, que había permanecido callada, como Peter asintieron.
Gulptilil esbozó una ligera sonrisa.
—Entonces creo que en poco tiempo tendremos la confirmación, o no, de ambas cuestiones. Hoy es viernes. Supongo que el lunes por la mañana podré despedirme de ambos, ¿no? Habrá tiempo más que suficiente para averiguar si el enfoque de la señorita Jones es eficaz. Y para que la situación de Peter esté… bueno, solucionada.
Lucy se revolvió en la silla, dispuesta a protestar por esa fecha límite, pero vio que Gulptilil estaba cavilando. No le convenía pedir una prórroga. Desde luego, en una partida de ajedrez burocrática con el psiquiatra, siempre perdería, sobre todo si se jugaba en su propio terreno.
—El lunes por la mañana —cedió—. De acuerdo.
—Por cierto, al ponerse voluntariamente en esta situación peligrosa, ¿firmará una carta que absuelva a la administración del hospital de cualquier responsabilidad en lo que a su seguridad se refiere?
Lucy entrecerró los ojos y pronunció la respuesta obligada con todo el desdén que pudo reunir.
—Sí.
—Perfecto. Por este lado, todo resuelto. A ver, Peter, déjame que haga una llamada…
Sacó una agenda del cajón superior del escritorio. La abrió con aire despreocupado y tomó una tarjeta de visita de color marfil. Rápidamente marcó un número. Se echó atrás en la silla mientras esperaba.
—Con el padre Grozdik, por favor —dijo cuando le contestaron—. De parte del doctor Gulptilil del Hospital Estatal Western. —Se produjo una breve pausa—. ¿Padre? Buenos días. Me complace informarle que Peter está aquí, en mi despacho, y ha aceptado lo que comentamos hace poco. En todos los sentidos. Creo que es necesario efectuar ciertos trámites para que podamos poner rápidamente fin a esta incómoda situación, ¿verdad?
Peter sintió abatimiento al percatarse de que toda su vida había cambiado en ese instante. Era casi como si estuviera fuera de su cuerpo viendo cómo pasaba. No se atrevió a mirar a Lucy, que también estaba en el umbral de algo, pero no estaba segura de qué, porque el éxito y el fracaso parecían haberse confundido en su cabeza.
En la sala de estar común había varios pacientes alrededor de la mesa de ping-pong. Un anciano con un pijama a rayas y una rebeca abrochada hasta el cuello, aunque en la habitación hacía calor, movía una pala como si jugara una partida, pero no tenía contrincante al otro lado, ni tampoco pelota, de modo que el juego se desarrollaba en silencio. El anciano parecía concentrado en anticiparse a los golpes de su invisible adversario, y tenía una expresión decidida, como si la partida fuese verdaderamente reñida.
La sala estaba silenciosa, con la excepción del sonido apagado de los dos televisores, donde las voces de los locutores y los actores de una telenovela se mezclaban con los murmullos de los pacientes que conversaban consigo mismos. De vez en cuando, alguien golpeaba una mesa con un periódico o una revista, y algún que otro paciente sin darse cuenta empujaba a otro, lo que provocaba algunas palabras. Pero, para un sitio donde se vivían estallidos incontrolables, la sala estaba tranquila. Francis pensó que la ausencia de Cleo había reprimido en algo la ansiedad habitual de la sala. La muerte como tranquilizante. Pero era una mera ilusión, porque notaba la tensión y el miedo por todas partes. Había pasado algo que hacía que todos se sintieran en peligro.
Francis se dejó caer en una butaca demasiado rellena y llena de bultos. Tenía el corazón acelerado porque creía que sólo él sabía lo ocurrido la noche anterior. Esperaba que Peter regresara para comentarle sus observaciones, pero ya no estaba seguro de que su amigo fuera a creerle.
Una de sus voces le susurraba: Estás solo. Siempre lo has estado. Y no se molestó en intentar discutirlo o negarlo.
Otra voz, igual de suave, añadió: No; hay alguien que te está buscando, Francis.
Sabía a quién se refería.
No estaba seguro de cómo sabía que el ángel lo estaba acechando, pero estaba convencido de que era así. Echó un vistazo alrededor buscando detectar a alguien que lo observara, pero el problema de aquel hospital psiquiátrico era que todo el mundo se miraba y se ignoraba al mismo tiempo.
Se levantó de golpe. Tenía que encontrar al ángel antes de que éste fuera a por él.
Se dirigió hacia la puerta y vio a Negro Grande. Se le ocurrió una idea.
—Señor Moses —llamó.
—Dime, Pajarillo. —El corpulento auxiliar se volvió hacia él—. Hoy es un mal día. No me pidas algo que no pueda darte.
—¿Cuándo se celebran las vistas de altas?
—Esta tarde hay unas cuantas. Justo después de comer.
—Tengo que ir.
—¿Qué?
—Tengo que asistir a esas vistas.
—¿Para qué?
—Para observar qué se hace en una vista. Quizás eso me sirva para no cometer errores cuando me toque el turno —respondió Francis, sin expresar lo que realmente pensaba.
—Bueno, Pajarillo, eso tiene lógica —comentó Negro Grande con una ceja arqueada—. No sé de nadie que lo haya pedido antes.
—Me iría bien —insistió Francis.
El auxiliar pareció dubitativo, pero se encogió de hombros.
—No sé si creer lo que me estás diciendo, Pajarillo. Pero te diré qué haremos. Si me prometes no causar problemas, te llevaré conmigo y podrás sentarte a mi lado y observar. Podría suponer la infracción de alguna norma. No lo sé. Pero me parece que hoy ya se han infringido unas cuantas.
Francis suspiró.
En su cabeza se estaba formando un retrato, y ésta era una pincelada importante.
A media mañana, con un cielo encapotado y un calor pegajoso que cargaba el aire, Lucy Jones, un Peter esposado y Negro Chico caminaban despacio por los senderos del hospital. Al parecer iba a llover pronto. Al principio, los tres iban callados, e incluso sus pasos parecían amortiguados por el denso calor y el cielo plúmbeo. El auxiliar se secó la frente y se miró el sudor acumulado en la palma de la mano.
—Joder, se nota que el verano se acerca. —Era cierto.
Dieron unos cuantos pasos más y Peter se detuvo de golpe.
—¿El verano? —repitió. Alzó los ojos, como si buscara el sol y el cielo azul, pero no estaban. Fuera lo que fuese lo que quería encontrar, no estaba en aquella atmósfera húmeda—. Señor Moses, ¿qué está pasando?
Negro Chico se paró y lo miró.
—¿Qué quieres decir? —quiso saber.
—Me refiero en el mundo. En Estados Unidos. En Boston o en Springfield. ¿Juegan bien los Red Sox? ¿Todavía hay rehenes en Irán? ¿Hay manifestaciones? ¿Discursos? ¿Va bien la economía? ¿Qué pasa con el mercado de valores? ¿Cuál es la película más taquillera?
—Deberías hacer esas preguntas a Noticiero —respondió Negro Chico sacudiendo la cabeza—. Es él quien se sabe todos los titulares.
Peter miró alrededor y contempló los edificios.
—La gente cree que son para mantenernos a todos dentro —comentó—. Pero no así. Esas paredes mantienen el mundo fuera. —Sacudió la cabeza—. Es como estar en una isla. O como ser uno de esos japoneses perdidos en la selva a quienes nadie dijo que la guerra había terminado y que pensaron año tras año que estaban cumpliendo con su deber, luchando por su emperador. Estamos perdidos en la dimensión desconocida, donde todo nos deja de lado. Los terremotos. Los huracanes. Los desastres de todo tipo, provocados por el hombre y por la naturaleza.
Lucy pensó que Peter tenía toda la razón.
—¿Quieres insinuar algo? —preguntó.
—Sí. En la tierra de las puertas cerradas con llave, ¿quién sería el rey?
—El hombre con las llaves —respondió Lucy.
—Y ¿cómo preparas una trampa para un hombre que puede abrir cualquier puerta?
—Logrando que abra la puerta donde estás esperándolo —respondió Lucy tras pensar un instante.
—Exacto. ¿Y cuál sería esa puerta?
Miró a Negro Chico, que se encogió de hombros. Pero Lucy reflexionó y abrió los ojos como ante una revelación providencial.
—Sabemos que abrió una puerta —afirmó—. La puerta que me trajo aquí.
—¿A qué puerta te refieres?
—¿Dónde estaba Rubita cuando fue a por ella?
—Sola en el puesto de enfermería del edificio Amherst, de noche.
—Entonces es ahí donde yo debo estar —concluyó Lucy.