23

¿Fuiste tú?

—Nunca fui yo. Siempre fui yo.

—Te arriesgaste —dije con frialdad, obstinado—. Podrías haber ido a lo seguro, pero no lo hiciste, lo que fue un error. Al principio no lo vi, pero al final sí.

—Hubo muchas cosas que no viste, Pajarillo.

—Vi lo suficiente. —Sacudí la cabeza y añadí despacio, aunque mi tono delataba mi falta de confianza—: No estás aquí. Sólo eres un recuerdo.

—No sólo estoy aquí —siseó el ángel—, sino que esta vez he venido por ti.

Me volví para enfrentarme a la voz que me acosaba. Pero era como una sombra que iba de un rincón oscuro a otro de la habitación, siempre esquiva, fuera de mi alcance. Cogí un cenicero lleno de colillas retorcidas y lo lancé contra la forma. Su risa se mezcló con un estallido de cristal cuando el cenicero se hizo añicos contra la pared. Me volvía derecha e izquierda intentando ubicarlo, pero el ángel se movía deprisa. Le grité que se estuviera quieto, que no le tenía miedo, que entablara una lucha justa, y tuve la impresión de ser el niño lloroso que pretende enfrentarse al bravucón de la clase. Cada momento era peor, cada segundo que pasaba me sentía más insignificante, menos capaz. Furioso, agarré una silla y la arrojé al otro lado de la habitación. Golpeó el marco de la puerta y dejó una muesca en la madera.

Me sentía cada vez más desesperado. Abrí bien los ojos y busqué a Peter, que podría ayudarme, pero no estaba en la habitación. Traté de imaginar a Lucy, los hermanos Moses o cualquier otra persona del hospital con la esperanza de incorporar a mi memoria a alguien que pudiera ayudarme a luchar.

Estaba solo, y mi soledad era como un golpe al corazón.

Pensé que estaba perdido pero, entonces, a través del barullo de voces de mi locura pasada y mi locura futura, oí un sonido incongruente. Un golpeteo que no parecía correcto. No exactamente mal, sino diferente. Tardé unos instantes en serenarme y comprender lo que era. Alguien llamaba a la puerta.

Noté otra vez el aliento gélido del ángel en la nuca.

La llamada persistió, más fuerte.

Me acerqué con precaución.

—¿Quién es? —pregunté. Ya no estaba seguro de que el ruido del mundo exterior fuera más real que la voz siseante del ángel, o siquiera que la presencia tranquilizadora de Peter en una de sus visitas esporádicas. Todo se fundía en un mar de confusión.

—¿Francis Petrel?

—¿Quién es? —repetí.

—Soy el señor Klein del Wellness Center.

El nombre me resultaba vagamente conocido, como si perteneciera a los recuerdos de la niñez, no a algo actual. Incliné la cabeza hacia la puerta mientras trataba de asignar una cara al nombre, y poco a poco unos rasgos tomaron forma en mi imaginación. Un hombre delgado, medio calvo, con gafas gruesas y un ligero ceceo, que se frotaba nervioso el mentón hacia última hora de la tarde, cuando se cansaba o cuando algunos de sus pacientes no hacían progresos. No estaba seguro de que estuviera realmente ahí. No estaba seguro de oírlo realmente. Pero sabía que, en algún sitio, existía un señor Klein, que había hablado con él muchas veces en su pequeño despacho demasiado iluminado y que cabía una posibilidad remota de que fuera él.

—¿Qué quiere? —pregunté.

—No ha asistido a dos sesiones de terapia. Estamos preocupados por usted.

—¿No he asistido?

—No. Y la medicación que recibe debe controlarse. Habrá recetas que probablemente precisen renovarse. ¿Me abre la puerta, por favor?

—¿Por qué ha venido?

—Ya se lo he dicho —respondió el señor Klein—. Tenía horas concertadas en el consultorio. Se las ha saltado. Antes nunca lo había hecho. No desde que le dieron de alta del Western. Estamos preocupados.

Sacudí la cabeza. Sabía que no tenía que abrir la puerta.

—Estoy bien —mentí—. Váyase, por favor.

—No lo creo, Francis. Parece estresado. He oído gritos en su piso cuando subía las escaleras, como si hubiese una pelea. ¿Hay alguien con usted?

—No —respondí. No era del todo cierto, ni del todo falso.

—¿Por qué no abre la puerta para que podamos hablar?

—No.

—Francis, no tiene nada que temer.

—Váyase —pedí, porque tenía mucho que temer—. No quiero su ayuda.

—Si me voy, ¿promete ir al consultorio?

—¿Cuándo?

—Hoy. Mañana como mucho.

—Quizá.

—Eso no es ninguna promesa, Francis.

—Lo intentaré.

—Necesito que me dé su palabra de que irá hoy o mañana y se someterá a una revisión completa.

—¿O sino?

—Francis —comentó con paciencia—, ¿de verdad necesita preguntarme eso?

Apoyé la cabeza contra la puerta y la golpeé con la frente una vez, y otra, como si así pudiera expulsar mis pensamientos y miedos.

—Me mandará de vuelta al hospital —dije con cautela, en voz muy baja.

—¿Qué? No lo oigo.

—No quiero regresar. No lo soportaba. Casi me morí. No quiero regresar al hospital.

—Francis, el hospital está cerrado. Para siempre. No tendrá que regresar a él. Nadie lo hará.

—No puedo volver.

—Francis, ¡abra la puerta!

—Usted no está realmente aquí —aseguré—. Sólo es otro sueño.

—Francis —dijo el señor Klein tras vacilar—, sus hermanas están preocupadas por usted. Mucha gente lo está. ¿Por qué no me deja que lo lleve al consultorio?

—La clínica no es real.

—Lo es. Usted lo sabe. Ha estado en ella muchas veces.

—Váyase.

—Prométame que irá.

—Muy bien. Lo prometo. —Inspiré hondo.

—Dígalo —insistió el señor Klein.

—Le prometo que iré al consultorio.

—¿Cuándo?

—Hoy. O mañana.

—¿Me da su palabra?

—Sí.

Noté cómo dudaba de nuevo al otro lado de la puerta, como si no acabara de fiarse de mi palabra.

—De acuerdo —concedió por fin—. Lo acepto. Pero no me falle, Francis.

—No lo haré.

—Si me falla, volveré.

Eso me sonó a amenaza.

—Iré —aseguré tras suspirar.

Lo oí alejarse por el pasillo.

Eso me satisfizo, y me dirigí hacia la pared de la escritura. Deseché al señor Klein de mi mente, junto con el hambre, la sed, el sueño y todo lo demás que podría haberse inmiscuido en la narración de mi historia.

Bien entrada la medianoche, Francis se sentía solo en medio de los sonidos nocturnos del dormitorio del edificio Amherst. Estaba sumido en ese inquieto estado entre la vigilia y el sueño en que el mundo se difumina, las amarras a la realidad se sueltan y uno se ve arrastrado por mareas y corrientes invisibles.

Le preocupaba Peter, que se encontraba en una celda de aislamiento por orden del señor del Mal y que seguramente estaría debatiéndose con toda clase de miedos enfundado en una camisa de fuerza. Francis recordó sus horas de aislamiento y se estremeció. Sujeto y solo, lo habían llenado de terror. Supuso que sería igual de difícil para Peter, quien ni siquiera tendría las cuestionables ventajas de estar sedado. Peter le había dicho muchas veces que no tenía miedo de ir a la cárcel, pero de algún modo Francis no creía que el mundo de la cárcel, por duro que fuera, se equiparara a una celda de aislamiento del Western. En las celdas de aislamiento uno se pasaba cada segundo con fantasmas de un dolor indescriptible.

Pensó que era una suerte que estuvieran todos locos. Porque, de no estarlo, ese sitio les haría perder la razón en muy poco tiempo.

Una flecha de desesperación se le clavó en el cuerpo al entender, en ese instante, que el contacto de Peter con la realidad le abriría de una u otra forma la puerta de salida del hospital. Al mismo tiempo, supo lo mucho que le costaría a él agarrarse lo suficiente a la pendiente resbaladiza de su imaginación para llegar a convencer a Gulptilil o Evans, o a cualquiera del Western, para que le dieran de alta. Dudaba que, aunque empezara a informar sobre Lucy Jones y los avances de su investigación a Tomapastillas, como éste quería, llegara a conseguir nada que no fuera pasar más noches oyendo los gemidos atormentados de unos hombres que soñaban cosas terribles.

Inquieto por todo lo que lo acechaba en su sueño y por todo lo que lo rodeaba cuando estaba despierto, cerró los ojos para aislarse de los sonidos del dormitorio con la esperanza de tener unas horas de descanso antes de la mañana.

A su derecha, a varias camas de distancia, un paciente se revolvió en la cama en medio de una pesadilla. Francis mantuvo los ojos cerrados, como si eso pudiera aislarlo de las agonías que importunaban los sueños de otros pacientes. Pasado un momento, el ruido se desvaneció.

Apretó los párpados mientras se murmuraba, o tal vez escuchaba una voz que decía duérmete.

Pero el siguiente ruido que oyó fue distinto: un chirrido.

Seguido de un siseo.

Y después una voz, y una mano repentina que le cubría los ojos.

—Mantén los ojos cerrados, Francis. Escucha, pero mantén los ojos cerrados.

Francis inspiró con fuerza. Una rápida inhalación de aire caliente. Su primera reacción fue gritar, pero se contuvo. Intentó incorporarse, pero una fuerza considerable lo tumbó en el colchón. Levantó una mano para agarrar la muñeca del ángel, pero la voz del hombre lo detuvo.

—No te muevas, Francis. No abras los ojos hasta que yo te lo diga. Sé que oyes todo lo que digo, pero espera mi orden.

Francis se quedó rígido en la cama. En la oscuridad, notó que había una persona de pie junto a él. Con la amenaza del terror y las tinieblas.

—Sabes quién soy, ¿verdad, Francis?

Asintió despacio.

—Si te mueves morirás. Si abres los ojos morirás. Si tratas de gritar morirás. ¿Comprendes el esquema de nuestra charla de hoy? —La voz del ángel era apenas un susurro, pero le golpeaba como un puñetazo. No se atrevió a moverse, ni siquiera cuando sus voces le gritaron que saliera huyendo, y permaneció inmóvil, en un tumulto de confusión y duda. La mano que le tapaba los ojos se apartó de repente y algo peor la sustituyó.

—¿Lo notas, Francis? —preguntó el ángel.

La sensación en la mejilla era fría. Una presión gélida. No se movió.

—¿Sabes qué es, Francis?

—Un cuchillo —susurró.

Se produjo una pausa antes de que la voz prosiguiera:

—¿Sabes algo de este cuchillo, Francis?

Asintió pero no entendió realmente la pregunta.

—¿Qué sabes, Francis?

El joven tragó con fuerza. Tenía la garganta seca. La hoja le seguía presionando la cara y él no se atrevía a moverse. Mantuvo los ojos cerrados pero intentó hacerse una idea del hombre situado junto a él.

—Sé que está afilado —dijo con voz débil.

—¿Pero cuánto?

Francis no logró responder porque su garganta se había resecado por completo. Así que soltó un leve gemido.

—Permite que responda mi propia pregunta —prosiguió el ángel, que seguía hablando en susurros que retumbaban en el interior de Francis con más fuerza que gritos—. Está muy pero que muy afilado. Como una navaja, así que si te mueves, aunque sea un poquito, te cortarás. Y también es fuerte, Francis, lo bastante para atravesar la piel, el músculo y el hueso. Pero eso ya lo sabes, ¿verdad? Porque ya conoces algunos de los sitios donde ha estado este cuchillo, ¿no?

—Sí.

—¿Crees que Rubita supo de verdad qué significaba este cuchillo cuando se le hundió en el cuello?

Francis no supo a qué se refería, así que guardó silencio.

Se oyó una risita suave.

—Piensa en esta pregunta, Francis. Quiero que me contestes.

Francis cerró los ojos con fuerza. Por un instante, esperó que la voz fuera sólo una pesadilla y que eso no le estuviera pasando de verdad pero, mientras lo deseaba, la presión de la hoja sobre su mejilla pareció aumentar. En un mundo lleno de alucinaciones, era afilada y real.

—No lo sé —soltó por fin.

—No estás usando la imaginación, Francis. Y es lo único que tenemos, ¿recuerdas? Imaginación. Puede arrastrarnos de maneras extrañas y terribles, conducirnos en direcciones horrendas y criminales, pero es lo único que aquí poseemos de verdad, ¿no?

Francis pensó que era cierto. Habría asentido, pero tuvo miedo de que cualquier movimiento le marcase la cara para siempre con una cicatriz como la de Lucy, así que se quedó lo más rígido que pudo, sin apenas respirar, conteniendo unos músculos que querían reaccionar al terror.

—Sí —susurró sin apenas mover los labios.

—¿Puedes entender cuánta imaginación tengo, Francis?

Una vez más, las palabras que trató de articular no salieron de su garganta.

—¿Qué supo Rubita, Francis? ¿Percibió sólo el dolor? ¿O acaso algo más profundo, mucho más aterrador? ¿Relacionó la sensación del cuchillo que se le hundía en la carne con la sangre que le manaba? ¿Fue capaz de valorarlo todo y darse cuenta de que se le estaba escapando la vida de un modo tan patético por culpa de su propia indefensión?

—No lo sé…

—¿Y tú, Francis? ¿Notas lo cerca que estás de la muerte?

Francis no pudo contestar. Tras sus párpados, sólo veía una cortina roja de terror.

—¿Notas cómo tu vida pende de un hilo, Francis?

Sabía que no tenía que responder esa pregunta.

—¿Comprendes que puedo acabar con tu vida en este instante, Francis?

—Sí —afirmó Francis, aunque no supo de dónde sacó fuerzas para hacerlo.

—¿Te das cuenta de que puedo acabar con tu vida en diez segundos? ¿O en treinta segundos? O tal vez me esperaré todo un minuto, según lo que quiera saborear el momento. O tal vez no vaya a ser esta noche. Tal vez mañana se ajuste mejor a mis planes. O la semana que viene. O el año que viene. Cuando yo quiera, Francis. Estás aquí, en esta cama, todas las noches, y nunca sabrás cuándo puedo volver. O tal vez debería hacerlo ahora y ahorrarme problemas…

El canto del cuchillo giró y el filo le tocó la piel brevemente.

—Tu vida me pertenece —prosiguió el ángel—. Te la puedo quitar cuando me plazca.

—¿Qué quieres? —preguntó Francis, y los ojos se le llenaron de lágrimas mientras el miedo se apoderaba por fin de él, haciéndolo temblar de terror.

—¿Que qué quiero? —El hombre rio siseante, sin dejar de susurrar—. Tengo lo que quiero por esta noche, y estoy más cerca de conseguir todo lo que quiero. Mucho más cerca.

El ángel acercó la cara, de modo que los labios de ambos quedaron a pocos centímetros, como amantes.

—Estoy cerca de todo lo que me importa, Francis. Tan cerca que soy como una sombra que os pisa los talones. Soy como una fragancia que se te pega y que sólo un perro percibe. Soy como la respuesta a una adivinanza demasiado complicada para la gente como tú.

—¿Qué quieres que haga? —suplicó Francis, como si anhelara alguna clase de tarea o trabajo que lo liberase de aquella presencia maligna.

—Nada, Francis. Salvo que recuerdes esta pequeña charla cuando te dediques a lo tuyo —respondió el ángel. Y, tras una breve pausa, prosiguió—: Cuenta hasta diez antes de abrir los ojos. Recuerda lo que te dije. Y, por cierto —parecía alegre y terrible a la vez—, he dejado un regalito para tu amigo el Bombero y para esa puta de la fiscal.

—¿Qué?

El ángel acercó más la cara a Francis, que notó su aliento.

—Un mensaje —indicó el ángel—. A veces está en lo que me llevo. Pero esta vez está en lo que dejo.

Dicho esto, la presión en la mejilla desapareció de golpe y Francis notó que el hombre se alejaba. Siguió conteniendo al aliento y contó despacio del uno al diez antes de abrir los ojos.

Sus ojos tardaron unos segundos en adaptarse a la oscuridad. Cuando lo hicieron, levantó la cabeza y se volvió hacia la puerta. Por un instante, el ángel se destacó brillante, casi luminiscente. Estaba girado de cara hacia Francis, pero éste no pudo captar ninguno de sus rasgos excepto un par de ojos abrasadores y un aura blanca que lo rodeaba sobrenaturalmente. Entonces, la visión desapareció, la puerta se cerró con un golpe apagado y, a continuación, se oyó la llave al girar, lo que para Francis fue como si se cerrara la puerta a toda esperanza y posibilidad. Se estremeció. Le temblaba todo el cuerpo como si se hubiera sumergido en unas aguas gélidas. Se quedó en la cama, sumido en el terror y la ansiedad que habían arraigado en él y que parecían propagarse por todo su cuerpo como una infección. Se preguntó si podría moverse cuando la luz de la mañana inundara el dormitorio. Sus voces interiores estaban calladas, como si ellas también temieran que Francis, situado de repente al borde de un precipicio de terror, fuera a resbalar y caer para siempre.

Se quedó quieto, sin dormir, sin moverse, toda la noche.

Respiraba con espasmos breves y superficiales. Y los dedos le temblaban.

No hizo nada salvo escuchar los sonidos que lo rodeaban y los latidos de su corazón. Al llegar la mañana, no estuvo seguro de poder mover las extremidades, ni siquiera de poder desviar la mirada del punto donde estaba clavada, en el techo del dormitorio, aunque sólo veía el temor que lo había visitado en la cama. Las emociones se le agolpaban en la cabeza y se atropellaban sin orden ni concierto, deslizándose a toda velocidad, desenfrenadas, fuera de control. Ya no estaba seguro de poder refrenarlas y dominarlas, y pensó que, de hecho, tal vez había muerto esa noche, que el ángel lo había degollado como a Rubita y que todo lo que pensaba, oía y veía era sólo un sueño, algún ensueño que ocupaba los últimos segundos de su vida, que el mundo que lo rodeaba estaba a oscuras y la noche se seguía cerniendo sobre él, y que su sangre abandonaba su cuerpo con cada latido de su corazón.

—Arriba, holgazanes —oyó en la puerta—. Hora de levantarse. El desayuno os espera. —Era Negro Grande, que despertaba a los ocupantes del dormitorio del modo acostumbrado.

Los hombres empezaron a quejarse mientras se despertaban de los sueños turbulentos y pesadillas que los atormentaban, sin ser conscientes de que una pesadilla real, viva, había estado entre ellos.

Francis permaneció rígido, como pegado a la cama. Sus extremidades se negaban a obedecerlo.

Varios hombres lo miraron al pasar a trompicones por su lado.

—Venga, Francis, vamos a desayunar —oyó a Napoleón, cuya voz se desvaneció cuando vio la expresión de Francis—. ¿Francis? —No contestó—. Pajarillo, ¿estás bien?

Una vez más forcejeó interiormente. Sus voces habían empezado a hablar. Le suplicaban, lo apremiaban, le insistían una y otra vez: ¡Levántate, Francis! ¡Vamos, Francis! ¡Arriba! ¡Pon los pies en el suelo y levántate! ¡Por favor, Francis, levántate!

No sabía si tendría la fuerza suficiente. No sabía si volvería a tenerla alguna vez.

—¿Pajarillo? ¿Qué pasa? —La voz de Napoleón sonó más agitada, casi lastimera.

No respondió. Siguió mirando el techo, cada vez más convencido de que se estaba muriendo. O quizá ya lo estaba, y cada palabra que oía formaba parte de las últimas resonancias de la vida que acompañaban los postreros latidos de su corazón.

—¡Señor Moses! ¡Venga! ¡Necesitamos ayuda! —Napoleón parecía al borde de las lágrimas.

Francis se sintió tironeado en dos direcciones opuestas. Una fuerza interior parecía empujarlo hacia abajo y otra insistía en que se levantase.

Negro Grande se situó a su lado. Francis lo oyó ordenar a los demás pacientes que salieran al pasillo. Se inclinó hacia Francis para mirarlo a los ojos.

—Vamos, Francis. Levántate, maldita sea. ¿Qué tienes?

—Ayúdele —rogó Napoleón.

—Lo estoy intentando. Dime, Francis, ¿qué pasa? —Dio una palmada con fuerza delante de la cara del joven para obtener alguna reacción. Luego lo cogió por un hombro y lo sacudió, pero él siguió rígido en la cama.

Francis creía que ya no le quedaban palabras. Dudaba de su capacidad de hablar. Las cosas se estaban congelando en su interior, como el hielo que se forma en una laguna.

Las voces, confusas, redoblaron sus órdenes para instarle a reaccionar.

Lo único que superó el miedo de Francis fue la idea de que, si no se movía, seguro que se moriría. Que la pesadilla se volvería realidad. Era como si ambas cosas se hubieran fundido entre sí. Lo mismo que el día y la noche ya no eran diferentes, tampoco lo eran el sueño y la vigilia. Se tambaleó de nuevo, al borde de la conciencia. Una parte de él le instaba a aislarse de todo, a retroceder y encontrar la seguridad negándose a vivir, mientras que otra parte le suplicaba que se alejara de los cantos de sirena del mundo vacío y mortal que lo atraía.

¡No te mueras, Francis!

Al principio, creyó que era una de sus voces que le hablaba. Luego, se dio cuenta de que era él mismo.

Así que reunió hasta el último ápice de fuerza para pronunciar con voz ronca unas palabras, algo que un instante antes había temido no poder volver a hacer nunca.

—Estuvo aquí… —musitó, como el último suspiro de un agonizante, sólo que, contradictoriamente, el sonido de su voz pareció vigorizarlo.

—¿Quién? —preguntó Negro Grande.

—El ángel. Habló conmigo.

El auxiliar dio un respingo.

—¿Te hizo daño?

—No. Sí. No estoy seguro. —Cada palabra parecía fortalecerlo. Se sentía como un hombre a quien la fiebre baja de repente.

—¿Puedes levantarte? —quiso saber Negro Grande.

—Lo intentaré —respondió Francis.

Apoyado en Negro Grande y con Napoleón delante con los brazos extendidos como para impedir cualquier caída, Francis se incorporó y puso los pies en el suelo. Se sintió mareado un segundo y por fin se levantó.

—Muy bien —susurró Negro Grande—. Te has llevado un buen susto, ¿eh?

Francis no contestó. Era obvio.

—¿Estarás bien, Pajarillo?

—Eso espero.

—Será mejor que guardemos el secreto, ¿vale? Habla con la señorita Jones y con Peter cuando salga de aislamiento.

Francis asintió tembloroso. El corpulento auxiliar intuía lo cerca que había estado de no poder salir de esa cama nunca más. O de caer en los agujeros negros de los catatónicos, encerrados en un mundo que sólo existía para ellos. Dio un paso vacilante, y otro. Notó que la sangre le recorría el cuerpo y que el riesgo de sumirse en una locura peor que la que ya tenía se disipaba. Los músculos y el corazón le funcionaban bien. Sus voces interiores vitorearon y luego se callaron, como si disfrutaran de todos sus movimientos. Exhaló despacio, como un hombre al que acaba de golpear una piedra, y por fin, logró esbozar su sonrisa habitual.

—Ya estoy bien —dijo a Napoleón, sin soltarse aún del antebrazo de Negro Grande para conservar el equilibrio—. Creo que me iría bien comer algo.

El auxiliar asintió, pero Napoleón vaciló.

—¿Quién es ése? —preguntó.

Francis y Negro Grande se volvieron y vieron a un hombre que no había logrado levantarse. Había pasado inadvertido debido a la atención que Francis había concentrado. Yacía inmóvil: un bulto contrahecho en una cama de metal.

—Qué coño… —exclamó el auxiliar, irritado.

Francis vio quién era.

—Oye —lo llamó Negro Grande, pero no obtuvo respuesta.

Francis inspiró hondo y cruzó el dormitorio hasta llegar junto al hombre.

Era Bailarín, el hombre mayor que habían trasladado a Amherst el día antes. El compañero de litera del retrasado mental.

Francis observó sus extremidades rígidas. Ya nunca volvería a moverse con gracia y elegancia al compás de una música que sólo él oía.

Su rostro estaba tenso y pálido, como si lo hubieran maquillado para salir a escena. Tenía los ojos muy abiertos, y también la boca. Parecía sorprendido, incluso impresionado, o tal vez aterrado ante la muerte que había ido a buscarlo esa noche.