Peter arrastraba los pies con cuidado por el sendero junto a Negro Grande. El auxiliar guardaba silencio, como si la tarea de acompañarlo lo incomodara. Se había disculpado por segunda vez al salir del edificio Amherst y luego se había callado. Pero caminaba deprisa, lo que obligaba a Peter prácticamente a correr para seguirle el paso y a mantener los ojos puestos en el suelo para no tropezar y caerse.
Peter notaba el sol de última hora de la tarde en el cuello y consiguió levantar la cabeza un par de veces para contemplar los edificios iluminados por la puesta de sol. El aire estaba un poco frío, un recordatorio de la primavera en Nueva Inglaterra, una advertencia de que no hay que fiarse demasiado del advenimiento del verano. Parte de los marcos blancos de las ventanas relucía, de modo que los cristales con barrotes recordaban unos ojos que observaban su avance por el patio interior. Las esposas se le hincaban en las muñecas. Toda la euforia que había sentido la primera vez que salió a escondidas del edificio Amherst en compañía de los hermanos Moses para empezar a buscar al ángel, la agitación que lo había inundado al recordar cada olor y sensación, habían desaparecido sustituidos por la melancolía del encarcelamiento. No sabía a qué reunión lo llevaban, pero sospechaba que era importante.
Esa idea se reforzó al ver dos limusinas negras aparcadas frente al edificio de administración. Estaban tan limpias que podía verse reflejado en ellas.
—¿Qué está pasando? —preguntó.
—Sólo me han dicho que te llevara de inmediato esposado. —El auxiliar sacudió la cabeza—. Así que sé tanto como tú.
—Es decir, nada —concluyó Peter, y el otro asintió.
Subió tambaleante las escaleras tras Negro Grande y se apresuró por el pasillo en dirección al despacho de Gulptilil. La señorita Deliciosa estaba esperando detrás de su mesa, y Peter observó que parecía incómoda y se había cubierto la habitual blusa ceñida con una rebeca holgada.
—Date prisa —dijo—. Te están esperando.
Las cadenas tintinearon mientras avanzaba con rapidez. Negro Grande le sostuvo la puerta abierta. Peter entró arrastrando los pies.
Tomapastillas, sentado tras su escritorio, se levantó al vuelo. Había, como de costumbre, una silla vacía delante de la mesa. Y tres hombres más en la habitación. Todos llevaban traje negro con alzacuello blanco. Peter no reconoció a dos de ellos, pero el rostro del tercero era conocido para cualquier católico de Boston. El cardenal estaba sentado a un lado del despacho, en un sofá situado a lo largo de la pared. Tenía las piernas cruzadas y parecía relajado. Uno de los otros sacerdotes estaba sentado a su lado y sujetaba un portafolios de piel marrón, un bloc y un gran bolígrafo negro con el que jugueteaba nervioso. El tercer sacerdote estaba detrás de la mesa de Gulptilil, en una silla situada junto a éste. Tenía un fajo de papeles delante de él.
—Gracias, señor Moses. Por favor, quite las sujeciones a Peter, si es tan amable.
El auxiliar tardó unos instantes en hacerlo. Después, retrocedió mirando al director médico, quien le hizo un gesto.
—Espere fuera hasta que lo llamemos, señor Moses. Estoy seguro de que no será necesaria ninguna seguridad adicional durante esta reunión. —Dirigió la mirada a Peter y añadió—: Todos somos caballeros, ¿no?
Peter no respondió. No se sentía como un caballero en ese momento.
Sin decir palabra, Negro Grande se marchó. Gulptilil señaló la silla.
—Siéntate, Peter —ordenó—. Estos señores quieren hacerte algunas preguntas.
Peter asintió, se sentó pesadamente pero se deslizó hacia el borde de la silla, preparado. Trató de aparentar seguridad, pero sabía que eso era difícil. Sentía emociones encontradas, desde un odio ciego hasta curiosidad, y se advirtió que debía ser breve y directo al hablar.
—Reconozco al cardenal —afirmó Peter mirando al director médico—. He visto muchas veces su fotografía. Pero me temo que no conozco a los otros dos caballeros. ¿Tienen nombre?
—El padre Callahan es el asistente personal del cardenal —indicó Gulptilil, y señaló al hombre sentado junto al prelado. Era un hombre algo calvo, de mediana edad, con unas gafas gruesas y unos dedos regordetes que sostenían el bolígrafo mientras tamborileaba sobre el bloc. Asintió hacia Peter, aunque no se levantó para estrecharle la mano—. Y el otro caballero es el padre Grozdik, que quiere hacerte algunas preguntas.
Peter asintió. El sacerdote del apellido polaco era bastante más joven, de una edad parecida a la suya. Era delgado, atlético, de más de metro ochenta. Su traje negro parecía hecho a medida para ajustarse a una cintura estrecha y tenía un aspecto lánguido, felino. Llevaba el cabello castaño largo y peinado hacia atrás, y tenía unos penetrantes ojos azules que no se habían apartado de Peter desde que había entrado en la habitación. El tampoco se levantó, ni le ofreció la mano ni lo saludó de ningún modo, pero se inclinó hacia delante como un depredador.
—Supongo que el padre Grozdik también tiene algún cargo —dijo Peter, que lo miró a los ojos—. Tal vez le gustaría decirme cuál.
—Trabajo en la oficina jurídica de la archidiócesis —aclaró con una insulsa voz.
—Si las preguntas son de cariz legal, ¿no debería estar presente mi abogado? —sugirió Peter. Formuló la frase como una pregunta con la esperanza de deducir algo de la respuesta del sacerdote.
—Esperamos que acceda a reunirse con nosotros de modo informal —respondió éste.
—Eso dependerá, por supuesto, de lo que deseen saber —replicó Peter—. Sobre todo, porque veo que el padre Callahan ya ha empezado a tomar notas.
El sacerdote mayor dejó de escribir a medio trazo. Alzó los ojos hacia el sacerdote más joven, que asintió en su dirección. El cardenal se mantuvo inmóvil en el sofá observando a Peter con prudencia.
—¿Se opone? —preguntó el padre Grozdik—. Tener constancia escrita de esta reunión podría ser importante más adelante. Tanto para su protección como para la nuestra. Y, si todo esto queda en nada, bueno, siempre podemos destruir el documento. Pero si se opone…
—Todavía no. Quizá después —dijo Peter.
—Bien. Entonces, podemos empezar.
—Adelante —soltó Peter con frialdad. El padre Grozdik consultó sus papeles y tardó en continuar. Peter se percató de que el hombre había recibido formación sobre técnicas de interrogatorio. Lo supo por su actitud paciente y reposada, que ordenaba las ideas antes de preguntar. Supuso que habría estado en el ejército e imaginó una sencilla sucesión: secundaria en el Saint Ignatius, estudios universitarios en el Boston College, instrucción en el cuerpo de oficiales en la reserva, un período de servicio en el extranjero con la policía militar, una vuelta a la facultad de Derecho del Boston College y más formación jesuita, seguido de un ascenso rápido en la archidiócesis. De joven, había conocido a unos cuantos como el padre Grozdik, que en virtud de su intelecto y su ambición eran importantes para la Iglesia. Lo único que estaba fuera de lugar era el apellido polaco y no irlandés, lo que le pareció interesante. Él era de origen católico irlandés, como el cardenal y su asistente, de modo que llevar a alguien de un origen étnico distinto indicaba algo. No sabía muy bien qué ventaja daba eso a los tres sacerdotes. Pronto lo averiguaría.
—Mire, Peter… —empezó el sacerdote—, ¿puedo llamarlo Peter? Me gustaría que la sesión fuera distendida.
—Por supuesto, padre —asintió Peter. Pensó que era inteligente. Todos los demás poseían la autoridad de un adulto y un estatus. Pero él, Peter, sólo tenía un nombre de pila. Había usado el mismo enfoque al interrogar a más de un pirómano.
—Muy bien, Peter —empezó de nuevo el sacerdote—. Está en el hospital para someterse a una evaluación psicológica ordenada por un juez antes de seguir con las acusaciones en su contra, ¿cierto?
—Sí. Intentan averiguar si estoy loco. Demasiado loco para ser juzgado.
—Eso es porque muchas personas que lo conocen creen que sus acciones son… ¿podríamos llamarlas «atípicas»? ¿Le parece una buena descripción?
—Un bombero que provoca un incendio. Un buen chico católico que reduce a cenizas una iglesia. Desde luego. Atípico me parece bien.
—¿Y está loco, Peter?
—No. Pero eso es lo que la mayoría le dirá en el hospital si lo pregunta, así que no estoy seguro de que mi opinión cuente demasiado.
—¿A qué conclusiones cree que ha llegado el personal hasta ahora?
—Yo diría que todavía están acumulando impresiones, padre, pero han llegado más o menos a la misma conclusión que yo. Lo expresarán de un modo más clínico, claro. Dirán que estoy lleno de conflictos no resueltos. Que soy neurótico. Compulsivo. Puede que incluso antisocial. Pero que era consciente de lo que hacía y sabía que estaba mal. Ése es más o menos el estándar legal, ¿verdad? Seguro que le enseñaron eso en la facultad de Derecho del Boston College.
Grozdik sonrió y se movió un poco en la silla.
—Muy hábil, Peter. ¿O acaso vio el anillo de la promoción? —Levantó la mano y mostró un gran anillo de oro que captó parte de la luz que entraba por la ventana.
Peter se dio cuenta de que el sacerdote se había situado de modo que el cardenal pudiera observar sus reacciones sin que él pudiera volverse para ver las del cardenal.
—Es curioso, ¿verdad, Peter? —dijo el padre Grozdik, cuya voz seguía siendo monótona y fría.
—¿Curioso, padre?
—Tal vez curioso no sea la palabra adecuada. Puede que fuera mejor calificar este dilema de intelectualmente interesante. Existencial, casi. ¿Ha estudiado mucha psicología, Peter? ¿O filosofía, acaso?
—No. Estudié el asesinato. Cuando estaba en el ejército. Cómo matar y cómo evitar que te mataran. Y cuando volví a casa estudié el fuego. Cómo se apaga y cómo se provoca. Sorprendentemente, los dos tipos de estudio no me parecieron demasiado diferentes.
—Sí —asintió el padre Grozdik con una sonrisa—. Tengo entendido que lo llaman Peter el Bombero. No obstante, algunos aspectos de su situación transcienden las interpretaciones simples.
—Sí —respondió Peter—. Soy consciente de ello.
—¿Piensa mucho en el mal, Peter?
—¿En el mal, padre?
—Sí. La presencia en esta tierra de fuerzas que sólo pueden explicarse con el mal.
—Sí —asintió Peter tras vacilar—. He pasado mucho tiempo reflexionando sobre ello. No puedes haber viajado a los sitios donde yo he estado sin darte cuenta de que el mal ocupa un lugar en el mundo.
—La guerra y la destrucción. Sin duda son ámbitos en los que el mal tiene carta blanca. ¿Le interesa? ¿Intelectualmente, quizá?
Peter se encogió de hombros con indiferencia pero por dentro estaba reuniendo toda su capacidad de concentración. No sabía en qué dirección iba a orientar el sacerdote la conversación, pero no se fiaba.
—Dígame, Peter —prosiguió Grozdik tras dudar—, lo que ha hecho, ¿cree que está mal?
Peter esperó un momento antes de responder.
—¿Me está pidiendo una confesión, padre? Me refiero a la clase de confesión que exige que antes se lean los derechos del acusado. No a la del confesionario, porque estoy seguro de que no hay padrenuestros ni avemarías suficientes, y tampoco acto de contrición alguno por mi parte, para obtener la absolución.
Grozdik no sonrió, ni pareció inquietarlo la respuesta de Peter. Era un hombre comedido, muy frío y directo, que contrastaba con el cariz indirecto de las preguntas que hacía. Peter lo consideró un hombre peligroso y un adversario difícil. El problema era que no sabía con certeza si era un adversario. Era muy probable. Pero eso no explicaba por qué estaba ahí.
—No, Peter —dijo el sacerdote cansinamente—. Ninguna de esas dos confesiones. Permítame que lo tranquilice sobre algo… —Habló de un modo que Peter sabía que servía para hacer lo contrario—. Nada de lo que diga hoy será usado en su contra ante un tribunal de justicia.
—¿Ante otro tribunal, entonces? —replicó Peter con una pizca de ironía. El sacerdote no mordió el anzuelo.
—A todos nos juzgan al final.
—Eso está por ver, ¿no?
—Como todas las respuestas a los grandes misterios. Pero el mal, Peter…
—Muy bien, padre. Entonces la respuesta a su pregunta es que sí. Creo que mucho de lo que he hecho está mal. Si lo examina desde el punto de vista de la Iglesia, resulta bastante evidente. Por eso estoy aquí, y por eso iré pronto a la cárcel. Puede que lo que me queda de vida. O casi.
Grozdik pareció considerar esta afirmación.
—Pero sospecho que no me está diciendo la verdad —repuso—. Que, en el fondo, no cree que lo que hizo estuviera realmente mal. O tal vez cree que cuando provocó ese incendio pretendía usar un mal para eliminar otro. Puede que eso esté más cerca de la verdad.
Peter no quiso contestar. Dejó que el silencio envolviera la habitación.
—¿Sería más exacto decir que cree que sus acciones estuvieron mal en un plano moral, pero bien en otro? —El sacerdote se había inclinado un poco hacia delante.
Peter notó que empezaban a sudarle las axilas y la nuca.
—No me apetece hablar sobre esto —dijo.
El sacerdote bajó la mirada y hojeó unos documentos hasta que encontró lo que buscaba, lo examinó y volvió a alzar los ojos hacia Peter.
—¿Recuerda lo primero que dijo a la policía cuando llegaron a casa de su madre? —preguntó—. Y, podría añadir, lo encontraron sentado en un peldaño con la lata de gasolina y las cerillas en las manos.
—De hecho, usé un mechero.
—Por supuesto. Reconozco mi error. ¿Y qué les dijo?
—Parece tener el informe policial delante de usted.
—¿Recuerda haber dicho «Con eso estamos en paz» antes de que le detuvieran?
—Sí.
—Tal vez podría explicármelo.
—Padre Grozdik —soltó Peter sin rodeos—, sospecho que no estaría aquí si no supiera ya la respuesta a esa pregunta.
El sacerdote miró de reojo al cardenal, pero Peter no pudo ver qué hizo éste. Supuso que algún leve movimiento con la mano o la cabeza. Fue sólo un breve instante, pero algo cambió.
—Sí, Peter. Por lo menos, eso creo. Dígame, ¿conocía al sacerdote que murió en el incendio?
—¿Al padre Connolly? No. No lo había visto nunca. De hecho no sabía nada sobre él. Excepto un detalle destacado, por supuesto. Me temo que, desde que volví de Vietnam, mis idas a la iglesia eran, por decirlo de algún modo, limitadas. Ya sabe, padre, ves mucha crueldad, muchas muertes y mucha falta de sentido, y empiezas a preguntarte dónde está Dios. Es difícil no tener una crisis de fe, o como quiera llamarlo.
—Así que incendió una iglesia y, con ella, a un sacerdote…
—No sabía que él estaba ahí —aseguró Peter—. Y tampoco que había otros. Creí que la iglesia estaba vacía. Grité, llamé a algunas puertas. Supongo que fue mala suerte. Como digo, creí que estaba vacía.
—No lo estaba. Y, para serle franco, no acabo de creerlo en este punto. ¿Con qué fuerza llamó a las puertas? ¿Gritó muy alto sus advertencias? Un hombre murió y tres resultaron heridos.
—Sí. Y yo iré a la cárcel en cuanto finalice mi breve estancia en este hospital.
—Y afirma que no conocía al sacerdote…
—Había oído hablar de él.
—¿Qué quiere decir?
—¿Cuánto quiere saber, padre? Quizá no debería estar hablando conmigo, sino con mi sobrino. El monaguillo. Y puede que con algunos amigos suyos…
Grozdik levantó una mano para interrumpir a Peter.
—Hemos hablado con varios feligreses. Hemos recabado mucha información con posterioridad al incendio.
—Bueno, entonces ya sabe que las lágrimas que se derramaron por la desafortunada muerte del padre Connolly son bastante menos que las que han derramado, y todavía derramarán, mi sobrino y algunos de sus amigos.
—De modo que se encargó personalmente…
Peter sintió que lo invadía la rabia, una rabia familiar, olvidada, pero parecida a la que había sentido cuando oyó a su sobrino describir con voz temblorosa lo que le había pasado. Se inclinó hacia delante y dirigió una mirada dura a Grozdik.
—Nadie iba a hacer nada —explicó—. Yo lo sabía, padre, lo mismo que sé que la primavera sigue al invierno y el verano antecede al otoño. Con total certeza. Así que hice lo que hice porque nadie más haría nada. Seguro que usted no, y el cardenal tampoco. ¿Y la policía? Ni hablar. Se pregunta por el mal, padre. Bueno, pues ahora hay un poco menos de mal en el mundo porque yo provoqué ese incendio. Y puede que haya estado mal. Pero puede que no. Así que váyase a hacer puñetas, padre, porque me da igual. Cuando los médicos averigüen que no estoy loco, podrán enviarme a la cárcel y tirar la llave, y todo el mundo estará en paz. Un equilibrio perfecto, padre. Un hombre muere. El hombre que lo mata va a la cárcel. Que baje el telón. Todos los demás pueden seguir con sus vidas.
—Puede que no tenga que ir a la cárcel, Peter —indicó el padre Grozdik.
A menudo me he preguntado qué debió de pensar y sentir Peter al oír esas palabras. ¿Esperanza? ¿Euforia? ¿O quizá miedo? No me lo dijo, aunque aquella noche me comentó todos los detalles de la conversación con los tres religiosos. Creo que quiso dejar que yo lo imaginara, porque ése era el estilo de Peter. Si no sacabas las conclusiones tú mismo no valía la pena sacarlas. Así que, cuando se lo pregunté, sacudió la cabeza y dijo: «¿Tú qué crees, Pajarillo?».
Peter había ido al hospital para que lo evaluaran, a sabiendas de que la única evaluación que significaba algo era la que llevaba en su interior. El asesinato de Rubita y la llegada de Lucy Jones le habían alimentado la sensación de que podía compensar las cosas. Peter vivía un vaivén de conflictos y emociones sobre lo que había sabido y lo que había hecho, y toda su vida se había basado en conseguir resarcirlo todo. Resuelve un mal con el bien. Era la única forma en que podía dormirse por la noche, y al día siguiente despertaba carcomido por la tarea de arreglarlo todo. Se sentía impulsado a encontrar una ecuanimidad que siempre le era esquiva. Pero más adelante, cuando pensé en ello, creí que ni su vigilia ni su sueño podían estar nunca exentos de pesadillas.
Para mi era más sencillo. Yo sólo quería volver a casa. El problema al que me enfrentaba no dependía tanto de las voces que oía como de lo que podía ver. El ángel no era ninguna alucinación, como ellas. Era de carne y hueso, sangre y rabia, y yo empezaba a ver todo eso. Era un poco como un arrecife surgido entre la niebla, y yo navegaba directamente hacia él. Intenté contárselo a Peter, pero no pude. No sé por qué. Era como revelar algo sobre mí mismo que no quería revelar, de modo que me lo callé. Por lo menos, de momento.
—Creo que no lo entiendo, padre —soltó Peter, conteniendo sus emociones.
—Este incidente preocupa mucho a la archidiócesis, Peter.
Peter no contestó enseguida, aunque tenía una respuesta sarcástica en la punta de la lengua. Grozdik lo observó para intentar deducir su respuesta a partir de su postura en la silla, la inclinación de su cuerpo, la expresión de sus ojos. Peter creyó que de repente jugaba la partida de póquer más dura que había visto.
—¿Preocupa, padre?
—Sí, exacto. Queremos hacer lo correcto, Peter.
El sacerdote siguió valorando las reacciones de Peter.
—Lo correcto… —repitió Peter despacio.
—Es una situación complicada, con muchos aspectos contradictorios.
—No estoy totalmente de acuerdo, padre. Un hombre cometía actos… depravados. Lo más probable era que nunca le llamaran la atención por eso. De modo que yo, exaltado y lleno de rabia y fervor justificados, me encargué de poner las cosas en su sitio. Yo solo. Un grupo parapolicial de una persona, podríamos decir. Se cometieron delitos, padre. Y se saldaron cuentas. Y ahora estoy dispuesto a aceptar mi castigo.
—Creo que es más sutil que eso, Peter.
—Puede creer lo que quiera.
—Deje que le pregunte algo: ¿le pidió alguien que hiciera lo que hizo?
—No. Lo hice por mi cuenta. Ni siquiera lo sugirió mi sobrino, y es él quien carga con las secuelas.
—¿Cree que su acto logrará de algún modo reparar lo que le ocurrió a su sobrino?
—No. —Peter sacudió la cabeza—. Y eso me entristece.
—Por supuesto —asintió el padre Grozdik—. ¿Contó después a alguien por qué lo había hecho?
—¿A los policías que me detuvieron?
—Exacto.
—No.
—¿Y aquí, en el hospital?
—No —respondió Peter tras reflexionar un instante—. Pero yo diría que hay bastantes personas que conocen el motivo. No del todo, pero aun así lo saben. Los locos ven a veces las cosas con exactitud, padre. Una exactitud que se nos escapa en la calle.
Grozdik se inclinó más en la silla. Peter tuvo la sensación de estar delante de un ave rapaz que describía círculos sobre un animal muerto en la carretera.
—Participó en muchos combates en el extranjero, ¿verdad?
—En algunos.
—Su expediente militar indica que pasó casi todo su período de servicio en zonas de combate. Y que fue condecorado en más de una ocasión por sus acciones. Y también recibió el Corazón Púrpura por heridas de guerra.
—Eso es cierto.
—¿Y vio morir gente?
—Era sanitario. Claro que sí.
—¿Y cómo murieron? Apostaría a que en sus brazos más de una vez.
—Ganaría esa apuesta, padre.
—¿Acaso creyó que eso no iba a tener ningún impacto emocional sobre usted?
—Yo no he dicho eso.
—¿Conoce una enfermedad llamada neurosis traumática, Peter?
—No.
—El doctor Gulptilil podría explicársela. Antes se le llamaba fatiga de combate, pero ahora recibe un nombre que suena más clínico.
—¿Intenta decirme algo?
—Puede provocar que una persona actúe de una forma que podríamos calificar de atípica. Sobre todo si está sometida a un estrés repentino y considerable.
—Hice lo que hice. Se acabó.
—No, Peter —replicó Grozdik—. Empezó.
Ambos guardaron silencio un momento. Peter pensó que seguramente el sacerdote esperaba que dijera algo, pero no estaba dispuesto a hacerlo.
—Peter, ¿le ha informado alguien de lo que ha pasado desde que lo detuvieron?
—¿En qué sentido?
—La iglesia que incendió ha sido derruida. El solar, limpiado y preparado. Se ha donado dinero. Mucho dinero. Con una generosidad extraordinaria. Ha supuesto una verdadera unión de la comunidad. Se han dibujado planos. Se ha proyectado, en el mismo solar, una iglesia más grande y más bonita que expresará verdaderamente la gloria y la virtud. Se ha instituido una beca con el nombre del padre Connolly. Incluso se habla de añadir un centro para jóvenes, en su memoria, claro.
Peter se quedó estupefacto.
—Las muestras de amor y cariño han sido realmente memorables.
—No sé qué decir.
—Los designios del Señor son inescrutables, ¿no, Peter?
—No estoy seguro de que Dios tenga que ver en esto, padre. Me sentiría mejor si no lo sacara a colación. A ver, ¿qué me está diciendo?
—Estoy diciendo que están a punto de hacerse muchas cosas buenas, Peter. A partir de las cenizas, por así decirlo. Las cenizas que usted creó.
Por supuesto. Por eso estaba el cardenal allí observando todos los movimientos de Peter. La verdad sobre el padre Connolly y su predilección por los monaguillos era menos importante que la reacción que se había producido a favor de la Iglesia. Peter se volvió y miró al cardenal.
Éste asintió y habló por primera vez:
—Muchas cosas buenas, Peter. Pero que podrían estar en peligro.
Peter lo entendió al instante. Ningún centro para jóvenes podía recibir el nombre de un abusador de menores. Y él era la persona que amenazaba con desbaratarlo todo. Se volvió de nuevo hacia Grozdik.
—Van a pedirme algo, ¿verdad, padre?
—No exactamente, Peter.
—Entonces ¿qué quieren?
Grozdik apretó los labios, y Peter comprendió que había hecho la pregunta equivocada de modo incorrecto, porque había dado a entender que haría lo que el sacerdote quería.
—Verá, Peter —dijo Grozdik despacio, pero con una frialdad que sorprendió incluso al Bombero—. Lo que queremos… lo que todos queremos, el hospital, su familia, la Iglesia, es que se mejore.
—¿Que me mejore?
—Y nos gustaría ayudarle a conseguirlo.
—¿Ayudarme?
—Sí. Hay una clínica, un centro puntero en la investigación y tratamiento de la neurosis traumática. Creemos, la Iglesia cree, incluso su familia cree, que sería más adecuado para usted estar ahí que aquí, en el Western.
—¿Mi familia?
—Sí. Parece ansiosa de que reciba esta ayuda.
Peter se preguntó qué les habrían prometido. O cómo los habrían amenazado. Molesto, se revolvió en la silla y se entristeció de golpe al darse cuenta de que probablemente no había solucionado nada, en especial a su sobrino. Quiso decirlo, pero se contuvo.
—¿Y dónde está ese centro? —preguntó.
—En Oregón.
—¿Oregón?
—Sí. En una parte bastante bonita del Estado, o eso tengo entendido.
—¿Y las acusaciones en mi contra?
—Una finalización satisfactoria del tratamiento conllevaría que se retiraran los cargos.
—¿Y qué hago yo a cambio? —quiso saber tras reflexionar.
Grozdik se inclinó hacia delante otra vez. Peter tuvo la impresión de que el sacerdote sabía de antemano la respuesta a esa pregunta.
—Esperaríamos que no hiciera ni dijera nada que pudiese impedir la consecución de un proyecto maravilloso y tan entusiasta —explicó Grozdik, despacio y con voz baja y clara.
Su primera reacción fue de rabia. Sentía una mezcla de hielo y fuego en su interior. La furia fundida con la frialdad. Hizo un esfuerzo por controlarse.
—¿Me está diciendo que ha hablado de esto con mi familia? —preguntó.
—¿Cree que su presencia aquí no les causa una gran angustia, al recordarles momentos tan difíciles? ¿No cree que sería mejor que Peter el Bombero empezara de nuevo lejos de aquí? ¿No cree que les debe la oportunidad de seguir adelante con sus vidas y de dejar que los acosen los terribles recuerdos de hechos tan espantosos?
Peter no respondió.
—Puede tener una vida mejor, Peter —dijo el padre Grozdik, y cogió los papeles que tenía sobre la mesa—. Pero necesitamos que acepte. Y pronto, porque esta oferta no será válida demasiado tiempo. En muchos sitios, muchas personas han hecho sacrificios importantes y han llegado a acuerdos difíciles para conseguir esta oferta, Peter.
Peter tenía la garganta seca. Cuando habló, las palabras parecieron rasparle los labios.
—Pronto, dice. ¿Se refiere a minutos? ¿A días? ¿A una semana, un mes, un año?
—Nos gustaría que empezara a recibir el tratamiento adecuado en los próximos días —sonrió Grozdik—. ¿Para qué prolongar lo que obstaculiza su bienestar emocional? Tendrá que comunicar su decisión al doctor Gulptilil, Peter. —Se levantó—. No le pediremos que la tome ahora mismo. Estoy seguro de que tendrá que pensárselo. Pero es una buena oferta, muy ventajosa en sus actuales circunstancias.
Peter también se puso de pie. Dirigió una mirada al doctor Gulptilil. El rollizo médico indio había guardado silencio a lo largo de toda la conversación.
—Peter —dijo por fin, señalando la puerta—, pide al señor Moses que te acompañe de vuelta a Amherst. Quizá pueda hacerlo sin las sujeciones esta vez. —Cuando Peter dio el primer paso, añadió—: Cuando tomes la que, por supuesto, es la única decisión posible, di al señor Evans que quieres hablar conmigo. Prepararemos el papeleo necesario para tu traslado.
El padre Grozdik pareció ponerse algo tenso y se acercó al médico.
—Tal vez sería mejor que Peter tratara esta cuestión sólo con usted —comentó—. En particular, creo que el señor Evans, su colega, no debería estar involucrado en ningún sentido.
Tomapastillas miró con curiosidad al sacerdote, que se explicó.
—Su hermano resultó herido al entrar en la iglesia para intentar, en vano, rescatar al padre Connolly. Actualmente sigue recibiendo un tratamiento de larga duración y bastante doloroso para las quemaduras sufridas esa trágica noche. Me temo que su colega podría guardar cierta animadversión hacia Peter.
Peter vaciló, pensó una, dos, tal vez doce respuestas, pero no pronunció ninguna. Asintió hacia el cardenal, que le devolvió el gesto, aunque sin sonreír y con una expresión que sugería que estaba caminando por el borde de un profundo precipicio.
El pasillo de la planta baja del edificio Amherst estaba abarrotado de pacientes. De él se elevaba el rumor de la gente que hablaba entre sí o consigo misma. Sólo cuando ocurría algo inusual, la gente se callaba o pronunciaba palabras inteligibles. Francis pensó que cualquier cambio era siempre peligroso. Ese pensamiento implicaba que se estaba acostumbrando a la vida en el Western. Y no quería que fuese así. Se dijo que una persona cuerda debía adaptarse al cambio y agradecer la originalidad. Se prometió que aceptaría todas las cosas diferentes que pudiera, que combatiría la dependencia de la rutina. Sus voces asintieron a coro en su interior, como si ellas también vieran los peligros de convertirse en una cara más del pasillo.
Pero mientras reflexionaba de este modo, se produjo un silencio repentino. El ruido se desvaneció de golpe, como una ola que se alejara de la playa. Francis levantó los ojos y comprendió el motivo: Negro Chico acompañaba a tres hombres por el centro del pasillo hacia el dormitorio de la planta baja. Francis reconoció al hombretón retrasado, que cargaba sin problemas con un arcón y llevaba un muñeco bajo la axila. Tenía una contusión en la frente y un labio algo hinchado, pero esbozaba una sonrisa torcida que dirigía a todos los que lo miraban. Mientras seguía al auxiliar, gruñía a modo de saludo.
El segundo hombre era menudo y bastante mayor, con gafas y un cabello blanco, fino y ralo. Parecía andar ligero, como un bailarín, y Francis observó que iba haciendo piruetas, como si todo fuese parte de un ballet. El tercer hombre era fornido, entre la juventud y la mediana edad, ancho de espaldas, pelo oscuro y párpados caídos. Avanzaba con dificultad, como si le costara seguir el ritmo del hombre retrasado y el bailarín. Francis pensó que era un cato, o algo parecido. Pero cuando lo miró mejor, notó que los ojos negros del hombre se movían con disimulo de un lado a otro para examinar a los pacientes que se apartaban para dejarles paso. Francis lo vio entrecerrar los ojos, como si lo que veía lo disgustara, y torcer la boca. Francis se percató de que era alguien a quien convenía evitar. Llevaba una caja de cartón marrón con sus escasas pertenencias.
Lucy salió del despacho y observó cómo el grupo se dirigía hacia el dormitorio. Captó el leve gesto de Negro Chico, dándole a entender que la alteración que ella había incitado había dado resultado. Una alteración que había requerido el traslado de varios hombres de un dormitorio a otro.
Lucy se acercó a Francis.
—Pajarillo —le susurró—, acompáñalos y asegúrate de que nuestro hombre se instale en una cama donde Peter y tú podáis vigilarlo.
Francis asintió, sin mencionar que el retrasado no era el que deberían vigilar. Se apartó de la pared y se marchó por el pasillo, que volvía a estar lleno de murmullos y voces apagadas.
Cleo, cerca del puesto de enfermería, se fijó en cada uno de los hombres cuando pasaban ante ella. Luego, con ceño y una mano señalando a los tres pacientes que se alejaban por el pasillo, les espetó:
—¡No sois bienvenidos! ¡Ninguno de los tres!
Pero ninguno de los hombres se giró, cambió el paso o dio muestras de haber oído o comprendido lo que Cleo había dicho.
Ésta carraspeó con fuerza e hizo un gesto de desdén con la mano. Francis pasó veloz junto a ella para intentar seguir el ritmo rápido de Negro Chico.
Cuando entró en el dormitorio, el hombre retrasado estaba situado en la antigua cama de Larguirucho, mientras que a los otros dos se les habían asignado camas cercanas a la pared. Negro Chico los supervisó mientras guardaban sus pertenencias, luego les enseñó el lavabo, el póster con las normas del hospital, que Francis supuso iguales a las del dormitorio del que procedían, y les informó de que la cena se serviría en unos minutos. A continuación, se encogió de hombros y se marchó, no sin detenerse junto a Francis.
—Di a la señorita Jones que hubo una buena pelea en Williams —le dijo—. El hombre al que ella cabreó fue directo hacia este grandullón. Fueron necesarios un par de auxiliares para separarlo; los otros dos también se vieron involucrados. El otro cabrón estará un par de días en una celda de observación. Es probable que también lo inyecten para tranquilizarlo. Dile que salió como había planeado, salvo que en Williams todo el mundo está alterado y que puede que lleve un par de días que las cosas se calmen.
Dicho esto, Negro Chico cruzó la puerta y lo dejó solo con los tres nuevos.
Francis vio cómo el retrasado se sentaba en el borde de la cama y abrazaba al muñeco. Empezó a balancearse atrás y adelante, con una media sonrisa en los labios, como si estuviera valorando su nuevo entorno. Bailarín hizo un pequeño giro y se acercó a la ventana para contemplar lo que quedaba de tarde.
Pero el tercer hombre, el fornido, miró a Francis y pareció ponerse tenso. Lo señaló de modo acusador y cruzó el dormitorio con rapidez, esquivando las camas.
—Tienes que ser tú —le espetó con rabia, pegado a la cara de Francis, y escupió. Su voz apenas era un susurro, pero reflejaba una cólera terrible—. Tienes que ser tú. Eres el que me está buscando, ¿verdad?
Francis no respondió, sino que lo apartó de un empellón. El hombre blandió un puño delante del joven. Los ojos le destellaban con una furia que contradecía su voz siseante. Sus palabras sonaron como la advertencia de una serpiente de cascabel:
—Porque yo soy quien estás buscando.
Luego, con una sonrisa indiferente, salió al pasillo.