20

Fue Peter quien sugirió que Lucy procediera en dos direcciones distintas. La primera era no dejar de interrogar a los pacientes. Dijo que era fundamental que nadie, ni los pacientes ni el personal, supieran que habían encontrado una prueba, porque todavía no tenían claro qué significaba ni hacia dónde señalaba. Pero si se sabía la noticia, perderían el control de la situación. Comentó a Lucy que era una consecuencia del mundo inestable del hospital psiquiátrico. Era imposible prever qué intranquilidad, incluso pánico, provocaría en las frágiles personalidades de los pacientes. Eso significaba, entre otras cosas, que había que dejar la camiseta ensangrentada donde estaba, que no debía involucrarse a ningún organismo externo, en especial la policía local que había detenido a Larguirucho, aunque se arriesgaran a perder la prueba. Y añadió que la gente del edificio Amherst estaba empezando a acostumbrarse al flujo regular de pacientes que llegaban de los demás edificios acompañados de Negro Grande para que Lucy los interrogara, y podría aprovechar esa rutina a su favor. La segunda sugerencia de Peter era más difícil de llevar a la práctica.

—Tenemos que lograr que ese hombre y sus cosas sean trasladados a Amherst —indicó a Lucy—. Y hacerlo de un modo que el cambio no llame mucho la atención.

Lucy estuvo de acuerdo. Estaban en el pasillo, en medio del ir y venir de pacientes durante la tarde, cuando había los grupos de terapia y las clases de arte. La neblina habitual de humo de cigarrillo flotaba en el aire y el repiqueteo de los pies se mezclaba con el murmullo de las voces. Peter, Lucy y Francis parecían las únicas personas que no se movían, como piedras en los rápidos de un río, mientras la actividad rebosaba a su alrededor.

—Muy bien —dijo Lucy—, tiene sentido. Pero ¿y qué mas?

—No sé —respondió Peter—. Es el único sospechoso que tenemos y Pajarillo no cree que sea el verdadero, una observación que yo suscribo. Pero tendremos que averiguar qué relación tiene con todo lo demás. Y la única forma de conseguirlo…

—… es tenerlo lo bastante cerca para observarlo. Sí. Eso también tiene sentido —concluyó Lucy, y arqueó una ceja como si se le hubiera ocurrido algo—. Haré algunos preparativos.

—Pero con discreción —aconsejó Peter—. Que nadie lo sepa.

—Descuida —sonrió Lucy—. Ser fiscal consiste en hacer que las cosas ocurran de la forma que tú quieres. —Y, añadió—: Bueno, más o menos.

Vio que los hermanos Moses se acercaban por el pasillo. Los llamó con un gesto.

—Señores, creo que tenemos que volver a encarrilar la investigación. ¿Podría hablar con ustedes antes de que el señor Evans vuelva?

—Está hablando con el gran jefe —dijo Negro Chico. Se volvió hacia Peter y le hizo un gesto inquisitivo.

Peter asintió.

—Se lo he contado —le informó—. ¿Sabe alguien más…?

—Se lo dije a mi hermano —respondió Negro Chico—. Pero nada más.

—No me parece que sea el hombre que estamos buscando —intervino Negro Grande, impasible—. Ese apenas puede comer solo. Le gusta sentarse y jugar con muñecas, ver la televisión. No me parece un asesino, a no ser que lo irrites tanto que se descontrole del todo. El chico es fuerte. Y no sabe cuánto.

—Francis opina más o menos lo mismo —comentó Peter.

—Pajarillo tiene intuición —sonrió Negro Grande.

—Bien, no se dice nada a nadie, ¿vale? —terció Lucy—. Intentemos mantenerlo así.

Negro Chico se encogió de hombros.

—Lo intentaremos —aseguró—. Otra cosa. Pajarillo, Tomapastillas quiere verte ahora. —El auxiliar se volvió hacia Peter—. A ti vendré a buscarte de aquí a un rato.

—¿Tú crees que…? —empezó Peter un poco intrigado, pero los auxiliares sacudieron la cabeza.

—No especulemos —pidió Negro Chico—. Todavía no. Mientras su hermano acompañaba a Francis al despacho del doctor Gulptilil, Negro Chico siguió a Peter y Lucy al despacho de ésta. La fiscal se dirigió a la caja con los expedientes y tomó de lo alto del montón el del hombretón retrasado. Luego repasó con rapidez su lista de posibles sospechosos hasta encontrar el que creía que serviría para sus propósitos.

—Este es el hombre con el que quiero hablar a continuación —dijo a Negro Chico enseñándole otro expediente.

—Lo conozco —asintió el auxiliar al ver quién era—. Un cabrón con el genio muy vivo. Perdone, señorita Jones, pero he tenido algún que otro roce con él. Es un alborotador.

—Tanto mejor para lo que tengo en mente.

Negro Chico la miró socarronamente y Peter se dejó caer en la silla, sonriente.

—Parece que la señorita Jones tiene una idea —dijo.

Lucy tomó un lápiz y lo hizo rodar entre las palmas mientras examinaba el expediente del paciente. El hombre en cuestión era un habitual y había pasado gran parte de su vida en la cárcel por agresiones, robos y violaciones de domicilio, y en varios centros psiquiátricos, dado que se quejaba de alucinaciones auditivas y rabias maníacas. Lucy sospechó que algunas de ellas eran inventadas. Lo más real quizás era que poseía cualidades manipuladoras psicopáticas y una rabia explosiva, y eso era perfecto para lo que ella tenía en mente.

—¿Qué clase de problemas ha creado? —le preguntó a Negro Chico.

—Siempre quiere extralimitarse, ¿sabe a qué me refiero? Le pides que vaya hacia un lado y va hacia el otro. Le dices que se quede aquí y aparece allí. Intentas empujarlo un poco, grita que lo estás golpeando y presenta una queja formal al gran jefe. También le gusta molestar a los demás pacientes. Siempre está fastidiando a alguien. Creo que roba cosas a los demás. No merece llamarse hombre, si quiere saber mi opinión.

—Bueno, veamos si podemos lograr que haga lo que quiero —comentó Lucy.

No estaba dispuesta a explicar nada más, aunque observó que Peter se relajaba en la silla, como si percibiera algo de lo que ella había planeado. Lucy pensó que era una cualidad suya que seguramente acabaría admirando. Entonces se dio cuenta de que había observado en Peter varias cualidades que estaba empezando a admirar, lo que aumentaba aún más su curiosidad por saber por qué estaba allí y por qué había hecho lo que había hecho.

La señorita Deliciosa se encargó de Francis en cuanto Negro Grande lo condujo al despacho del director médico. Como siempre, la secretaria fruncía el entrecejo con antipatía, como para señalar que cualquier alteración de la rutina diaria establecida gracias a su férrea organización era algo que la molestaba personalmente. Dijo a Negro Grande que se reuniera con su hermano en el edificio Williams.

—Llegas tarde. Date prisa —ordenó a Francis mientras medio lo empujaba hacia la puerta del despacho.

Tomapastillas estaba de pie junto a la ventana, contemplando uno de los patios interiores. Francis se acercó a una silla delante de la mesa del médico y miró por la misma ventana para intentar averiguar qué le resultaba tan interesante. Se percató de que las únicas veces que miraba por una ventana sin barrotes o sin rejilla eran en el despacho del director médico. Allí el mundo parecía mucho más benévolo de lo que era.

—Un bonito día, Francis, ¿no crees? —El médico se volvió de golpe—. La primavera parece haber llegado con fuerza.

—A nosotros a veces nos cuesta notar el cambio de estación —comentó Francis—. Las ventanas están muy sucias. Si las limpiaran, seguro que mejoraría el humor de la gente.

—Buena sugerencia, Francis —asintió Gulptilil—. Y demuestra cierta perspicacia. Lo mencionaré a los encargados del edificio y los terrenos para ver si pueden añadir la limpieza de las ventanas a sus tareas, aunque ya deben de tener exceso de trabajo.

Se sentó tras el escritorio y se inclinó con los codos apoyados en la mesa y los antebrazos formando una V invertida para descansar el mentón en sus manos unidas.

—A ver, Francis, ¿sabes qué día es hoy? —preguntó.

—Viernes.

—¿Y cómo estás tan seguro?

—Hay macarrones y atún en el menú del almuerzo. Es el de los viernes.

—Sí, ¿y eso por qué?

—Supongo que como deferencia a los pacientes católicos —contestó Francis—. Algunos todavía creen que los viernes hay que comer pescado. Mi familia, por ejemplo. Misa los domingos. Pescado los viernes. Es el orden natural de las cosas.

—¿Y tú?

—Me parece que no soy tan religioso —dijo Francis.

Gulptilil pensó que eso era interesante.

—¿Sabes la fecha? —preguntó.

—Creo que cinco o seis de mayo —respondió Francis meneando la cabeza—. Lo siento. Los días se confunden en el hospital. Por lo general, cuento con Noticiero para que me informe sobre la actualidad del día, pero hoy aún no lo he visto.

—Estamos a cinco. ¿Podrías recordarlo, por favor?

—Sí.

—¿Y sabrías decirme quién es el presidente de Estados Unidos?

—Carter.

Gulptilil sonrió sin apartar el mentón de sus manos entrelazadas.

—Bueno —prosiguió como si lo que iba a decir fuera una prolongación de lo anterior—, he estado con el señor Evans y, aunque has hecho progresos en cuanto a socialización y comprensión de tu enfermedad, así como del impacto que causa sobre ti mismo y quienes te rodean, cree que, a pesar de tu medicación actual, sigues oyendo voces de personas que no están presentes, voces que te instan a actuar de determinada forma, y que todavía tienes delirios sobre los hechos.

Francis no respondió, porque no oyó ninguna pregunta. En su interior, oía susurros por todas partes, muy quedos, como si tuvieran miedo de que el director médico pudiera oírlos si levantaban la voz.

—Dime, Francis —continuó Gulptilil—, ¿crees que la valoración del señor Evans es correcta?

—Es difícil saberlo. —Se movió un poco en el asiento, consciente de que cualquier cosa que hiciera, cualquier palabra incómoda que dijera, cualquier inflexión, cualquier gesto, podría servir para formar la opinión del médico—. Creo que el señor Evans considera delirio cualquier cosa que diga uno de sus pacientes y con la que él no esté de acuerdo, de modo que es difícil saber qué responder.

El director médico sonrió y se reclinó en su silla.

—Ha sido una afirmación convincente y coherente, Francis. Muy bien.

Francis empezó a relajarse, pero entonces recordó que no debía fiarse del médico y, sobre todo, de un cumplido dirigido a él. En su interior se produjo un murmullo de conformidad. Cuando sus voces estaban de acuerdo con él, Francis se sentía seguro de sí mismo.

—Pero el señor Evans también es un profesional, Francis, así que no deberíamos descartar su opinión. Dime, ¿cómo te va la vida en Amherst? ¿Te llevas bien con los demás pacientes? ¿Con el personal? ¿Te gustan las sesiones de terapia del señor Evans? Y, dime, ¿crees que estás más cerca de poder volver a casa? ¿Ha sido el tiempo pasado aquí hasta ahora, digamos, provechoso?

El médico se inclinó hacia delante con un movimiento algo depredador que Francis reconoció. Sus preguntas constituían un campo de minas y tenía que ser precavido con las respuestas.

—El edificio está bien, doctor, aunque abarrotado, y creo que me llevo bien con todo el mundo, más o menos. A veces cuesta reconocer el valor de las sesiones de terapia del señor Evans, aunque siempre resulta útil cuando el debate se desvía hacia cuestiones de actualidad, porque a veces temo que estamos demasiado aislados en el hospital y que el mundo sigue su curso sin nosotros. Y me gustaría mucho volver a casa, doctor, pero no sé qué tengo que demostrarles a usted y a mi familia para que me permitan hacerlo.

—Creo que nadie de ella ha considerado necesario o que mereciera la pena visitarte —soltó el médico con frialdad.

—Todavía no, doctor. —Francis trató de controlar las emociones que amenazaban con estallar.

—¿Una llamada telefónica, quizás? ¿Alguna carta?

—No.

—Eso debe de afligirte un poco, ¿no, Francis?

—Sí —afirmó tras inspirar hondo.

—¿Te sientes abandonado?

—Estoy bien —dijo Francis, dudando de cuál era la respuesta correcta.

Gulptilil esbozó una sonrisa, no la aturdida, sino la viperina.

—Y estás bien porque todavía oyes las voces que te han acompañado durante tantos años.

—No —mintió Francis—. La medicación las ha eliminado.

—Pero admites que estaban ahí en el pasado.

Oyó ecos en su interior que le gritaban: ¡No, no! ¡No digas nada! ¡Escóndenos, Francis!

—No entiendo a qué se refiere, doctor —contestó. Eso no disuadiría al médico.

Gulptilil esperó unos segundos, en que dejó que el silencio se apoderara de la habitación, como si esperara que Francis añadiera algo, lo que no ocurrió.

—Dime, Francis, ¿crees que hay un asesino suelto en el hospital?

Francis inspiró con fuerza. No había esperado esa pregunta, aunque tampoco las anteriores. Recorrió la habitación con la mirada, como buscando una salida. El corazón le latía con fuerza y todas sus voces estaban calladas, porque sabían que, ocultas en la pregunta del médico, había cosas importantes, y no tenía idea de cuál sería la respuesta adecuada. Vio que el médico arqueaba una ceja, socarronamente, y se percató de que la dilación era peligrosa.

—Sí —dijo despacio.

—¿No crees que eso sea un delirio, paranoico, por lo demás?

—No —respondió, procurando sin éxito no sonar inseguro.

—¿Por qué? —preguntó el médico tras asentir con la cabeza.

—La señorita Jones parece convencida. Y también Peter. Y no creo que Larguirucho…

—Ya hemos comentado antes esos detalles. —Gulptilil levantó una mano—. Dime, ¿qué ha cambiado en la investigación que sugiera que vais por buen camino?

Francis quiso retorcerse en la silla.

—La señorita Jones todavía está interrogando a posibles sospechosos —contestó—. Creo que no ha extraído aún ninguna conclusión sobre nadie, salvo haber descartado a algunos. El señor Evans la ha ayudado a hacerlo.

Gulptilil dedicó un instante a valorar la respuesta.

—Me lo dirías, ¿verdad, Francis?

—¿Qué, doctor?

—Si hubiera tomado alguna decisión.

—No entiendo…

—Sería un indicio, por lo menos para mí, de que estás mucho más en contacto con la realidad. Creo que demostraría ciertos progresos por tu parte que pudieras expresarte al respecto. Y quién sabe adonde podría conducirnos eso, Francis. Hacerse cargo de la realidad es un paso importante para la recuperación. Un paso muy importante. Un paso que conllevaría cambios significativos. Quizás una visita de tu familia. Quizás un permiso para un fin de semana en casa. Y, después, quizá más libertades aún. Un paso que te abriría posibilidades importantes, Francis.

Francis guardó silencio.

—¿Me explico? —preguntó el médico.

Francis asintió.

—Muy bien. Así pues, volveremos a hablar de estas cuestiones en los próximos días, Francis. Y, por supuesto, si consideras importante comentarme cualquier detalle u observación que puedas tener en cualquier momento, mi puerta siempre estará abierta para ti. Siempre estaré disponible. A cualquier hora, ¿comprendes?

—Sí. Creo que sí.

—Estoy contento con tus progresos, Francis. Y también de que hayamos mantenido esta conversación.

Francis volvió a guardar silencio.

—Eso es todo de momento, Francis. Ahora tengo que prepararme para una visita importante —comentó a la vez que señalaba la puerta—. Puedes irte. Mi secretaria se encargará de que te acompañen de vuelta a Amherst.

Francis se levantó y dio unos pasos vacilantes hacia la puerta. La voz de Gulptilil lo detuvo.

—Por cierto, Francis, casi se me olvida. Antes de irte, ¿podrías decirme qué día es?

—Viernes.

—¿Y la fecha?

—Cinco de mayo.

—Excelente. ¿Y el nombre de nuestro distinguido presidente?

—Carter.

—Muy bien, Francis. Espero que pronto tengamos la oportunidad de hablar un poco más.

Francis se marchó. No se atrevió a mirar atrás para ver si el médico lo observaba. Pero notaba sus ojos clavados en la nuca, justo en el sitio donde el cuello se unía al cráneo.

¡Sal pitando!, oyó en su cabeza, y lo hizo encantado.

El hombre sentado frente a Lucy era enjuto y menudo, con una complexión similar a la de un jockey profesional. Esbozaba una sonrisa torcida y tenía los hombros encorvados, lo que le confería un aspecto asimétrico. El pelo, greñudo y grasiento, le enmarcaba el rostro, y sus ojos azules brillaban con una intensidad inquietante. Cada poco emitía un resuello asmático al respirar, lo que no le impedía encender un cigarrillo tras otro, de modo que una nube de humo le envolvía la cabeza. Evans tosió una o dos veces, y Negro Grande retrocedió lo justo hacia un rincón del despacho. Lucy pensó que el auxiliar parecía tener un conocimiento instintivo de las distancias, y se adaptaba de forma casi automática a la adecuada para cada paciente.

—Señor Harris —dijo mientras observaba su expediente—, ¿podría decirme si reconoce a alguna de estas personas? —Deslizó por la mesa las fotografías de los crímenes anteriores hacia el hombre.

Éste las examinó con atención, quizá demasiado. Sacudió la cabeza.

—Gente asesinada —anunció con énfasis en la segunda palabra—. Muerta y abandonada en el bosque, al parecer. Eso no me va.

—Eso no es ninguna respuesta.

—No. No las conozco. —Su sonrisa ladeada se marcó más—. Y si las conociera, ¿cree que lo admitiría?

—Tiene antecedentes de violencia —replicó Lucy sin prestarle atención.

—Una pelea en un bar no es un asesinato.

Lucy lo miró con atención.

—Tampoco conducir borracho —prosiguió—. Ni atizar a un tío que me estaba insultando.

—Mire con atención la tercera fotografía —pidió Lucy—. ¿Ve la fecha en la parte inferior?

—Sí.

—¿Podría decirme dónde estaba usted entonces?

—Aquí.

—No me mienta, por favor.

Harris se revolvió en la silla.

—Entonces estaría en la prisión de Walpole, por alguna de esas acusaciones falsas que me endilgan.

—No es verdad. Se lo diré otra vez: no me mienta.

—Estaba en el cabo. —Se movió, inquieto—. Trabajaba ahí para un techador.

—Un período curioso, ¿verdad? —soltó Lucy tras observar el expediente—. Está en algún techo afirmando oír voces y, al mismo tiempo, por la noche roban en las casas de las manzanas donde usted está trabajando.

—Nadie presentó cargos.

—Porque consiguió que lo mandaran aquí.

Sonrió de nuevo y dejó al descubierto unos dientes irregulares. Lucy pensó que era un hombre escurridizo y horrible. Pero no el que estaba buscando. Evans empezaba a inquietarse a su lado.

—Así pues —dijo—, ¿no tuvo nada que ver con esto?

—Exacto —respondió Harris—. ¿Puedo irme ya?

—Sí —asintió Lucy. Y cuando Harris empezó a levantarse añadió—: En cuanto me explique por qué otro paciente quería decirnos que usted alardea de estos asesinatos.

—¿Qué? —Harris elevó la voz una octava—. ¿Alguien dijo que yo qué?

—Ya me ha oído. Así que explíquemelo. Dígame por qué dijo eso.

—¡Yo no he dicho nada así! ¡Está loca!

—Dígame por qué ha alardeado de estos crímenes.

—No lo he hecho. ¿Quién le ha dicho eso?

—Eso es confidencial. Le han oído hacer afirmaciones en el edificio donde vive. Ha sido indiscreto. Me gustaría que se explicara.

—¿Cuándo…?

—Hace poco —sonrió Lucy—. Recibimos esta información hace poco. ¿Niega por tanto haber dicho nada?

—Sí. ¡Está loca! ¿Por qué iba a alardear de algo así? No sé qué quiere, señora, pero yo no he matado a nadie. No tiene sentido…

—¿Cree que aquí lo tiene algo?

—Le han mentido. Y alguien quiere meterme en un lío.

—Lo tendré en cuenta —asintió Lucy—. Bien, puede irse. Pero puede que volvamos a hablar.

Harris casi brincó de la silla, lo que provocó que Negro Grande se le acercara con aire amenazador.

—Hijo de puta —exclamó el hombre, conteniéndose. Y se volvió y salió tras aplastar el cigarrillo en el suelo con el pie.

Evans estaba furioso.

—¿Tiene idea de los problemas que pueden causar estas preguntas? —preguntó, y señaló con el dedo el diagnóstico de Harris en el expediente—. Mire lo que pone, aquí. Explosivo. Cuestiones de gestión del enfado. Y usted lo provoca con preguntas disparatadas que sabe que sólo conseguirán una reacción agresiva. Seguro que Harris termina en una celda de aislamiento antes de que acabe el día, y tendré que sedarlo. ¡Maldita sea! Eso ha sido una irresponsabilidad, señorita Jones. Y si piensa empeñarse en hacer preguntas que sólo sirvan para alterar la vida en el hospital, me veré obligado a hablar con el doctor Gulptilil.

—Lo siento —se disculpó Lucy—. Intentaré ser más circunspecta en los próximos interrogatorios.

—Necesito un descanso —dijo Evans, que se levantó enfadado y se marchó.

Pero Lucy se sentía satisfecha.

Ella también se puso de pie y salió al pasillo. Peter estaba esperando con una sonrisita, como si comprendiera todo lo ocurrido en el despacho. Le hizo una pequeña reverencia para darle a entender que había visto y oído lo suficiente, y que admiraba el plan que había ideado. Pero no tuvo oportunidad de decirle nada porque, en ese momento, Negro Grande salió del puesto de enfermería llevando unas esposas y unos grilletes. Los pacientes que paseaban por allí lo vieron y se apartaron de su camino como pájaros asustados que alzan el vuelo.

Peter, sin embargo, permaneció inmóvil, a la espera.

A unos metros de distancia, Cleo se levantó y su enorme cuerpo se balanceó como zarandeado por un viento huracanado.

Lucy observó cómo Negro Grande se acercaba a Peter, le susurraba una disculpa y le ponía las esposas y los grilletes. No abrió la boca.

—¡Cabrones! —gritó una colorada y furiosa Cleo al oír cómo se cerraba la última sujeción—. ¡Cabrones! ¡No dejes que te lleven, Peter! ¡Te necesitamos!

El silencio inundó el pasillo.

—¡Maldita sea! —bramó Cleo—. ¡Te necesitamos!

Peter exhibía una expresión tensa y toda su indiferencia socarrona había desaparecido. Levantó las manos como para comprobar el límite de las sujeciones y, antes de permitir que el auxiliar lo condujera por el pasillo maniatado como una bestia salvaje, Lucy vio que lo invadía un enorme pesar.