Peter se quitó el uniforme de auxiliar antes de entrar en el edificio Amherst. Negro Chico dobló los pantalones y la chaqueta y se los puso bajo el brazo, mientras Peter se ponía unos vaqueros arrugados.
—Los esconderé hasta que Gulptilil haya terminado las rondas y podamos volver a lo nuestro —dijo el enjuto auxiliar, y añadió—: ¿Vas a contar a la señorita Jones lo que vimos y dónde lo vimos?
—En cuanto el señor del Mal se separe de ella.
—Se enterará —auguró Negro Chico con una mueca—. De un modo u otro. Siempre lo hace. Antes o después parece saber todo lo que pasa en el hospital.
Peter consideró interesante esa información pero no comentó nada. Negro Chico pareció indeciso un instante.
—¿Qué vamos a hacer con un hombre que tiene escondida una camiseta manchada de sangre que no creemos que sea suya?
—De momento, guardar silencio y mantenerlo en secreto —respondió Peter—. Por lo menos hasta que la señorita Jones decida cómo proceder. Tenemos que tener mucho cuidado. Al fin y al cabo, el hombre en cuya cama estaba la camiseta está hablando con ella en este momento.
—¿Crees que ella averiguará algo al hablar con él?
—No lo sé.
Ambos eran conscientes de lo que acababan de descubrir. Una camiseta manchada de sangre podía causar muchas dificultades. Peter se mesó el cabello mientras consideraba la situación. Tenía que ser precavido y agresivo a la vez. Su primera idea fue técnica: cómo aislar a aquel hombre y cómo desenmascararlo. Se percató de que había mucho que hacer ahora que tenían un verdadero sospechoso. Pero toda su formación le sugería un enfoque cauto, aunque eso contradecía su propio carácter. Sonrió al reconocer el familiar dilema al que se había enfrentado toda su vida, el equilibrio entre los pequeños pasos y las zambullidas de cabeza. Sabía que estaba donde estaba, por lo menos en parte, por haber sido incapaz de dudar.
En el pasillo frente al despacho donde Lucy efectuaba los interrogatorios, el más corpulento de los Moses vigilaba a un paciente que rivalizaba con él en cuanto a tamaño, y quizá también en cuanto a fuerza, aunque si este detalle le preocupaba, no lo demostraba. El hombre se balanceaba atrás y adelante, un poco como un coche encallado en el barro que va cambiando de marcha hasta encontrar la que le permita salir. Cuando divisó a Peter y a su hermano, dio un empujoncito al hombre.
—Tenemos que acompañar a este caballero de vuelta a Williams —dijo cuando se acercaron. Miró a su hermano y añadió—: Tomapastillas está haciendo rondas en el tercer piso.
Peter no esperó a que los auxiliares le dijeran qué hacer.
—Esperaré aquí a la señorita Jones —anunció. Se apoyó contra la pared y, al hacerlo, intentó analizar al hombre que estaba con Negro Grande. Procuró mirarlo a los ojos, juzgar su pose, su aspecto, como si pudiera ver su interior. Un hombre que podía ser un asesino.
Mientras adoptaba un aire despreocupado y el de paciente y los auxiliares se disponían a marcharse, susurró entre dientes:
—Hola, ángel. Sé quién eres.
Ninguno de los hermanos Moses pareció oírlo.
Ni tampoco el paciente. Se fue arrastrando los pies detrás de los Moses, como si no se hubiera enterado de nada. Se movía como un hombre con las manos y las piernas sujetas, con pasos cortos e irregulares, aunque no había nada que le limitara el movimiento.
Peter los observó desaparecer por la puerta principal antes de dirigirse al despacho de Lucy. No sabía muy bien cómo interpretar lo que acababa de pasar.
En ese momento Lucy salió, seguida por el señor del Mal, que le hablaba con énfasis, y por Francis, rezagado como para distanciarse del psicólogo. Peter vio que su amigo tenía una expresión preocupada. Parecía más ligero, pero cuando el joven vio a Peter, pareció recuperarse y se acercó a él. Al mismo tiempo, Peter vio que Gulptilil accedía al pasillo desde la escalera del otro lado, a la cabeza de varios miembros del personal con blocs y lápices para hacer anotaciones. Cleo, con un cigarrillo colgando del labio inferior, se levantó de una silla desvencijada, y salió al encuentro del director médico.
—¡Ah, doctor! —Su voz sonó casi como un grito—. ¿Qué piensa hacer sobre las raciones insuficientes que se sirven en las comidas? No creo que las autoridades planearan matarnos de hambre cuando nos enviaron aquí. Tengo amigos que tienen amigos que conocen a personas influyentes, y podrían hablar al gobernador sobre cuestiones de salud mental…
Tomapastillas se detuvo. El grupo de médicos internos y residentes le imitó como el coro de un espectáculo de Broadway.
—Ah, Cleo —respondió el médico con afectación—. No sabía que hubiera algún problema, ni que te hubieras quejado. Pero no creo que sea necesario involucrar al gobernador en esta cuestión. Hablaré con el personal de la cocina y me aseguraré de que todo el mundo reciba todo lo que necesite en las comidas.
Cleo, sin embargo, sólo estaba empezando.
—Las palas de ping-pong están viejas —prosiguió, tomando impulso con cada palabra—. Habría que cambiarlas. Las pelotas suelen estar resquebrajadas, de modo que no sirven para nada, y las redes están deshilachadas y remendadas con cordel. La mesa está combada e inestable. Dígame, doctor, ¿cómo va a mejorar uno su juego con un equipamiento que ni siquiera reúne los requisitos mínimos de la Asociación de Tenis de Mesa de Estados Unidos?
—Pues, no era consciente de que existiera ese problema. Revisaré el presupuesto de ocio para ver si hay fondos para solucionarlo.
Aunque eso habría apaciguado a algunos, Cleo no había terminado.
—Por la noche hay demasiado ruido en los dormitorios para poder descansar bien. Demasiado. Dormir es fundamental para el bienestar y el progreso general hacia la salud. Las autoridades sanitarias recomiendan ocho horas de sueño ininterrumpido al día como mínimo. Y además necesitamos más espacio. Mucho más espacio. Hay presos en el corredor de la muerte con más espacio que nosotros. La masificación está descontrolada. Y necesitamos más papel higiénico en los lavabos. Mucho más papel higiénico. —Ya era un torrente de quejas—. ¿Y por qué no hay más auxiliares para ayudar a la gente de noche, cuando tenemos pesadillas? Cada noche, alguien grita pidiendo ayuda. Pesadillas, pesadillas, pesadillas. Llamas y llamas, gritas y nadie viene. Eso está mal. Es una putada.
—Como muchas instituciones estatales, tenemos problemas de personal, Cleo —respondió el médico con tono condescendiente—. Tendré en cuenta tus quejas y sugerencias, y veré si podemos hacer algo. Pero si el reducido personal que trabaja en el turno de noche tuviera que responder a todos los gritos que oye, acabaría extenuado en una o dos noches, Cleo. Me temo que las pesadillas son algo con lo que tenemos que aprender a vivir de vez en cuando.
—Eso no es justo. Con todos los medicamentos que nos meten en el cuerpo, deberían encontrar algo para que la gente duerma sin demasiada agitación. —Cleo parecía hincharse a medida que hablaba con una altivez majestuosa, una María Antonieta del edifico Amherst.
—Consultaré la guía médica para buscar algún fármaco adicional —mintió el médico—. ¿Alguna otra cuestión?
Cleo pareció un poco frustrada, pero, casi con la misma rapidez, su expresión se volvió bastante maliciosa.
—Sí —dijo—. Quiero saber qué le está pasando al pobre Larguirucho. —Y señaló a Lucy, que esperaba pacientemente a un lado del pasillo—. Y quiero saber si ha encontrado al verdadero asesino.
Las palabras resonaron en el pasillo.
—Larguirucho sigue incomunicado, acusado de homicidio en primer grado —respondió Gulptilil con una sonrisa lánguida—. Ya te lo había explicado antes. Su abogado solicitó la libertad bajo fianza, pero, como era de esperar, fue denegada. Se le ha asignado un abogado de oficio, y sigue recibiendo su medicación. Está retenido en la cárcel del condado, a la espera de una vista. Según me han dicho, está animado…
—Eso es mentira —replicó Cleo—. Lo más seguro es que Larguirucho esté triste. Éste es su hogar, si se le puede llamar hogar, y nosotros somos sus amigos, si se nos puede llamar amigos. ¡Debería regresar aquí de inmediato! —Inspiró hondo e imitó con sarcasmo las palabras del médico—: Ya se lo había explicado antes. ¿Por qué no me escucha?
—En cuanto a tu otra pregunta —prosiguió Gulptilil, sin hacer caso de la burla de Cleo—, deberías hacérsela a la señorita Jones. Pero no está obligada a informar a nadie de los avances que haya hecho. O no hecho. —Su voz ácida subrayó las últimas palabras.
Cleo pareció confundida. Gulptilil se alejó de ella y, como un jefe de los scouts en una excursión por el bosque, hizo un gesto al grupo de residentes para que lo siguiera pasillo adelante. Pero sólo había dado unos pasos cuando Cleo les espetó en voz alta y acusadora:
—¡Le estoy observando, Gulptilil! ¡Sé qué está ocurriendo! ¡Podrá engañar a muchos, pero a mí no! —Y entre dientes, pero no lo suficiente para que los médicos no la oyeran, añadió—: Son todos unos cabrones.
El director médico empezó a darse la vuelta, pero se lo pensó mejor. Francis vio que tenía la cara tensa, intentando sin éxito ocultar la incomodidad del momento.
—¡Estamos todos en peligro y no están haciendo nada al respecto, hijos de puta! —gritó Cleo.
Soltó una risita, dio una larga calada al cigarrillo, se carcajeó socarrona y se desplomó en su asiento, donde continuó observando con una sonrisa satisfecha cómo el director se alejaba por el pasillo. Sostenía el cigarrillo con la mano como una batuta y lo agitó en el aire. Un director satisfecho con los acordes finales del concierto.
Extrañamente, la grandilocuencia de Cleo animó a Francis. Le pareció que su arrebato había captado la atención de todos los pacientes que paseaban por la sala. No sabía si había significado algo para ellos, pero se sonrió ante su pequeña muestra de rebeldía y deseó tener la misma seguridad para ser igual de exigente. Por su parte, Cleo debió de captar los pensamientos de Francis, ya que soltó un elaborado anillo de humo hacia el pasillo, observó cómo se disipaba y le guiñó el ojo a Francis.
Peter se acercó a Francis y le susurró:
—Cuando estalle la revolución, ella estará en las barricadas. Qué digo, es probable que dirija la rebelión, coño. Y es lo bastante grande como para ser ella misma una barricada.
—¿Qué revolución? —preguntó Francis.
—No seas tan literal, Pajarillo —repuso Peter y soltó una pequeña carcajada—. Piensa simbólicamente.
—Eso puede ser fácil para la reina de Egipto. Pero en mi caso, no sé.
Ambos sonrieron.
Gulptilil, nada divertido, se acercó a ellos.
—Ah, Peter y Francis —exclamó, recuperando su tono cantarín—. Mi pareja de investigadores. ¿Cómo van esos progresos?
—Lentos y constantes —contestó Peter—. Así es como yo los describiría. Pero es la señorita Jones quien tiene que determinarlo.
—Por supuesto. Ella determina cierta clase de progresos. Pero los médicos estamos más preocupados por otra clase de progresos.
Peter vaciló antes de asentir.
—Sí, así es —insistió Gulptilil—. Y, a esos efectos, los dos vendréis a mi despacho esta tarde. Francis, tenemos que hablar sobre tu adaptación. Y tú, Peter, recibirás una visita importante. Los hermanos Moses serán informados cuando llegue y te acompañarán a administración.
El director médico arqueó una ceja, como si sintiera curiosidad por las reacciones de los dos hombres. Se les quedó mirando a los ojos un inquietante momento y luego se acercó a Lucy.
—Buenos días, señorita Jones. ¿Ha conseguido algún avance en su dilema?
—He logrado eliminar unos cuantos nombres.
—Imagino que eso le parece útil.
Lucy no respondió.
—Bueno —prosiguió Gulptilil—, continúe. Cuanto antes extraiga conclusiones, mejor para todos los implicados. ¿Le ha resultado de ayuda el señor Evans en sus investigaciones?
—Por supuesto —aseguró Lucy.
Gulptilil se giró hacia el señor del Mal.
—¿Me mantendrá al día de las evoluciones y del avance de las circunstancias? —le pidió.
—Por supuesto —dijo Evans.
Francis pensó que todo sonaba a representación burocrática. Estaba seguro de que Evans informaba a Tomapastillas de todo a cada instante. Suponía que Lucy Jones también lo sabía.
El director médico suspiró y echó a andar hacia la puerta principal. Pasado un momento, Evans le dijo a Lucy Jones.
—Bueno, deduzco que nos merecemos un descanso. Tengo papeleo pendiente. —Y también se marchó deprisa.
Francis oyó una risa fuerte en la sala de estar. La carcajada, aguda y burlona, reverberó por el edificio. Pero cuando se volvió para ver quién era, la risa se interrumpió y se desvaneció entre los rayos del sol de mediodía que se filtraban a través de los barrotes de las ventanas.
—Vamos —le susurró Peter, y ambos se acercaron a Lucy.
El Bombero se concentró en algo que no tenía nada que ver con Cleo y su numerito ni con el regocijo de ver a Gulptilil desconcertado.
Francis vio que estaba tenso. Tomó a Lucy Jones por el codo y los hizo volver.
—He encontrado algo —les dijo.
Lucy asintió con un gesto. Los tres volvieron a su despacho.
—¿Qué impresión te dejó el último interrogado? —preguntó Peter mientras se sentaban.
—Para ser breve, ninguna —respondió Lucy con una ceja arqueada, y se volvió hacia Francis—: ¿No es así? —Cuando éste asintió, añadió—: Aunque posee la fuerza física y la edad necesarias, sufre un retraso profundo. Fue incapaz de comunicar nada importante; se mostró lo más obtuso ante mis preguntas, y Evans opinó que debemos descartarlo. Nuestro hombre posee cierta inteligencia. Por lo menos, la suficiente para planear sus crímenes y evitar ser descubierto.
—¿Evans opinó que debe eliminarse como sospechoso? —dijo Peter, algo sorprendido.
—Así es —respondió Lucy.
—Pues es curioso, porque descubrí una camiseta blanca manchada de sangre entre sus pertenencias.
Lucy se recostó en el asiento sin decir nada. Francis observó cómo asimilaba esta información y lo cauta que se volvía. Él, en cambio, vio vigorizada su imaginación y, pasado un instante, preguntó:
—Peter, ¿podrías describir lo que encontraste?
Peter sólo tardó un momento o dos en explicárselo.
—¿Estás totalmente seguro de que era sangre? —preguntó Lucy por fin.
—Todo lo seguro que puedo estar sin un análisis de laboratorio.
—La otra noche sirvieron espaguetis para cenar. Quizás este hombre tenga problemas para usar los cubiertos. Podría haberse salpicado el pecho de salsa…
—No es ese tipo de mancha. Es espesa, entre marrón y granate, y está extendida. No como si alguien la hubiera frotado con un trapo húmedo para limpiarla. No, es algo que alguien quiere conservar intacto.
—¿Como un souvenir? —repuso Lucy—. Estamos buscando a alguien a quien le gusta quedarse con souvenirs.
—Sospecho que tiene más o menos el mismo valor que una instantánea —comentó Peter—. Para el asesino, me refiero. Ya sabes, una familia va de vacaciones y después revela las fotografías y se sienta en casa para verlas y revivir los recuerdos. Pienso que a nuestro ángel esta camiseta le proporciona la misma emoción y satisfacción. Podría tocarla y recordar. Evocar el momento es casi tan fuerte como el momento en sí —concluyó.
Francis oyó sus voces interiores. Opiniones contrarias, consejos y sensaciones de miedo e inquietud. Pasado un segundo, asintió a lo que Peter estaba diciendo y preguntó a Lucy:
—¿Hubo algún indicio en los otros asesinatos de que se llevara algo de las víctimas, aparte de los dedos?
—No que sepamos —respondió a la vez que sacudía la cabeza—. No faltaba ninguna prenda de vestir. Pero eso no lo descarta por completo.
Había algo que preocupaba a Francis, pero no sabía qué, y ninguna de sus voces era clara y contundente. Emitían opiniones contradictorias, e hizo todo lo posible por acallarlas y concentrarse.
—¿Encontraste algo más que sea incriminatorio? —preguntó Lucy a Peter, mientras tamborileaba la mesa con un lápiz.
—No.
—¿Las falanges?
—No. Ni ningún cuchillo. Ni las llaves del edificio.
Lucy se reclinó.
—Lo que dije antes es cierto —dijo Francis, un poco sorprendido de mostrarse tan contundente—. Antes de que volviera Peter. Cuando Evans estaba aquí. —Su voz parecía proceder de otro Francis, no del Francis que él sabía que era, sino de uno distinto, el Francis que esperaba ser algún día—. Cuando dije que tenemos que descubrir el lenguaje del ángel.
Peter lo miró intrigado, y Lucy reflexionó. Francis vaciló un instante e ignoró sus repentinas dudas.
—Me pregunto si no será la primera lección de comunicación —sentenció mientras los otros dos permanecían callados—. Sólo tenemos que averiguar qué está diciendo y por qué.
Lucy se preguntó si la búsqueda del asesino en aquel hospital podría volverla también loca. Pero consideraba que la locura era consecuencia de la frustración, no una enfermedad orgánica. Esa idea era peligrosa y, con un poco de esfuerzo, la desechó. Había mandado a Peter y Francis a almorzar mientras intentaba elaborar un plan de acción.
Sola en su despacho, estudió el expediente de aquel hombre, algo que lo relacionase con los crímenes. Algunas conexiones deberían ser obvias.
Sacudió la cabeza para disipar la sensación de contradicción que la invadía. Ahora tenía un nombre. Una prueba. Había iniciado procesos con éxito con mucho menos. Y, aun así, estaba intranquila. Aquel expediente debería mostrarle algo convincente, y sin embargo no era así. Un hombre profundamente retrasado, incapaz de contestar siquiera a la pregunta más simple, que la había mirado como si no comprendiese nada de lo que le decía, tenía en su poder un objeto que correspondía al asesino. No cuadraba.
Su primer impulso había sido enviar a Peter a buscar la camiseta. Cualquier laboratorio podría comparar la mancha con la sangre de Rubita. También era posible que en la camiseta hubiera pelos o fibras, y que un examen microscópico estableciese más conexiones entre la víctima y el agresor. El problema de llevarse la camiseta sin más era que sería una incautación ilegal y probablemente un juez no la admitiría como prueba. Y había la curiosa cuestión de la ausencia de los demás objetos que buscaban. Eso tampoco parecía lógico.
Lucy tenía una capacidad considerable de concentración. En su corta pero meteórica carrera en la oficina del fiscal, se había distinguido por lograr ver los crímenes que investigaba más o menos como una película. En la pantalla de su imaginación reunía detalles, de modo que tarde o temprano visualizaba todo el acto. Eso le permitía obtener excelentes resultados. Cuando Lucy llegaba al tribunal, sabía quizá mejor incluso que el acusado, por qué y cómo éste había hecho lo que había hecho. Era esta cualidad lo que la hacía tan eficaz. Pero ahora, estaba desorientada. El hospital no era como el mundo criminal al que estaba acostumbrada.
Gimió, frustrada. Miró el expediente por enésima vez y se dispuso a cerrarlo, cuando llamaron a la puerta. Alzó los ojos.
Francis asomó la cabeza.
—Hola, Lucy —dijo—, ¿puedo pasar?
—Adelante, Pajarillo. Creía que te habías ido a comer.
—Sí pero se me ocurrió algo de camino y Peter me dijo que viniera a decírtelo.
—¿De qué se trata? —preguntó Lucy, e hizo un gesto para que el joven se sentara. Francis lo hizo con movimientos que indicaban que se sentía ansioso y reticente a la vez.
—El retrasado no parece la clase de persona que buscamos —contestó Francis—. Varios de los hombres que han venido y han sido descartados parecían mejores sospechosos. O, por lo menos, más acordes con el perfil del sospechoso.
—Ya —asintió Lucy—. Pero ¿cómo es que este hombre tiene la camiseta?
—Porque alguien quería que la encontráramos —respondió Francis después de estremecerse—. Y que inculpáramos a este hombre. Alguien se enteró de que estamos interrogando y registrando, y estableció la relación entre ambas cosas, de modo que se nos adelantó y puso ahí la camiseta.
Lucy inspiró hondo. Eso sonaba lógico.
—Y ¿por qué querría conducirnos hasta esta persona en particular?
—No lo sé —dijo Francis.
—Porque si quieres inculpar a alguien de un crimen que tú has cometido —se contestó Lucy—, lo lógico es hacerlo con alguien cuya conducta sea sospechosa.
—Pero este hombre es distinto. Es el sospechoso menos probable que se me ocurre. Un muro de piedra. De modo que tiene que haber sido elegido por otra razón. —Se levantó de golpe, como asustado por algún sonido inquietante—. Lucy —añadió—, hay algo en este hombre. Tenemos que averiguar qué es.
—¿Crees que esto podrá ayudarnos? —preguntó Lucy señalando el expediente.
—Tal vez —asintió Francis—. Pero no sé qué hay en un expediente.
—A ver si tú encuentras algo, porque yo no lo consigo. —Se lo tendió.
Francis lo tomó. Nunca había visto un expediente hospitalario y, por un momento, se sintió como si estuviera haciendo algo ilícito, como si curioseara en la vida de otro paciente. La existencia que los pacientes conocían unos de otros estaba tan enmarcada en el hospital y su rutina diaria que, tras una breve reclusión, uno se olvidaba de que los demás tenían vidas más allá de aquellas paredes. El hospital te arrebataba el pasado, la familia, el futuro. Pensó que en alguna parte había un expediente sobre él, y otro sobre Peter, y que contenían toda clase de información que, en ese momento, parecía muy lejana, como si todo hubiera pasado en otra existencia, en otro tiempo, a otro Francis.
Estudió minuciosamente el expediente.
Estaba escrito en jerga hospitalaria abreviada y anodina, y dividido en cuatro partes. La primera trataba de las circunstancias de su hogar y su familia; la segunda contenía la historia clínica, que incluía estatura, peso, tensión arterial y demás; la tercera especificaba el tratamiento con la indicación de diversos fármacos, y la cuarta consistía en el pronóstico. Esta última constaba sólo de seis palabras: «Reservado. Probable atención de larga duración».
Un gráfico mostraba que el hombre había obtenido, en más de una ocasión, permiso para pasar el fin de semana con su familia, fuera del hospital.
Francis leyó sobre un hombre que había crecido en una pequeña ciudad cercana a Boston y que se había trasladado a Massachusetts occidental el año anterior a su hospitalización. Tenía treinta y pocos años, una hermana y dos hermanos, todos ellos con un coeficiente normal y, al parecer, una vida normal. Le habían diagnosticado el retraso mental en la escuela primaria, y había participado en varios programas de desarrollo toda su vida. Ningún plan había resultado.
Francis se reclinó en la silla y fue leyendo una situación tan de manual como funesta. Una madre y un padre que envejecían. Un hijo de carácter infantil, más grande y más difícil de controlar a medida que pasaban los años. Un hijo que no podía entender o controlar sus impulsos y su rabia. Ni su pulsión sexual. Ni su fuerza. Unos hermanos que querían alejarse de él, y no estaban dispuestos a ayudar.
Francis se podía ver reflejado en cada frase. Diferente pero, aun así, igual.
Leyó el expediente una vez, y luego otra, consciente todo el tiempo de que Lucy observaba su rostro para valorar sus reacciones a lo que leía.
Se mordió el labio inferior. Notó que las manos le temblaban un poco. Las cosas giraban a su alrededor, como si las palabras de las páginas se sumaran a los pensamientos que ocupaban su cabeza para marearlo. Le invadió una sensación de peligro e inspiró hondo antes de dejar el expediente en la mesa y deslizado hacia Lucy.
—¿Y bien, Francis? —le preguntó ella.
—Nada.
—¿No ves nada?
Sacudió la cabeza. Pero Lucy supo que mentía. Francis había visto algo. Sólo que no quería revelarlo.
Intenté recordar qué me asustó más. Aquél fue uno de los momentos, en el despacho de Lucy. Empezaba a ver cosas. No alucinaciones acústicas como las que me sonaban en los oídos y me resonaban en la cabeza. Éstas me resultaban conocidas y, aunque podían ser irritantes y difíciles, y haber contribuido a mi locura, estaba acostumbrado a ellas y a sus exigencias y temores. Al fin y al cabo, me habían acompañado desde que era pequeño. Pero lo que me asustó entonces fue ver cosas sobre el ángel. Quién era. Cómo pensaba. Para Peter y Lucy no era lo mismo. Sabían que el ángel era un adversario. Un criminal. Un objetivo. Alguien que se escondía de ellos, a quien intentaban atrapar. Ya habían perseguido personas antes, les habían seguido los pasos y las habían llevado ante la justicia, de modo que su búsqueda tenía un contexto distinto a lo que de repente me rodeaba a mí. Había empezado a ver al ángel como alguien como yo. Sólo que mucho peor. Por primera vez, creía que podía seguir sus huellas. Todo en mi interior me gritaba que seguir su trillado camino estaba mal. Pero era posible.
Quería huir. Un coro interno me advertía con fuerza que aquello no era nada bueno. Mis voces eran una ópera de supervivencia que me gritaba que me alejara, que corriera y me escondiera para salvarme.
Pero ¿cómo? El hospital estaba cerrado con llave. Los muros eran altos. Las puertas eran sólidas. Y mi propia enfermedad me impedía escapar.
¿Cómo podía dar la espalda a las únicas dos personas que habían creído que yo valía algo?
—Es verdad, Francis. No podías hacer eso.
Me había acurrucado en un rincón del salón para contemplar mis palabras cuando oí a Peter. Me sentí aliviado y miré a uno y otro lado en busca de su presencia.
—¿Peter? —dije—. ¿Has vuelto?
—No me había ido. He estado aquí todo el rato.
—El ángel estuvo aquí. Lo noté.
—Volverá. Está cerca, Francis. Todavía se acercará más.
—Está haciendo lo que hizo antes.
—Lo sé, Pajarillo. Pero esta vez estás preparado. Sé que lo estás.
—Ayúdame, Peter —susurré. Se me hizo un nudo en la garganta.
—Esta vez es tu lucha, Pajarillo.
—Tengo miedo, Peter.
—Es natural —dijo en el tono despreocupado que usaba a veces y que tenía la cualidad de no ser crítico—. Pero eso no significa que sea inútil. Sólo significa que debes tener cuidado. Igual que antes. Eso no ha cambiado. Lo fundamental la primera vez fue tu cautela, ¿recuerdas?
Seguí en el rincón y recorrí la habitación con la mirada. Lo descubrí apoyado contra la pared frente a mí. Me saludó con la mano y esbozó una sonrisa familiar. Llevaba un mono naranja brillante decolorado por el uso, y estaba rasgado y manchado de tierra. Sostenía un reluciente casco plateado en las manos y tenía la cara surcada de hollín, cenizas y líneas de sudor. Sacudió la cabeza y sonrió.
—Perdona mi aspecto, Pajarillo.
Parecía un poco mayor de lo que yo recordaba y, tras su sonrisa, pude ver los duros efectos del dolor y los problemas.
—¿Estás bien, Peter? —pregunté.
—Por supuesto, Francis. Es que me han pasado muchas cosas. Y a ti también. Siempre llevamos la ropa que nos pone el destino, ¿verdad, Pajarillo? No es ninguna novedad.
Repasó con los ojos las columnas de palabras escritas en la pared.
—Estás haciendo progresos —dijo tras asentir con la cabeza.
—No sé. Cada palabra que escribo parece oscurecer más la habitación.
Peter suspiró dando a entender que se lo esperaba.
—Hemos visto mucha oscuridad, ¿verdad, Francis? Y alguna juntos. Eso es lo que estás escribiendo. Recuerda que entonces estábamos ahí contigo y ahora estamos aquí contigo. ¿Lo tendrás presente, Pajarillo?
—Lo intentaré.
—Las cosas se complicaron un poco aquel día, ¿verdad?
—Sí. Para los dos. Y también para Lucy debido a ello.
—Cuéntalo todo, Francis.
Miré la pared y vi dónde me había quedado. Cuando me volví hacia Peter, éste había desaparecido.