La organización les llegaba despacio e impuesta. Francis observó que no era como si de repente fueran alborotadores, ni siquiera revoltosos o escolares a los que se pide que presten atención en el aula. Era más bien que estaban inquietos y nerviosos. Todos habían dormido muy poco y recibido demasiados fármacos y demasiada agitación, además de una cantidad importante de incertidumbre. Una mujer mayor con su largo cabello gris muy alborotado se echaba a llorar, se enjugaba las lágrimas con una manga, sacudía la cabeza con una sonrisa, decía que estaba bien y al cabo de unos segundos estallaba de nuevo en sollozos. Uno de los hombres de mediana edad y mirada dura, que había sido marino en un pesquero y llevaba el tatuaje de una mujer desnuda en el antebrazo, lucía una expresión furtiva e inquieta, y no dejaba de revolverse en la silla para comprobar la puerta situada tras él, como si esperara que alguien se colara sigilosamente en la sala. Los tartamudos, tartamudeaban más. Los irascibles estaba sentados en el borde de la silla. Los que solían llorar parecían más dispuestos a derramar lágrimas. Los que permanecían mudos se habían sumido más en el silencio.
Incluso Peter el Bombero, cuya tranquilidad solía dominar las sesiones, tenía problemas para mantenerse quieto, y más de una vez encendió un cigarrillo y se paseó alrededor del grupo. A Francis le recordó a un boxeador que momentos antes del combate se relaja en el cuadrilátero lanzando derechazos e izquierdazos a mandíbulas imaginarias mientras su contrincante real espera en el otro rincón.
Si Francis hubiera sido un veterano del hospital psiquiátrico, habría reconocido un aumento considerable de los niveles de paranoia en muchos pacientes. Era algo todavía no expresado; como una tetera que se va calentando para hervir el agua, todavía no había empezado a silbar. Pero aun así era perceptible, como un mal olor una tarde calurosa. Sus propias voces interiores pedían atención a gritos, y necesitó la fuerza de voluntad habitual para acallarlas. Los músculos de los brazos y del estómago se le tensaban, como si quisieran prestar ayuda a los tendones mentales que él estaba utilizando para controlar la cacofonía de voces.
—Creo que deberíamos abordar los hechos de la otra noche —sugirió Evans. Llevaba puestas las gafas de lectura, que dejaba resbalar por la nariz para mirar por encima a los pacientes. Francis pensó que Evans era una de esas personas que hace una afirmación que parece sencilla, como la necesidad de abordar precisamente lo que dominaba los pensamientos de todo el mundo, pero da la impresión de querer decir algo completamente distinto—. Parece que todos estáis pensando en ello.
Un hombre se cubrió la cabeza con la camisa y se tapó los oídos con las manos. Los demás se removieron en los asientos. Nadie contestó enseguida, y el silencio que se abatió sobre la sala dio a Francis la impresión de ser consistente e invisible como el viento que hincha las velas de un barco. Pasado un momento lo rompió al preguntar:
—¿Dónde está Larguirucho? ¿Adonde lo han llevado? ¿Qué han hecho con él?
Evans se recostó en la silla, aliviado, al parecer, de que las primeras preguntas fueran tan fáciles de responder.
—Larguirucho fue transportado a la cárcel del condado. Estará veinticuatro horas en observación en una celda de aislamiento. El doctor Gulptilil fue a verlo esta mañana para asegurarse de que recibía la medicación adecuada en su dosis correcta. Está bien. Está un poco más tranquilo que antes del… incidente.
El grupo tardó un momento en asimilar esta afirmación. Fue Cleo quien planteó la siguiente pregunta.
—¿Por qué no lo traen de vuelta aquí? Es aquí donde debe estar y no encerrado en una cárcel sin sol y puede que con un puñado de criminales. Cabrones. Violadores y ladrones, seguro. Pobre Larguirucho, en manos de la policía. Cabrones fascistas.
—Porque lo acusan de un delito —respondió el psicólogo con rapidez. A Francis le pareció extraño que evitara la palabra asesinato.
—Pero hay algo que no entiendo —terció Peter en una voz tan queda que todo el mundo se volvió hacia él—. Larguirucho está loco, y ayer estaba más loco aún. ¿Cuál es la palabra que a usted le gusta usar?
—Descompensado —respondió el señor del Mal con frialdad.
—Una palabra de lo más tonta —espetó Cleo, enfadada—. Una palabra tonta, idiota y totalmente inútil.
—Bien —prosiguió Peter—. Larguirucho atravesaba una crisis. Todos nos dimos cuenta. A lo largo del día fue empeorando y nadie hizo nada por ayudarlo. Hasta que explotó. Ahora bien, si estaba aquí, en el hospital, por ese motivo, ¿cómo le pueden acusar? ¿Un loco no es precisamente alguien que no sabe lo que hace?
Evans asintió, pero se mordió el labio antes de contestar.
—Ésa es una decisión que deberá tomar el fiscal del condado. Hasta entonces, Larguirucho se quedará donde está…
—Bueno, creo que deberían traerlo aquí, donde están sus amigos —insistió Cleo, enojada aún—. Ahora sólo nos tiene a nosotros. Somos su única familia.
Hubo un murmullo general de asentimiento.
—¿No podemos hacer algo? —preguntó la mujer del pelo alborotado.
Ese comentario provocó también asentimientos farfullados.
—Bueno —dijo el señor del Mal—, creo que deberíamos seguir abordando los problemas que nos trajeron aquí. Si nos esforzamos por mejorar, quizás encontremos una forma de ayudar a Larguirucho.
—Malditos ineptos —gruñó Cleo con indignación—. Cabrones descerebrados.
Francis no sabía muy bien a quién se refería Cleo, pero estuvo de acuerdo con las palabras que había elegido. Cleo tenía la habilidad de una emperatriz de llegar al quid de la cuestión de una forma imperiosa. Empezaron a oírse improperios y juramentos.
—Estas palabras coléricas no ayudan a Larguirucho, ni a ninguno de nosotros. —El señor del Mal levantó la mano, exasperado—. Así que vamos a parar.
Hizo un gesto cortante con la mano. Era la clase de movimiento que Francis se había acostumbrado a ver en el psicólogo y que subrayaba una vez más quién estaba cuerdo y, por lo tanto, quién estaba al mando. Y, como de costumbre, tuvo un efecto intimidador; el grupo, refunfuñando, se recostó en las sillas y el breve instante que podía haber acabado en una abierta rebelión se disolvió en el aire viciado de la sala. Francis vio que Peter se mantenía firme, con los brazos cruzados y el entrecejo fruncido.
—Pues yo creo que no hemos usado las suficientes palabras coléricas —soltó por fin, no en voz alta, pero con determinación—. Y no entiendo por qué eso no va a ayudar a Larguirucho. ¿Cómo saber qué podría ayudarlo o no en este momento? Creo que deberíamos protestar aún más.
—Seguramente tú lo harías —replicó el señor del Mal, girándose en su asiento.
Ambos hombres se observaron un momento y Francis vio que estaban al borde de un enfrentamiento físico. Pero, casi con la misma rapidez, todo cambió porque el señor del Mal se volvió y dijo:
—Deberías reservarte tus opiniones. Estás mejor callado.
Era una afirmación desdeñosa, y dejó helado al grupo.
Francis vio que el Bombero buscaba una réplica, pero en ese momento se oyó un ruido en la puerta de la sala.
Todas las cabezas se volvieron cuando se abrió. Negro Grande entró lánguidamente y por un instante llenó el umbral con su corpulencia, ocultando a quien le seguía. Se trataba de la mujer que Francis había visto por la ventana al principio de la sesión. Tras ella, a su vez, iba Tomapastillas y, por último, Negro Chico. Los auxiliares adoptaron posiciones de centinela junto a la puerta.
—Señor Evans —dijo Gulptilil—, lamento interrumpir la sesión.
—No se preocupe —respondió el señor del Mal—. Ya estábamos a punto de terminar.
Francis tenía la certeza de que estaban más al principio que al final de algo. Pero, de hecho, no escuchó el intercambio entre los dos terapeutas. En lugar de eso, observó a la mujer, que, ofreciéndole su perfil derecho, esperaba flanqueada por los hermanos Moses.
Tuvo la impresión de ver muchas cosas, todas a la vez. Era esbelta y muy alta, de casi metro ochenta, y rondaba los treinta años. Tenía la piel de color cacao, de una tonalidad parecida a las hojas de roble que caen en otoño, y sus ojos presentaban un aspecto ligeramente oriental. El cabello, de un negro azabache, le llegaba más abajo de los hombros. Debajo del impermeable color habano, llevaba un traje chaqueta azul. Sujetaba la cartera de piel con unos dedos largos y delicados, y contemplaba la sala con una determinación que habría calmado hasta al paciente más descompensado. Era casi como si su presencia silenciara los delirios y los temores que ocupaban cada asiento.
Al principio, Francis la consideró la mujer más hermosa del mundo, pero entonces ella se volvió un poco y él vio que tenía el lado izquierdo del rostro desfigurado por una larga cicatriz blanca que le partía la ceja y le recorría la mejilla en zigzag para terminar en la mandíbula. La cicatriz le causó el mismo efecto que el péndulo de un hipnotizador: no podía apartar los ojos de esa línea irregular que le bisecaba la cara. Se preguntó por un momento si no sería como mirar la obra de un artista desquiciado, que, abrumado ante una perfección inesperada, hubiera decidido tratar su propio arte con absoluta crueldad.
—¿Quiénes son los dos hombres que encontraron el cadáver de la enfermera? —preguntó dando un paso al frente, y su ronca voz pareció atravesar a Francis.
—Peter, Francis —llamó el doctor Gulptilil—, esta señorita ha conducido desde Boston para haceros algunas preguntas. ¿Podríais acompañarnos a mi despacho para que pueda hablar con vosotros como es debido?
Francis se puso en pie y, en ese instante, fue consciente de que Peter observaba con la misma intensidad a la joven.
—Yo te conozco —musitó Peter como para sí.
Francis se percató de que la mujer se fijaba en su amigo y, por un segundo, arrugaba la frente en un gesto de reconocimiento. Luego, casi con la misma rapidez, volvió a su impasible belleza marcada.
Los dos hombres salieron del círculo de sillas.
—Cuidado —soltó Cleo de golpe. Y citó de su obra favorita—: «El claro día se apaga y nos dirigimos a las sombras». —Se produjo un momento de silencio antes de que añadiera con voz ronca—: Cuidado con los cabrones. Sólo buscan perjudicarlo a uno.
Me alejé de la pared del salón y de todas las palabras que contenía, y pensé: Eso es. Ya estamos todos. A veces la muerte es como una ecuación algebraica, una larga serie de factores X y valores Y, multiplicados y divididos, sumados y restados hasta que se obtiene una solución simple pero espantosa: cero. Y en aquel momento la fórmula estaba escrita.
Cuando llegué al hospital, tenía veintiún años y nunca me había enamorado. Aún no había besado a una chica, ni sentido la suavidad de su piel. Eran un misterio para mí, cumbres tan inalcanzables e inaccesibles como la cordura. Aun así, llenaban mi imaginación. Había tantos secretos: la curva del pecho, el esbozo de una sonrisa, la base de la espalda al arquearse con un movimiento sensual. No sabía nada, lo imaginaba todo.
En mi loca vida había muchas cosas fuera de mi alcance. Supongo que debería haber sabido que me enamoraría de la mujer más exótica que conocería en mi vida. Y supongo que también debería haber sabido, en el momento en que se produjo esa mirada centelleante entre Peter el Bombero y Lucy Kyoto Jones, que había mucho más que decir y una relación mucho más profunda que saldría a la superficie. Pero era joven, y lo único que vi fue la presencia repentina de la persona más extraordinaria que había visto en mi vida. Parecía brillar como las lámparas de lava que tanto éxito tenían entre los hippies y los estudiantes, una forma en movimiento y fusión constante que fluía de una forma a otra.
Lucy Kyoto Jones era fruto de la unión entre un militar estadounidense negro y una mujer estadounidense de origen japonés. Su segundo nombre correspondía a la ciudad natal de su madre. De ahí los ojos en forma de almendra y la piel color cacao. De lo referente a la licenciatura de Derecho por Stanford y Harvard me enteraría más adelante.
También me enteraría más adelante de lo de la cicatriz en la cara, porque la persona que le dejó esa marca y la otra, más profunda y menos evidente, le hizo seguir el camino que la condujo hasta el Hospital Estatal Western con preguntas que pronto gustarían muy poco.
Una de las cosas que aprendí en mis años de mayor locura fue que uno podía estar en una habitación, con paredes, ventanas con barrotes y puertas cerradas con llave, rodeado de otras personas locas, o incluso metido en una celda de aislamiento a solas, sin que esa fuera, de hecho, la habitación en que uno estaba. La habitación que uno ocupaba de verdad la componían la memoria, las relaciones y los acontecimientos, toda clase de fuerzas invisibles. A veces delirios. A veces alucinaciones. A veces deseos. A veces sueños y esperanzas, o ambición. A veces rabia. Eso era lo importante: reconocer siempre dónde estaban las paredes reales.
Y ése fue el caso entonces, cuando estábamos sentados en el despacho de Tomapastillas.
Miré por la ventana de mi casa y vi que era tarde. La luz del día había desaparecido y, en su lugar, reinaba la espesura de la noche urbana. En el piso tengo varios relojes, todos regalo de mis hermanas, que, por algún motivo que todavía no he podido determinar, parecen pensar que tengo una necesidad casi constante y muy apremiante de saber siempre qué hora es. Pensé que las palabras eran la única hora que necesitaba en este momento, así que me tomé un respiro para fumarme un cigarrillo mientras reunía todos los relojes y los desenchufaba de la pared o les quitaba las pilas para que dejaran de funcionar. Todos se habían detenido más o menos en el mismo momento: las diez y diez, las diez y once, las diez y trece. Tomé cada reloj y moví las manecillas para eliminar cualquier apariencia de congruencia. Cada uno de ellos estaba parado en un momento distinto. Una vez logrado eso, reí en voz alta. Era como si me hubiera apoderado del tiempo y liberado de sus limitaciones.
Recordé cómo Lucy se había inclinado hacia delante y había fijado una mirada seria, fulminante, primero en Peter, después en mí y, a continuación, de nuevo en él. Supongo que al principio quería impresionarnos con su determinación. Quizás había creído que así se trataba con los dementes: con decisión, más o menos como uno haría con un cachorro díscolo.
—Quiero saber todo lo que vieron ayer por la noche —exigió.
Peter el Bombero vaciló antes de responder.
—¿Tal vez podría decirnos antes, señorita Jones, por qué le interesa lo que recordamos? Al fin y al cabo, los dos prestamos declaración ante la policía local.
—¿Por qué estoy interesada en el caso? —repuso—. Me informaron de algunos detalles poco después de que se encontrara el cadáver, y tras un par de llamadas a las autoridades locales, me pareció importante comprobarlos personalmente.
—Pero eso no explica nada —replicó Peter con un gesto de desdén. Se inclinó hacia la joven—. Quiere saber lo que vimos, pero Pajarillo y yo ya tenemos heridas de nuestro primer encuentro con la seguridad del hospital y los detectives de la policía local. Sospecho que tenemos suerte de no estar metidos en una celda de aislamiento de la cárcel del condado, acusados por error de un delito grave. De modo que antes de que aceptemos ayudarla, ¿por qué no vuelve a explicarnos por qué está tan interesada… con un poquito más de detalle, por favor?
El doctor Gulptilil tenía una ligera expresión de asombro, como si la idea de que un paciente pudiera cuestionar a alguien cuerdo fuera algo contrario a las normas.
—Peter —dijo con frialdad—, la señorita Jones es fiscal del condado de Suffolk. Y creo que es ella quien debería hacer las preguntas.
—Sabía que la había visto antes —dijo el Bombero en voz baja, y asintió—. Puede que en un tribunal.
—Estuve sentada frente a usted una vez, durante un par de sesiones —respondió ella tras mirarlo un momento—. Lo vi testificar en el caso del incendio de Anderson, hará unos dos años. Yo todavía era una ayudante que manejaba delitos menores. Querían que algunos de nosotros viéramos cómo le repreguntaban.
—Recuerdo que serví de bastante ayuda —sonrió Peter—. Fui yo quien descubrió dónde se había provocado el incendio. Fue bastante inteligente poner una toma de corriente al lado del lugar del almacén donde se guardaba el material inflamable, de modo que su propio producto avivara el fuego. Fue necesaria cierta planificación. Pero eso es fundamental para un pirómano: planear. La consecución del fuego forma parte de la emoción. Es como se logra uno bueno.
—Por eso nos pidieron que fuéramos a verlo —explicó Lucy—. Porque creían que iba a convertirse en el mejor investigador de incendios provocados de la policía de Boston. Pero las cosas no salieron bien, ¿no es así?
—Oh —exclamó Peter con una sonrisa más ancha, como si lo que Lucy Jones acababa de decir contuviera algún chiste que Francis no había captado—. Podría decirse que sí. Depende de cómo se miren las cosas. Como la justicia, lo que está bien y todo eso. Pero no ha venido aquí por mí, ¿verdad, señorita Jones?
—No. He venido por el asesinato de la enfermera en prácticas.
Peter observó a Lucy Jones. Luego dirigió una mirada a Francis y después a Negro Grande y a Negro Chico, que estaban en la parte posterior de la habitación, y por último a Tomapastillas, que estaba sentado algo intranquilo tras su escritorio.
—Dime, Pajarillo —pidió Peter tras volverse de nuevo hacia Francis—, ¿por qué dejaría una fiscal de Boston todo lo que está haciendo y vendría al Hospital Estatal Western a hacer preguntas a un par de locos sobre una muerte ocurrida fuera de su jurisdicción y por la que ya se ha detenido y acusado a un hombre? Esa muerte tiene algo que ha despertado su interés, Pajarillo. ¿Pero qué? ¿Qué puede haber motivado que la señorita Jones viniera aquí con tanta prisa para hablar con un par de chiflados?
Francis miró a Lucy Jones, cuyos ojos se habían fijado en Peter con una mezcla de curiosidad y reconocimiento que Francis no sabía muy bien cómo llamar.
—Bueno, señor Petrel —preguntó pasado un momento con una sonrisita que se inclinaba un poco hacia la cicatriz—, ¿puede responder a esa pregunta?
Francis pensó un momento. Se imaginó a Rubita tal como la habían encontrado.
—El cadáver —aseguró.
—Sí, señor Petrel —sonrió Lucy—. ¿Puedo llamarte Francis?
El joven asintió.
—¿Qué pasa con el cadáver? —preguntó ella.
—Tenía algo especial.
—Podría haber tenido algo especial —corrigió Lucy Jones. Miró a Peter—. ¿Quiere intervenir?
—No —rehusó Peter, y cruzó los brazos—. Pajarillo lo está haciendo muy bien. Que siga él.
—¿Entonces…? —lo animó ella.
Francis se recostó un instante y, con la misma rapidez, volvió a inclinarse hacia delante mientras pensaba qué querría dar a entender la fiscal. Se le agolparon en la cabeza imágenes de Rubita, el modo en que su cadáver estaba contorsionado, la forma en que sus ropas estaban dispuestas. Se percató de que todo era un rompecabezas y la hermosa mujer que tenía sentada enfrente formaba parte de él.
—Las falanges que le faltaban en la mano —dijo por fin.
—Háblame de esa mano —pidió Lucy tras asentir—. ¿Qué te pareció?
—La policía tomó fotografías, señorita Jones —intervino el doctor Gulptilil—. Estoy seguro de que puede examinarlas. No entiendo por qué… —Pero su objeción se desvaneció cuando la mujer hizo un gesto a Francis para que continuara.
—Parecía como si alguien, el asesino, se las hubiera llevado —concluyó éste.
—Bien —asintió Lucy—. ¿Podrías decirme por qué el hombre acusado…? ¿Cómo se llama?
—Larguirucho —respondió el Bombero. Su voz había adquirido un tono más grave, más firme.
—Sí. ¿Por qué Larguirucho, a quien ambos conocíais, podría haber hecho eso?
—No hay ninguna razón.
—¿No se te ocurre alguna por la que podría haber marcado a la joven de ese modo? ¿Nada que hubiera dicho antes? ¿O el modo en que había actuado? Tengo entendido que había estado bastante nervioso…
—No —aseguró Francis—. Nada de la manera en que murió Rubita encaja con lo que sabemos de Larguirucho.
—Ya veo —asintió Lucy—. ¿Estaría de acuerdo con esa afirmación, doctor?
—¡En absoluto! —dijo Gulptilil con energía—. Su conducta antes del asesinato fue exagerada, muy nerviosa. Intentó atacarla ese mismo día. Ha tenido una marcada propensión a amenazar con violencia en varias ocasiones en el pasado, y al final, rebasó el límite, como el personal se temía.
—Así pues, ¿no está de acuerdo con la valoración de estos señores?
—No. La policía encontró pruebas en su cama. Y la sangre en su camisa de dormir correspondía a la víctima.
—Conozco esos detalles —dijo Lucy Jones con frialdad. Y se dirigió de nuevo a Francis—. ¿Podrías volver a las falanges que faltaban, por favor? —pidió con delicadeza—. ¿Podrías describir qué viste exactamente, por favor?
—Había cuatro falanges probablemente cortadas. Tenía la mano en un charco de sangre. —Francis levantó una mano ante su cara, como si quisiera ver cómo sería que le cercenaran la punta de los dedos.
—Si Larguirucho, vuestro amigo, lo hubiera hecho…
—Podría haber hecho ciertas cosas —la interrumpió Peter—. Pero no eso. Y sin duda tampoco la agresión sexual.
—¡Eso no lo sabes! —replicó el doctor Gulptilil—. Es una mera suposición. He visto la misma clase de mutilaciones, y le aseguro que pueden producirse de varias formas. Incluso por accidente. La idea de que Larguirucho fuera incapaz de cortarle la mano, o que todo ocurrió de algún otro modo sospechoso es una mera conjetura. Veo adonde quiere llegar con esto, señorita Jones, y creo que la implicación es errónea, además de poder ser perjudicial para el hospital.
—¿De veras? —se sorprendió Lucy, y se volvió de nuevo hacia el psiquiatra. Esa pregunta no pedía ninguna ampliación. Hizo una pausa y dirigió la mirada a los dos pacientes. Fue a hablar, pero Peter la interrumpió antes de que pudiera hacerlo.
—¿Sabes qué, Pajarillo? —Se dirigió a Francis pero tenía los ojos puestos en Lucy Jones—. Sospecho que esta joven fiscal ha visto otros tres cadáveres muy parecidos al de Rubita. Y que a cada uno de esos cadáveres le faltaba una falange, o más, de la mano, como a Rubita. Eso es lo que yo supongo ahora mismo.
Lucy Jones sonrió sin la menor nota de humor. A Francis le pareció una de esas sonrisas que se usaban para ocultar toda clase de sentimientos.
—Es una buena suposición, Peter —dijo.
El Bombero entornó los ojos y se recostó, como si reflexionara, antes de seguir hablando despacio.
—También creo, Pajarillo, que esta señorita es responsable de encontrar al hombre que extirpó esas falanges a esas otras mujeres. Y que por eso vino aquí corriendo y tiene tantas ganas de hablar con nosotros. ¿Y sabes qué más, Pajarillo?
—¿Qué Peter? —preguntó Francis, aunque ya intuía la respuesta.
—Apostaría que, bien entrada la noche, en la oscuridad de su habitación en Boston, sola en la cama, con las sábanas enredadas y sudadas, la señorita Jones tiene pesadillas sobre cada una de esas mutilaciones y lo que podrían significar.
Francis miró a Lucy Jones, que asintió despacio con la cabeza.