7

Supongo que dormí algo esa noche, pero no recuerdo haber cerrado los ojos.

Ni siquiera recuerdo que respirara.

El labio hinchado me dolía, e incluso después de haberme lavado seguía notando el sabor a sangre donde el policía me había pegado. Tenía las piernas doloridas debido al porrazo que el guardia de seguridad me había atizado y me daba vueltas la cabeza por todo lo que había visto. Da igual los años que hayan pasado desde esa noche, la cantidad de días que forman décadas, todavía siento el dolor de mi encuentro con aquellas autoridades que creyeron, aunque sólo fuera por un momento, que yo era el asesino. Mientras yacía tenso en la cama, me costaba relacionar a Rubita, que había estado viva ese mismo día, con el cuerpo ensangrentado que se habían llevado en una bolsa de plástico para depositar después en alguna fría mesa de acero a la espera del escalpelo de un forense. Sigue siendo igual de difícil ahora. Era casi como si se tratara de dos entidades distintas, dos mundos aparte que guardaban poca relación entre sí, si es que guardaban alguna.

Mi recuerdo es claro: permanecí inmóvil en la oscuridad sintiendo la presión inquietante de cada segundo que pasaba, consciente de que todo el dormitorio estaba intranquilo; los habituales ruidos nocturnos del sueño agitado eran mayores, subrayados por un nerviosismo y una tensión que parecían recubrir el aire tenso de la habitación como una capa de pintura. A mi alrededor, la gente se giraba y revolvía en la cama, a pesar de la dosis adicional de medicación que nos habían dado antes de devolvernos al dormitorio. Calma química.

Eso era lo que Tomapastillas, el señor del Mal y el resto del personal querían, pero todos los miedos y las ansiedades provocados esa noche superaban la capacidad de los fármacos. Nos revolvíamos en la cama, inquietos, gimiendo y gruñendo, llorando y sollozando, nerviosos y consumidos. Todos teníamos miedo de lo que quedaba de noche, y también de lo que pudiera depararnos la mañana.

Faltaba uno, claro. Que hubieran arrancado con tanta brusquedad a Larguirucho de nuestra pequeña comunidad psiquiátrica parecía haber dejado huella. Desde mi llegada al edificio Amherst, dos de los pacientes más ancianos y enfermos habían fallecido debido a lo que llamaron causas naturales, aunque se definiría mejor con la palabra negligencia o la palabra abandono. De vez en cuando, de modo milagroso, daban de alta a alguien a quien le quedaba un poco de vida. Muy a menudo, los de seguridad se llevaban a alguien frenético y descontrolado a una de las celdas de aislamiento. Pero era probable que regresara en un par de días, con la medicación aumentada, los movimientos torpes más pronunciados y el temblor en su rostro acentuado. Así pues, las desapariciones eran habituales. Pero no lo era la forma en que se habían llevado a Larguirucho, y eso era lo que agitaba nuestras emociones mientras esperábamos que las primeras luces del día se filtraran entre los barrotes de las ventanas.

Preparé dos sandwiches de queso, llené un vaso con agua del grifo y me apoyé en el mostrador de la cocina para tomarlos. Un cigarrillo olvidado se consumía en un cenicero repleto, y el hilo de humo se elevaba por el aire viciado de mi casa.

Peter el Bombero fumaba.

Di otro mordisco al sándwich y bebí un trago de agua. Cuando me volví, él estaba ahí. Alargó la mano hacia la colilla de mi cigarrillo y se lo llevó a los labios.

—En el hospital se podía fumar sin sentirse culpable —dijo con cierta picardía—. Porque ¿qué era peor: arriesgarse al cáncer o estar loco?

—Peter —dije, sonriente—. Hacía años que no te veía.

—¿Me has echado de menos, Pajarillo?

Asentí con la cabeza. Él se encogió de hombros, como disculpándose.

—Tienes buen aspecto, Pajarillo. Un poco delgado, quizá, pero apenas has envejecido. —Exhaló un par de anillos de humo con indiferencia a la vez que echaba un vistazo a la habitación—. ¿Así que vives aquí? No está mal. Veo que las cosas te van bien.

—Yo no diría que me vayan bien exactamente. Tan bien como cabría esperar, supongo.

—Tienes razón. Eso era lo inusual de estar loco, ¿verdad, Pajarillo? Nuestras expectativas se torcieron y cambiaron. Cosas corrientes, como tener un empleo, formar una familia e ir a partidos de la liga de béisbol infantil las tardes bonitas de verano eran objetivos muy difíciles de conseguir. Así que los modificamos. Los revisamos, los redujimos y los reconsideramos.

—Sí, es cierto. —Sonreí—. Tener un sofá, por ejemplo, es todo un logro.

Peter echó la cabeza atrás para soltar una carcajada.

—Tener un sofá y recuperar la salud mental —comentó—. Suena a una de las tesis en las que el señor del Mal trabajaba siempre para su doctorado y que nunca publicó.

Peter siguió mirando en derredor.

—¿Tienes amigos?

—Pues no. —Sacudí la cabeza.

—¿Sigues oyendo voces?

—Un poco, a veces. Sólo ecos. Ecos o susurros. La medicación que me dan sofoca bastante el alboroto que solían organizar.

—La medicación no puede ser tan mala —indicó Peter y me guiñó el ojo—, porque yo estoy aquí.

Eso era cierto.

Peter se acercó al umbral de la cocina y miró hacia la pared de la escritura. Se movía con la misma gracia atlética, una especie de control muy definido de los movimientos, que recordaba de las horas que pasamos caminando por los pasillos del edificio Amherst. Peter el Bombero no arrastraba los pies ni se tambaleaba. Tenía el mismo aspecto que veinte años atrás, excepto que la gorra de los Red Sox que solía llevar encasquetada permanecía ahora en el bolsillo trasero de sus vaqueros. Pero todavía tenía el pelo tupido y largo, y su sonrisa era tal como la recordaba, dibujada en su rostro, como si alguien hubiera contado un chiste unos minutos antes y le siguiera haciendo gracia.

—¿Cómo va la historia? —preguntó.

—Estoy volviendo a recordar.

Peter fue a decir algo pero se detuvo, y miró de nuevo la columna de palabras garabateadas en la pared.

—¿Qué les has contado sobre mí? —quiso saber.

—No lo suficiente. Pero puede que ya hayan deducido que nunca estuviste loco. Nada de voces. Ni de delirios. Ni de creencias extrañas o pensamientos escabrosos. Por lo menos, no estabas loco como Larguirucho, Napoleón, Cleo o ninguno de los demás. Ni siquiera yo, puestos a decir.

Peter esbozó una sonrisita irónica.

—Un buen chico católico, de una gran familia irlandesa de segunda generación de Dorchester. Un padre que bebía demasiado los sábados por la noche y una madre que creía en los demócratas y en el poder de la plegaria. Funcionarios, maestros de escuela primaria, policías y soldados. Asistencia regular a misa los domingos, seguida de catequesis. Un montón de monaguillos. Las niñas aprendían a bailar y cantar en el coro. Los niños iban a Latin High y jugaban a fútbol americano. Cuando llegaba la hora del servicio militar, íbamos. Nada de prórrogas por cuestión de estudios. Y no éramos enfermos mentales, por lo menos no del todo. No de esa forma diagnosticable y definida que gustaba a Tomapastillas, que le permitía buscar tu alteración en el Manual diagnóstico y estadístico y leer con exactitud la clase de tratamiento que tenía que recetarte. No, en mi familia éramos peculiares. O excéntricos. O quizás un poco curiosos, o ligeramente despistados, alterados o descentrados.

—Tú ni siquiera eras demasiado peculiar, Peter.

—¿Un bombero que provoca un incendio en la iglesia donde lo bautizaron? —preguntó tras soltar una breve carcajada—. ¿Cómo llamarías tú a eso? Al menos, un poco extraño, ¿no? Algo más que curioso, ¿no te parece?

No contesté y me limité a observar cómo se movía por el piso. Aunque no estuviera realmente ahí, estaba bien tener compañía.

—¿Sabes qué me preocupaba a veces, Pajarillo?

—¿Qué?

—Hubo muchos momentos en mi vida que deberían haberme vuelto loco. Me refiero a momentos verdaderamente terribles que deberían haber contribuido a la locura. Momentos de crecimiento. Momentos de guerra. Momentos de muerte. Momentos de rabia. Y, aun así, el que pareció tener más sentido, el que resultó más claro, fue el que me llevó al hospital.

Hizo una pausa mientras seguía examinando la pared. Luego añadió en voz baja:

—Mi hermano murió cuando yo apenas tenía nueve años. Era el más próximo a mí en cuanto a edad, sólo un año mayor; gemelos irlandeses, como decía en broma la familia. Pero tenía el cabello más rubio que yo y su piel era casi pálida, como más fina que la mía. Y yo podía correr, saltar, practicar deportes, estar fuera todo el día, mientras que él apenas podía respirar. Asma, problemas cardíacos y unos riñones que casi no le funcionaban. Dios quería que fuera especial de ese modo, o eso me decían. Yo no alcanzaba a entender por qué Dios había decidido eso. Y ahí estábamos, con nueve y diez años, y ambos sabíamos que él se moría y nos daba lo mismo, seguíamos riendo y bromeando, y teniendo todos los pequeños secretos que tienen los hermanos. El día que lo llevaron por última vez al hospital, me dijo que yo tendría que existir por ambos. Deseaba con todas mis fuerzas ayudarlo. Dije a mi madre que los médicos podían ponerle a Billy mi pulmón derecho y mi corazón, y darme a mí los suyos para tenerlos intercambiados un tiempo. Pero no lo hicieron, claro.

Escuché a Peter sin interrumpirlo. Mientras hablaba, se acercaba a la pared donde yo había empezado a escribir nuestra historia, pero no leía las palabras garabateadas sino que contaba la suya. Dio una calada al cigarrillo y siguió hablando despacio.

—¿Te había contado lo del explorador al que mataron en Vietnam?

—Sí, Peter.

—Deberías incluirlo en lo que escribes. Lo del explorador y lo de mi hermano que murió de niño. Creo que forman parte de la misma historia.

—Tendré que contarles también lo de tu sobrino y lo del incendio.

—Sabía que lo harías —asintió—. Pero aún no. Háblales sobre el explorador. ¿Sabes qué recuerdo más de ese día? Que hacía muchísimo calor. No un calor como el que tú, yo o cualquiera que haya crecido en Nueva Inglaterra conocemos. Nosotros conocemos el calor de agosto, cuando es abrasador y bajamos a bañarnos al puerto. Aquél era un calor terrible, enfermizo, que parecía venenoso. Serpenteábamos entre los arbustos en fila india y el sol brillaba con fuerza. Era como si la mochila que llevaba a la espalda contuviera todo lo que necesitaba y además todas mis preocupaciones. Los francotiradores de los malos seguían una norma sencilla, ¿sabes? Disparar al explorador, que iba delante, y derribarlo. Herirlo, si se podía. Apuntar a las piernas, no a la cabeza. Al oír el disparo, todos los demás se pondrían a cubierto, excepto el sanitario, y ése era yo. El sanitario iría hacia el hombre herido. Siempre. Al entrenarnos, nos decían que no arriesgáramos la vida a lo loco, ¿sabes? Pero siempre íbamos. Y entonces el francotirador intentaba derribar al sanitario, porque de él dependían todos los hombres de la sección, y eso los haría salir a todos al descubierto para intentar acercarse a él. Un proceso de lo más elemental. Cómo un solo disparo te da la oportunidad de matar a muchos. Y eso es lo que pasó aquel día: dispararon al explorador, y oí que me llamaba. Pero el oficial al mando y dos hombres más me retuvieron. Me quedaban menos de dos semanas de servicio. Así que escuchamos cómo el explorador moría desangrado. Y así fue como se informó después al cuartel general, para que pareciera inevitable. Pero no era cierto. Me retuvieron y yo forcejeé, me quejé y supliqué, pero todo el rato sabía que si quería podría soltarme y acercarme a él. Sólo tenía que forcejear un poco más. Y eso era lo que no iba a hacer. Dar ese tirón de más. De modo que interpretamos esa pequeña farsa en la selva mientras un hombre moría. Era el tipo de situación en que lo correcto es mortal. No fui, y nadie me culpó, y viví y volví a mi casa en Dorchester, y el explorador murió. Ni siquiera lo conocía demasiado. Llevaba menos de un mes en nuestra sección. Quiero decir que no fue como escuchar morir a un amigo. Sólo era alguien que estaba ahí y gritó pidiendo ayuda, y lo siguió haciendo hasta que ya no pudo hacerlo porque estaba muerto.

—Podría no haber sobrevivido aunque hubieras llegado a su lado.

—Sí, claro —asintió Peter, sonriente—. Yo también me he dicho eso. —Suspiró—. Toda la vida he tenido pesadillas sobre personas que gritaban pidiendo ayuda. Y yo no acudía.

—Pero te hiciste bombero…

—La mejor forma de hacer penitencia, Pajarillo. Todo el mundo quiere a los bomberos.

Y a continuación desapareció despacio de mi lado. Me acordé de que no tuvimos ocasión de hablar hasta media mañana. El edificio Amherst estaba lleno de una luz solar que rasgaba el denso olor que había dejado la muerte violenta. Las paredes blancas parecían brillar con intensidad. Los pacientes deambulaban de un lado a otro, arrastrando los pies y tambaleándose como de costumbre, sólo que con más cautela. Nos movíamos con precaución porque todos nosotros, incluso en nuestra locura, sabíamos que había ocurrido algo y presentíamos que aún iba a ocurrir algo más. Eché un vistazo alrededor y encontré el lápiz.

Francis no tuvo ocasión de hablar con Peter hasta media mañana. Un engañoso y deslumbrante sol de primavera entraba por las ventanas y enviaba explosiones de luz por los pasillos, reflejadas en un suelo del que se habían limpiado todos los signos externos del crimen. Pero un residuo de la muerte permanecía en el aire viciado del hospital; los pacientes se movían a solas o en grupos reducidos, y evitaban en silencio los sitios donde la muerte había dejado sus huellas. Nadie pisaba los sitios donde se había encharcado la sangre de la enfermera. Todo el mundo evitaba el trastero, como si acercarse al escenario del crimen pudiera contagiarles de algún modo parte de su maldad. Las voces sonaban apagadas, la conversación amortiguada. Los pacientes se movían más despacio, como si el hospital se hubiera convertido en una iglesia. Hasta los delirios que aquejaban a tantos de ellos parecían aplacados, como si, por una vez, cedieran el protagonismo a una locura más real y aterradora.

Peter, sin embargo, había tomado posiciones en el pasillo, donde estaba apoyado contra la pared con la mirada fija en el trastero. De vez en cuando, medía con los ojos la distancia entre el punto donde se había encontrado el cadáver y el sitio donde Rubita había sido atacada primero, junto a la tela metálica que cercaba el puesto de enfermería en medio del pasillo.

Francis se acercó despacio a él.

—¿Qué pasa? —le preguntó en voz baja.

El Bombero apretó la boca con gesto de concentración.

—Dime, Pajarillo, ¿te parece lógico todo esto?

Francis fue a contestar, pero dudó. Se apoyó contra la pared al lado del Bombero y empezó a mirar en la misma dirección.

—Es como leer primero el último capítulo de un libro —aseguró pasado un momento.

—¿Y eso? —repuso Peter con una sonrisa.

—Está todo invertido —explicó Francis—. No como en un espejo, sino como si nos contaran la conclusión pero no cómo llegamos a ella.

—Sigue.

Francis notó una especie de energía mientras le daba vueltas a lo que había visto la noche anterior. Podía oír un coro de asentimiento y de ánimo en su interior.

—Algunas cosas me preocupan de verdad —afirmó—. Cosas que no entiendo.

—Cuéntame algunas de esas cosas —pidió Peter.

—Bueno, Larguirucho, para empezar. ¿Por qué querría matar a Rubita?

—Creía que era la encarnación del mal. Intentó atacarla en el comedor.

—Sí, y le pusieron una inyección, lo que debería haberlo calmado.

—Pero no fue así.

—Yo creo que sí —rebatió Francis meneando la cabeza—. No del todo, pero sí. Cuando me pusieron una inyección así fue como tener todos los músculos paralizados, de modo que apenas tenía energía para abrir los ojos y ver el mundo que me rodeaba. Aunque no le hubieran dado una dosis suficiente a Larguirucho, creo que habría bastado. Porque matar a Rubita requería fuerza. Y energía. Y supongo que también más cosas.

—¿Más cosas?

—Propósito —sugirió Francis.

—Continúa —dijo Peter, asintiendo.

—Bueno, ¿cómo salió Larguirucho del dormitorio? Siempre está cerrado con llave. Y si logró abrir la puerta del dormitorio, ¿dónde están las llaves? Y si salió, ¿por qué llevaría a Rubita al almacén? Quiero decir, ¿cómo lo hizo? ¿Y por qué la agrediría sexualmente? ¿Y luego dejarla así?

—Tenía sangre en la ropa. La cofia apareció bajo su colchón —le recordó Peter con la contundencia impasible de un policía.

—Eso no lo entiendo. —Francis sacudió la cabeza—. La cofia, ¿pero no el cuchillo que usó para matarla?

—¿Qué nos dijo Larguirucho cuando nos despertó? —Peter bajó la voz.

—Dijo que un ángel había ido a su lado para abrazarlo.

Guardaron silencio. Francis procuró imaginar la sensación de que el ángel sacara a Larguirucho de su sueño nervioso.

—Creí que se lo había inventado. Creí que era algo que había imaginado.

—Yo también —aseguró Peter—. Ahora ya no estoy tan seguro.

Empezó a observar otra vez el trastero. Francis hizo lo mismo. Cuanto más miraba, más se acercaba al momento. Era casi como si pudiera ver los últimos segundos de Rubita. Peter debió de darse cuenta porque él también palideció.

—No quiero creer que Larguirucho hiciese eso —dijo—. No es nada propio de él. Ni siquiera en sus peores momentos, y ayer se mostró de lo más terrorífico, muy propio de él. Larguirucho señalaba, gritaba y hacía mucho ruido. No creo que fuera capaz de matar. Sin duda, no de asesinar de un modo solapado y premeditado.

—Dijo que había que destruir a la encarnación del mal. Lo dijo muy fuerte, delante de todo el mundo.

—¿Crees que él podría matar a alguien, Pajarillo? —repuso Peter.

—No lo sé. En cierto sentido, creo que, en las circunstancias adecuadas, cualquiera puede matar. Pero sólo son conjeturas por mi parte. Nunca he conocido a un asesino.

Esta respuesta hizo sonreír a Peter.

—Bueno, me conoces a mí —dijo—. Pero creo que conoceremos a otro.

—¿A otro asesino?

—A un ángel —concluyó Peter.

Poco antes de la sesión de terapia de la tarde siguiente, Napoleón se acercó a Francis. Tenía un aspecto vacilante, de indecisión y duda. Tartamudeaba un poco y las palabras parecían aferrársele a la punta de la lengua, reacias a abandonar la boca por miedo a cómo iban a ser recibidas. Tenía un defecto del habla de lo más curioso, porque cuando se sumergía en la historia, como conectado a su tocayo, era más claro y preciso. El problema, para quien le escuchara, era separar los dos elementos dispares: los pensamientos de ese día de las especulaciones sobre hechos acontecidos más de ciento cincuenta años atrás.

—¿Pajarillo? —llamó Napoleón con su nerviosismo habitual.

—¿Qué quieres, Nappy? —Estaban en un extremo de la sala de estar, sin hacer otra cosa que evaluar sus pensamientos, como solían hacer los pacientes del edificio Amherst.

—Hay algo que me preocupa.

—Hay muchas cosas que nos preocupan a todos —replicó Francis.

Napoleón se pasó las manos por sus mejillas regordetas.

—¿Sabías que no hay ningún general que esté considerado más brillante que Bonaparte? Como Alejandro Magno, Julio César o George Washington. Quiero decir que fue alguien que forjó el mundo con su brillantez.

—Sí, ya lo sé.

—Pero lo que no entiendo es por qué, si se le considera de modo tan rotundo un hombre genial, sólo es recordado por sus derrotas.

—No entiendo —dijo Francis.

—Las derrotas. Moscú, Trafalgar, Waterloo.

—Me parece que no puedo responder esa pregunta… —empezó Francis.

—Me preocupa de veras —le interrumpió Napoleón—. Lo que quiero decir es: ¿Por qué nos recuerdan por nuestros fracasos? ¿Por qué los fracasos y las retiradas valen más que las victorias? ¿Crees que Tomapastillas y el señor del Mal hablan alguna vez de los progresos que hacemos, en la terapia o con las medicaciones? Creo que no. Creo que sólo hablan de los reveses y los errores, y de los pequeños signos que indican que debemos seguir aquí, en lugar de los indicios de que mejoramos y de que tal vez tendríamos que irnos a casa.

Francis asintió. Eso tenía cierto sentido.

—Napoleón rehizo el mapa de Europa con sus victorias —prosiguió Napoleón, superando su balbuceo dubitativo—. Deberían ser recordadas. Me da tanta rabia…

—No creo que puedas hacer gran cosa al respecto… —empezó Francis, pero su compañero se inclinó hacia delante y bajó la voz.

—Me da mucha rabia ver cómo Tomapastillas y el señor del Mal tratan con ligereza todos estos aspectos históricos. Son asuntos tan importantes que ayer apenas pude pegar ojo.

Francis lo miró.

—¿Estabas despierto?

—Estaba despierto y oí que alguien metía la llave en la cerradura.

—¿Viste…?

—Oí abrirse la puerta. Ya sabes que mi cama no está lejos de ella, y cerré los ojos porque se supone que tenemos que estar dormidos y no quería que alguien viera que yo no lo estaba y me aumentaran la medicación. Así que fingí.

—Continúa.

Napoleón inclinó la cabeza y trató de reconstruir lo que recordaba.

—Noté que alguien pasaba junto a mi cama. Y entonces, unos minutos después, volvió a pasar, sólo que esta vez fue para salir. Y esperé oír cómo giraba la llave, pero no ocurrió. Luego, pasado un rato, eché una miradita y vi cómo tú y el Bombero os marchabais. No tenemos que salir de noche. Tenemos que estar en la cama y dormir, así que me asusté cuando os vi. Traté de dormirme pero oía a Larguirucho hablar consigo mismo y eso me mantuvo despierto hasta que llegó la policía y se encendieron las luces y pudimos ver las cosas terribles que habían pasado.

—Pero ¿no viste a la otra persona?

—No. Creo que no. Estaba oscuro. Pero pude mirar un poco.

—¿Y qué viste?

—Un hombre de blanco. Nada más.

—¿Era alto? ¿Le viste la cara?

—A mí todo el mundo me parece alto, Pajarillo —respondió Napoleón, y negó de nuevo con la cabeza—. Incluso tú. Y no le vi la cara. Cuando pasó junto a mi cama, cerré bien los ojos y escondí la cabeza. Pero recuerdo una cosa: parecía flotar. Iba de blanco y flotaba. —Inspiró hondo—. Durante la retirada de Moscú, algunos cadáveres se congelaron tanto que la piel adquirió el color del hielo en una laguna. Gris y blanco, y translúcido a la vez. Como la niebla. Eso es lo que recuerdo.

Francis retuvo lo que había oído, y vio que el señor del Mal recorría la sala de estar para indicar el inicio de la sesión de la tarde. También vio a Negro Grande y Negro Chico entre los pacientes. De repente, se sobresaltó al observar que ambos hermanos vestían sus uniformes blancos de auxiliar.

«Ángeles», pensó.

Francis tuvo otra breve conversación cuando se dirigía a la sesión en grupo. Cleo se le acercó por el pasillo antes de que entrase en una de las salas de terapia. Se balanceó a uno y otro lado, un poco como un trasbordador al amarrar, y dijo:

—Pajarillo, ¿crees que Larguirucho hizo eso a Rubita?

Francis meneó la cabeza para expresar duda.

—No parece la clase de cosas que haría Larguirucho —comentó.

—Me parecía un buen hombre —repuso Cleo tras soltar un resoplido que hizo estremecer su voluminoso cuerpo—. Un poco chalado, como todos nosotros, confundido a veces, pero un buen hombre. No puedo creer que hiciera una cosa tan mala.

—Tenía sangre en la camisa de dormir. Y creía que Rubita era la encarnación del mal. Eso lo asustaba. Cuando nos asustamos, hacemos cosas inesperadas. Nos pasa a todos. De hecho, estoy seguro de que casi todo el mundo hizo algo estando asustado y por eso está aquí.

Cleo asintió.

—Pero Larguirucho parecía distinto —dijo, y sacudió la cabeza—. No. No es cierto. Parecía igual. Y todos somos diferentes, a eso me refiero. Era distinto fuera, pero aquí dentro era igual. En cambio, lo que ocurrió parece una cosa de fuera que hubiese pasado aquí dentro.

—¿De fuera?

—Ya me entiendes, tonto. De fuera. Del otro lado. —Hizo un gesto con el brazo para indicar el mundo que había más allá de los muros del hospital.

Francis le vio cierta lógica y esbozó una sonrisa.

—Creo que te entiendo —comentó.

—Ayer por la noche pasó algo en el dormitorio de las mujeres —dijo Cleo bajando la voz—. No se lo he contado a nadie.

—¿Qué pasó?

—Estaba despierta. No podía dormir e intenté repasar todas las frases de la obra, pero esta vez no funcionó. Imagínate. Normalmente, antes del parlamento de Antonio en el segundo acto estoy roncando como un bebé, aunque no sé si los bebés roncan. Las madres nunca me han dejado acercarme a ninguno, las muy zorras… Pero eso es otra historia.

—Así que tú tampoco podías dormir.

—Todas las demás estaban dormidas.

—¿Y?

—Vi abrirse la puerta y alguien que entraba. No había oído la llave en la cerradura, pero mi cama está lejos, junto a las ventanas, y la luz de la luna me daba en la cabeza. ¿Sabías que antiguamente la gente creía que si te dormías con la luz de la luna en la frente, despertabas loco? De ahí procede la palabra lunático. Puede que sea cierto, Pajarillo. Siempre duermo a la luz de la luna y cada vez estoy más loca, y ya nadie me quiere. No hay nadie que hable conmigo y por eso me tienen aquí. Sola. Nadie viene a visitarme. Eso no es justo, ¿no crees? Alguien podría venir a visitarme. Tampoco costaría tanto, ¿no? Cabrones. Son todos unos cabrones.

—¿Alguien entró en el dormitorio? ¿Estás segura?

—Sí. —Cleo se estremeció—. Nadie entra de noche. Pero anoche vino alguien. Se quedó unos segundos y luego salió. Y esta vez, como escuchaba con atención, oí girar la llave en la cerradura.

—¿Crees que alguien cerca de la puerta vio a esa persona?

Cleo hizo una mueca y sacudió la cabeza.

—Ya lo pregunté. Con discreción, ¿sabes? No. Mucha gente dormía. Son los medicamentos. Todo el mundo se queda frito enseguida. —Se ruborizó y Francis vio que le afloraban unas lágrimas—. Rubita me caía bien. Siempre fue muy amable conmigo. A veces recitábamos juntas la obra y ella hacía el papel de Marco Antonio o algún otro. Y también me caía bien Larguirucho. Era un caballero. Te abría la puerta y te dejaba pasar antes a la hora de la cena. Bendecía la mesa. Siempre me llamaba señorita Cleo y era muy educado y simpático. Y se preocupaba por todos nosotros. Alejar el mal. Tiene sentido. —Se llevó un pañuelo a los ojos y se sorbió la nariz—. Pobre Larguirucho —prosiguió—. Tenía razón todo el tiempo y nadie lo escuchó. Y ahora mira. Tenemos que encontrar la forma de ayudarlo, el sólo intentaba ayudarnos a nosotros. Cabrones. Son todos unos cabrones.

Tomó a Francis del brazo e hizo que la acompañara hasta la sesión en grupo.

El señor del Mal estaba disponiendo las sillas plegables en círculo en la sala de terapia. Indicó a Francis que tomara un par del montón situado bajo una ventana, así que el joven cruzó la sala mientras Cleo se dejaba caer en uno de los asientos. Se inclinó para coger un par de sillas y antes de volverse para llevarlas al centro de la sala, donde el grupo se estaba reuniendo, un movimiento en el exterior captó su atención. Desde allí, podía ver la entrada principal, la verja de hierro y el camino que conducía al edificio de administración. Un gran coche negro llegaba a la parte delantera. Eso no tenía nada de inusual, todo el día llegaban y se marchaban coches y ambulancias, pero éste tenía algo que despertó su curiosidad. Parecía impregnado de urgencia.

Francis observó cómo el coche se detenía. Pasado un instante, una mujer alta y morena salió de él. Llevaba un impermeable largo color habano y una cartera negra que hacía juego con su largo cabello. La mujer se detuvo y pareció examinar todo el complejo hospitalario, luego subió la escalinata con una determinación que le recordó a una flecha disparada a un blanco.