A veces sueño con lo que vi.
A veces me doy cuenta de que ya no estoy soñando, sino despierto, tienes un recuerdo grabado como el contorno protuberante de un fósil en mi pasado, lo que es mucho peor. Todavía veo a Rubita en mi imaginación, con total perfección, como en una de las fotografías que la policía tomó esa noche. Pero sospecho que los fotógrafos policiales no eran tan artistas como mi memoria. Recuerdo su forma como la imagen vivida pero realistamente inexacta del martirio de un santo por un pintor renacentista menor.
Lo que recuerdo es esto… Su piel era blanca como la porcelana y perfectamente clara, su rostro exhibía una expresión de reposo beatífico. Lo único que le faltaba era un halo alrededor de la cabeza. La muerte apenas más que una molestia, un mero dolor momentáneo, algo desagradable e incómodo, en el camino inevitable, delicioso y glorioso hacia el cielo. Por supuesto, en realidad (que es una palabra que he aprendido a usar con la menor frecuencia posible) no era nada de eso. Tenía la piel manchada de sangre oscura, le habían arrancado la ropa, el corte en la garganta se abría como una sonrisa burlona, tenía los ojos desorbitados y la cara contorsionada de susto e incredulidad. Una gárgola de la muerte. El asesinato en su aspecto más espantoso. Esa noche, me alejé de la puerta del trastero presa de numerosos temores inquietantes. Estar tan cerca de la violencia es igual a que te pasen de golpe papel de lija por el corazón.
No sabía demasiado sobre su vida. La iba a conocer mucho mejor muerta.
Cuando Peter el Bombero se alejó del cuerpo y la sangre, y de todos los indicios grandes y pequeños del asesinato, yo no tenía idea de lo que iba a pasar. El debía de saberlo de forma mucho más precisa, porque enseguida me advirtió de nuevo que no tocara nada, que mantuviera las manos en los bolsillos y no dijera lo que pensaba.
—Pajarillo —me dijo—, de aquí a un rato empezarán a hacer preguntas. Preguntas muy desagradables. Pueden decir que sólo quieren información pero, hazme caso, sólo quieren ayudarse a sí mismos. Da respuestas cortas y concisas, y limítate a hablar de lo que has visto y oído esta noche. ¿Lo has entendido?
—Sí —contesté, aunque no sabía muy bien a qué estaba accediendo—. Pobre Larguirucho —repetí.
—Sí, pobre Larguirucho —asintió el Bombero—. Pero no por los motivos que crees. Al final verá a la encarnación del mal de cerca y en persona. Quizá todos lo hagamos.
Recorrimos el pasillo hacia el puesto de enfermería vacío. Nuestros pies desnudos apenas hacían ruido. La puerta metálica que debería haber estado cerrada, estaba abierta de par en par. Había papeles esparcidos por el suelo. Podían haber caído de la mesa simplemente porque alguien se movió demasiado de prisa, o podían haber ido a parar al suelo en medio de una breve pelea. Era difícil de adivinar. No había más indicios de que ahí hubiera ocurrido algo. El armario cerrado con llave que contenía los medicamentos estaba abierto, y en el suelo había unos cuantos recipientes de plástico para las pastillas. Además, el macizo teléfono negro de las enfermeras estaba descolgado. Peter señaló ambas cosas, como había hecho antes cuando examinaba el trastero. Después puso el auricular en su sitio. Acto seguido, volvió a levantarlo para obtener línea y pulsó el cero para hablar con la seguridad del hospital.
—¿Seguridad? Ha habido un incidente en Amherst —anunció—. Será mejor que vengan deprisa.
Colgó de golpe y esperó de nuevo el tono de línea. Esta vez marcó el número de la policía.
—Buenas noches —dijo con calma un momento después—. Llamo para informarles de que se ha cometido un homicidio en el edificio Amherst del Hospital Estatal Western, en la zona adyacente al puesto de enfermería de la planta baja. —Hizo una pausa y añadió—: No, no voy a darle mi nombre. Le he dicho todo lo que necesita saber en este momento: el tipo de incidente y la ubicación. El resto les resultará evidente cuando lleguen aquí. Necesitarán miembros de la policía científica, detectives y el juez de instrucción del condado. Y creo que deberían darse prisa.
Colgó, se volvió hacia mí y, con cierta ironía y quizás algo más que interés, afirmó:
—Las cosas se van a poner muy emocionantes.
Eso es lo que recuerdo. En la pared, escribí:
Francis no tenía idea del alcance del caos que iba a desencadenarse como un trueno al final de una calurosa tarde de verano…
Francis no tenía idea del alcance del caos que iba a desencadenarse como un trueno al final de una calurosa tarde de verano. Lo más cerca que había estado de un crimen hasta entonces había sido cuando todas sus voces le habían gritado al unísono y su mundo se había vuelto patas arriba, y había estallado y amenazado a sus padres y hermanas, y finalmente a sí mismo, con el cuchillo de cocina, lo que lo había llevado al hospital. Trató de pensar en lo que había visto y en su significado. Fue consciente de que sus voces hablaban de un modo apagado pero nervioso. Palabras, todas ellas, de miedo. Echó un vistazo a su alrededor con los ojos desorbitados y se preguntó si no debería regresar a la cama y esperar, pero no podía moverse. Los músculos parecían agarrotados y se sintió como alguien atrapado en una fuerte corriente, arrastrado de modo inexorable. Peter y él esperaron en el puesto de enfermería y, a los pocos segundos, oyeron pasos apresurados y llaves en la puerta principal. Pasado un instante, la puerta se abrió y dos guardias de seguridad irrumpieron en la planta. Ambos llevaban una linterna y una larga porra negra. Vestían uniformes de un gris niebla. Recortados un instante contra el umbral, los dos hombres parecieron fundirse con la tenue luz del pasillo. Se acercaron deprisa hacia ellos.
—¿Por qué estáis fuera del dormitorio? —preguntó el primer guardia al tiempo que blandía la porra—. No deberíais estar aquí —añadió de forma innecesaria, antes de preguntar—: ¿Dónde está la enfermera?
El otro guardia se había situado en una posición de apoyo, preparado para intervenir si Francis y Peter el Bombero creaban problemas.
—¿Habéis llamado vosotros a seguridad? —preguntó con brusquedad. Y a continuación repitió la misma pregunta que su compañero—: ¿Dónde está la enfermera?
—Ahí —contestó Peter, y señaló el trastero con el pulgar.
El primer guardia, un hombre corpulento con la cabeza rapada como los marines y una papada que le colgaba en pliegues adiposos sobre un cuello de camisa demasiado ajustado, apuntó a Francis y Peter con la porra.
—No os mováis, ¿entendido? —Se volvió hacia su compañero y le instruyó—: Si intentan alguna jugarreta, dales caña.
Su compañero, un hombre enjuto y menudo con una sonrisa torcida, sacó del cinturón una lata de spray defensivo Mace. El fornido se marchó con rapidez pasillo adelante, resollando un poco. Llevaba una linterna en la mano izquierda y la porra en la derecha. El haz de luz dibujaba rodajas que se movían por el pasillo gris a medida que él avanzaba. Francis vio que abría la puerta del trastero con brusquedad.
Se quedó un instante inmóvil con la mandíbula desencajada. Luego, soltó un gruñido y retrocedió tambaleante unos segundos después de que la linterna iluminara el cadáver de la enfermera.
—¡Dios mío! —exclamó y, casi con la misma rapidez, entró en el trastero. Desde donde estaban, vieron cómo ponía la mano en el hombro de Rubita y la giraba para intentar buscarle el pulso.
—No haga eso —advirtió Peter en voz baja—. Está destruyendo pruebas.
El guardia menudo había palidecido, aunque todavía no había visto del todo el alcance de la tragedia.
—¡Callaos, pirados de mierda! —ordenó con voz chillona y llena de ansiedad—. ¡Callaos!
El corpulento retrocedió de nuevo y se volvió con los ojos desorbitados hacia Francis y Peter. Mascullaba juramentos.
—¡No os mováis! ¡Quietos los dos, joder! —ordenó con furia.
Al acercarse hacia ellos, resbaló en uno de los charcos de sangre que Peter había esquivado con tanto cuidado. Luego, agarró a Francis por el brazo y le dio la vuelta para estamparle la cara contra la rejilla metálica del puesto de enfermería. Casi en el mismo movimiento, le golpeó las corvas con la porra, lo que le hizo tambalearse y caer de rodillas. Un dolor parecido a una explosión de fósforo blanco le nubló la vista, y soltó un grito ahogado antes de inspirar un aire que parecía cargado de agujas. Vio borroso un momento y creyó que iba a perder el conocimiento. Pero cuando recuperó el aliento, el impacto del golpe se desvaneció y dejó un mero dolor sordo y punzante. El guardia menudo siguió el ejemplo de su compañero: giró a Peter y le atizó con la porra en los riñones, lo que tuvo el mismo efecto, de modo que cayó de rodillas y resollando. Los esposaron a ambos de inmediato y los tumbaron en el suelo. Francis notó el olor desagradable del desinfectante que se usaba para fregar el pasillo.
—Pirados de mierda —repitió el guardia menudo, y entró en el puesto de enfermería. Marcó un número, esperó un momento y dijo—: Doctor, soy Maxwell, de seguridad. Tenemos un problema grave en Amherst. Debería venir enseguida. —Dudó un instante y anunció, sin duda como respuesta a una pregunta—: Un par de pacientes han matado a una enfermera.
—¡Oiga! —se quejó Francis—. Nosotros no hemos… —Pero su desmentido se vio interrumpido por una patada que el guardia corpulento le arreó en el muslo. Guardó silencio y se mordió el labio. Tal como estaba, no podía ver a Peter. Quería girarse en esa dirección, pero no deseaba recibir otra patada, así que no se movió.
Y entonces se oyó una sirena que rasgaba la noche y aumentaba de volumen a cada segundo. Era atronadora cuando se detuvo frente a Amherst y se desvaneció como un mal pensamiento.
—¿Quién ha llamado a la policía? —preguntó el guardia menudo.
—Nosotros —respondió Peter.
—Mierda —dijo el guardia, y dio un segundo puntapié a Francis. Se dispuso a atizarlo de nuevo, y Francis se preparó para el dolor, pero no terminó el movimiento.
—¡Oye! —exclamó en cambio—. ¡Se puede saber qué coño estáis haciendo!
Francis logró girar un poco la cabeza y vio que Napoleón y un par de hombres más del dormitorio habían abierto la puerta y permanecían vacilantes en el umbral, sin saber si podían salir al pasillo. La sirena debía de haber despertado a todo el mundo. En ese mismo momento, alguien accionó el interruptor principal y el pasillo se iluminó por completo. En el ala sur del edificio se oían gemidos agudos y golpes en la puerta del dormitorio de las mujeres, que resistía el embate, pero el ruido era como el toque de un bombo que retumbaba en el pasillo.
—¡Maldita sea! —gritó el guardia con el corte de pelo a lo marine—. ¡Tú! —Señaló con la porra a Napoleón y los demás hombres indecisos—. ¡Volved dentro! ¡Vamos!
Corrió hacia ellos con el brazo extendido como un guardia urbano que diera instrucciones a la vez que blandía la porra. Los hombres retrocedieron asustados y el guardia cerró la puerta con llave. A continuación, se volvió y volvió a resbalar en una de las manchas de sangre que había en el pasillo. Los golpes en la puerta del ala de las mujeres aumentaban de intensidad, y Francis oyó dos voces nuevas a sus espaldas.
—¿Qué demonios está pasando aquí?
—¿Qué ocurre?
Se giró, y vio, más allá de donde Peter estaba tumbado en el suelo, a dos policías de uniforme. Uno de ellos alargó la mano hacia su arma, aunque sólo para abrir el cierre de la pistolera.
—¿Nos han avisado de un homicidio? —preguntó uno de los policías. Pero no esperó respuesta, ya que debió de ver parte de la sangre del pasillo, y avanzó hacia el trastero.
Francis lo siguió con la mirada y vio cómo se paraba en seco ante la puerta. Pero, a diferencia de los guardias del hospital, el policía no dijo nada. Se limitó a observar la escena casi, en ese instante, como tantos pacientes del hospital que tenían la mirada perdida y sólo veían lo que querían o necesitaban ver, que no era lo que tenían delante.
A partir de ese momento, pareció que las cosas ocurrían de prisa y despacio a la vez. Para Francis fue como si el tiempo hubiera perdido el control y el transcurrir ordenado de las horas nocturnas se hubiera sumido en el caos. Poco después se encontraba en una sala de tratamiento en el mismo pasillo donde la policía científica se estaba instalando y los fotógrafos disparaban sus cámaras. Cada fogonazo de flash era como un rayo en algún horizonte lejano, y provocaba que los gritos y la agitación entre los pacientes de los dormitorios cerrados se agudizaran. Al principio, el guardia de seguridad menudo le obligó a sentarse y lo dejó solo. Luego, pasados unos minutos, entraron dos detectives acompañados del doctor Gulptilil. Francis seguía en pijama y esposado, sentado en una incómoda silla de madera. Supuso que Peter se encontraba en circunstancias similares en una sala contigua. Le aterrorizaba tener que enfrentarse solo a la policía.
Los dos detectives vestían trajes algo arrugados y mal entallados. Llevaban el cabello muy corto y tenían mandíbulas fuertes. Ninguno de los dos mostraba ninguna suavidad en la mirada ni en la forma de hablar. Eran de estatura y complexión parecidas, y Francis pensó que seguramente los confundiría si volvía a verlos. No oyó sus nombres cuando se presentaron porque miraba a Gulptilil en busca de tranquilidad. Pero el doctor se limitó a advertirle que contara a los detectives la verdad. Uno de éstos se situó junto al médico, ambos apoyados contra la pared, mientras que el otro aposentó su trasero en una mesa situada frente a Francis. Una pierna le colgaba en el aire casi airosamente, pero su postura era tal que la funda negra y la pistola que llevaba en el cinturón eran muy visibles. El hombre esbozaba una sonrisa algo torcida, que hacía que casi todo lo que decía pareciera deshonesto.
—A ver, señor Petrel —preguntó—, ¿por qué estaba en el pasillo después de que se apagarán las luces?
Francis dudó, recordó lo que Peter le había dicho e inició un breve recuento de cómo Larguirucho lo había despertado, de cómo había seguido a Peter al pasillo y habían encontrado después el cadáver de Rubita. El detective asintió y luego sacudió la cabeza.
—La puerta del dormitorio estaba cerrada con llave, señor Petrel. La cierran todas las noches. —Dirigió una mirada rápida al doctor Gulptilil, que asintió con la cabeza.
—Esta noche no lo estaba.
—No sé si creerlo.
Francis no supo qué contestar.
El policía hizo una pausa para que el silencio pusiera nervioso a Francis.
—Dígame, señor Petrel… ¿Te puedo llamar Francis?
El joven asintió.
—Muy bien. Eres joven, Franny. ¿Te habías acostado con alguna mujer antes de esta noche?
—¿Esta noche? —preguntó Francis, y dio un respingo.
—Sí. Me refiero a antes de esta noche, ya que esta noche tuviste relaciones sexuales con la enfermera. ¿Te habías acostado con alguna chica?
Francis estaba confundido. Las voces le bramaban en los oídos; le gritaban toda clase de mensajes contradictorios. Miró al doctor para intentar ver si se percataba del revuelo que tenía lugar en su interior. Pero Gulptilil se había situado en la sombra y no le distinguía bien la cara.
—No —contestó, pero la duda empañaba la palabra.
—¿No qué? ¿Nunca? ¿Un joven atractivo como tú? Debe de haber sido muy frustrante. Sobre todo, cuando te rechazaban. Y esa enfermera no era mucho mayor que tú, ¿verdad? Seguro que te enfadaste mucho cuando te rechazó.
—No —repitió Francis—. Eso no es cierto.
—¿No te rechazó?
—No, no, no.
—¿Tratas de decirnos que accedió a tener relaciones sexuales contigo y que después se suicidó?
—No —repitió—. Está equivocado.
—Ya. —Miró a su compañero—. ¿Así que no accedió a tener relaciones sexuales y entonces la mataste? ¿Es así como pasó?
—No. Vuelve a equivocarse.
—Me tienes confundido, Franny. Dices que estabas en el pasillo, al otro lado de la puerta cerrada con llave, donde no deberías estar, y hay una enfermera violada y asesinada, ¿y tú estabas ahí por casualidad? Venga ya, hombre. ¿No te parece que podrías ayudarnos un poco más?
—No sé —respondió Francis.
—¿Qué no sabes? ¿Cómo ayudarnos? Cuéntame qué pasó cuando la enfermera te rechazó. ¿Es muy difícil eso? Entonces todo tendrá sentido y podremos dejarlo todo resuelto esta noche.
—Sí. O no —dijo Francis.
—Te diré de qué otro modo tiene sentido: tu amigo y tú decidisteis hacer una visita nocturna a la enfermera, pero las cosas no salieron exactamente como habíais planeado. Vamos, Franny, sé sincero conmigo, ¿vale? Vamos a hacer una cosa, ¿de acuerdo?
—¿Qué cosa? —preguntó Francis, vacilante y con voz quebrada.
—Me vas a decir la verdad, ¿de acuerdo?
El joven asintió.
—Muy bien —afirmó el detective, que seguía empleando una voz baja y suave, como si sólo Francis pudiera oír cada palabra, como si estuvieran hablando un idioma que sólo ellos conocían. El otro policía y el doctor Tomapastillas parecieron evaporarse de la sala. El detective continuó con su tono persuasivo, sugerente de que la única interpretación verosímil era la suya—. Sólo puede haber ocurrido de una forma que tal vez fuese accidental. Tal vez ella te engatusó, y también a tu compañero. Tal vez pensaste que iba a ser más cariñosa de lo que resultó ser. Un pequeño malentendido. Nada más. Pensaste que quería decir una cosa y ella pensaba, bueno, quería decir otra. Y las cosas se desmadraron, ¿cierto? Así que en realidad fue un accidente. Escucha, Franny, nadie te va a culpar demasiado. Al fin y al cabo estás aquí, y ya te han diagnosticado que estás un poco tarumba, así que todo se incluye en la misma categoría, ¿no? ¿He acertado ahora, Franny?
—En absoluto —repuso con brusquedad tras inspirar hondo. Se preguntó si negar la perorata persuasiva del detective no sería la cosa más valiente que había hecho nunca.
El detective se incorporó, sacudió la cabeza y miró a su compañero. El otro pareció cruzar la sala con un solo paso, golpeó violentamente la mesa con el puño y acercó con brusquedad su cara a la de Francis, de modo que lo salpicó de saliva al gritarle:
—¡Maldita sea, maníaco de mierda! ¡Sabemos que tú la mataste! ¡Deja de jodernos y dinos la verdad o te la sacaremos a hostias!
Francis empujó la silla hacia atrás para aumentar la distancia entre ambos, pero el detective lo agarró por la camisa y tiró de él al tiempo que le daba un golpe en la cabeza que lo dejó aturdido. Cuando se incorporó tambaleante, Francis notó el sabor de la sangre en sus labios, y también cómo le salía por la nariz. Sacudió la cabeza para aclarársela, pero recibió un despiadado bofetón en la mejilla. El dolor le abrasó la cara y se le agudizó detrás de los ojos, y casi a la vez notó que perdía el equilibrio y caía al suelo. Estaba aturdido y desorientado, y quería que algo o alguien fuera a ayudarlo.
El detective lo levantó casi como si no pesara nada y lo sentó de nuevo en la silla.
—¡Dinos la verdad, cojones! —Hizo ademán de golpearlo de nuevo y se contuvo a la espera de una respuesta.
Los golpes parecían haber dispersado todas sus voces interiores. Le gritaban advertencias desde partes muy profundas de su ser, difíciles de oír y de comprender. Era un poco como estar en el fondo de una habitación llena de personas extrañas que hablan lenguas distintas.
—¡Habla! —insistió el detective.
Francis no lo hizo. Se sujetó con fuerza a la silla y se dispuso a recibir otro golpe. El policía levantó más la mano, pero se detuvo. Soltó un gruñido de resignación y retrocedió.
El primer detective avanzó hacia Francis.
—Venga, Franny —dijo con voz tranquilizadora—, ¿por qué haces enfadar tanto a mi amigo? ¿No puedes aclararlo todo esta noche para que podamos irnos a dormir a casa? ¿Devolver las cosas a la normalidad? —Y, con una sonrisa, puntualizó—: O lo que aquí se considere normalidad.
Se inclinó y bajó la voz con tono de complicidad.
—¿Sabes qué está pasando ahora mismo aquí al lado? —preguntó.
Francis sacudió la cabeza.
—Tu compañero, el otro hombre que estaba en la fiestecita de esta noche, te está delatando. Eso es lo que está pasando.
—¿Delatando?
—Te está culpando de todo lo ocurrido. Está contando a los otros detectives que fue idea tuya, y que fuiste tú quien la violó y la asesinó, y que él sólo miró. Les está explicando que intentó detenerte pero que no quisiste escucharlo. Te está culpando de todo este lamentable hecho.
Francis reflexionó un momento y sacudió la cabeza. Aquello parecía tan descabellado e imposible como todo lo que había pasado esa noche, y no lo creyó. Se pasó la lengua por el labio inferior y sintió cierta hinchazón además del sabor salado de la sangre.
—Se lo he dicho todo —dijo con voz débil—. Le he dicho lo que sé.
El detective hizo una mueca, como si esta respuesta no fuera de recibo. Hizo un pequeño gesto con la mano a su compañero. El segundo detective avanzó e inclinó la cabeza para mirar directamente a los ojos de Francis. Éste retrocedió, a la espera de otro golpe, incapaz de defenderse. Su vulnerabilidad era total. Cerró los ojos.
Pero antes de que llegara el mamporro, oyó abrirse la puerta.
A continuación todo pareció ocurrir a cámara lenta. Francis vio a un policía uniformado en el umbral y cómo los dos detectives se acercaban a él para mantener una conversación apagada que, tras un momento, pareció animarse, aunque siguió resultando indescifrable para él. Al cabo de uno o dos minutos, el primer detective sacudió la cabeza y suspiró, emitió un sonido de disgusto y se volvió hacia Francis.
—Franny, muchacho, dime algo: este hombre que te despertó antes de que salieras al pasillo, el hombre de quien nos hablaste al principio de nuestra pequeña charla, ¿es el mismo que había atacado antes a la enfermera durante la cena? ¿El que fue a por ella ante los ojos de todas las personas que hay en este edificio?
Francis asintió.
El detective puso los ojos en blanco y echó la cabeza hacia atrás, resignado.
—¡Mierda! —exclamó—. Aquí estamos perdiendo el tiempo. —Se volvió hacia el doctor Gulptilil y le preguntó, furioso—: ¿Por qué coño no nos lo dijo antes? ¿Están todos aquí como regaderas?
Tomapastillas no respondió.
—¿Ha olvidado contarnos algo más que sea de vital importancia, doctor?
Tomapastillas negó con la cabeza.
—Seguro —soltó el detective con sarcasmo. Señaló a Francis—. Traedlo —ordenó.
Un policía uniformado empujó al joven hacia el pasillo. Ahí, a su derecha, otro grupo de policías había salido de un despacho contiguo con Peter el Bombero, que lucía una contusión rojo intenso cerca del ojo derecho, junto con una expresión colérica y desafiante que parecía expresar desdén hacia todos los policías. Francis deseó poder mostrarse así de seguro. El primer detective lo agarró por el brazo y lo giró un poco para que viese a Larguirucho, esposado y flanqueado por dos policías más. Detrás de él, en el pasillo, varios guardias de seguridad del hospital retenían a todos los pacientes varones de la planta baja del edificio Amherst, lejos del trastero, en ese momento analizado por la policía científica. Dos paramédicos aparecieron con una bolsa negra para cadáveres y una camilla muy parecida a la que había llevado a Francis al Hospital Estatal Western.
Se elevó un gemido colectivo entre los pacientes cuando vieron la bolsa. Algunos se echaron a llorar y otros se volvieron, como si desviando la mirada pudieran evitar enterarse de lo ocurrido. Otros se pusieron tensos y unos cuantos se limitaron a seguir haciendo lo que estaban haciendo, que era tambalearse y agitar los brazos, bailar o contemplar la pared. El ala de las mujeres se había calmado, pero cuando el cadáver salió, a pesar de no verlo, debieron de notar algo, porque se volvieron a oír golpes en la puerta, como un repiqueteo de tambor en un funeral militar. Francis volvió a mirar a Larguirucho, cuyos ojos se clavaron en el cadáver de la enfermera cuando pasó ante él en la camilla. Bajo las luces brillantes del pasillo, Francis distinguió manchas profundas de sangre en la camisa de dormir de Larguirucho.
—¿Es ése el hombre que te despertó, Franny? —quiso saber el primer detective, y su pregunta contenía toda la autoridad de un hombre acostumbrado a mandar.
Francis asintió.
—Y después de que te despertara, salisteis al pasillo, donde encontrasteis a la enfermera ya muerta, ¿es así? Y llamasteis a seguridad, ¿no?
Francis asintió de nuevo. El detective miró a los policías que estaban junto a Peter, que asintieron con la cabeza.
—Es lo mismo que dijo él —contestó uno a la pregunta no formulada.
Larguirucho había palidecido y el labio inferior le temblaba de miedo. Bajó los ojos hacia las esposas que lo maniataban y juntó las manos como para rezar. Dirigió una mirada a Francis y Peter, al otro lado del pasillo.
—Pajarillo, háblales del ángel —dijo con voz temblorosa y las manos hacia delante como un suplicante en un servicio religioso—. Háblales del ángel que vino en medio de la noche y me contó que se había encargado de la encarnación del mal. Ahora estamos a salvo. Díselo, por favor, Pajarillo —suplicó con un tono lastimero, como si cada palabra que decía lo sumiera aún más en la desesperación.
En lugar de eso, el detective se acercó a Larguirucho, que retrocedió un paso, asustado.
—¿Cómo le llegó esa sangre a la camisa de dormir? —le espetó el policía— ¿Cómo llegó la sangre de la enfermera a sus manos?
Larguirucho se miró los dedos y sacudió la cabeza.
—No lo sé —contestó—. A lo mejor me la trajo el ángel.
Mientras contestaba, un agente uniformado se acercó por el pasillo con una pequeña bolsa de plástico. Al principio Francis no vio lo que contenía, pero luego, reconoció la cofia blanca de tres picos que solían llevar las enfermeras del hospital. Sólo que ésta parecía arrugada y tenía el borde manchado de sangre.
—Parece que quiso quedarse con un recuerdo —comentó el policía uniformado—. Lo encontré debajo de su colchón.
—¿Encontró el cuchillo? —quiso saber el detective.
El policía negó con la cabeza.
—¿Y la punta de los dedos?
El policía negó de nuevo.
El detective pareció reflexionar evaluando los datos. Después, se volvió con brusquedad hacia Larguirucho, que seguía encogido de miedo contra la pared, rodeado de policías más bajos que él pero que en ese momento parecían más corpulentos.
—¿Cómo consiguió esta cofia? —le preguntó.
—¡No lo sé! —gritó Larguirucho a la vez que sacudía la cabeza—. No lo sé. Yo no la cogí.
—Estaba bajo su colchón. ¿Por qué la puso ahí?
—Yo no la puse. No la puse.
—No importa —replicó el detective, y se encogió de hombros—. Tenemos más de lo que necesitamos. Que alguien le lea sus derechos. Nos vamos ahora mismo de este manicomio.
Los policías empujaron a Larguirucho pasillo adelante. Francis pudo ver cómo el pánico le sacudía como rayos caídos del cielo. Se retorcía como si una corriente eléctrica le recorriera el cuerpo, como si cada paso que le obligaban a dar fuera sobre brasas ardientes.
—No, por favor. Yo no he hecho nada. Por favor. El mal, el mal está entre nosotros. Por favor, no me lleven de aquí. Éste es mi hogar. Por favor.
Mientras Larguirucho gritaba lastimosamente y su desesperación resonaba por todo el pasillo, Francis notó que le quitaban las esposas.
—Pajarillo, Peter, ayudadme, por favor —pidió Larguirucho. Francis no recordaba haber oído nunca tanto dolor en tan pocas palabras—. Decidles que fue un ángel. Un ángel vino a verme en medio de la noche. Decídselo. Ayudadme, por favor.
Y entonces, con un empujón final de los policías, desapareció por la puerta principal del edificio Amherst, y lo que quedaba de noche se lo engulló.