GUERRA VIII

El caporal de los mossos d’esquadra aparecía precipitadamente para entregarle al cabezudo mariscal Pujol una maleta con el rótulo «Banca Catalana» a ambos lados. El cabezudo limpiaba el contenido y metía precipitadamente también la pasta en sus bolsillos, mientras seguía bailando. Las huestes concentradas en el Palau de la Música, al percatarse de la operación, mostraban su euforia prorrumpiendo en vítores y aplausos.

No se trata de ninguna fantasía: esta gesta sucedía cada noche en Barcelona ante dos mil personas, realizada por nuestra milicia. Poco tiempo antes, Banca Catalana había sucumbido, hostigada por unos cuantos prohombres del catalanismo, los cuales, bajo la noble divisa Todo por la Patria, se dedicaron a exprimir dicho símbolo de manera literal, no metafórica, como la Guardia Civil. El batallón de vivales que tenía encomendada la vigilancia de las arcas lo encabezaba el mariscal Pujol, antes de ser nombrado Reichführer y también antes de negarse a prorrogar la letra de la compañía, una letra que, afortunadamente, nada tuvo que ver con la hecatombe bancaria. Una vez ascendido el Mariscal a la presidencia del Reich regional, el fiscal general del Estado instruyó una querella contra el clan de marrulleros y su capo, por asalto injustificado al botín con resultado de evaporación. Fue entonces cuando el Mariscal realizó uno de los actos cumbre de su ensalzada carrera político-militar: disfrazó en ataque a Catalunya lo que solo era una acción de la justicia española contra un presunto sablazo en el que se hallaba implicado. El Mariscal organizó manifestaciones y proclamas, acusando al enemigo español de un ataque desleal a Catalunya.

La hazaña constituyó el punto de inflexión definitivo en la política regional. En la historia de la Catalunya moderna este episodio fue trascendental para comprender muchas de las cosas que han venido sucediendo. A partir de aquí, la simulación de hostilidades con el Estado español permitió encubrir cualquier amaño, mientras pareciera realizado en beneficio de la etnia oprimida. Comprobado el éxito de la argucia y bajo el lema «Ara és l’hora, catalans», que en cristiano vendría a ser «maricón el último», los elegidos se lanzaron al asalto del erario público con un éxito sin precedentes. Aquellos que no lo consiguieron momentáneamente, es decir, el resto de la élite autóctona, advirtieron que solo era cuestión de aguardar la ocasión y permanecer agazapados esperando un día imitar al jefe, el cual, como era previsible, salió judicialmente indemne de toda sisa o saqueo bancario, exceptuando el aura de rapacidad que ha compartido con la familia.

La paciencia los ha premiado a casi todos, y, con los años, nadie se ha quedado sin ración. Nacionalistas radicales, moderados, escépticos, juiciosos, indecisos, conformados, tibios, pacíficos o completamente sonados, todos han obtenido su parte del desvalijamiento patrio con cargo al contribuyente.

Para ello, el Gobierno regional desplegó un esfuerzo colosal de imaginación, inventando nombres altisonantes que dieran empaque a las miles de sinecuras repartidas. Encontraríamos cientos de ejemplos: Dirección General de la Memoria Democrática, Oficina de Promoción de la Paz y los Derechos Humanos, Departamento del Colectivo Gay, Lesbianas y Transexuales; Consorcio para la Normalización Lingüística, Consejo Asesor del Desarrollo Sostenible de Catalunya, Patronato pro Europa, Instituto del Mediterráneo, Oficina de la Gente Mayor Activa, Área de Historia y Pensamiento Contemporáneo, etc. En fin, un paraíso para los elegidos.

Una vez finalizadas las campañas de Ubú y Teledeum, con la intención de seguir combatiendo al ejército de sablistas que se apoderaba progresivamente del territorio, decidimos aumentar nuestro arsenal escénico, incorporando un arma de apariencia benigna, pero que en la práctica resultó ser particularmente maléfica. El ingenio llegó hasta nuestras manos por puro azar.

La compañía Comediants estaba realizando una película donde, en una de las escenas, aparecía el Teatre Municipal de Girona con todas las localidades repletas de cabezudos. Asomando por un palco habían colocado también un cabezudo de Pujol, pero como TV3 aportaba unos dineros en la producción de la película, los directivos de la cadena gubernamental amenazaron a los cómicos con retirar la subvención si aparecía el careto del Mariscal en la secuencia. Los chicos de Comediants, que siempre han sido fervientes devotos del movimiento «porro y buen rollo, tío», no quisieron entrar en hostilidades y se esfumó repentinamente de la película el importuno cabezudo. Enterados del lance, les sugerimos a los Comediants la posibilidad de utilizarlo nosotros, cosa que no tuvimos que repetirles dos veces, porque el endiablado cabezudo parecía quemarles las manos.

El ingenio estaba realizado con auténtica destreza, ya que aquella tropa tenía unas facultades extraordinarias para estos menesteres, pero también hay que reconocer que el propio Mariscal en persona favorecía enormemente su impacto visual. El artefacto descubría de forma incuestionable que Pujol era un genuino cabezudo en la realidad. En una sociedad normal, cualquier dirigente con una característica similar no constituye nada significativo, pero cuando se trata del «conductor de un pueblo» dispuesto a sacralizarse, el asunto toma otro cariz.

Esta peculiaridad convertía la efigie caricaturesca en mucho más auténtica que la de carne y hueso, y de aquí su fuerza transgresora con solo el gesto de fingir afanarle una peseta del bolsillo a un espectador. Hasta entonces, jamás me hubiera imaginado que una simple cabeza de cartón poseyera tan atrayente poder catártico, ya que solo con aparecer un instante bajo cualquier excusa transformaba la situación en un ataque directo al Reichführer y, por consiguiente, a todo un montaje que se pretendía sagrado. Con la misma inocencia que Einstein participó indirectamente en la creación de la bomba atómica, Comediants había fabricado y colocado en nuestras manos un ingenio letal.

En el Palau de la Música la prodigiosa efigie solo aparecía en la parte final de Virtuosos de Fontainebleau, pero era suficiente para convertirse en lo más transgresor de una obra que no reparaba en otros descaros. A partir de entonces viajábamos con nuestra arma amenazadora por todas partes. La gran testa del mariscal Pujol podía aparecer en los lugares más insólitos, y las reacciones iban desde la consternación al regocijo.

Entre las muchas apariciones hubo una que resultó particularmente señalada por sus consecuencias colaterales. Ocurrió durante una cena que mi entrañable amigo el diputado socialista Roma Planas había organizado para simular, en clave de humor, el juicio que los militares no habían conseguido hacerme. Era la época en que los socialistas nos reían las gracias, y allí estaban aguerridos capitanes del PSC como los alcaldes de Lleida, Mataró y Hospitalet, el rector de la Universidad Central y el estado mayor de la milicia socialista con varios diputados nacionales y regionales. Como nosotros no salíamos de casa sin el cabezudo, después del simulacro de juicio bufo le pedí al teniente de la compañía, Jesús Agelet, que se enfundara la cabeza del Mariscal y diera un par de vueltas por las mesas con la intención de poner un final sandunguero al acto.

La reacción de los comensales me dejó atónito. A medida que el cabezudo iba desfilando entre las mesas, los notables del socialismo catalán le propinaban golpes, insultos y empujones, con tal violencia, que temí por la integridad del teniente Agelet. Al llegar a la mesa presidencial, el alcalde de Lleida, como empujado por un resorte, se levantó y, colocándose detrás del supuesto Pujol, lo agarró por la cintura e inclinándole hacia delante empezó a simular una sodomización. La escena duró escasamente pocos segundos, pero lo suficiente para que toda la oficialidad socialista prorrumpiera en risas y aplausos ante la simbólica penetración del adversario por la retaguardia del Mariscal.

Toda la fiereza que el PSC no demostró jamás en el combate real ante el pujolismo fue exhibida allí contra el icono. La impotencia y el resentimiento concentrados durante tantos años, intentando conquistar la jefatura del Reich, transformó la cena en un aquelarre de enorme eficacia terapéutica para aquella buena gente. Naturalmente, una vez finalizado el acto, los notables del PSC volvieron a su dimensión gallinácea y andaban trastornados pidiendo carretes de fotos a los periodistas y reclamando su silencio. Como en el caso de san Pedro, el gallo se quedó ronco de tanto socialista que negó después la asistencia al satánico acto.

Nosotros, sin tenerlo previsto, le hicimos un servicio al Mariscal, desfogando para unos cuantos años más el rencor enquistado por una oposición acomplejada con el éxito popular del Führer regional. Lejos de considerarlo un favor, Pujol se puso como un basilisco al enterarse de los detalles del aquelarre, del cual se había chivado Marius Carol, periodista de La Vanguardia Española que estuvo presente. Poco agradecido como acostumbra a ser el Mariscal, juró venganza; pero sobre nosotros tenía un problema, y es que había apurado ya todas las represalias posibles. Entonces, el frenesí vengativo le hizo concentrar sus iras en el sodomita del cabezudo, el campechano Antoni Siurana, alcalde de Lleida. Este municipio era un feudo socialista muy apetecido por un Pujol que sentía una especial debilidad ante el mundo rural, donde cosechaba los mayores éxitos.

La represalia del Mariscal consistió en poner una cantidad ingente de efectivos y medios financieros para derrotar al alcalde Siurana durante la campaña de las elecciones municipales de Lleida. Algunos convergentes, ignorando los motivos profundos de la obcecación presidencial, encontraban desmesurada la inversión de dineros y esfuerzo empleados para asaltar aquella plaza. No comprendían que el revanchismo contra España que albergan las entrañas de Pujol forma parte del mismo espíritu vengativo con el que deseaba hundir a su simbólico violador. Para conseguirlo, llegó a pactar incluso con los acérrimos enemigos del PP y de otro grupo, de signo ultraderechista, llamado Grup Freixa. Lejos de lo que pueda parecer, Pujol es un hombre dominado por estas miserias. Si no hubiera sido así, Catalunya tendría hoy una dimensión distinta y se hallaría menos abocada al sectarismo pedestre, principal causante de la enorme incompetencia política que asola el territorio.

El eje Convergència-PP-Freixa ganó finalmente la guerra municipal, obteniendo durante cuatro años el mando en la plaza de Lleida. Con ello quedó patente que no se debe menospreciar nunca la venganza de un sodomizado en efigie.

Como he dicho antes, directamente contra nosotros, el Mariscal, militarmente, no podía hacer más de lo que estaba haciendo. Sin embargo, aunque la represalia del aquelarre socialista no nos alcanzó, llevábamos unos años padeciendo las consecuencias de nuestra particular guerra contra el timo regional. La constante ofensiva del batallón convergente, en los frentes de la comunicación y de la contratación municipal en Catalunya, empezaba a dar sus frutos. Si a ello sumamos el vacío absoluto de la cadena gubernamental TV3, las consecuencias del bloqueo se notaban crudamente en el quebranto de nuestra intendencia. No obstante, las intenciones de Pujol iban más allá del boicot que nos infligía. Nuestra compañía servía de ejemplo al resto de colegas, para demostrar que quien emprendiera un camino similar sabía a lo que se exponía. Su política de escarmiento tuvo una enorme eficacia en este sentido, ya que nadie osó colocarse en una senda parecida. Estábamos más solos que la una.

Además de la exclusión institucional, también nos encontramos con que los fieles correligionarios que nos seguían desde los inicios de la compañía con la seguridad de que éramos militantes de la sagrada causa andaban muy mosqueados por nuestros ataques a los símbolos de la patria y dejaban de acudir paulatinamente al teatro de operaciones. El goteo de los medios afines al delirio provinciano, presentándonos como renegados del movimiento revanchista nacional, hizo mella en mucha gente, que empezó a considerar un deber cívico no aportar su contribución a nuestras campañas.

Las cosas se ponían tan feas, que incluso el Ayuntamiento de Figueres retiró de la programación cultural una obra nuestra, alegando falta de calidad. Sin dudarlo un instante, para que no cundiera el ejemplo, aparecimos de inmediato en la ciudad con nuestro armamento, incluido el cabezudo. Lo hicimos, estratégicamente, en un día de mercado. Montamos allí una gresca, con escarnio nacionalista incluido, en la que la policía municipal no sabía qué hacer, pues nos seguían algunos periodistas con las cámaras, y reprimir entonces una acción espontánea de Els Joglars tampoco hubiera significado la mejor imagen ante el resto de España. Finalmente, escoltados por la propia policía, fotógrafos y televisiones, acudimos al domicilio del concejal de Cultura a entregarle una suculenta ración de paja y alfalfa para su alimento, pues el tipo en cuestión, para más inri, se llamaba Jordi Cuadras.

Frente a la situación de cerco que padecíamos, y antes que batirnos en retirada, tratamos de rehacer nuestra maltrecha intendencia presentando a TVE la propuesta de una serie de capítulos sobre Catalunya. La presencia de Pilar Miró en la Dirección General del Ente facilitó la aprobación del proyecto, y aprovechamos aquella insólita bula para lanzar desde el circuito catalán de TVE la más feroz embestida a la política nacionalista que se ha realizado en España desde una televisión.

Solo el título, Som una meravella [Somos una maravilla], ya se mofaba del eslogan recién inventado por la Generalitat: Som 6 millions [Somos 6 millones], de catalanes, naturalmente. Los temas más candentes de la política autóctona pasaban por nuestro laboratorio de campaña, y allí, mediante una mezcla de sarcasmo, pitorreo y mala uva, se cargaban y orientaban los obuses para que estallaran en hora punta y durante la cena de cientos de miles de catalanes.

Pilar Miró, lejos de amedrentarse por la carga virulenta de los capítulos y las consiguientes protestas de los políticos regionales, gallarda ella, me ofreció además la dirección del circuito catalán de TVE. Siempre he lamentado haber rechazado aquella insólita oferta, sobre todo cuando imagino el berrinche que se habría llevado el Mariscal por mi nombramiento, y muy especialmente por el primer telediario que se hubiera emitido bajo mi dirección.

Como nos hallábamos en un constante juego de toma y daca con el enemigo, la respuesta a Som una meravella no se hizo esperar. La temporada de Bye, bye, Beethoven en Barcelona fue un estrepitoso fracaso de público. Indignados por el guantazo y tratando de mitigar el revés económico que suponía para nosotros un local vacío, abandonamos el teatro antes de finalizar la temporada. Naturalmente, fuimos el hazmerreír del enemigo, que, aprovechando ocasión tan propicia, cargó las tintas en los medios de comunicación sobre nuestra creciente decadencia. Los dirigentes culturales estaban exultantes, vaticinando por fin el ocaso. El futuro consejero de Cultura de la Generalitat tripartita, Ferran Mascarell, entonces director de Cultura del Ayuntamiento barcelonés, tachó públicamente mi retirada de Barcelona como una «boadellada».

Tengo que reconocer que toda aquella circunstancia me afectó mucho. Sentí por vez primera la displicencia, no ya la de los que consideraba adversarios, a la cual me iba acostumbrando y que incluso podía divertirme, sino la de mis conciudadanos, que eran en esta ocasión los que me propinaban aquel desprecio. Era el primer aviso sobre una decantación del conflicto bélico, que de continuar por esa pendiente significaría la capitulación y el exilio. ¿Cómo era posible que de la noche a la mañana el público nos dejara en la estacada?

Hay que situar el hecho en una sociedad que, desde varias generaciones, se mueve entre una mezcolanza de quimeras históricas, símbolos subrepticios, culto a supuestos mártires, complejos de persecución o la simple exaltación de esencias trilladas, pero de alto contenido sentimental. Todo ello se apoya en una apología de los rasgos diferenciales cuya lista es la siguiente:

• La lengua catalana (algo hay que hablar).

• La sardana (creada en el siglo XIX por el andaluz Pepe Ventura).

• La rosa del día de San Jorge.

L’ hereu y la pubilla (herencia en los primogénitos).

• La fiesta del día de San Esteban (para hacer canelones con los restos de Navidad).

• La mona de Pascua (pastel con veleidades escultóricas).

• La obsesión por los «rovellons» (níscalos).

• Los castellers (grupo humano en sentido vertical).

• El caganer (escultura escatológica que se coloca en el belén).

No he sabido encontrar nada más de cierta relevancia específica para engrosar la lista. Quizá el bilingüismo, pero eso se considera improcedente. ¿No se pretenderá que ser trabajador, tacaño, sensato o prudente es una característica especial de los catalanes? En definitiva, entre lo uno y lo otro, la mojiganga general promueve un cuadro de actuación que afecta a una amplia mayoría de ciudadanos, los cuales no necesitan demasiadas indicaciones para distinguir quién es el enemigo exterior culpable de las adversidades, pero también para detectar, con mayor precisión si cabe, al colaboracionista de la familia. En un contexto semejante, nuestros adversarios a sueldo del negocio étnico solo tenían que pintar el retrato que les convenía propagar de la compañía y de un servidor, para que toda la tribu percibiera lo que debía hacer.

Con sustanciosas prebendas públicas se habían acuartelado a lo largo y ancho del territorio los misioneros de la nueva religión nacionalista que encaramados a unos pulpitos laicos, micrófono en mano o pluma en ristre, señalaban con gran precisión a los buenos y malos catalanes. En última instancia, mucha gente podía incluso reírnos las gracias de Som una meravella, pero de aquí a facilitarnos las cosas para seguir escarneciendo los símbolos hay un abismo. En el país se había instalado una suprema obediencia.

Bye, bye, Beethoven era una obra de gran belleza plástica, una metáfora insólita y misteriosa sobre el futuro, con la que cosechamos múltiples éxitos internacionales, pero no contenía ningún disparo concreto a la política catalana. Este detalle es muy sustancial, si consideramos que tampoco el público del ámbito socialista asistió a nuestra obra; y no apareció, simplemente, porque solo les interesábamos como terapeutas momentáneos para sus desagravios personales frente al despotismo pujolista. Que hiciéramos buen o mal teatro les tenía sin cuidado; ellos únicamente venían a celebrar la desacralización del mito.

Unos por unas razones y otros por las contrarias, desde hace unas décadas, mi tribu se ha convertido en un colectivo con gran inclinación a perder el sentido de la realidad, o lo que viene a ser lo mismo, con una elevada propensión al embrollo mental, lo cual les hace buscar amparo constante en el simulacro. Emprenderla contra sus artistas demuestra ya el grado de virulencia de la epidemia colectiva.

Esta vez sí, batiéndonos en retirada, nos refugiamos en Madrid. Allí tuvimos un éxito extraordinario. No era nada nuevo, pero en aquella circunstancia precisa Madrid nos salvó la vida. El Teatro Albéniz se llenaba cada noche con mil personas y las colas para obtener una entrada eran inacabables. Empecé a mirar aquella ciudad como algo propio, seguramente como Dalí miró Nueva York al abandonar una Europa descompuesta. Madrid se transformaba para mí en la libertad; en aquel hormiguero las identidades eran una minucia, incluida la española, que desde la caída del franquismo no levantaba cabeza. Cualquier caballero que exhibiera la bandera nacional pegada detrás del coche pasaba por facha, no solo allí, sino en todo el territorio. No había ni siquiera letra en el himno de España. Todavía hoy los equipos deportivos españoles, cuando juegan competiciones internacionales, tienen que poner cara de besugo durante la interpretación del himno porque no pueden ni mover los labios como hacen sus adversarios de otras naciones. Que nadie me hable de nacionalismo español, porque no existe; lo practican solo algunas momias nostálgicas. En España el único nacionalismo existente es el periférico.

Nosotros significábamos para los madrileños una compañía catalana, cosa que entonces todavía representaba un historial prestigioso, pero, al mismo tiempo, también nos consideraban algo suyo y nos reconocían como la mejor compañía española. En definitiva, con la brillante temporada de Madrid conseguimos resarcirnos plenamente para volver pronto al combate tribal.

Sin embargo, a pesar de las compensaciones, yo llevaba la furia instalada en el cuerpo y necesitaba descargar urgentemente todo el despecho que me había causado la retirada. La ocasión llegó de la mano de Javier Gurruchaga, que solicitó nuestra intervención en el programa de máxima audiencia de TVE Viaje con nosotros. Gurruchaga nos sugería varias intervenciones, pero yo le manifesté que, de momento, con una sola de cinco minutos ya sería suficiente. El cándido showman no podía imaginar hasta qué punto lo estaba utilizando como plataforma de lanzamiento de proyectiles.

Esta vez no quise utilizar munición convencional. Solo era posible un disparo único y tenía que ser certero. Desde TVE no habría segunda oportunidad. La preparación del mortífero misil fue realizada con mucha celeridad, y en el interior del artefacto introduje el Pujol apócrifo, la Virgen de Montserrat, un vestido de pubilla catalana para Gurruchaga y varias camisetas del Barça. Así de fácil, porque, lamentablemente, mi tribu se conmueve con esos fetiches simplones.

Contemplar a Gurruchaga vestido de pubilla catalana bailando detrás de Pujol, o, mejor, intentando marcar unos pasos de lo que pretendía ser una sardana, es comprensible que formara una imagen de juzgado de guardia. Anteriormente, en el vestuario del Barça y en el descanso del partido, los jugadores, en ordenada fila, enseñaban el trasero al «mister» para que este, armado de una paleta, les infligiera en pleno culo el castigo por ir perdiendo contra el Madrid. Seguidamente, Pujol aliviaba la situación repartiendo billetes a sus mercenarios para que batieran al vil enemigo en la segunda parte, mientras la pubilla Gurruchaga continuaba bailando criminalmente la seudosardana psicodélica. El disparate finalizaba con una Virgen de Montserrat hablando como una zulú y muy mosqueada con su niño, pues llevaba la camiseta a rayas blancas y azules de los periquitos, o sea: ¡el Español!

Durante la grabación de la secuencia en los estudios de Prado del Rey los propios cámaras nos auguraban toda clase de penalidades en Catalunya. No deja de ser sorprendente que aquellos profesionales madrileños tuvieran una idea tan precisa de cómo las gastaba nuestra tribu. Evidentemente, no se equivocaron; pero el problema empezó por los propios directivos de TVE, que se negaban a emitir la secuencia. Un Pujol furioso aterrorizaba a los socialistas, los cuales intuían ya la posibilidad de necesitarlo como aliado. Tuvo que intervenir directamente la intrépida Pilar Miró para autorizar su emisión.

El estallido del misil fue imponente. Máxima audiencia. Lo percibieron doce millones de españoles. No hubo articulista, tertulia radiofónica o patriota oficial subvencionado que no pidiera nuestra cabeza. En Catalunya Radio, el periodista Xavier Domingo (en su etapa pujolista) reclamaba a voces prisión para Els Joglars, y el Ayuntamiento convergente de Calafell nos declaró personas no gratas, con el silencio cómplice de los concejales socialistas. Como era de esperar, proliferaron los anónimos y las amenazas de muerte, pero las posiciones de combate quedaron diáfanas delante de España entera. Estaba claro que nosotros nada teníamos que ver con aquella Catalunya mal educada y antipática instalada en la exigencia crónica frente al resto de España. Durante el tiempo que duró la agitación tribal mi cuerpo… ¡aún recuerda la sensación de placer! Me sentía plenamente indemnizado.

Convendrán ustedes conmigo que en la Europa del siglo XXI una sociedad capaz de exasperarse por un cabezudo o unas simples chocarrerías de comediantes revela una estructura muy deteriorada. No voy a negar mi pericia en acertar en el talón de Aquiles del adversario. La facilidad para sacar de quicio al prójimo molesto me viene desde la infancia, pero con una comunidad tan predispuesta al enojo sistemático el asunto no revestía mayor problema.

Mis conciudadanos gastan buena parte de su tiempo y energía esperando con delectación un agravio de los enemigos externos e internos. Se ha convertido en su mayor razón de ser, casi la única. Cuando creen percibir algo en esa dirección, reaparecen de nuevo todos los fantasmas históricos y el deleite invade la comunidad entera. Entonces la multitudinaria guarnición de aprovechados que tiene en la defensa de los supuestos agravios la justificación de su existencia se dedica con fruición a inculpar al enemigo y encabezar la cruzada.

A menudo se me atribuye una obsesión malsana con Pujol. Incluso el propio Mariscal ha hecho pública en alguna ocasión su perplejidad ante lo que describe como una incomprensible manía. Es cierto que el personaje me resulta teatralmente atractivo y contundente, porque en la propia realidad es casi tan histriónico como en la escena. Quiero decir que, sin añadirle nada, en el teatro funciona de maravilla; eso no implica que de la misma manera que me hubiera fascinado conocer a Falstaff o Macbeth, tampoco se los desearía a nadie… ni como vecinos.

Es un hecho natural que la mayoría de niños ambicionen ser bomberos, Batman o pilotos de Fórmula 1; pues Pujol, en su niñez, ya quería ser presidente de la Generalitat. No estaba solo en estos delirios; muchos chavales catalanes cuyos padres pertenecían a la élite de la ceba habían sido educados subrepticiamente en esas leyendas de tierras prometidas. El propio Maragall, nacido en una familia de mayor abolengo que Pujol en tales cuestiones, llevaba también el virus inoculado desde niño, aunque no creo que jugara como Pujol a las cuatro barras de Wifredo o a simular apariciones en el balcón de la plaza de Sant Jaume. No lo hizo, porque Pascual Maragall es hombre de mente poco precisa. Sin embargo, no solo es la imprecisión la causante de su caótica actuación política. Los mayores desatinos siempre se han producido por ser un destacado frescales, convencido de que la providencia es una señora enamorada de su cara simpática y de los versos del abuelo[4].

El erotismo juvenil de Pujol se configuró fantaseando con esos momentos estelares. Mientras todos soñábamos con alguna vedette de generosas ancas, su libido alcanza las máximas cotas cuando se imagina un día cantando Els segadors ante una multitud que le vitorea como President o siendo investido en un Parlament que entonces permanecía sellado. La abadía de Montserrat, después de su ladina reconversión del franquismo al catalanismo, emprende la tarea de sublimar el erotismo de muchos jóvenes en esos ideales, y Pujol, junto a su novia Marta, es un asiduo de este laboratorio del nacionalismo in vitro. El ascetismo sexual sirve a la liberación de la patria, pero también hay que saber aprovechar las oportunidades y el martirologio que le ofrece la dictadura. Con dos años entre rejas el franquismo le proporciona una intachable hoja de servicios para el futuro.

No obstante, el caso de Pujol tuvo rasgos inusuales. Su faz exhibía innumerables tics, entornaba los párpados cuando hablaba y lo hacía con una suficiencia disfrazada de campechanía. Uno tenía la sensación de que siempre estaba ensayando su función, y de hecho era exactamente así, porque toda esa parafernalia facial y gestual no era más que un indicio del esfuerzo realizado para convencerse a sí mismo de su ineludible caudillaje.

Pujol se paseaba por el territorio como aquel que circula por la casa en pijama, y cuando hablaba no lo hacía para los demás, sino únicamente para sí mismo; andaba expresando en voz alta sus cavilaciones como si estuviera en el baño. En Madrid decía una cosa, y en casa hacía lo contrario, como se ha podido comprobar con el tiempo. ¡Los más zoquetes profesionales de la política española aún siguen proclamando que se trataba de un hombre de Estado! Nadie trabajó tanto y tan eficazmente para erosionar precisamente el Estado.

Este cuadro podría inducir a una apariencia interesante del personaje, y lo sería si hubiera ejercido de tendero o de párroco; pero las consecuencias de sus dislates en el plano publico han resultado nefastas. Pujol ha significado para Catalunya lo peor que le podía suceder. Practicó una forma de mando ciertamente muy peculiar, basada en una relación populista casi incestuosa, pero, por esa misma razón, insalubre y extremadamente tóxica. Las secuelas de tales acciones perduran y seguirán perdurando en el tiempo, porque lamentablemente ha creado secta a base de incitar los bajos sentimientos de la tribu. Hoy, socialistas, republicanos ultraderechistas y pijocomunistas se han convertido en sus hijos naturales, los cuales siguen perfectamente inmunes a cualquier discurso que no tenga como preámbulo la letanía sectaria. Ellos continúan contaminando el territorio con divagaciones étnicas que han acabado provocando una putrefacta conformidad y sobre todo la autocomplacencia general alimentada por el complejo de que somos un caso especial y singular en el mundo.

En la larga guerra frente al pujolismo, nuestros ejércitos no tenían comparación posible: los suyos poseían todos los medios de difusión y corrupción contra un puñado de jocosos volatineros. En el contraataque llegaron a comprar en Francia a Josep María Flotats para tener ellos la patente de lo que debía ser el auténtico teatro nacional catalán, pero al final el mercenario les salió rana y se largó con su cantinela afrancesada a Madrid.

Mi única estrategia posible consistió en dispararle al Mariscal en un solo flanco: la desacralización del personaje y muy especialmente sobre aquello que pretendía simbolizar. Me tomé el tipo a pitorreo e induje a muchos ciudadanos a seguir el ejemplo. No hay duda de que dimos en el blanco: el Mariscal se puso frenético e instigó sus huestes a toda suerte de ingenios militares como el bloqueo de medios o la destrucción de nuestro prestigio profesional. Comprobada nuestra resistencia, arremetió entonces con un arma camuflada pero de una ya probada eficacia en el asunto Banca Catalana: «El ataque a la Generalitat o a su presidente es un ataque a Catalunya».

En lo referente a nosotros dicha estrategia fue secundada en todos los ámbitos nacionalistas. No estaban para sátiras sobre las cosas sagradas y arreciaban las acusaciones de anticatalán. Confinado en ese campo, la guerra se presentaba mucho más dificultosa, ya que me forzaba a escorarme hacia una posición de consecuencias imprevisibles.

El resultado final de la táctica pujolista podía significar enfrentarme al país entero, y como en los juegos infantiles, cuando era atacado por una multitud de chavales, solo me cabría amenazar con aquella cándida simpleza: «Todos contra uno, mierda para cada uno». Aquí no era posible enviar a todos los catalanes a la mierda, como hizo en su día aquel tabernáculo del franquismo llamado Luis de Galinsoga, director de La Vanguardia Española. Precisamente, la campaña de acoso y derribo del bronco director fue orquestada y aprovechada por el mariscal Pujol y sus cofrades montserratinos para alimentar el victimismo de la tribu y salir reforzados.

¡Mal asunto! Si la guerra declinaba por esos derroteros, sería cuestión de ir empaquetando enseres y buscarme algún asilo político.