GUERRA VII

Desde la campaña de Ubú tuve claro que en Catalunya me encontraba completamente solo en mi ataque frontal al sistema y que no podía esperar a que nadie se manifestara en favor de mis operaciones. Afortunadamente, dos años después de esta campaña, había conseguido reunir en Els Joglars un batallón de leales guerrilleros dispuestos a todo, con los que construimos alegremente Teledeum. Entonces, ocurrió algo imprevisto. Mientras seguíamos vigilantes frente a los ejércitos del Reichführer Pujol en las trincheras de enfrente, de forma inesperada, sufrimos un ataque sorpresa por el flanco derecho.

El cardenal comandante en plaza Narcís Jubany disparó primero. Fue un proyectil de artillería con notables estragos. Lo envolvió en forma de una pastoral que La Vanguardia Española se ocupó de publicar con gran relieve y precisar a quién iba dedicada, cosa que el cardenal comandante no detallaba en su proyectil dominical. El periódico ofrecía así su inestimable colaboracionismo en el ataque a Teledeum.

Presa de un inusitado ardor bélico, el cardenal comandante (también acreditado cristiano-catalanista) disparaba, entre otras, frases como la siguiente:

… Pero hay unas burlas que son temibles por lo que llevan de maledicencia cáustica. Son las que se sirven aquellos que quieren desprestigiar una doctrina, una institución o una persona [aquí, de paso, añadía Ubú al sumario]. ¿Quién puede negar que en la descristianización de la sociedad francesa del siglo XVIII, además de la corrupción de las costumbres, los escarnios penetrantes de Voltaire constituyeron un factor determinante? La religiosidad del Siglo de las Luces no pudo resistir las ironías ridiculizantes del autor de Candide

La pastoral exigía veladamente la intervención de las fuerzas vivas en el ataque, con el fin de proteger los valores éticos y morales.

A la mañana siguiente de esta primera ofensiva, las fuerzas vivas mostraron indicios de actividad, y seguidamente empezó la guerra sin cuartel contra Teledeum. Lo primero que percibimos en la campaña que estábamos desarrollando sin incidentes en el Teatro Romea, de Barcelona, fue una lluvia de amenazas de bomba. La policía tenía que revisar diariamente el local y quedarse después en él para protegernos, porque las amenazas no cesaban.

Teledeum era una obra que satirizaba la modernización de los ritos religiosos a través de representar una concelebración ecuménica de varias confesiones religiosas por un canal internacional de televisión. Tenía un objetivo militar diametralmente opuesto al escarnio de la fe. Se trataba de plantear, por medio del humor, la falta de sentido de la belleza, de la tradición y de la dignidad de los ritos, pretendidamente «modernizados». La prepotencia y la impunidad con que la Iglesia se había movido en España durante los últimos cuarenta años provocaron un conflicto absurdo, que no hacía más que demostrar la epidemia de ignorancia que venía asolando al ejército eclesiástico en las últimas décadas.

Con la intención de defenderme de la arenga literaria, y también tratando de evitar una cruzada del nacionalcatolicismo, inducida por el «estado mayor episcopal», escribí una carta al cardenal comandante de Barcelona, que publicó El País con el título «En defensa propia».

Tras manifestar la sorprendente complicidad entre La Vanguardia Española y el cardenal, la carta seguía así:

… Pero no seamos mal pensados y reconozcamos que únicamente su celo pastoral, el sentido de responsabilidad que emana de su cargo de pastor, ha encendido en su pecho esta divina impaciencia que le ha empujado a dirigirse sin más dilación a sus amados hijos, preocupado únicamente por su salud espiritual, es decir, obedeciendo una vez más al mandato que como miembro del magisterio de la Iglesia ha recibido del Señor para ser luz de los hombres en su peregrinar por la Tierra, para consagrar la historia del hombre, para convertirla en sacramento de nuestra salvación, etc.

Pues bien, esto que sabemos todos que es así, tan trascendental y tan todo, yo no sé por culpa de qué mecanismos extraños —quizá haya que atribuirlo a las fuerzas del mal—, suele desencadenar la mayoría de las veces los acontecimientos menos trascendentes que se puedan imaginar, cosas la mar de inmanentes, terrenales y metalizadas, por no decir viles y abyectas, como son algunas amenazas que Els Joglars hemos recibido y que espero que amainen rápidamente, pues no quiero ni puedo creer, doctor Jubany, que sea intención suya convertir su glosa dominical en bula de acciones inconfesables para algunas personas enfermas de los nervios.

Reflexione, doctor Jubany, y vea cómo con la mejor de sus intenciones puede hasta usted mismo caer en un delito de inducción… Estoy más que seguro, precisamente por su sentido de la ponderación —el seny, como decimos en catalán, que en usted es virtud probada—, de que hará cuanto esté en sus manos para calmar los ímpetus de ciertas personas que curiosamente siempre son de idéntica adscripción política y que, según mi modesta opinión, muy flaco favor hacen a la Iglesia.

Volviendo al escrito, señor cardenal, encuentro realmente excesiva la referencia a Voltaire. Tengo la impresión de que el cardenal conoce tanto a Voltaire como a mí. Sospecho que no ha leído Candide, y me consta que no ha venido todavía al Teledeum. Ahora bien, convertir a Voltaire en factor casi determinante de la evolución de la sociedad francesa del siglo XVIII es una enormidad que no puede tener otra explicación que esa impunidad con la que los eclesiásticos se han acostumbrado a decir lo que sea. Voltaire, como es sabido, ejerció también la acción directa e intervino en el esclarecimiento de una serie de errores judiciales que le permitieron descubrir y denunciar fallos muy graves y claras injusticias de los tribunales franceses. Una de las personas que consiguió que fuera rehabilitada, aunque póstumamente, fue el famoso Joan Calas, negociante occitano que, debido a un error judicial y a la intolerancia religiosa, fue descuartizado vivo. Era calvinista y fue acusado en falso de haber dado muerte a su hijo para que no abrazara la religión católica

Al año siguiente de este asesinato oficial aparecía un libro de Voltaire: Traite sur la tolérance(1763). Entre «la religiosidad del Siglo de las Luces» que el señor cardenal trae a colación con nostalgia, y el apóstol de la tolerancia que fue Voltaire, creo que la opción está clara. Resulta también aleccionador comprobar que una parte muy considerable de los conceptos que el señor cardenal vierte en su escrito, como son: «dignidad de la persona humana», «necesidad de progreso», «ser cada día más hombre», «rearme moral de la sociedad», «ambientes sociales», «desarrollo y progreso», «amor social», «respeto a los sentimientos del pueblo», son todos ellos conceptos que en ese famoso siglo no los utilizaban precisamente los eclesiásticos, sino sus adversarios.

El doctor Jubany monta la guardia ante las artimañas de la malicia, ante las burlas que se utilizan con el fin de desprestigiar una doctrina, ante la divulgación de calumnias tremendas, etc. Pero vamos a ver: aquí, ¿quién calumnia a quién? Ya sé que si yo le digo que nosotros los cómicos, o sea, estos volatineros sarnosos, no somos peores que usted, usted asentirá porque usted es humilde y humildad es andar en verdad y «Tu solus sanctus», etc.; pero ese tono, ese tono de portavoz de los buenos, de portavoz de los escogidos, ya no es mucho más que un tic heredado de los grandes gestos apologéticos pro pane lucrando que la Iglesia suele desplegar cada vez que se le enfrenta la criada respondona.

No le está bien a usted ese tono, doctor Jubany, aunque tampoco deja de ser admirable esa cosa que tienen ustedes de no desanimarse nunca. Porque tengo que confesarle que me ha pasado una cosa, un fenómeno que ya comienza a serme familiar. A medida que iba rellenando estas cuartillas se me ha ido apagando una cierta prevención inicial hacia su persona, encendiéndose en su lugar un sentimiento de ternura y de cariño hacia usted. Exactamente lo mismo que me pasó con los personajes de mi Teledeum.

Y voy a comenzar mi mutis, pues veo que esta escena se alarga demasiado. Unos días antes del estreno, uno de esos días en que te encuentras asediado por la duda casi total de lo que llevas entre manos, tuve que ir a la iglesia a buscar a nuestro hijo Bernat, que es monaguillo de la parroquia de Pruit. Nos metimos los dos en el coche y bajamos hasta Roda de Ter para comprar el periódico. Por el camino, Bernat me iba explicando la misa que habían celebrado, el nacimiento que habían puesto en la iglesia, los villancicos que habían cantado. En la misma medida que crecía en él el entusiasmo, yo me iba tranquilizando, al pensar que el niño había asistido a muchísimos ensayos y pases del espectáculo y que sin embargo sus reacciones eran normales. Convivía armónicamente con dos puntos de vista sobre una misma cosa.

En el periódico me encontré con un artículo de Enrique Miret Magdalena, cuyo título es «La Navidad, ¿para qué?», y cuya lectura me curó de golpe de todas las lombrices que estaba pasando. Solo voy a citarle un párrafo: «Se habían olvidado ya de la alegría religiosa de la Biblia, con un David cantando y bailando, o la actitud lúdica de los cristianos de los primeros siglos, que llegaron a estar en la Edad Media celebrando las fiestas de locos, que fueron la entronización de la jarana y de las imitaciones burlescas hasta de lo más sagrado, y sobre todo de lo eclesiástico. No habíamos llegado ni a los Cristos llorosos de la época de san Francisco, ni menos a los tétricos pintores y escritores religiosos de nuestra España de hace tres siglos. La seriedad religiosa de aquellas épocas olvidaba lo que recuerda recientemente el jesuita padre Bernard Basset: "Un Dios que no se divierta con las travesuras de sus hijos difícilmente podría ser el padre de un hogar dichoso"».

Ya lo ve, estimado doctor Jubany: en definitiva, es lo que decía Cicerón: «Todas las artes que miran a lo humano están ligadas entre sí por eternos lazos de parentesco».

Observará el lector que, en la parte final de mi escrito, trato suavemente de templar gaitas, intentando no exponerme a una guerra en todos los frentes. No hay que olvidar que los nacionalistas siempre estuvieron arrimados a las sotanas y aquí tenían también una oportunidad óptima para sumarse al asalto sin comprometerse directamente. En resumidas cuentas, con este artículo procuraba extender una mano afectuosa al cardenal comandante en previsión de la que nos podía caer encima, porque, lamentablemente, para trabajar en Catalunya como artista, me ha tocado siempre hacer política.

Pero de nada sirvieron mis palabras. La ofensiva no solo no amainó, sino que se extendió por todas las plazas españolas con una virulencia tal que, de no ser por algunos jueces sensatos, hubiéramos acabado otra vez con nuestros huesos entre rejas.

En Catalunya, La Vanguardia Española pasó de nuevo al ataque, publicando un texto de Pedro Campos, párroco de Perafita, que alentaba al combate a los tercios carlistas:

… Si alguien cree que los jóvenes católicos están faltos de capacidad de reacción, si es preciso violenta, se equivoca. El sentido religioso es tan patente como el de ser catalán. Ciertas fibras son explosivas.

El enemigo tuvo también en la retaguardia la inestimable colaboración de un puñado de voces progres que, haciendo exhibición de su exquisita imparcialidad frente a la Iglesia, se dedicaron a denigrar la calidad de la obra, tachándola de ridícula provocación. Aparecía así un curioso fenómeno que en el futuro asomaría en diversas ocasiones. La izquierda deseaba hacerse perdonar sus veleidades comecuras de otros tiempos a fin de acceder a las más altas instancias del poder. Para ello, los acérrimos enemigos del pasado querían ahora demostrar la superioridad moral con su actitud «objetiva» y magnánima ante la religión. En este caso, nosotros éramos víctimas colaterales de sus ambiciones políticas.

Entre todos no nos dieron cuartel; tuvimos bajas en combate y graves destrozos en nuestro material bélico. Un resumen de las hostilidades y sus estragos puede aportar una idea aproximada sobre la virulencia de aquella guerra santa.

• 13 arengas-homilía hostiles, a cargo de los obispos de Barcelona, Badajoz, Burgos, Lleida, Logroño, Palencia, Salamanca, Santiago, Segovia, Oviedo, Tortosa, Valencia y Valladolid;

• 46 amenazas de bomba;

• 6 amenazas de muerte;

• 4 procesos judiciales;

• más de setenta pintadas (localizadas); ejemplo: Bufones blasfemos, Joglars al paredón, Viva Cristo Rey, etc.;

• 11 actos de desagravio, con rosarios, misas y asistencia del obispo;

• 2 cócteles molotov durante el montaje de la obra en Oviedo;

• ametrallamiento de la fachada del teatro en Valencia;

• atentado a la compañía, en grado de tentativa, aflojando las ruedas del vehículo en que viajaban;

• escuchas telefónicas en mi domicilio de Pruit;

• quema de los camiones en Alicante;

• 18 puñaladas al actor Jaume Collell;

• batalla campal en Cáceres entre manifestantes contra la obra y espectadores de esta, provocando varios heridos;

• rescisión de contrato en nueve teatros;

• ataque literario generalizado de la extrema derecha y la progresía, con un total de 246 referencias en artículos y críticas;

• enfrentamiento público entre Manuel Fraga y Felipe González en el debate sobre el Estado de la Nación. El entonces presidente defendió la libertad de expresión, pero mintió diciendo que no le gustaba la obra, cuando nosotros sabíamos que no la había visto.

A pesar de la violencia de los combates y de un adversario tan gigantesco, esta vez salimos victoriosos. Ganamos los procesos, nuestro herido grave se recuperó totalmente y el material devastado fue repuesto con los beneficios de la campaña. Nunca consiguieron eliminar la presencia de la compañía en ninguna de las plazas soliviantadas por el enemigo. El obispo de Burgos declaró que antes que actuar allí pasaríamos sobre su cadáver, y acabamos actuando sin tener que realizar tan macabra acción. Contestamos a los ataques traicioneros de la progresía con sus mismas armas literarias, y cuando no pudo ser en papel impreso, lo hicimos a las cinco de la madrugada por teléfono. Contrariamente a La Torna, nuestra milicia respondió con admirable bravura; jamás retrocedieron ni perdieron nunca el sentido del humor, virtud imprescindible para mantener alta la moral en combate.

Nada sabemos de los estragos sufridos por el bando enemigo. Me refiero, naturalmente, a los siniestros psíquicos y morales, porque nuestras armas solo disparan en esa dirección. Desconocemos si la frustración histórica que supuso no poder quemar en la hoguera a unos viles titiriteros fue causa de algún problema cardíaco en el clero beligerante. También ignoramos si en las posteriores muertes naturales de los prelados además de la avanzada edad, tuvo algo que ver la erosión de su sistema nervioso a causa de nuestros jocosos contraataques. Si ello les restó algún año de vida a sus eminencias, no era esa nuestra intención y lo lamentamos de veras, porque es facultad del vencedor ser ampliamente magnánimo con el vencido. En todo caso, la victoria obtenida significó una reparación póstuma hacia tantos miembros del gremio que en tiempos pasados fueron cruelmente perseguidos, encarcelados y enterrados fuera de los cementerios por el mismo ejército que nos persiguió a nosotros. En mis adentros sigo pensando: ¡A tu salud, querido Moliere!

Lo que no sabía entonces es que el enemigo, no pudiendo conseguir que la justicia ordinaria me empapelara, tenía un plan para enviarme directamente ante la justicia divina. Esa confirmación se la debo a Juanma Crespo, ex presidente de Falange Española y militante de Fuerza Nueva.

En un libro de reciente publicación, titulado Memorias de un ultra, este ex activista de la ultraderecha narra, con todo lujo de detalles, cómo proyectaron primero poner una bomba en el teatro y luego se decidieron por ametrallar la fachada y quemar los camiones. Pero lo más relevante del asunto es el plan que había elaborado el grupo ultra para asesinarme:

… Alguien tomó la palabra y propuso un golpe más osado, una solución drástica que acabara con Teledeum de una vez y para siempre. Simplemente, se trataba de asesinar a Boadella… y sabían cómo. Haciendo alarde de un aplomo increíble, comenzaron a desglosar la información obtenida sobre el controvertido autor catalán. Supimos que Boadella se alojaba en un céntrico hotel de Valencia y que, aunque debido a la cantidad de amenazas recibidas se vio forzado a tomar ciertas precauciones, su carácter independiente se imponía a la prudencia y atentar contra él no suponía un gran problema. Prosiguieron detallando concienzudamente todos los pasos que la posible víctima realizó durante los últimos días y matizaron que aunque cuidaba su seguridad no se extralimitaba en ella. Para ultimar la misión se contaba con los servicios de un pistolero. Finalmente, se comentó que la policía estaba por la labor de hacer desaparecer al joglar y que, como cabeza de turco, detendrían a un antiguo militante de Fuerza Nueva que había elegido el mal camino y estaba causando más de un quebradero de cabeza a las fuerzas de seguridad… Solo faltaba que los presentes dieran el visto bueno a la operación…

Como queda patente, por alguna conjunción astral, no se llevó a término mi ascenso a mártir de la farándula, pero lo más chocante del asunto es que quien se opuso radicalmente al atentado fue un miembro del mismo grupo que clamaba indignado: «¡En esta mesa somos católicos y no buscamos matar a nadie!».

¡Gran paradoja! Y más aún cuando el ex jefe de Falange, mientras narra otras acciones, incluye un detalle muy significativo: la orden de ametrallar el teatro y quemar los camiones no venía de Blas Piñar (presidente nacional de Fuerza Nueva), sino de un obispo… ¡Vaya! ¡Vaya! Un escarmiento en efigie.

Si aquello no fue una guerra, que baje del cielo el cardenal Jubany y me lo niegue.

La paz sea con nosotros. Amén.