Un Josep Pla muy anciano, que miraba a Dolors con ojos picaros, se dirigía a mí, alarmado por mi falta de prudencia.
—Boadella, no seáis insensato. Debéis tener más cordura.
Estábamos a los postres de un suculento almuerzo en el Hotel Empordá y en esa parte del ágape el insigne escritor compensaba siempre la frugalidad que le imponía su deteriorada salud con una buena dosis de güisqui. Hasta ese momento había repasado, como tenía por costumbre, todos los vicios y manías del territorio con un sarcasmo letal; pero, paradójicamente, ante mi actitud insurrecta con este mismo país, parecía irritarse. Al finalizar la comida, antes de despedirnos, cambió su tono, y de forma serena y hasta un tanto afectuosa me lanzó:
—Vigile, Boadella, sobre todo vigile mucho, que Catalunya es un país de cobardes.
No diré que no le hice caso, pues su frase quedó clavada en mi memoria; pero antes de poder comprobar con creces la verdad de su aseveración y tomar la senda del escepticismo me pasé muchos años enzarzado en toda clase de refriegas contra los intangibles brujos de la tribu y sus secuaces.
Eran todavía visibles algunas pintadas de Llibertat Boadella por el episodio de La Torna, cuando aparecieron otras, en paredes cercanas al Teatre Lliure, de Barcelona, con una literatura algo más críptica: «¡Viva Franco! ¡Viva Boadella! ¡Muera Pujol!». Los cachorros de Convergencia i Unió trataban de mostrar así, con la misma metodología chapucera del fascismo, que quien se enfrentaba al jefe era nada menos que un fascista.
El contraataque tenía su explicación. Hacía pocos días que, sin previo aviso, había disparado desde el Teatre Lliure un misil de alcance medio que impactó de lleno en el Palau de la Generalitat. La contraseña de la operación era Ubú y llevaba como objetivo esencial contrarrestar la campaña que el mariscal Pujol y sus huestes nacionalistas habían iniciado meses atrás para incautarse, física, mental y patrimonialmente, del territorio catalán. Mi arremetida cogió por sorpresa al enemigo, que me tenía situado todavía en la trinchera de los aliados al movimiento de la revancha nacional.
La confusión parecía lógica, pues hasta el momento no había mostrado signos externos de mi desafección al tinglado provinciano. Cierto que al presentar en La Torna la historia de un infortunado apátrida ejecutado en Tarragona, sobre el que ningún ciudadano catalán se interesó, no sumaba puntos en mi hoja de servicios étnicos. Para eso, mejor habría sido hablar del autóctono Puig Antich, ejecutado el mismo día (por el que tampoco hicieron nada), pero que, por lo menos, hubiera dejado un poso de mala conciencia, cosa que no pasó ni por asomo con el forastero Heinz Chez. Tampoco fue considerado un sacrificio por la patria esquivar el martirologio fugándome de la cárcel. Encima, algunos guerrilleros sediciosos de La Torna aprovecharon ocasión tan propicia para alimentar calumnias sobre mi insolidaridad por dejarlos colgados. Era un embuste tan descarado y burdo que parecía imposible su penetración en la sociedad catalana, pues ellos estuvieron en libertad todo el tiempo que permanecí en prisión y, por lo tanto, gozaron de oportunidades sobradas para exiliarse. Solo cuando yo me fugué, algunos se entregaron a los militares y otros se marcharon a Francia. Estos acontecimientos, con ser públicos y notorios, no sirvieron de nada, porque la izquierda consideraba que debía permanecer preso como símbolo de la libertad de expresión pisoteada. Una vez fugado, y desbaratados sus planes, lo más rentable para aquellos adalides de la insurrección contemplativa era alimentar dudas sobre mi falta de solidaridad. Estos sucesos hicieron mella en los círculos culturales, cuyas represalias no tardarían en llegar; pero aún, a pesar de todo, el historial vernáculo de mi pasado continuaba siendo indiscutible.
Al volver del exilio, y una vez instalado de nuevo en España, pude constatar que, en muy poco tiempo, la situación en Catalunya había cambiado de forma sustancial. La irrupción del mariscal Pujol como Reichführer de la Generalitat había provocado una recolocación de las fuerzas vivas y la ascensión al poder de una nueva clase emergente. El naciente estatus de mando en plaza era una mezcla de arribistas apuntados a última hora en el folclore patrio —bastantes franquistas reconvertidos— junto a los ahijados de Lenin y Mao, debidamente camuflados como demócratas de toda la vida, y utilizados por el astuto Mariscal para desactivar la izquierda a base de instalarlos en ventajosos destinos. La nueva mutación de los comunistas ocupó estratégicamente las casernas culturales mejor dotadas de presupuesto. La táctica tampoco significaba nada original en las maniobras de los camaradas: actuaciones muy parecidas se habían practicado en Italia y Francia; pero tuve claro desde el principio que ante semejante panorama algo tenía que hacer. Yo era un individualista francotirador que no suscitaba ninguna confianza entre esta clase de personal, siempre dispuesto a finiquitar cualquier veleidad librepensadora o simplemente una mente con demasiadas contradicciones. En general, son gente con un terror atávico a la libertad. Y el arte solo les interesa sometido a control.
Las nuevas circunstancias me planteaban un dilema: o bien optaba por volver a emigrar a otro territorio o me decidía a presentar batalla en pro de la supervivencia. Mi irrefrenable belicosidad me llevó a decidirme por lo segundo, aunque consciente de que solo podría proyectar el combate bajo una estrategia de guerrillas, pues ahora ya no eran los fingidos antifranquistas de antes, sino que el nuevo panorama autonómico de España los había convertido en el prepotente ejército del poder. Tampoco podía confiar en los colegas del gremio, ni contar con ellos, porque andaban todos a la caza de alguna prebenda que les permitiera vivir del erario público. La milicia de volatineros se hallaba dedicada por entero a colaborar entusiásticamente en la implantación de la nueva patología endogámica, y nadie quería pasar por desafecto a la causa.
Así pues, con el mayor sigilo construí la munición escénica, confiando en el ataque sorpresa. Los propios protagonistas de la operación no fueron totalmente conscientes de la trascendencia del asunto que llevábamos entre manos hasta que el armamento estuvo prácticamente listo. En este sentido, recuerdo una conversación con el malogrado Joaquín Cardona, que interpretaba magistralmente a Ubú-Pujol.
—¿Tú no crees que soy demasiado Pujol?
—Bueno, es posible; ¿y qué?
—Pues que se lo van a tomar muy mal.
—¡Qué va! Ya no estamos en la época de Franco; ahora los políticos se han acostumbrado a ser parodiados.
—Sí, pero esto no es una simple parodia: aquí no queda títere con cabeza. No voy a poder trabajar más en este país.
Cardona estaba considerablemente aterrorizado, y yo, como un vulgar embaucador, trataba de calmar su pánico, presentándole al Ubú auténtico como un tipo que, en el fondo, era indulgente y bonachón (esto último era el embuste más descarado).
—Nada, nada, amigo Cardona; da por seguro que tu interpretación será motivo de algún premio. Ni lo dudes.
No podía expresar la previsible realidad sin exponerme al riesgo de deserción. Tampoco se trataba de mis guerrilleros Joglars, que eran unos jóvenes mucho más avezados a esos lances. Aquella compañía, que participaba en la Operació Ubú, pertenecía al Teatre Lliure y, hasta el momento, se habían dedicado al repertorio clásico. Eran unos buenos chicos, partidarios de una belleza pacífica, y, por consecuencia, no podían creer en el teatro más que como vehículo cultural. Convertirlo en efectivo militar significaba para ellos una singularidad imprevista. Sin ánimo de soslayar mi responsabilidad en la encerrona, puedo afirmar que ya entonces estaba seguro de que me iba a comer yo sólito todos los marrones de las inevitables represalias.
Desde el primer día del ataque, el pasmo general fue absoluto. La sátira de Operació Ubú no disparaba precisamente munición convencional; además de retratar con tintes ridículos a Pujol, recientemente nombrado Reichführer, predecía incluso su futura actuación a base de hacer patentes los delirios de grandeza de su inconsciente. El personaje, mediante unas jugosas sesiones psicoterapéuticas, nos desplegaba el ridículo panorama provinciano que le esperaba a la tribu. El disparo provocaba una enorme hilaridad, y, mientras los adversarios se indignaban, los amigos se desternillaban. No estaba previsto que la Catalunya sagrada se pudiera poner patas arriba sin ser obra del enemigo fascista español.
Una vez transcurridos los primeros días, a pesar de que presentía las consecuencias del desafío, disfrutaba imaginándome al Mariscal pidiendo informes a sus colaboradores sobre los más morbosos pormenores de Operació Ubú. Estos seguro que no soltaban prenda al observar los cortocircuitos que alumbraban como relámpagos la cara del Reichführer completamente fuera de sí por la profanación de su sagrada persona. Enseguida me fueron llegando toda clase de informaciones confidenciales sobre la reacción del Mariscal. Como era previsible, Pujol, en pleno ataque de paranoia, interpretó que detrás del agravio estaba el PSC y descargó toda su furia en una reunión con el entonces alcalde de Barcelona, Narcís Serra. En medio de tan delirante situación, los socialistas catalanes (siempre tirando a pusilánimes) acudían medio a escondidas a las funciones del Lliure, pero estaban aterrados de cargar con el muerto.
La contraofensiva no se hizo esperar. El periódico Avui, subvencionado por el Gobierno, es decir, por los sufridos contribuyentes (sufridos sobre todo por la infame calidad del diario), me presentaba como un anticatalán ultraderechista, comparándome a los guerrilleros de Cristo Rey y a los nazis, y se rasgaba las vestiduras por mi ataque a los símbolos nacionales de Catalunya. Lo mismo hicieron los medios afines al nuevo invento indígena, porque, a partir de Ubú, cualquier mindundi del ejército pujolista sabía que una forma de hacer méritos para un ascenso era ponerme a parir en público o vetar mi actividad escénica si poseía autoridad administrativa. (Eso sucedía casi siempre en el ámbito municipal). Por mi parte, comprobaba que las cosas iban quedando definitivamente claras; no me confundirían más con los de su bando y, aunque avistaba riesgos futuros, me sentía muy campante sin tibiezas ni fingimientos.
Aquí empezó una larga guerra de veinticinco años, en la que el enemigo utilizó el mejor armamento a su alcance para neutralizarme o conseguir, si no la muerte física, por lo menos la muerte civil. También el ejército de mercenarios de la izquierda autóctona colaboró estrechamente en el acoso, a través de sus tribunas públicas. Era el tributo que debían pagar al nuevo sistema por las sustanciosas raciones recibidas de Pujol. Se utilizaron toda clase de artimañas: desde calificar mis obras de bodrios indignos de subir a un escenario, hasta hacer uso de la competencia desleal, denegándonos los medios públicos que proporcionaban al resto del gremio.
Sin el amparo moral de mis conciudadanos, la estrategia de blindaje ante la ofensiva auguraba un futuro muy peliagudo. En última instancia, solo era posible sobrevivir en Catalunya consiguiendo que Els Joglars encontrara algún refugio donde guarecerse. Una posibilidad, la única, era que el PSC, como partido mayoritario de la oposición, sin ser un aliado, por lo menos no fuera beligerante con nosotros. Mi entrañable amigo Roma Planas, que había sido secretario de Tarradellas, llevó a cabo de manera generosa y cauta esta misión de paz. Como compensación, tuve que hacer gestos complacientes hacia ellos, a pesar de que su escaso coraje me mostraba claramente que jamás podría esperar de los socialistas una defensa explícita de mi trayectoria. En el legítimo intercambio, se aprovecharon de mí nombre todo lo que pudieron, y me tocó demostrar públicamente mi adhesión. No obstante, siempre me miraron con cierta suspicacia, lo cual no dejaba de ser chocante, pues hacía muchos años que la compañía era la empresa más socialista del país. ¿No sería precisamente por eso?
La guerra de los veinticinco años había comenzado.