El conflicto suscitado en el palacio de Villa Zenobio hacía tres años que se venía incubando. A principios de 1971 se alistaron en nuestra tropa los primeros agentes vocacionales moldeados con una aleación entre Bakunin y el camarada Lenin. Hasta entonces no habíamos sido invadidos por esta clase de personal, cuya formación dialéctica se nutría de la plúmbea biblia de Karl Marx o del librito de poesía borreguera de Mao. Por lo general, los integrantes de la compañía eran hasta entonces discretos luchadores de la ceba tribal y sus ideales no desencadenaban delirios internacionalistas, sino que se circunscribían en un plano más bien casero.
Los dos nuevos reclutas habían sido discípulos míos en el Institut del Teatre de Barcelona, donde yo impartía clase de refriegas escénicas. Se trataba de los quintos Ferran Rañé y Andreu Solsona, que se integraron en mis filas porque cumplieron correctamente su cometido en las maniobras que organizaba durante su formación. Pasado cierto tiempo de servicio en la compañía (como suele ocurrir) se despojaron del camuflaje taimado, mas, en este caso, para dedicarse a promover conspiraciones internas. Su objetivo era saltarse el escalafón a la primera oportunidad, a fin de que desapareciera cualquier cadena de mando, incluida la mía, para así instaurar la comuna libertaria bajo el lema «lo tuyo es mío y lo mío también». De haber ingresado en una compañía convencional, con empresario, gerente y encargado, se hubieran comportado como los más sumisos trabajadores, sin embargo la magnanimidad que reinaba en Els Joglars era una oportunidad única para ejercer el simulacro revolucionario y quedarse con la mayor tajada del pastel.
El Che Rañé, como perfecto clon de su generación, pretendía, desde el escenario, combatir y aniquilar cualquier atisbo de burguesía o debilidad esteticista en el personal, y Solsona, que ejerció enseguida de sargento Virtudes, marcado por su antiguo pasado de seminarista, había cambiado radicalmente la vocación de inquisidor de almas por la de sabueso y fiscalizador de la reacción conservadora allí donde anidara. A los dos les pareció que la trinchera Joglars era el lugar más estratégico para esta clase de operaciones devastadoras. Además, en el caso Solsona, los dogmas progre-libertarios eran solo motivo para desempeñar una severa fiscalización sobre el nivel general de adhesión subversiva. La mala uva que le producía reprimirse la adherencia sentimental al género masculino lo convertía en un ser implacable ante el mínimo desliz con tufo desviacionista que pudiera aflorar entre sus propios compañeros de armas. En cambio, mi falta de experiencia no me alertó ante una actitud manifiestamente sospechosa: la empalagosa adulación con la que me trataba al principio.
Así como el Che Rañé compensaba la artificiosa monserga reivindicativa con un buen cumplimiento de su misión en el teatro de operaciones, el sargento Virtudes no avanzó un milímetro en el conocimiento y manejo de las armas escénicas. Cada vez que entraba en combate, no podía mirarlo sin riesgo de destrozarme las uñas. No es negativo que un actuante sea introvertido; incluso puede que sea una condición bastante general en el gremio, pero sin llegar a lo patológico. El mozo se mantenía inabordable al acceso de cualquier personaje y andaba repitiendo invariablemente el mismo títere personal que ponía por delante, para no tener que entregarse con generosidad a una identidad distinta, como obliga el acto escénico.
Pasado el primer año de servicio, solo pensaba en la forma de expedirlo a otro regimiento, pero en nuestra compañía la estrecha relación personal complicaba mucho la operación de licenciar. Siempre había que aguardar la baja en combate o el paso voluntario a la reserva, ya que los sentimientos obstaculizaban el rigor profesional. Personalmente, ese aspecto del asunto me tenía frito, pero me encontraba enredado en una amalgama de afectos y dependencias muy difícil de desenmarañar sin producir estropicios.
El primer síntoma de la impostura moral de los conspiradores, y concretamente del Che Rañé, surgió por una simple casualidad. Nos hallábamos de combate en Granollers, y poco tiempo antes del asalto al escenario descubrimos que nos faltaba un ingenio para la acción. Rápidamente envié al brigada Sorribas a nuestro cuartel de Barcelona para recuperar el efectivo olvidado. El local estaba en plena calle de Aribau y era una planta de casi trescientos metros que utilizábamos para ensayar nuestras operaciones.
De vuelta con el ingenio, Sorribas, con semblante enigmático, me llevó a un lugar discreto y me preguntó:
—¿Tú sabes algo de lo que está ocurriendo allí?
—¿Qué ocurre?
—Me he encontrado en el interior del local con cerca de doscientas personas que están celebrando una asamblea clandestina.
—¿Pero cómo han conseguido entrar?
—Alguno de nosotros les ha proporcionado una copia de la llave, pero no han querido decirme quién. Mi entrada en el piso ha desencadenado un pánico general al tomarme a mí por la bofia.
Me parecía increíble que en plena dictadura un guerrero de nuestra compañía pudiera hacer una cosa así sin consultármelo antes a mí, que, a fin de cuentas, era el responsable del local, por ser titular del contrato de arrendamiento.
Un hecho de esta naturaleza solo podía tener como autor a un agente del KGB en persona o a alguno de sus esbirros morales destinados a nuestro batallón. A pesar de las sospechas, los reuní a todos y pregunté quién había proporcionado la llave para la invasión subversiva de nuestro local.
El Che Rañé no tuvo más remedio que reconocer su intervención en la felonía, y cuando le pregunté por qué no me había pedido autorización o, por lo menos, informado al resto de la gente de una acción de esta naturaleza que afectaba a todos, el conspicuo adalid de la solidaridad me respondió escuetamente:
—Es que no lo hubieras permitido.
—O sea, que yo llego esta noche a casa y me encuentro con unos policías que me meten a empujones en un furgón. Me desembarcan en las mazmorras de jefatura, donde unos «maderos» con cara de malas pulgas empiezan por preguntarme qué hacían doscientos activistas pernoctando en mi propio local. Yo me río campechanamente de la fantasía de los polis, pongo cara de gilipollas y aquí cae la primera tanda de hostias. Sigo sin saber de qué me hablan y el diluvio de mamporros me deja hecho un eccehomo. Los obtusos funcionarios continúan atribuyendo a heroica terquedad lo que no es más que aturdimiento y pánico, por lo que recurren a métodos infalibles, y empiezo a experimentar en mis atributos reproductores el mismo voltaje que el aspirador a toda marcha. En plena desesperación, y gimiendo como un gallina, les digo que quizá era una fiesta de cumpleaños; pero en ese estado puedo acabar fallecido, porque no tengo ni la posibilidad de delatar, pues sigo sin saber a qué se refieren. No me queda ni el mérito de haber colaborado conscientemente con la revolución proletaria para sumar puntos en el mañana. En definitiva, no puedo ser ni bizarro ni traidor; solo un pobre imbécil. Naturalmente, a ti no te hubiera pasado nada; al contrario, habrías salido del asunto como el héroe que se arriesga proporcionando cobijo al temerario grupo clandestino. Pero, claro, no en tu propia casa.
El Che Rañé ponía ya entonces la cara abobada de bendito con la que se ha venido ganando la vida después, y no decía nada. Aunque, en el fondo, le importaba muy poco el riesgo que pudiera correr un servidor, ni la descripción del hipotético martirio, porque ya me tenía identificado como un reaccionario. Encima, yo representaba la autoridad, y por muy dialogante que fuera, había que destruir cualquier residuo de mando bajo la mística gregaria. La canallada, pues, estaba más que justificada.
Ciertamente, no era mi época; el ridículo complejo de no ser confundido por un tipo autoritario reprimía los intensos deseos de liberarme de esa temeraria casta de filántropos. A la larga lo pagaría caro, pues sembraron el germen del descontento. Las desavenencias internas no tardarían en aflorar, creando el clima más propicio para iniciar el asalto final al Palacio de Invierno, o sea, a la propiedad de la compañía.
La nueva estirpe de buenos, que tanto ha proliferado, lleva siempre la máscara beatífica que justifica su exención ante las injusticias del entorno. No se sienten corresponsables de ningún entuerto social. En cambio, te miran inquiriendo tu posición en el ranking de la solidaridad y condenan cualquier escepticismo que ponga en duda sus dogmas. El Evangelio y los católicos castizos los llama «sepulcros blanqueados». En aquel tiempo, esos adalides de la exhibición altruista confieso que conseguían intimidarme, pues me tenía por un considerable pecador con veleidades burguesas. Hoy, los mando ipso facto a la mierda, sin más. Envejecer tiene algunas ventajas colaterales.
Los dos conspiradores recién ingresados iban socavando el ánimo de los compañeros de milicia con la exhibición moral de sus magnánimas defensas del oprimido, sus fobias al enemigo yanqui, el consabido silencio del genocidio soviético y la justificación de las brutalidades chinas en aras del milagro Mao. Para darle un sabor de modernidad, toda esta ensalada mixta estaba siempre aliñada con unas gotas antagónicas del bálsamo libertario. En principio, el éxito de las simplezas era limitado, porque se había establecido entre los viejos guerreros una relación de muchos años, y en el trato, a los humanos nos puede la rutina. Pero, aun así, cualquier iniciativa que pudiera tomar yo unilateralmente era siempre fiscalizada, juzgada y sentenciada por su impasible actitud inquisidora.
Con todo, la siembra acabó dando sus frutos unos años más tarde:
—Bueno, muchachos. A mí me gustaría tomar otros caminos, pues en los últimos tiempos se me hace muy cuesta arriba trabajar con este equipo. Me lo paso francamente mal, he perdido la confianza en vosotros y vosotros en mí. Mi intención es que continúe la gira de La Torna[2] hasta el final, pero después yo desearía trabajar con gente distinta.
—¿O sea, prescindir de todos?
—No tengo claro si me quedaré o no con alguno, pero como director siento la necesidad de trabajar con actores que me gusten y con los cuales exista una confianza recíproca.
—Pero esto es algo colectivo y hay lo que hay.
—El problema es que soy el director y no se me puede imponer dirigir a alguien con quien no me sienta a gusto.
—¿Y por qué no te marchas tú y nos quedamos nosotros?
—Pues porque fui fundador de esta compañía hace dieciséis años y la he dirigido hasta hoy. Si queréis hacer algo juntos, os lo montáis por vuestra cuenta, pero yo no tengo por qué abandonar lo que ha significado desde el principio una forma personal de entender el teatro, una iniciativa que lleva por nombre Els Joglars.
Nos habíamos reunido en el local de SADEI, en Vic, a petición mía. Era diciembre de 1977. Se trataba de una tregua en la guerra civil que desde hacía casi un año se había declarado, primero entre guerrilleros, y después, todos contra la autoridad, o sea, contra un servidor. Hacía un tiempo que los más antiguos guerreros se habían ido licenciando paulatinamente; el entrañable brigada Sorribas, que siempre hacía de contrapeso a la martingala demagógica, se quedó en el camino hechizado por una hembra. Aquella reunión con el nuevo grupo que venía representando La Torna significaba mi ultimátum. Entre ellos estaban también el Che Rañé y Virtudes Solsona, que nadaban a sus anchas en el fango de la trastienda sediciosa. En cierta medida, recolectaban los frutos de su insistente trabajo.
Yo también recogía las consecuencias de la falta de decisión para romper con las ataduras que durante tanto tiempo me impedían llevar a cabo mis ideas, sin obligarme a ningún tipo de unanimidad obligatoria en lo artístico. Hacía un par de años que debiera haber liquidado el consenso gregario que, una vez degradado, no sirve más que de pretexto para encubrir la ineptitud. El arte y la democracia son dos materias discordantes entre sí.
En vez de las razones moderadas, o demasiado pudorosas, que aduje aquel día, mi último discurso ante ellos debiera haber sido muy distinto para no seguir con los malentendidos cuyas consecuencias iban a durar demasiado.
Si les hubiera expresado mis auténticos pensamientos…
«No tengo perdón de haberos escogido. Os aseguro que me gustaría poder reconoceros lo imprescindibles que fuisteis en lo construido hasta ahora, pero seguiría fomentando una ficción demasiado confortable, una fábula de igualdad que alimenta quimeras ácratas, y de la que vosotros parecéis convencidos o, por lo menos, aparentáis creer firmemente. La aventura común en el pasado fue una historia sin duda peculiar que ha singularizado nuestra imagen externa, y que yo mismo he promovido también, porque en ella hay una parte incuestionable; pero siempre lo hacía con la esperanza de que los directamente implicados sabríais distinguir el límite exacto entre la realidad y la promoción externa.
La falsa creencia de que en la práctica del arte todos somos iguales os ha conducido adonde estamos; lo que me lleva a deducir que no habéis entendido nada, porque hasta hoy nunca me encontré en la penosa circunstancia de tener que manifestar a los miembros del grupo el rechazo a trabajar con ellos. Habéis confundido lo que era mi solidaridad, al percibir yo igual remuneración que un novato recién ingresado, con poseer el mismo nivel de experiencia, conocimiento y maestría en la construcción de las obras. Me pregunto qué proporción entre ingenuidad y mezquindad alberga vuestra actitud.
En cualesquiera de los casos, es un grave error que os sitúa fuera de una realidad objetiva. Ello os impide percibir algo esencial, y es que, sin vuestra presencia, la compañía seguiría existiendo al mismo nivel. ¿Con diferencias? Sin duda, porque el teatro es siempre arte colectivo, se publicite o no como tal. Pero cuando compruebo la mala relación a la que hemos llegado, me arriesgo a vaticinar que tales diferencias hubieran supuesto incluso un mayor grado de calidad, porque sin la lealtad y la consideración de los colaboradores mis capacidades disminuyen sustancialmente. En los últimos tiempos todo ha derivado por este camino.
Lamentablemente, ya no es posible rectificar el pasado, pero el tiempo os demostrará con creces lo que os estoy diciendo. Y no quiero ser aguafiestas, porque estaría muy orgulloso de que triunfarais todos por la parte que me toca; pero me temo que sin adelantar nada, ciñéndonos solo al historial de cada uno en este oficio, el futuro resulta, ya desde ahora, claro y diáfano. Frente a ello, únicamente os quedarán las armas de la demagogia y la falsedad victimista, no las de vuestra obra.
Puedo hacer una Torna y cien Tornas sin vosotros, y, naturalmente, mucho mejores, porque la vida conlleva esta realidad tan amarga para los anodinos como es la desigualdad de facultades. En vuestro caso, nada relevante conseguiréis en estas disciplinas, ya sea juntos o separados, porque no se logra construir una obra sólida sin más recursos que la simulación revolucionaria, unos porros y, sobre todo, ese desatinado impulso de liquidar al maestro cuando todavía no se ha llegado a ninguna parte.
A ti, Ferran; a ti, Andreu; a ti, Gabi, alumnos míos, os enseñé a pisar un escenario, os llevé a mi casa, mi mujer cocinó y os lavó la ropa. No quise marcar ninguna diferencia donde estaba claro que existía. Quizá fue este mi error, porque los otros, los recién llegados, lo primero que habéis aprendido es el asalto a la propiedad de un patrimonio inexistente. No hay nada que repartir; el patrimonio de Els Joglars es inmaterial, personal y, por lo tanto, intransferible. Solo existe un nombre, pero tampoco es nada sin mi aliento.
Me consideráis un reaccionario. Con relación a vuestra forma de proceder, es para mí un orgullo lo que pretende ser un insulto. Soy reaccionario por el mero hecho de reaccionar contra las demostraciones de vuestro peculiar concepto de la libertad. Sobre todo, porque no eran más que eso: una exhibición. Me fastidiaba tener que soportar a Elisa ensayando desnuda y embarazada, solo con unas bragas, o no me parecía honesto que el dinero de la caja sirviera, sin mi autorización, para que una señorita de la compañía abortara en Londres. Mi irritación ante estas y otras cosas semejantes ha significado para vosotros la certificación del abyecto retrógrado.
Ha sido una mala experiencia, pero sigo creyendo que un buen equipo es algo fundamental para conseguir grandes resultados sobre la escena. Sin embargo, la influencia recíproca que existe entre director y equipo no implica que sea siempre positiva. Hace tiempo que vengo notando cómo vuestra «compañía» me ha vuelto más torpe e inhábil en mi oficio, y acabaría por aburrirlo. Lo que sí habéis conseguido, y os lo agradezco, es ayudarme a desenmascarar la doblez que se esconde bajo esa generalización que el vulgo llama hoy progresismo. Será lo único positivo que me habréis ofrecido, y os aseguro que lo tendré muy en cuenta en adelante. Lo llevaré como indicador infalible, mi aviso para navegantes en aguas repletas de semejantes simulacros; pero, pese a todos los pesares, os garantizo que Els Joglars figurará como ejemplo de coraje y calidad artística en la Historia del Teatro Español Contemporáneo. No desaparecerá porque vosotros no estéis, sino todo lo contrario».
No tuve en aquel momento ni lucidez ni determinación suficiente para enfrentarme así, blandiendo la cruda realidad, con un batallón sedicioso. Quizá ni de esta forma hubiera evitado el choque fratricida, aunque, a toro pasado, todo resulta muy sencillo de prever.
Los acontecimientos derivados de La Torna nos enfrentaron a la milicia del Estado[3], y, de forma muy parecida a la pasada contienda civil, combatíamos al enemigo mientras estallaba la guerra interna en el propio frente. En esas condiciones, perdimos la batalla ante el ejército español que llevaba siglos sin ganar una guerra.
El futuro eliminaría artimañas y quedarían al desnudo las realidades de cada uno. Al poco tiempo, el anticapitalista Che Rañé protagonizaría una publicidad para el Banco de Bilbao en TVE. Después pondría todo su ímpetu revolucionario al servicio de los culebrones televisivos y del teatro comercial. El sargento Virtudes Solsona, en un acto de lucidez, abandonaría para siempre el escenario, pasando a ser un sumiso funcionario municipal; y para los demás, Crehuet, Maeztu, Renom y Vilardebó, en la escena o en ocupaciones de otra índole, La Torna sigue siendo el momento culminante de sus vidas. No existen ni indicios de ulteriores prácticas autogestionarias en ninguno de ellos.
¿Por qué he descrito con abundancia de detalles lo que podría considerarse un simple conflicto casero? Me ha parecido fundamental relatar este desencuentro, porque, al margen de la anécdota gremial y la frustración artística que supuso, las actitudes de los jóvenes participantes que intervinieron en aquel episodio constituyen un fiel reflejo de lo que posteriormente ha sido la implantación generalizada de la impostura progre. Gente poco preparada en general, que acostumbra ver enemigos en todo lo que no está fuera de sus excelsas letanías de libertad, paz, solidaridad y bla, bla, bla. Por ello fuerzan siempre la cohesión entre mediocres, con el fin de conseguir por la mayoría lo que no pueden realizar individualmente. Es verdad que entonces se adjudicaban el papel de víctimas, fingiendo despreciar al maligno poder, pero la edulcorada exhibición de filantropía que se ha instalado hoy en España, desde los gobiernos hasta las protectoras de animales, tiene precisamente su germen en actitudes como las que me tocó soportar. Empezaba a emerger una nueva casta cuya clave de actuación se apoya en la destrucción del mérito y, por consecuencia, en la alianza entre fervientes mediocres, lo cual lleva como objetivo una selección en la que los peores siempre tienen las mejores oportunidades de medrar.
Paradójicamente, aquellas víctimas crónicas del maléfico sistema capitalista se han transformado ahora en un nuevo poder sectario que actúa impunemente bajo la franquicia de la verdad absoluta. En concreto, al huir de esta gente estaba rompiendo definitivamente con una generación de la que, con toda franqueza, me exasperaba sobre todo su doblez. Nunca gente tan buena me lo puso tan difícil.
Tampoco quiero eludir responsabilidades; puedo admitir que la frustración de aquellos jóvenes actores y actrices también es en parte mía, ya que no conseguí transmitirles la pasión artística por encima de cualquier otra monserga. Enmarañado en la guerra civil, no fui mejor que ellos al no lograr desmarcarme de las mezquindades colectivas y aplicar la prescripción de los agravios en aras de un fin artístico superior.
Pasado el conflicto fratricida, y alejados de la compañía los adictos al victimismo demagógico, una larga paz de treinta años va demostrando que es factible la existencia de un batallón leal y eficiente, donde la libertad, la igualdad y la fraternidad no sean un simulacro autocomplaciente, sino la tendencia natural de las buenas personas. Lo que en fin de cuentas significa unos excelentes profesionales que no pierden nunca el sentido de la realidad. Estos son Els Joglars de hoy.
Con este puñado de fieles colegas ha sido posible enfrentarse a los más irreductibles adversarios, incluso lanzarnos a una arriesgada guerra contra las supercherías de la autocomplaciente modernidad, pero todo ello sin necesidad de tener mi espalda en alerta constante. En definitiva, con una enorme placidez.