GUERRA III

Al entrar en el despacho del mariscal Jordi Pujol, en la difunta Banca Catalana, pude percibir en la penumbra de la estancia unos ojos que me exploraban como a un bicho raro. Era evidente que el motivo de la exploración se debía a mi facha farandulera tan poco habitual en aquel establecimiento. El padrone banquero se me acercó con la cabeza ladeada y la sonrisita diferencial para, acto seguido, señalarme una silla. Supongo que también me extendió la mano, pero no recuerdo más que su aire taimado y unas maneras clericaloides que inducían al recelo.

No obstante, todavía era un Pujol sin desflorar. Mostraba cierta contención de sus impulsos, y nada tenía que ver con el Pujol de los espasmos y turbulencias posterior.

Confieso que mi mente había dibujado una imagen distinta a través del nombre que años atrás se hizo famoso por las numerosas paredes de Barcelona en las que aparecía escrito Llibertat Pujol. Las pintadas se debían a su reciente encarcelamiento por inductor de unos disturbios en el Palau de la Música y autor de unas octavillas antirrégimen. Mi afición a toda clase de escaramuzas me había llevado a participar en alguno de aquellos primeros graffiti contestatarios, que, de haberse conservado, estarían hoy en lugar prominente del Museo de Arte Contemporáneo. En un país donde Tapies es el genio, es lógico que las paredes desconchadas y los graffiti formen parte de las Bellas Artes.

No parece necesario advertir que, si hubiera sido capaz de vislumbrar el futuro, la pintada hubiera sufrido alguna variación, como por ejemplo: Llibertat! Pujol tancat!

El motivo de mí presencia en la institución financiero-patriótica era aplazar una obsesionante letra que gravitaba sobre el indigente presupuesto de Els Joglars. El importe de la deuda era irrisorio, pero las amenazas de la Banca estaban redactadas como si estuviéramos a punto de arruinarlos. En mis anteriores visitas a los usureros autóctonos había sido rebotado de un despacho a otro, hasta que aquel día, quizá convencidos de que nos movíamos también en el meollo de la Cosa Nostra, se dignaron acompañarme a la tercera planta, donde estaba la madriguera del jefe.

Después de la inspección ocular y sin más, el mariscal Pujol acercó su enorme testa al dictáfono y, pasando de todo recato, ordenó a una secretaria que le trajera el Dosier joglars. ¡Me quedé petrificado! Media docena de titiriteros dedicados entonces a la pantomima, sin más capital que nuestros pantis negros, merecíamos todo un dosier. El asunto se ponía emocionante. ¡Nos tenían bajo control! En aquel momento experimenté, como la mayoría de ciudadanos que se saben espiados por un organismo relevante, una extraña sensación de vanidad.

Lamentablemente, no tuve tiempo de imaginarme demasiadas fantasías sobre el sofisticado espionaje militar, porque mientras aquel émulo catalán del Dr. No simulaba examinar atentamente el dosier, un incontrolado gesto de su brazo autonómico hizo resbalar sobre la mesa todo el contenido de este. Eran dos recortes de prensa reseñando nuestras actuaciones mímicas en un barrio de Barcelona. Nada más. El Mariscal ya estaba jugando a gobernar una nación con servicio secreto incluido.

A estas alturas tenía claro que los dos estábamos en bandos opuestos; hacía tiempo que los meapilas del catalanismo me daban la misma grima que los profesionales de la filantropía izquierdista. Por esa razón intuía que los acontecimientos desembocarían en un conflicto armado. Aunque resultaba evidente que los efectivos militares del Mariscal eran infinitamente superiores a los míos, y que, de momento, no podía más que adoptar una expresión beatífica frente al padrone, con el fin de ganar su confianza sobre mi lealtad inquebrantable a su pretendida nación. A pesar de mi hipocresía profesional, la esperable magnanimidad para con el cómico mendigo brilló por su ausencia, y aquella letra siguió peregrinando por otra cueva de Alí Baba, llamada entonces la Caja de Cataluña de la Diputación Provincial.

Desde hacía algún tiempo los encuentros con algunos destacados oficiales de la milicia cultural y económica habían ido enfriando mi adhesión al invento. Asistir en directo a las gestas de tan notables caballeros no era precisamente un incentivo para seguir luchando por una causa que ellos pretendían liderar. Tampoco se trataba de pasarse directamente al enemigo, sino de llevar mi plan de acción a un terreno que dominaba con cierta pericia desde mi infancia de niño flacucho: el ataque francotirador sin otra ortodoxia que mi propia intuición para escoger el objetivo.

Tiempo antes había realizado algunas maniobras prácticas en una nueva caserna del escuadrón cultural, llamada La Cova del Drac. El local estaba situado en pleno centro de Barcelona, en la calle Tuset, a cincuenta metros de la Diagonal, entonces avenida del Generalísimo Franco para más inri. La coartada consistía en una especie de cabaré literario, donde unos supervivientes de los estragos de la Nova Cançó tenían una nueva oportunidad para enardecer al personal. El artificio lírico había sido montado con la excusa de servir de trinchera cultural ante un enemigo siempre dispuesto al genocidio identitario. La calidad musical era de octavas más bien bajas, y las pretensiones, como siempre en este país, muy ambiguas, pues también perseguía la posibilidad de un floreciente negocio en el llamado Tuset Street, cuya vida nocturna había experimentado una subida espectacular en los últimos tiempos.

Nosotros, como de costumbre, actuábamos de tapadera. Seguíamos insistiendo allí con nuestras mímicas, pero, dada la condición de local nocturno, las formas pretendían imitar el estilo music-hall. Yo ejercía entonces el caudillaje de la compañía, porque, después de mi pronunciamiento, había liberado al sufrido público de la colección de mariposas, chicles, pulgas y demás cursiladas del general Font. Este, a su vez, se había liberado de la familia, viviendo amancebado en pecado permanente, y no creo que volviera a pisar más un templo, ni siquiera el de Girona, para confesarse humildemente de su extravío.

El oficial al mando de La Cova del Drac era Josep María Espinàs, un escritor vernáculo, cuyo mérito indiscutible consistía en escribir, precisamente, en lengua vernácula. Este aguerrido luchador cultural había sido fundador del batallón Nova Cançó, y una de sus mayores hazañas conocidas fue la de traducir al catalán las canciones de Georges Brassens. El egregio escritor, sin pensarlo dos veces, presa de un acceso de temeridad inaudito, la emprendió personalmente con las partituras, exhibiéndose ante el público guitarra en mano. Los que admirábamos al gran chansonnier francés y escuchamos un día la voz mal-castrati de Espinàs pensamos que el Código Penal debería tipificar tales desatinos como destrozos, estragos y terrorismo en propiedad ajena.

La Cova del Drac era un pequeño bunker con capacidad para cincuenta afectos a la causa, al que había que descender por una única y estrecha escalera. En estas condiciones y en caso de incendio no había, pues, escapatoria posible, y aquel escondrijo etnográfico catalán se hubiera convertido en un legendario asador de la cultura insurrecta.

Encerrados durante cinco horas todas las noches, los tres guerrilleros de Els Joglars destinados allí disponíamos de tiempo suficiente para proyectar con todo detalle los sabotajes que yo dirigía. A medida que iba conociendo a los responsables de aquella artimaña aborigen aumentaba la necesidad de no ponerles el camino fácil para sus planes. Las acciones estaban realizadas de forma que la culpabilidad recayera siempre sobre un sino adverso, o en el mejor de los casos sobre el misterioso enemigo externo. Esto último es de muy fácil adherencia en mi tribu, dada su inclinación natural a la paranoia.

Las operaciones se organizaban a partir de un estudio minucioso del terreno, accionistas principales y vip’s culturales que frecuentaban el establecimiento.

Sonaba el teléfono.

—¿Hablo con Paco de la Aldea, de La Cova del Drac?

—Yo mismo; dígame.

—Soy Folch i Camarasa [destacada personalidad cultural]; me reserva para el viernes cuarenta localidades en la primera sesión.

—Encantado de saludarle, señor Folch. Quedan reservadas. Les esperamos a las once de la noche.

La falsificación del cliente preferencial siempre corría a cargo de algún actor de la compañía con perfecta imitación, el cual nos contaba después los pormenores del diálogo. Diez minutos antes del día y hora reservados, llamaba de nuevo la ilustre personalidad ficticia.

—¿Hablo con Paco?

—Sí; dígame.

—Mire, soy Folch…

—Ya tienen las mesas dispuestas.

—Es que… estamos todos en Río [conocido cabaré barcelonés] y la verdad… aquí hay unas chicas muy maliciosas y atrevidas que hacen las delicias de mis amigos. Ahora no hay quien los arrastre a un local intelectual. Lo siento, pero tendrá que anular la reserva.

—Folch, ¡me hunde! ¡No me haga eso! ¡Me queda el Drac vacío!

Efectivamente, en aquellas veladas que anulaban los supuestos ilustres de la ceba nos tocaba actuar para una docena de espectadores. Pero el placer de haber finalizado la operación con éxito compensaba con creces la frialdad de un local casi desierto. Era un gustazo escuchar a los patricios del Drac maldecir a los notables de la tribu por los quebrantos causados en sus bolsillos.

Debido a esas informalidades, Paco de la Aldea, un magnífico barman que ejercía de maitre, empezó también a profanar la cultura catalana, y aunque la reserva telefónica fuera auténtica, exigía a los clientes un sinfín de condiciones restrictivas. Por fortuna, el bueno de Paco no sabía que cuando ofrecía una invitación de la casa a los clientes preferenciales de forma indirecta también estaba colaborando en el descrédito de la institución.

—Señor Vilaseca, ¿le sirvo un Chivas?

El accionista Vilaseca, con aire displicente, se tomó su güisqui, pero al primer sorbo dio unos ligeros chasquidos con la lengua.

Como es natural, el prohombre había detectado un saborcillo muy exótico en la bebida que seguramente atribuyó a los años de barrica, pues no podía imaginarse que estaba ingiriendo un insólito coupage Chivas-Aguas Menores Joglars.

Por su lado, el lumbrera Espinàs se pasaba el día investigando la causa de aquel nauseabundo perfume de puta barata que invadía el exquisito local dos o tres veces por semana. Con obstinada laboriosidad y discreción en el método, untábamos con un concentrado de perfume cutre desde la barra del bar hasta los filtros del aire acondicionado. Una vez acabado el show, los clientes no parecían salir de un local con ínfulas intelectuales vernáculas, sino de un mugriento burdel de la calle Robador, aunque, por supuesto, catalán.

Durante esas largas noches, encerrados en una especie de cuchitril almacén que hacía de camerino, esperando el turno de actuación, no pasaba día sin sabotaje. Cuando la monotonía alcanzaba el grado máximo de aburrimiento, un guerrillero voluntario salía a la cabina telefónica exterior a llamar al 091 (Policía).

—¿Policía? Oiga, he tenido que salir precipitadamente de La Cova del Drac porque hay allí un tumulto descomunal.

En otras ocasiones el tema era menos trivial: —Señor policía, tengo que denunciar un acto intolerable. Han empezado a gritar todos Visca Catalunya!

Cuando llegaba el coche zeta repleto de agentes, Espinàs, que no era precisamente un matasiete, tenía que refugiarse con toda urgencia en el excusado. Obviamente, después de tanta llamada, los de comisaría, mucho mejor dispuestos para el tute tabernario que para la actividad represiva, optaron por dejar un agente vitalicio en el local y así ahorrarse viajes.

El policía de servicio resultó ser un chico de nuestra edad, recién salido de la academia, algo fanfarrón aunque bastante afable. Los primeros días mataba su tiempo leyendo las novelas de Marcial Lafuente Estefanía, pero al cabo de tantas horas juntos acabamos jugando a montar y desmontar el arma reglamentaria en el menor tiempo posible. Las noches se hacían más llevaderas con aquel sinfín de «batallitas» contadas por el fantasioso agente, el cual, después de empinarla debidamente, nos hacía también partícipes de las marrullerías de sus superiores. La presencia en el local del confiado agente servía a Espinàs y su camarilla para justificarse ante los demás sobre la dimensión subversiva de su labor. Aquel joven policía apostado allí no podía imaginarse que su presencia era el símbolo de doscientos cincuenta años de represión catalana.

Nuestra confraternización con las fuerzas de ocupación era muy mal vista por el «estado mayor» del Drac, representado por Ermengol Passola, accionista mayoritario del tinglado. Se trataba de otro prohombre de la lucha cultural que, amparado en su floreciente negocio de muebles Maldá, se jactaba de tener siempre una mano en el bolsillo y otra en el corazón para aliviar los males de la patria. Llevado por tan fogoso amor hacia el terruño, cacareaba sin ningún recato que, en caso de victoria de su bando, disfrutaría enormemente aplicando la misma tortura que el enemigo español infligía a nuestros héroes en las mazmorras.

—Yo no le daría tantas confianzas al facha ese.

Passola se refería al joven policía, con el que también compartíamos risas. Un servidor le replicaba tímidamente, utilizando como atenuante la amabilidad del chaval. Pero Passola se mantenía en sus trece.

—Sí, sí, muy simpático, pero nos arrestaría al instante por reclamar uno solo de los legítimos derechos de Catalunya.

—Passola, este chico intenta hacer su trabajo con la mayor cordialidad posible…

—Mira, Boadella, no pasará demasiado tiempo sin que tú y yo tengamos el gustazo de ver a esos fascistas pudrirse entre rejas. Ya verás qué bien nos lo pasaremos pinchándoles los huevos.

Ello no impedía que cuando regularmente el comisario aparecía por allí de visita la experta mano del gerente le introdujera en el bolsillo de su chaqueta un buen fajo de billetes, gentileza de la casa.

Las lecciones prácticas de aquellos caudillos liberadores hacían mella en un simple cabo primera como yo, al mando de un reducido pelotón gestual. El panorama que ofrecían me inspiraba el deseo inconfesable de que, por lo menos, la pretendida guerra no la ganaran del todo semejantes aborígenes. De ahí los atenuantes morales con que contaba mi campaña subversiva, orientada al descrédito del antro contestatario.

Passola y Espinàs no eran un caso aislado. Juntos, encarnaban lo más típico y tópico de un embuste generalizado en forma de ofensiva cívico-cultural con fuerte tufo a incienso y mollera imperceptible. Viéndolos en su salsa, resultaba imposible sorprenderse ante la incombustible pervivencia de un franquismo senil.

Cada uno en su terreno, me proporcionó suficientes razones para el escepticismo; pero, sin duda, la mejor demostración de alcances encefálicos nos fue ofrecida por Espinàs. Esta evidencia se produjo el día en que un jovencito desconocido llamado Joan Manuel Serrat apareció con su guitarra, dispuesto a cantar. Interpretó en la primera parte, con sorprendente ternura, algunas de las canciones que después se hicieron famosas. Jaume Sorribas y yo lo escuchábamos con deleite en la misma proporción que Espinàs ponía cara pejiguera ante aquel novato.

Al finalizar la breve intervención, Espinàs, en un alarde de penetrante visión profética, se dirigió a nuestra actriz Marta Català, que ejercía muy graciosamente de presentadora, y le dijo:

—¡Vaya lata! Este chico no tiene ningún futuro en la canción. No lo presentes en la segunda parte.

Y como no tuvo ni la gallardía de comunicarle directamente su decisión, Serrat se quedó un par de horas en nuestro cuchitril esperando actuar de nuevo en la segunda parte. Al percatarse de que se habían olvidado de su presencia, se fue con su guitarra y no volvió nunca más por allí. No pasaron ni seis meses y aquel joven de cara risueña se convertía en el mejor cantautor que ha tenido la somera historia de la canción catalana. Lo fue, y lo sigue siendo, también de la española, a pesar de los funestos personajes que ejercían entonces como paladines de la recuperación nacional, lo cual podía hacer prever el futuro que se nos presentaba.

A pesar de tan elocuentes indicios, aún duró un tiempo mi ilusoria creencia de que, pese a semejantes sátrapas, quizá sería posible construir la Catalunya soñada. Estaba equivocado. La Catalunya que se instauró era la que ellos, precisamente, venían soñando desde la Guerra de Secesión. O sea, la revancha.

Durante los meses que estuvimos actuando en el Drac no hubo una sola jornada sin sabotaje. Tampoco es seguro que los siniestros causados promovieran demasiados escépticos a la causa de Pujol y sus secuaces, ni grandes quebrantos económicos al adversario, pero por lo menos aquel nido de mojigatería identitaria me sirvió como campo de maniobras para futuras campañas, algunas de las cuales se prometían muy reñidas.