Sin dejar todavía el relato de las primeras escaramuzas junto a los pretendidos libertadores de la tribu, debo admitir que las circunstancias me proporcionaron sobradas ocasiones para constatar la verdad inexorable y abandonar mi dilatada trastienda. Este fue el caso de las batallas mímico-musicales que emprendió la cruzada cultural, cuya visión de su tramoya interna tenía que haber sido motivo suficiente para forzar mi definitiva apostasía del culto vernáculo. En todo caso, seguía prevaleciendo una obstinada inclinación por cerrar los ojos a la realidad manifiesta a fin de no herir un mito que parecía más sagrado.
El general Font, con su propensión para arrimarse al sol que más calentaba en aquellas coyunturas, nos enroló en unas pretendidas gestas, en las que intervenían los más aguerridos luchadores líricos del momento. Yo seguía disciplinadamente la compañía, esperando la oportunidad para proclamar pronto un alzamiento que acabara con el contubernio de lo cursi.
Los heroicos actos patrios en que debíamos participar esta vez se anunciaban con espectaculares carteles: Raimon, Pi de la Serra, Lluís Llach, Enric Barbat, Rafael Subirachs, María del Mar Bonet y Els Joglars.
El mismo anuncio de combatientes se repetía en todas las plazas a conquistar, aunque alternando los cantautores con otros, centenares o miles, que decían pertenecer entonces al ejército de la Nova Cançó [Nueva Canción]. Naturalmente, en tales incursiones nosotros alternábamos también con nuestro armamento de simbolismos mímicos, caza de coleópteros, meneo de colores y otras metáforas más o menos crípticas.
En esta nueva «línea Maginot» del arte comprometido, la planificación militar llevaba como misión primordial la difusión de himnos patrióticos e incitaciones a la rebelión en catalán. Pero como el enemigo era muy quisquilloso, había que desistir de todo efectivo no homologado por los Gobiernos Civiles, y momentáneamente el arsenal rebelde se quedaba reducido a simples letras poético-cifradas y cantadas en lengua vernácula. Nuestra compañía ayudaba en las labores de camuflaje cubriendo la retaguardia y creando así un margen de confianza en el bando contrario mediante la mímica poética del silencio. Como en el escenario bélico no decíamos ni mu, no parecía que incitásemos a peligro alguno. Se intentaba dar al asunto una apariencia de inocente variété, como maniobra de distracción frente a un adversario al que suponíamos menguado de mollera.
Dadas las circunstancias políticas, nada de lo que se hacía allí era por descuido del contrincante; solo se ejecutaba, y con escrupulosa precisión, aquello que había sido tolerado y sellado. Servíamos perfectamente a los planes posibilistas de algunos notables estrategas del aparato enemigo, que consideraban aquellas tímidas embestidas como actos imprescindibles para la adaptación del régimen a los nuevos tiempos. Algunas veces, y con el fin de mostrar su potestad, no autorizaban un festival aduciendo motivos burocráticos, y otras censuraban una canción por demasiado explícita. Eran alardes de poder más que auténtica convicción de la peligrosidad de nuestros envites lírico-mímicos. Pero poco importaba, porque la masa de correligionarios se tomaba las variétés pretendidamente agitadoras como si fueran lances clandestinos, y gustaba de imaginarse al enemigo franquista rabiando ante la perversidad del ataque. Sí una canción había sido censurada, entonces era convertida en mito para la posteridad.
Sumergidos en este clima de simulacros bélicos, cualquier inocente referencia musical al viento o al abuelo Siset y su estaca[1] se convertía en símbolo de la imparable fuerza opositora, o de la demencia senil del dictador. De forma parecida debían de descifrar nuestra obsesión por vegetales, insectos y gestos esotéricos, porque, si no era así, tampoco logro comprender qué pintábamos en aquella guerra.
El festival patriótico de Sant Feliu estaba a punto de empezar y el bendito de Lluís Llach seguía llorando desconsoladamente. Su mánager trataba de calmarlo y decirle que en otra ocasión ya cerraría el acto de afirmación, pero el sensible luchador lírico no tenía consuelo. Yo observaba perplejo la escena desde una discreta posición, enfundado en unas mallas negras y la cara pintada de blanco, a punto de salir a la refriega pública.
En todas las plazas que pretendíamos conquistar se creaba la misma pugna entre los combatientes de nuestro bando. El conflicto surgía en el momento de organizar el orden de intervención en combate. La colocación de cada uno en el recital venía a considerarse la posición que ocupaba el cantante en el ranking regional, o sea, de menor a mayor importancia. El escalafón era similar al ejército regular: los que estaban situados en la retaguardia del festival ostentaban un grado superior a los de primera línea.
Llegados a esta situación, su ferviente militancia a la causa libertadora dejaba de ser temporalmente el objetivo supremo y cada cual procuraba barrer para casa. La discrepancia empezaba primero con subterfugios estéticos. «… Que si mi canción es más adecuada para cerrar… que si yo tengo un ritmo menos lento que facilita un final esperanzados… Que si tú ya cerraste el festival en Sabadell…». Al poco tiempo, el asunto pasaba a mayores con argumentos de naturaleza más contundente, como por ejemplo: ¡El público ha venido aquí a escuchar a Raimon!
A partir de entonces, el ya frágil protocolo se venía abajo, dando paso al sacramental. Nadie quería ser telonero del otro y todos lanzaban su mánager al ataque del contrario con el consiguiente riesgo de guerra fratricida. Como secuela de la discordia, una vez finalizado el acto, se podían distinguir a primera vista un montón de caras agrias. Pero si, además, alguien había sido vitoreado con más fervor, lo convertían en cordero pascual. Tampoco la sangre llegaba al río, pues para dejar abierta la continuidad de nuevas operaciones lírico-militares, la despedida entre ellos (como la de cualquier farándula) exhibía gran caudal de besos y abrazos, aunque detrás de tanta efusión planeaba subrepticiamente la sombra de Judas.
Desconozco los argumentos que utilizó aquel día el representante de Llach, pero lo cierto es que el festival lo cerró Raimon, como casi siempre. Llach enjugó sus lágrimas, cogió la guitarra y cantó con voz plañidera un repertorio de tres o cuatro temas en penúltimo lugar.
El aspecto juvenil y algo desvalido del cantautor provocó instantáneamente una subida de libido en las jovencitas presentes, a pesar de que los objetivos del asunto y las inclinaciones sentimentales del patriota no andaban en esa dirección. Poco antes habíamos intervenido nosotros con nuestras «mimeces» (o memeces), seguidos por los habituales teloneros con sus guitarras, los cuales se esforzaban en demostrar una persistente enemistad entre el instrumento y su voz. Pero como el fin no era filarmónico, sino militar, la masa de partidarios aplaudía hasta la extenuación.
Aquello no era más que el principio de una práctica cuya implantación acabaría siendo responsable de numerosos estragos en la tribu. Por el solo hecho de ser genuinamente autóctono, el control de calidad de cualquier evento ya nunca sería requisito esencial. Ese «rasgo diferencial» ha perdurado largamente; incluso merced a la Consejería de Cultura el «rasgo» ha venido sufriendo en los últimos tiempos un aumento espectacular. El mérito no se impone porque se considera una tendencia derechista.
Cuando empezó el ataque de Raimon, salí por la puerta de artistas que daba a la calle. El volumen de su voz no permitía demasiada proximidad sin riesgo para los tímpanos. Incluso así, hasta el exterior del teatro de operaciones llegaban con claridad los rugidos de su combate con Al vent [Al viento]. Sin duda, se trataba del mejor guerrero. Raimon tenía la contundencia de una paella valenciana mixta con todos los ingredientes animales y vegetales. Sin embargo, algunas de sus letras eran tan rudimentarias que, de haber transcurrido la existencia humana bajo aquellos edictos, no creo que hubiera acaecido ni el gótico ni el renacimiento; pero, aun así, no se le puede negar un aliento especial en sus desazones.
Dentro del teatro, nuestros leales reaccionaban enfervorecidos a cada frase «… No creemos en las pistoooolas… para la vida se ha hecho el hombreeee… y no para la mueeeerte…». ¡Mira por dónde! ¡Vaya descubrimiento! Todos estábamos de acuerdo con la obviedad, pero el dilema seguía siendo el mismo: ¿Quién ponía el cascabel al gato? O, más concretamente, al viejo.
La duda era demasiado pueril para entorpecer las elevadas misiones que el batallón cultural tenía encomendadas. Enfrentarse a ello radicalmente hubiera significado despojarse de muchas cosas y elevar de forma sustancial la cota de riesgo. No podían ponerse en peligro los líderes del simulacro; esas cuestiones estaban relegadas a la clase de tropa, la cual tampoco parecía muy dispuesta a ir más allá del griterío testimonial.
Un elemental análisis objetivo de la situación dejaba enseguida el artificio al descubierto. La falta de agallas quedaba patente, porque en el fondo cualquier guerra seria arrastra hambre, opresión tiránica o un ataque despiadado a la propiedad. No era el caso del crepúsculo franquista. Vivíamos ya demasiado felices.
Al instigar el recuerdo, mi mente reproduce algo tan paradójico como el clima de euforia, libertad y frenesí con que transcurrió la última década de dictadura. ¿Es nostalgia de la juventud la que ofusca esta rememoración, revistiéndola hoy con tintes optimistas? No lo descarto; pero incluso así hay que reconocer objetivamente que la vileza de un régimen exhausto nos proporcionaba a los jóvenes el incentivo de rebeldía imprescindible en esta etapa de la vida. El ansia por conseguir pasar algún día de perdedores a ganadores constituía un estímulo hacia la subversión, aunque, por supuesto, siempre simulada.
El riesgo estaba bajo control, y en general no iba más allá de las rutinarias conspiraciones caseras o de alguna que otra carrera delante de unos policías con problemas de obesidad. Si alguien tenía la suerte de poder exhibir un hematoma producido por un porrazo enemigo, los intereses a plazo fijo auguraban una buena rentabilidad futura, tal como hemos podido comprobar en las nóminas oficiales de la democracia. Cierto que hubo excepciones trágicas, torturas y ejecuciones, demasiadas; pero, aun así, solo en la proporción que confirmaba la regla mayoritaria. Los finales del franquismo nada tuvieron que ver con la brutal y sórdida posguerra.
Nosotros habíamos llegado a la feliz conclusión de que mediante una forma de vida noctámbula, etílica y procaz estábamos socavando ya los cimientos del régimen. En suma, deberíamos plantearnos si el Franco decadente de aquellos años no era una bendición para una juventud que necesitaba enfrentarse al malo de la película y vivir así bajo una dosis de generoso riesgo. Cuando el malo absoluto se ha diluido, hemos podido verificar cómo la dosis inoculada ha sido química, y en consecuencia el índice de mortalidad juvenil ha sufrido un notable aumento.
Los militantes antifranquistas se esforzaban en igualar a Franco con los dos iconos fascistas, Hitler y Mussolini (se tenía buen cuidado de omitir a Stalin). Era un concepto absolutamente engañoso: el fascismo de esos tres rufianes perseguía la creación de un hombre del futuro, ya fuera el comunista o el fascista, pero en todo caso un hombre nuevo que rompiera las ataduras con cualquier anacrónico pasado y especialmente con la herencia burguesa. Franco trataba de imponer precisamente lo contrario, volver a los valores caducos del siglo XIX, y en ese sentido su pretendido fascismo no era más que una completa falsificación. Lo que sufrimos en España era el encumbramiento de una cursilada con métodos despóticos y a menudo criminales.
Ciertamente, yo estaba en aquel simulacro de resistencia bélica, pero como víctima de mi propia esquizofrenia. Por un lado, sentía apego hacia el entorno, permanecía encandilado ante algunas expresiones características de la tribu que alimentaban mi sentimentalismo. Sin embargo, empezaba a detestar la mística que lo envolvía. El ambiente general de los guerreros culturales catalanes se movía en un clima tan afectado y beatón que me resultaba totalmente refractario. Era un tufo de naturaleza clerical el que invadía todo aquello y del que no se libraba ni la guarnición soviética del PSUC.
En definitiva, los largos años de dictadura habían conseguido un amplio contagio de las tácticas entre defensores y atacantes del régimen. Estábamos todos tan contaminados, que acabamos como el propio Franco, confiando incluso en la Providencia.
En última instancia, también habíamos depositado nuestra fe en la naturaleza, para que como mano justiciera asestara ella el golpe definitivo. Es evidente que para un viaje así no se necesitaba tanta alforja retórica.