GUERRA XI

Cuando sonó el teléfono estaba yo repantigado en el sofá fumándome un punto y leyendo el periódico como aquellos militares retirados que se adormilan apoltronados en el casino de oficiales. Hacía ya cierto tiempo que en lo concerniente a mis actividades bélicas por Cataluña me consideraba también en la reserva. Tanto tufillo pedestre había hecho mella en mi resistencia y la claustrofobia de la que a menudo me siento afectado empezaba a presentarme el territorio como un vagón del metro en hora punta y el personal malhumorado. En definitiva, falto de oxígeno estaba decidido a que mi teatro de operaciones tomara otros rumbos Había dejado de preocuparme por enigmas que no parecían tener solución, como por ejemplo: ¿Por qué entre un grupo de personas heterogéneas los catalanes siempre somos los más ridículos fuera de nuestro territorio? ¿Por resabiados? Josep Pla ventilaba tales dilemas con mayor precisión cuando escribía: «Este país de vuelo gallináceo y sentimientos escasos y áridos».

Bien es verdad que en esta y en otras cuestiones, como el aumento galopante de la mala educación en la tribu, no había conseguido aún desentrañar sus razones profundas, pero prefería no perder más tiempo en bizantinismos provincianos…

Descolgué finalmente el teléfono.

—Un momento, por favor; no cuelgue, que la señora consellera desea hablar con usted.

—¿…?

Eran las once y media de la noche.

—Qué tal, Albert; ¿cómo estás?

—Muy bien, consellera; pero asombrado de comprobar hasta qué horas se trabaja en la Generalitat.

—Es que hemos acabado justo ahora una reunión sobre las concesiones de este año para la Creu de Sant Jordi… y no quería dejar pasar más tiempo para comunicarte que…

En una décima de segundo mi cerebro se disparó al escuchar las últimas palabras de la consellera de Cultura, Caterina Mieras, y, ante la sospecha de lo que me estaba cayendo encima, trataba de encontrar una contestación adecuada.

—¡… se te ha concedido la Creu de Sant Jordi!

La respuesta salió automática.

—Os agradezco profundamente que hayáis pensado en mí para la distinción, pero lamento tener que deciros que no la puedo aceptar.

Mentiría si dijera que mi renuncia salió espontánea. Pascual Maragall llevaba un par de meses en la Presidencia de la Generalitat, y desde el cambio de Gobierno regional ya venía sospechando esta posibilidad. Ocurría lo mismo que unos años antes con el Gobierno del PSOE en España, cuando me concedieron el Premio Nacional de Teatro. Tuve tiempo de pensar mi respuesta con mucha antelación. Después de catorce años, no sabían a quién dárselo. Me tocó finalmente, pues quizá la compañía ya no les resultaba tan incómoda a los socialistas, aunque para matizar el compromiso me lo concedían compartido con un artista funcionario de los suyos. En aquella ocasión, después de unas palabras corteses a la ministra Carmen Alborch, le dije escuetamente que se lo dieran a un joven artista, pues a mí ya no me hacía ninguna gracia. Al aparecer publicada mi renuncia en los medios, los rapaces coleccionistas de premios me pusieron a parir porque les parecía que con mi rechazo rebajaba cotización en el mercado de los galardones. El pobre Juan Echanove recibió uno de nuestros disparo-carta en respuesta a unas declaraciones suyas sobre el tema. Esta vez hubo por mi parte una carga explosiva posiblemente excesiva. Siempre es difícil controlar la dosis exacta en el fragor del combate.

En el otro lado del teléfono noté una cierta consternación por la negativa de la Creu, y la consellera, no sabiendo qué decir exactamente, trató de encontrar, en última instancia, un argumento de peso:

—Te aseguro, Albert, que es el President directamente quien ha tenido todo el interés para que se te diera esta distinción. Se trata de restituir algo que debiera haberse hecho en el pasado.

Consellera, lo agradezco más aún, pero no puedo aceptar; simplemente, porque en lo referente a su significado esta distinción, mucho antes que yo, la merecen la mayoría de los catalanes.

Lamentaba tener que ponerle un problema precisamente a la consellera Caterina Mieras. Me parecía una buena mujer que había accedido al cargo por cuestiones de cuota y que después, cuando su labor mostró cierta eficacia, fue atacada despiadadamente por el estatus cultural catalán, que son, sin lugar a dudas, los más retorcidos tragones de prebendas de todo el Estado.

—Bien… tú mismo; pero ahora… ¿cómo soluciono el asunto…?

—Este país se halla repleto de gente que sentirá una enorme alegría de tener esta Creu. Con toda franqueza, no creo ser digno de ella; más bien, todo lo contrario.

Aquí acabó la conversación.

La Creu de Sant Jordi es un galardón creado por Pujol para distinguir a aquellas personas que hubieran realizado una labor en pro de Catalunya. Naturalmente, «su» Catalunya; es decir, según el modelo político imperante. Todos los años se reparten cruces al por mayor, por lo que cada día es más difícil encontrar un ciudadano que no la tenga. Una de sus peculiaridades consiste en que, al fallecimiento del galardonado, le regalan al muerto una necrológica en los periódicos con escudo de la Generalitat incluido.

Precisamente en mi obra sobre Josep Pla había una escena en la que mientras el escritor paseaba por el monte con un acompañante, este encontraba tirada por los suelos una de esas míticas cruces. Completamente consternado le comunicaba a Pla el insólito hallazgo, con lo que el escritor comentaba escuetamente: «Desde la implantación generalizada del automóvil, en estos parajes se puede encontrar cualquier porquería».

¿Cómo iba yo a aceptar la distinción después de tal escarnio en público? Pero había otro motivo mucho más profundo: en el poco tiempo que llevaba Pascual Maragall como President, la deriva nacionalista seguía con tanta o más firmeza que en la época del pujolismo. La gente que esperaba un cambio de rumbo en este sentido, por ser el PSC la fuerza mayoritaria en el tripartito, se quedó pasmada ante lo que acontecía a diario y, pasado el pasmo, empezó a cundir una sensación de traición.

Las actuaciones políticas de Maragall parecían solo encaminadas a convertirse en el conductor de masas destinado a llevar a su pueblo hasta la soñada liberación del opresor español. Yo lo había votado con la ingenua esperanza de que optaría, tras veintitrés años de dale que dale pujolista, por un cambio de rumbo sobre todo en las cuestiones identitarias. Confieso que, debido a mi conocimiento del personaje, las esperanzas tampoco eran ilimitadas. Lo había tratado con cierta asiduidad, y admito que en la distancia corta resultaba un hombre de cierta llaneza; pero también mostraba demasiada facilidad para permitirse accesos de niño consentido, con lo cual los niveles de frivolidad intelectual alcanzaban a menudo cotas elevadas. En su presencia siempre me asaltaba la misma duda: cómo un economista de considerable maremágnum mental, que parecía incapaz de organizar sus propias compras domésticas, había conseguido que Barcelona llevara a buen término y con indudable eficacia unos Juegos Olímpicos. Su actuación como President me sacaría de dudas en pocos días.

El estilo y la naturaleza del nuevo Gobierno tripartito quedó instantáneamente verificado con el viaje a Perpinyá de su Conseller en Cap, Carod-Rovira, a departir campechanamente con los pistoleros de las Vascongadas y Navarra. Además de todo lo que vino a significar esta primera hazaña, era la constatación más patente de que en Catalunya cualquier opción armada había fracasado, no por sensatez o pactismo como se hacía creer, sino por la comodidad que suponía vivir en la retaguardia con el frente militar a 600 kilómetros. En el fondo, a pesar de la distancia, estos chicarrones revoltosos del norte trabajaban también para nuestros intereses. Por lo menos, este era el criterio falaz, subyacente en la totalidad del nacionalismo catalán, y de aquí sus gestos de connivencia, como pedir diálogo con los asesinos de Ernest Lluch estando aún la víctima de cuerpo presente.

En resumen, a pesar de lo que venía aconteciendo con el nuevo Gobierno, la distancia con la tierra que me vio nacer era ya un abismo, mis ambiciones militares en este lugar se habían desvanecido en su totalidad. Lamentablemente, y con toda objetividad, una vez clarificado el panorama, me tocaba admitir que la guerra estaba perdida, y que si de alguna cosa había podido servir era, ¡oh gran paradoja!, para colaborar en el ascenso de los que ahora ostentaban el poder. En conclusión, había malgastado veinticinco años de mi vida en una estrategia de combate desacertada. Mi maestro J. M. Arrizabalaga, del que sigo alumno desde hace más de cincuenta años, me dijo una vez que una de las cosas más difíciles de la vida es saber escoger con precisión a los enemigos.

—¡Esto no se puede soportar! ¡Hay que hacer algo!

Arcadi Espada tenía que estar realmente muy alarmado por la deriva política, porque este hombre mientras se zampa una suculenta comida no plantea jamás temas trascendentes. Dolors había preparado un exquisito pollo criado en casa, rubricado con setas de Pruit, y el caldo acompañante era un Bourgogne Chassagne Montrachet con el que solo se pueden experimentar buenos sentimientos. Quizá por ello, Arcadi consiguió superar su natural impulso de voracidad gastronómica y nos sorprendió con un brote de filantropía realmente insólito en aquella circunstancia bucólica.

—No lo veo demasiado claro; dudo de que tenga solución; la epidemia está ya muy introducida y fuera de control. No albergo ninguna esperanza en este país.

Yo trataba de no contrariarlo del todo; pero, francamente, me sentía muy cómodo en la nueva condición de reservista y mis preocupaciones hacía tiempo que se iban desentendiendo de aquel parque temático del que se evaporaba día a día la vida inteligente.

Arcadi no cejaba en su empeño.

—Tendríamos que reunir un grupo de gente escogida para hacer frente al deterioro y al disparate en el que ha entrado la izquierda en Catalunya.

—¿Más manifiestos?

—Nada de eso. Hay que promover un nuevo partido político.

¡Maldita sea! Ya estábamos otra vez. Era como en aquellas películas antiguas en que se reclama la ayuda del viejo D’Artagnan que ya vive tranquilo en Gascuña cuidando pollos y cerdos. No obstante, estaba claro que si Arcadi había sido capaz de doblegar su naturaleza profunda, planteando el tema en pleno ágape, el asunto iba muy en serio. Con cierta pereza, y a pesar de mi escepticismo, no me tocaba más remedio que secundar los planes del amigo. Confieso que tampoco me desagradaba del todo la perspectiva de proscribirme yo mismo de mis conciudadanos con un torpedo en su línea de flotación, aunque intuía que abrir un boquete en el buque insignia parlamentario significaba para mí el destierro definitivo.

Al igual que Don Alonso Quijano antes de emprender la aventura, limpié las armas de orín y moho y me puse en camino del Restaurante-Hotel Barceló-Sants, que era el lugar secreto donde debíamos reunimos los conjurados. Sentados alrededor de la mesa, diez lumbreras nos disponíamos a provocarle acidez gástrica al Gobierno regional de izquierdas. Aunque, de momento, la acidez la encajamos nosotros en aquel selfservice de gustos, como mínimo, indescifrables. Es posible que Arcadi lo hubiera escogido para así evitarse dualidades entre el disfrute gastronómico y las especulaciones ideológicas que requería la cena. De los presentes en aquella primera reunión solo conocía a Félix de Azúa, Xavier Pericay, Iván Tubau y Francesc de Carreras. Los otros eran Teresa Giménez Barbat, Basilio Baltasar, Félix Ovejero y Ferran Toutain. Nada sacamos en claro en este primer encuentro, porque únicamente Teresa, Xavier y un servidor apoyábamos la tesis de Arcadi concerniente al partido; los demás estaban por los manifiestos. Una vez realizados los tanteos iniciales solo conseguimos, pues, decidir que seguiríamos reuniéndonos. Mi primera impresión fue más bien pesimista, porque allí había una mayoría de brillante personal de retaguardia, pero muy poco guerrero de primera línea. No obstante, el don de la oportunidad es uno de los signos más preclaros de la inteligencia, y el pronunciamiento de Arcadi debió de coincidir con el momento idóneo, pues, contra todo pronóstico, las reuniones no cesaron.

En aquellas juntas de estado mayor, cada uno hacía exhibición de sus depurados análisis sobre la situación política, con la particularidad de que, a pesar de coincidir con el antecesor, tenías que desarrollar otra versión más rebuscada si no querías pasar por un zoquete. Había un tono exhibicionista, casi infantil, en las demostraciones de materia gris, y a primera vista me pareció harto complicado que entre aquellos adalides de la teoría ensortijada surgiera algo concreto. También las procedencias eran muy diversas; el grupo podía aparentar a primera vista una cierta inclinación hacia la izquierda, pero siempre desde posiciones muy críticas con este sector. Algunos venían de antiguas escaramuzas en el terreno de la lengua; otros, del apostolado laico del camarada Lenin, y algún despistado, de las insignes familias pertenecientes al catalanismo moderado que ponen huevos en todos los nidos. Era un popurrí en el que decidir la fecha de la próxima junta ocupaba la mayor parte del debate; pero, a pesar de todo, a trancas y barrancas, la idea de partido político fue ganando terreno, aunque solo como inducción a la ciudadanía, pues la mayoría de aquel estado mayor querían permanecer impolutos ante un embrión de crecimiento todavía incierto. Confabulados durante casi un año para preparar el gran combate, se consiguió finalmente sacar a la luz un par de folios que llevaban por título Manifiesto por un nuevo partido político en Catalunya. Lo firmábamos quince conspiradores. Yo calculaba que, a ese ritmo de folios, la guerra empezaría cuando Catalunya fuera ya una diminuta provincia del imperio planetario chino.

Sin embargo, la presentación pública del manifiesto en rueda de prensa causó conmoción. El sistema no tenía previsto un ataque por este flanco. Más que un ataque, era un aviso de ataque; pero, aun así, suficiente para que el bando nacionalista tocara a rebato y empezara una contraofensiva con la finalidad de poner fuera de combate a unos mercenarios vendidos a la siniestra España y que encima osaban amenazar con un nuevo partido. En la forma como actuaron las fuerzas regionales a partir de aquel manifiesto, la libertad quedó maltrecha, la verdad escarnecida y nuestra integridad física insegura. En todo momento quedó demostrada mi creencia de que en Catalunya, más que una democracia, se había instaurado un régimen.

Con escasas excepciones, la totalidad de los medios de comunicación catalanes no solo fustigaron el proyecto, sino que la mayoría nos insultó descaradamente. Como acostumbra a ocurrir, y no al revés, los medios anticiparon la ofensiva, calentando el ambiente. Después, el propio Gobierno lo hizo por boca de su primer conseller, señor Bargalló, que además se permitió elaborar un sutil pronóstico de lo que podía sucedemos, estableciendo paralelismos con Jiménez Losantos; solo le faltó citar explícitamente el tiro en la rodilla, aunque por otros canales las amenazas de muerte fueron menos taimadas. El resto de partidos de todo signo expuso sus reprobaciones, que iban desde el desprecio más burdo hasta la mofa en la forma de vaticinar nuestro estrepitoso fracaso. El gremio más corrupto de la sociedad catalana reaccionaba cerrando filas para que nadie accediera al botín sin su beneplácito. Lo más suave fue llamarnos intelectuales pijos, mientras la izquierda se dedicaba afanosamente a colgarnos su machacona catalogación de fachas.

A partir de aquí, para calificar a los conjurados, y obviando que aún no se había constituido ningún partido, se utilizarían dos titulares: «el partido de los intelectuales» o «el partido de Boadella». No sé cuál de los dos me parecía peor. Era previsible que al ser precisamente yo el guerrero más conocido del nuevo ejército me llevara la mayor parte de los palos; una leña que acostumbraba a ser diaria y reiterativa. Solo tenían que añadir a mi pérfido currículo esta nueva gesta para convertirme ante la tribu en su enemigo público número uno.

Paradójicamente, la impúdica exhibición de obscenidad y degradación de los medios tuvo un efecto contrario. Aquella saña exacerbada contra un puñado de guerreros desarmados incitó la curiosidad de muchos ciudadanos que intuyeron viles intereses en el ataque despiadado. El eslogan daliniano que se hable de mí aunque sea bien empezó a funcionar.

Mis razones para sumarme a esta guerra fueron expresadas en la rueda de prensa con estas palabras:

Después de tantos años dedicados a un arte cuyo fundamento es tratar de captar lo que puede interesar o necesitar el público, me atrevo a plantear la hipótesis de que hay mucha gente en este territorio que se encuentra en una situación similar a la nuestra.

Esta dilatada práctica de mi oficio me ha llevado a constatar que detrás de las palabras, las frases o las inclinaciones intelectuales se esconden impulsos fisiológicos muy precisos; sin ellos, nada profundo es posible. Por ejemplo: resulta evidente que un súbito deseo sexual ha creado grandes páginas de la poesía amorosa.

En este sentido, durante las últimas semanas, vengo preguntándome cuáles son las necesidades físicas que me llevan a coincidir con las ideas de estos compañeros de viaje, y he llegado a la conclusión de que mi reacción ideológica proviene directamente del hígado y del sistema digestivo.

Les explico: ustedes comprenderán que por pura deformación profesional puedo sentir una enorme atracción ante el espectáculo público de la perversidad, el despotismo, o incluso ante los canallas y los monstruos químicamente puros. De la misma forma que me seducen profesionalmente tales expresiones de la ferocidad humana, la tontería y la gansada provinciana me sumergen en la más profunda depresión. Hoy, la política catalana es solo esto: un conglomerado de cursis y capullos con la justa proporción de mangantes en nombre de la patria. En este desierto cerebral, por no haber, no hay ni políticos diabólicos.

Obviamente, puedo seguir compensando estas frustraciones cívicas con buena gastronomía y mejores vinos, que hoy no faltan, pero también me parece injusto que por el empeño de unos estafadores especializados en falsificaciones sentimentales tengamos que acabar en la intoxicación compulsiva o con el sistema digestivo y el hígado destrozados. Por lo tanto, se trata de incitar a todos los ciudadanos de este rincón del Mediterráneo que les sucede algo parecido a sumarse al manifiesto como reacción no tan solo cívica, sino de estricta conservación de la salud. Creo que esta es una razón muy sólida, porque no es de carácter místico. Es solo una motivación de pura supervivencia física, y ante ello estoy convencido de que somos muchos los que en este país no deseamos perder la salud por culpa de unos desatinados delirios provincianos.

Después del éxito de la primera ofensiva, la euforia invadió el estado mayor, pero al mismo tiempo ocurrió algo muy curioso: los conjurados, que habían previsto una respuesta convencional del enemigo, quedaron completamente amilanados ante la sorprendente ferocidad del contraataque. Para colmo, se topaban en sus actividades sociales, culturales o docentes con colegas que les increpaban por su traición a las esencias. Completamente deprimidos y también temerosos de las represalias profesionales, de la noche a la mañana, se convertían en prófugos. Empezaron así las primeras deserciones del grupo promotor. Una cosa era firmar alguna de aquellas anteriores proclamas donde se instigaba al prójimo para que se lanzara al campo de batalla, y otra muy distinta combatir directamente. Ahora se trataba de bajar a la arena y medirse con los políticos convencionales en la operación de arengar a las masas del cinturón de Barcelona y demás localidades catalanas. En este período de la campaña bélica, las molleras demasiado refinadas no resistían la rudeza del cuerpo a cuerpo y se iban esfumando discretamente para refugiarse en sus selectas atalayas de análisis. Con cierta guasa y una pizca de machismo, yo les llamaba las nenas.

Las primeras bajas fueron sustituidas por nuevas incorporaciones a filas y cada vez las reuniones eran más multitudinarias. Para poder tomar decisiones rápidas se utilizó una estrategia de comunicación inmediata por medio del correo electrónico. En ese aspecto concreto, la iniciativa tendría la originalidad de ser el primer partido que se formaría a través de Internet.

En los primeros tiempos los correos eran puramente funcionales con el fin de resolver cuestiones prácticas, pero poco a poco las rivalidades y los recelos intelectuales o literarios empezaron a tomar protagonismo entre un puñado de conjurados. Uno abría el correo por la mañana y se encontraba con retorcidos culebrones repletos de intempestivas acusaciones, cuando no de insultos y denuncias sobre la falta de ética de alguno de los contendientes. Era evidente que las eternas envidias literarias afloraban con toda acritud, aunque se intentaba camuflarlas bajo la excusa de disidencias dogmáticas. Como no había leído un solo libro de aquellas insignes mentes, la mayoría de las veces me sentía un marciano en medio de un rifirrafe del cual no conseguía discernir unas mínimas razones que fundamentaran el estrepitoso gatuperio, y mucho menos que justificaran las iracundas dimisiones posteriores. Había gente que cada semana presentaba la dimisión, o amenazaba con ello, como si el invento se fuera al traste sin su erudita presencia. El circo dialéctico era diario. Algunos miembros del estado mayor se revelaban incapaces de controlar viejos automatismos de su militancia marxista y se pasaban el día organizando complejas tramas para ir tomando posiciones de poder en el interior de un ejército que aún combatía con mando colegiado. Lo curioso de su conducta es que tampoco pretendían liderar directamente el batallón, porque ello podía significar un riesgo; su afición irreprimible era esencialmente conspirar desde la sombra. Entre los unos y los otros, el recuerdo de las bregas escolares de la adolescencia se me hacía presente en cada conflicto.

En el fondo, aquel panorama interno explicaba precisamente la larga permanencia en el poder de nuestros adversarios. Si durante veinticinco años un régimen de majadería política seguía resistiendo con tanta firmeza era porque aquellos conjurados encarnaban la auténtica sustancia de la oposición. Pero incluso, a pesar de las miserias y las carencias, hay que admitir que venían a personificar lo mejor que corría por el país. Clara demostración de ello es que durante esta etapa inicial ninguno de los que se autoexcluyó por un pueril berrinche jamás hizo pública la más mínima disidencia.

El campo de operaciones de nuestra guerra lo habíamos previsto exclusivamente en los límites del territorio regional, pero al poco tiempo de empezar las hostilidades el ejército étnico-vernáculo recibió refuerzos y apoyo logístico en cuestiones territoriales por parte de las huestes del caudillo Zapatero que acababa de conquistar España. Este refuerzo inesperado y traicionero de los socialistas españoles fue definitivo para infundir una moral granítica al enemigo nacionalista, el cual, con el respaldo del nuevo caudillo, creyó llegada, después de la derrota frente a Felipe V, la gran oportunidad histórica de Catalunya para urdir la represalia secesionista. El resto es de sobra conocido: una bazofia intervencionista redactada como Estatuto, la desvergüenza del 3 por 100 en el Parlamento, las majaderías de Esquerra Republicana, una colección de incontinencias verbales del President Maragall y un interminable rosario de despropósitos en el funcionamiento general del país. En definitiva, una demostración más de que lo esencial para ellos no era los problemas de la Catalunya real, sino seguir medrando a base de alimentar la ficción general con cargo al contribuyente.

El hecho más relevante durante nuestra preparación de efectivos para el combate definitivo fue encontrar el nombre: Ciutadans de Catalunya. Teresa Giménez nos proporcionó esta definición tan perfecta, a la que debemos gran parte del éxito inicial. En nuestro país existe verdadera escasez de ciudadanos en el sentido que atribuye a este término la Ilustración. El nombre de la plataforma fue una definición estratégica porque sitúa el problema esencial de nuestra nación en la contemporaneidad. España continúa padeciendo una mayoría de «pueblo» de «súbditos», e incluso de «vasallos vocacionales», y ello constituye uno de los mayores fracasos de nuestra democracia. Es evidente que desde la transición se percibe un mejor conocimiento de los derechos, pero sigue faltando una conciencia de los deberes, especialmente los referentes al compromiso personal en el funcionamiento de la colectividad. Pervive la ancestral dejación de las responsabilidades sobre quien ostenta un cargo superior. Eso comporta una resignación, a veces indigna, que se manifiesta en unas tragaderas disfrazadas de juicioso conformismo. En nuestro país la cobardía personal de la gente adquiere popularmente reputación de sensatez. La aquiescencia mayoritaria con el franquismo a partir de los años sesenta no se entendería si no fuera bajo esta lacra.

Para comprobar prácticamente la atávica aprensión de los españoles a reflexionar como ciudadanos libres, solo hay que escuchar hoy al «pueblo» cuando los micrófonos de los medios salen a la calle; entonces la opinión «popular» se convierte en uno de los espectáculos más deprimentes de nuestro país. El problema esencial que plantea semejante panorama es que no existen matices; solo hay dos reacciones extremas que se han alternado cíclicamente: la vil pasividad o el exterminio del adversario.

La denominación Ciutadans de Catalunya evoca también la primera frase que pronunció el President Tarradellas desde el balcón de la Generalitat en su regreso del exilio. No era casual; tuvo treinta y ocho años para pensársela. Dirigirse a los congregados en la plaza de Sant Jaume como ciudadanos y no como catalanes significaba poner por delante los derechos individuales sobre los derechos de los territorios. Este era precisamente el principio fundamental del ideario que Ciutadans de Catalunya iba elaborando.

Un año después de iniciar las hostilidades con la aparición del manifiesto se empezó a preparar el congreso constituyente que debía dar paso al partido, cuya finalidad primera era colocar una cabeza de puente en la fortaleza parlamentaria. De los quince oficiales que formaron el estado mayor inicial, ya solo quedábamos en activo cinco: Teresa Giménez, Arcadi Espada, Francesc de Carreras, Xavier Pericay y un servidor. En cambio, un abanico muy numeroso de gente diversa, repartida en gran cantidad de localidades, trabajaba incansablemente en primera línea. Formaban parte de un segmento de la ciudadanía que se había sentido siempre marginada del modelo impuesto por quienes ostentaban la casta de los genuinos aborígenes.

Con bastante antelación, los supervivientes del estado mayor habíamos dejado muy claro que no deseábamos dedicarnos a la política activa, y que, por lo tanto, entre los nuevos seguidores debían surgir los futuros líderes. Como era de prever, en estas condiciones, sin una figura carismática, el congreso arrancó con un desbarajuste monumental. Reinaba un caos absoluto y a medida que pasaba el tiempo podía ocurrir cualquier cosa. Traiciones, deslealtades, intrigas y toda clase de maniobras propias de los congresos se sucedían allí a ritmo vertiginoso, de tal manera, que no conseguías estar nunca al corriente del último contubernio. Cualquiera podía ser líder, y esta posibilidad instigaba las soterradas ambiciones de los arribistas, los cuales no daban abasto para situarse en todos los corros. No había ni la más ligera sombra de autoridad, y sacar el careto por aquellos locales era una peligrosa insensatez, ya que podías encontrarte liderando una facción que ni conocías. A medida que la hora final se acercaba, una manada de cuervos de los medios informativos esperaba en el café frotándose las manos ante la hecatombe que se avecinaba. En el centro neurálgico de la contienda, los militantes codiciosos de poder tenían la vejiga a punto de reventar, porque no osaban perder un segundo en el baño. Dominados por la desesperación, con los minutos contados para la clausura y sin ningún acuerdo, se decidió votar una sola lista con el fin de que, por lo menos, pudiera surgir una ejecutiva. La singularidad del asunto estaba en un estrambótico procedimiento bajo el cual el primero por orden alfabético sería el presidente. Es de suponer que quienes instigaron esta fórmula demencial debían de tener alguna esperanza de salir elegidos. No obstante, un extraño giro del destino hizo que fuera el nombre, en vez del apellido, lo que decidiera el orden, con lo cual el primero se llamaba Albert, de apellido Rivera; o sea, que por lista de apellidos no habría salido elegido. En resumen, el congreso se decidió como quien juega al tute; pero, como ocurre con los juegos de azar, la convicción no está de más para el triunfo. En aquel panorama caótico fue lo mejor que podía haber sucedido.

Un abogado muy joven, de cara risueña, hacía su primer y brillante discurso de presidente; en el futuro solo quedaría la imagen y poca cosa más, porque lo más rutinario caería como una losa sobre los utópicos afanes; pero en aquel momento, de forma tan azarosa como inusual, quedó demostrado que, al margen de las bajezas humanas, cuando algo encarna el empeño auténtico de un colectivo, los acontecimientos acaban por amoldarse a su necesidad. Estaba claro que Ciutadans representaba las aspiraciones de un sector de catalanes y, como siempre ha sucedido, el futuro dependería de lo que este segmento de la ciudadanía estuviera dispuesto a guerrear por sus deseos. Las expectativas tampoco eran infinitas, pues hasta entonces habían permanecido fuera de combate. Este era el objetivo fundamental: convertir un rebaño de sumisos contribuyentes en ciudadanos. Un ideal que sin duda era de naturaleza quimérica pues se trataba de una lucha desigual contra el ADN de una colectividad con síntomas ostensibles de narcisismo autocomplaciente.