Estamos a finales del año 1961. Els Joglars, aquella recién nacida compañía de mimos, entre cuyas aspiraciones se incluía la lucha identitaria destinada a la salvaguarda del arte y la cultura autóctonas, instaló provisionalmente su cuartel general en el palacio Dalmases, de Barcelona. El vetusto edificio era entonces sede del Omnium Cultural de Catalunya, otra pretendida organización guerrera para combatir el intento de genocidio étnico por parte del enemigo español, que, según decían, venía perpetrándose desde el reinado de Felipe V. Como secretario general de la entidad, desempeñaba el mando J. B. Cendrós, un tipo fachenda que vestía a lo yanqui, mientras paseaba por allí su prepotencia, en mérito de haber creado un floreciente negocio de masajes faciales, llamado Floïd.
Treinta y cinco años después se convertiría en personaje coprotagonista de mi obra La increíble historia de doctor Floït & Mr. Pla, no sé todavía si por represalia contra aquel líquido horrendo que después del afeitado escaldaba mi piel aria, o por reivindicar al gran escritor Josep Pla, al cual el pollo en cuestión había vetado reiteradamente el Premio de Honor de las Letras Catalanas que otorgaba su organismo de salvación nacional. Un hecho que por sí solo atestigua cómo en poco tiempo dicha organización de combate desviaría en 180 grados la trayectoria de sus disparos, dedicándose con notable celo a perseguir y silenciar al enemigo interno.
No obstante, en aquellos momentos, todos simulábamos estar en la misma trinchera. De aquí nuestro afán de jóvenes guerreros en ocupar todo el tiempo disponible a entrenarnos frenéticamente para la contienda.
—Bueno, chicos, vamos a representar con el cuerpo los distintos colores. Yo cito un color, y cada uno expresa libremente aquello que le sugiere. ¿Estáis de acuerdo? Pues adelante…
Quien daba estas órdenes tan crípticas era Antón Font, que, junto a mí, ocupaba la jefatura del imberbe batallón. Font no era tan joven como el resto, ya tenía algunos retoños creciditos, y por esta razón pretendía ejercer su dominio moral sobre la compañía, y cuando digo moral lo hago extensible a todas las excepciones del término, pues era inclemente con cualquier debilidad erótica de la joven milicia. Reprimir los ímpetus de aquella tierna carnada no era tarea fácil si tenemos en cuenta que la mayoría, al margen del consabido amor a la patria, militaba allí con la esperanza de pescar otra suerte de amor que calmara sus picores.
El general Font también estaba ojo avizor sobre los que no cumplían con las obligaciones religiosas y se permitía dar por sentado que todos eran devotos del nacional-cristiano-catalanismo con sede en Montserrat. Fue este guardián de las esencias quien redactó en 1961 el código militar fundacional que incluía una cláusula destinada a guiar la orientación de nuestras incursiones escénicas. La cláusula en cuestión señalaba como objetivo: «… una voluntad de crear inquietud popular para recuperar los derechos cívicos y nacionales, ahora oprimidos en Cataluña». Ciertamente, lo de «crear inquietud popular» parecía más propio de una quinta columna que de un ejército regular, pero, en definitiva, allí todo valía para la causa.
Esta beligerancia táctica atestiguaba las similitudes entre los contendientes de la supuesta batalla, porque al general Font y al entonces capitán general de la IV Región solo los separaban ligeros matices estratégicos. Como se puede entrever, el ánimo patriótico y moralista de los dos era idéntico. Mientras uno imponía públicamente sus pundonores morales bajo los auspicios del caudillo Franco, el otro lo hacía de forma encubierta, bajo sobrentendidos místicos y políticos, preconizados por el abad Escarré de Montserrat, que ejercía entonces de «Subcomandante Marcos» al amparo de la Virgen negra.
¿Qué pintaba yo en semejante berenjenal? En realidad, no era más que el único experto de la compañía en tácticas de combate escénico, porque los demás, incluido Font, no tenían ni zorra idea de luchar en un teatro de operaciones. Un servidor poseía cierta formación extranjera y había practicado algunas maniobras de distracción para no ofrecerse uno cándidamente como blanco de la conmiseración pública. Fuera de esto, mis dieciocho años me hacían soportar una cabeza llena aún de confusión sobre dónde había que disparar y quién merecía ser amado. El dilema propiciaba una actitud cismática por mi parte, que aprovechaba el sicario montserratino Font para erigirse en generalísimo absoluto de las maniobras.
—Ahora pasamos del rojo al azul… así… en una lenta transición y de forma que transmita un universo de libertad en el cuerpo.
Los reclutas mimos hacían lo que podían. Acababan de removerse como primates en celo bajo la advocación del rojo, para iniciar seguidamente una demostración de sinuosidades mariquitas inspirada en el azul. El muestrario del «universo de libertad» era deprimente, pero el escuadrón de quintos en pantis estaba dispuesto para las peores calamidades con tal de contribuir a la enigmática misión. A pesar de encontrarme en pleno noviciado de la vida, ya me parecía dudoso que con semejante catálogo de melifluas veleidades consiguiéramos sembrar «inquietud popular» y ganarle al enemigo la pretendida guerra de liberación.
Sin embargo, el general Font no conocía el sentido del ridículo; lejos de amedrentarse ante aquel aciago panorama, se lanzaba obstinadamente al ataque, embozado en su Mec. El personaje era una copia ñoña del famoso Bip del gran mimo Marcel Marceau, solo que ajusticiado por la penuria expresiva y el gusto edulcorado de nuestro general. Aquí cazaba mariposas, allí cogía una flor, ahora me zampo un chicle y hago con él un inmenso globo, después me busco la pulga… En fin, los ingenios militares no podían ser más letales.
El repertorio, en vez de espantar a enemigos y aliados, hacía las delicias de un público militante, dispuesto en aquella coyuntura operativa a vitorear incluso un escenario vacío con tal que rezumara un fuerte olor a ceba.
El relieve especial que concedo a las hazañas del general Font en esta primera campaña no es solo para rememorar la brillantez de sus aportaciones a una causa fingida, sino porque personificaba el típico retrato de la simulación antifranquista catalana moviéndose en el contexto del supuesto combate cultural contra la dictadura. La impostura de esos pobres diablos solo la desenmascara el tiempo verificando el historial de su pancista vida; pero, si no hubiera estado yo tan ensimismado o embobado, habría intuido con más prontitud las consecuencias finales de aquella solapada falacia. Al abrigo de la juventud nos permitimos ciertas dosis de imbecilidad, que a veces, como es mi caso, tardamos demasiados años en desahuciarla… en parte.
—¡Detenga el autocar en Girona y así toda la compañía podrá ir a misa!
El general Font dictaba esta orden al chófer mientras regresábamos de Olot. Confieso que me quedé perplejo ante semejante audacia, pero una mayoría de guerrilleros acató mansamente el mandato, y solo unos pocos cruzamos algunas miradas discordantes esperando la ocasión para convertirnos en prófugos.
En el teatro de operaciones de Olot habíamos realizado unas demostraciones prácticas de nuestros efectivos mímico-militares; como de costumbre, a base de expresar colores en libertad y un sinfín de mariposas y otros insectos pululando por el escenario bélico para acabar siendo cazados por Mec y su tropa. Como era de esperar, el enemigo no dio señales de vida y quienes sí asistieron a las maniobras fueron un puñado de correligionarios que a juzgar por la sonrisita diferencial —típico rictus labial catalán que se hace mientras se aprieta el culo— parecían estar todos en el ajo de la guerra sin cuartel que se venía organizando en la patria bajo el manto clerical.
Es muy posible que buena parte de aquellos secuaces colaborasen con la rebelión, a base de sonetos inescrutables, temerarios garabatos vanguardistas, cursos prematrimoniales en Montserrat o simples reuniones clandestinas para determinar día, hora y lugar de la próxima reunión.
Una vez llegados a la inmortal Gerona, y dando por sentada la asistencia de su tropa al sacrificio sagrado, el general encabezó la compañía hacia un templo donde, al parecer, había un cura castrense del batallón «Concilio Vaticano II» que oficiaba en catalán la misa vespertina. Con la excusa de un atajo en el camino, los escasos confabulados en el motín tomamos una dirección opuesta y salimos zumbando en dirección a la gran catedral gerundense, aunque tampoco con el propósito de escapar del fuego para caer en las brasas, sino buscando el auténtico objetivo de la deserción que era un establecimiento muy cercano a la basílica. Se trataba del Arc, un exquisito café al pie de la escalinata, cuya colección de güisqui se consideraba la más exhaustiva del país.
Nuestra condición de sediciosos y el alcohol animaban la conjura, aunque los escasos medios pecuniarios de que disponíamos no daban para catas de güisqui y tuvimos que conformarnos con una buena remesa de cubalibres.
De aquel reducido grupo, donde estaban Marta Català, Esperanza Fonta, Jaume Sorribas, Enric Roig y Enric Vidal, surgiría posteriormente el golpe de Estado que, encabezado por un servidor, originaría el despliegue de la compañía por toda España y algunos países europeos. Pero esto es otra guerra.
Pasadas un par de horas conspirando y algunas demostraciones de delirio etílico en las escaleras de la catedral, volvimos al autocar entre risas y cantos, como legionarios regresando al cuartel después del permiso dominical. Allí nos esperaba el general Font, con un cabreo tal que había malogrado ya el estado de gracia conferido por la eucaristía. El resto de la milicia se mostraba también explícitamente mosqueada por el escaqueo, y la pelirroja Gloria Rognoni, que era una meapilas de mucho cuidado, nos largó unos cuantos improperios por nuestra falta de solidaridad con el pelotón. Pero como los tiempos cambian, y nosotros con ellos, aquella pelirroja se mutaría en atea militante, el moralista general Font canjeó mujer y retoños por una jovencita y un servidor ha venido traicionando reiteradamente el artículo del código de 1961 referente a «… Los derechos cívicos y nacionales».
En este sentido, me ha considerado traidor a todas las esencias un buen número de adeptos de los que vitoreaban entonces nuestras hazañas y también —¿qué le vamos a hacer?— algunos cofrades de milicia. Traición a los objetivos militares, connivencia con el enemigo (me refiero al español), destrucción del mito colectivo-asambleario y deslealtad a la pantomima por adulterio con el teatro literario. Obviamente, es una cruz con la que debo cargar, ya que solo un estrepitoso fracaso en mi vida personal y artística me hubiera librado de tales acusaciones.
Transcurridos más de cuarenta años desde aquellos primitivos episodios, es asombroso constatar cómo semejante ejercicio de mentecatez y simpleza de mollera pudo desembocar en una de las experiencias escénicas más relevantes de las últimas décadas. A esa estimulante aventura se le ha seguido denominando igualmente Els Joglars. No obstante, hasta conseguir mi actual liberación de los lastres étnicos y de un puñado de parásitos que (bajo pretextos asamblearios) pretendían vivir al cobijo de mi buena estrella, tuve que pasar por muchas otras peripecias bélicas.
Lamentablemente, tardé demasiado tiempo en acumular seguridad y resolución suficientes para impulsarme a la deserción definitiva de todas las engañifas generacionales. Esta lentitud en reaccionar sería causa de muchos combates que hubiera podido destinar a objetivos bastante más eficaces.