Desde hace treinta años nunca me pierdo la muestra de sutil coquetería que me ofrece la vida en común con una mujer, y esta vez, como de costumbre, acabo sentado en el taburete del vestidor para observar los tejemanejes de Dolors con el vestuario. Ya sé que sin estar presente en el proceso el resultado final también puede ser una sorpresa muy atractiva, pero, debido a mi deformación profesional, siento mayor complacencia asistiendo a la tarea de composición.
Hoy vamos a salir por vez primera después de unos meses de retiro convaleciente, pero antes me quedo pasmado contemplando la soltura y el garbo con que Dolors se va probando frente al espejo las distintas prendas a escoger. Así como me cautiva verla pintar, me ocurre algo parecido en la selección del ropero; su talento de artista aflora igualmente en la búsqueda de formas, colores y texturas del vestuario. Si combina o no el rojo y el pardo, si los zapatos hacen juego con el bolso, si la blusa transparenta en exceso… Se trata de una actividad frenética realizada con una gravedad a vida o muerte.
En tales casos, ella exige que mi presencia no sea de simple voyeur, sino que colabore con opiniones técnicas y polemice sobre el efecto final del modelo. Al inicio de la sesión contribuyo disciplinadamente al objetivo, pero siempre acabo distrayéndome porque mis automatismos machos se imponen al protocolo que requiere el acto. Así es como empiezo a disparar una retahíla de piropos que van desde lindezas galantes hasta rusticidades de albañil en celo. Eso sí, durante el recitado del repertorio, la profesionalidad se hace patente en el perfecto ajuste de los requiebros al ritmo del striptease ascendente y descendente. Lo cual no obsta para que la mayoría de las veces me convierta en un estorbo de tan primoroso ritual y muy a menudo, por no reprimir el tacto, acabo expulsado de la cautivadora cámara de la feminidad. En mi defensa solo puedo aducir que estos alardes diferenciales del otro sexo se convierten en los mayores señuelos para quienes la mujer ha ocupado la principal obsesión de nuestra vida.
La conclusión final es excelente. Hoy el aspecto de Dolors es radiante, y tras estos meses de austeridad sensual la vuelvo a mirar encandilado. No hay duda de que la ocasión lo requiere, porque desde nuestro dorado exilio francés, a orillas del Mediterráneo, entraremos en territorio comanche para asistir al acontecimiento artístico más importante de las últimas décadas en Europa. La reaparición del torero José Tomás en Barcelona no solo adquiere un significado trascendental desde el punto de vista del arte, sino también de la política. Nunca en la historia del toreo se había despertado un interés tan enorme por una corrida. Esta vez el nacionalismo ramplón ha encajado una derrota espectacular desde un frente imprevisto. Creía tener cautiva y desarmada a la afición torera en Cataluña, y de golpe la Monumental se llena hasta la bandera con gente de todas partes. Tan solo la cantidad de corresponsales extranjeros que asisten al acto no la pudo ni soñar el más relevante evento cultural catalán. Es la victoria de un artista sobre la estulticia de un poder degradado, dedicado afanosamente a esconder la realidad que no le conviene.
Antes del comienzo de la lidia el ambiente de la plaza queda reflejado fielmente en la euforia general, porque el mayor triunfo de la tarde es la solidaridad que despierta una afición compartida y largamente reprimida. También nosotros estamos exultantes. Hay media compañía en los tendidos regodeándonos todos con la sorprendente victoria. Seguramente será una victoria pírrica, porque la venganza pasará por la futura demolición y recalificación de la plaza, pero, después de nuestra derrota y repliegue en una larga guerra contra el mismo adversario, nos invade un placer indescriptible al constatar que Sodoma alberga todavía a un puñado de ciudadanos no contaminados. Ante ello, un colega de la compañía me pregunta:
—¿Y estos por qué nos dejaron solos ante el boicot tribal?
—Seguramente porque el teatro, a diferencia de los toros, ya no es un arte del pueblo.
En la Cataluña actual los toros parecen el reducto póstumo del tópico seny i rauxa que dicen que caracterizó un día esta tierra. En los últimos tiempos lo único que me interesa de ella es una sola hectárea, precisamente aquella sobre la que se asienta la Monumental. Entre sus muros me siento a gusto, porque tengo la impresión de que estoy en un gueto que alberga lo mejor de la ciudad, así como en el exterior el contingente vociferante que nos llama asesinos representa la embajada de lo más execrable de la sociedad actual. Sus consecuencias las venimos comprobando en esta obsesión político-puritana por hacernos buenos a base de prohibiciones de toda índole: criminalizando a los que fuman, beben, les gusta comer, o a los que son de derechas o a los que sencillamente se toman la existencia de una manera que no ha sido homologada por los puros.
La naturaleza humana no cambia por decreto y la apariencia de transformación que encubre el progreso tecnológico tiende a confundirnos sobre la evolución del hombre, pero está demostrado que desde hace milenios sus impulsos no sufren variaciones perceptibles, solo que ahora se hallan canalizados hacia cosas de apariencia políticamente correcta. Los actuales militantes antitaurinos no son más que los antiguos inquisidores (todavía más ignorantes), reciclados como defensores de los animales; una nueva mística laica cuya supuesta protección a los bichos es solo una excusa para desarrollar un instinto profundo que se explaya en la represión del placer ajeno. Los animales les importan muy poco, empezando por el humano; su verdadera afición es propinar correctivos morales a base de humillar a las personas, y lo digo con conocimiento de causa, pues la web de Els Joglars la llenan de exabruptos tales como: «ojalá cojas un buen cáncer porque así sabrás lo que es el sufrimiento del toro».
Nadie me ha insultado con más fruición, saña y fanatismo como las que ejercen los antitaurinos bajo su beatífica máscara de antiviolentos. Pero esta es otra guerra, una guerra que planteo a la inversa. Se trata de estimular sus acciones, pues cuanta mayor presión desplieguen, al igual que los cristianos en la Roma antigua, más vigor y sentido adquirirá la tauromaquia. Incluso sería partidario de que se destinara una parte de los beneficios taurinos al sustento de adversarios tan aprovechables. Con los toros intentaron acabar algunos papas y hasta poderosos monarcas. El resultado está a la vista: cada vez hay mayor número de ganaderías y se torea mejor, tal como lo vamos a comprobar esta misma tarde.
Hace escasamente un año que Dolors, José Tomás y yo asistíamos juntos a una corrida en esta misma plaza. Aquella tarde el matador estaba aún en situación de retiro y, mientras se desarrollaba la lidia, notaba cómo José toreaba mentalmente, pues al mismo tiempo que se sucedían las distintas suertes en la arena iba comentándole a Dolors las posibilidades de maniobra que ofrecía el toro. «… Así, dulcemente… con cuidado y afecto… con mucha suavidad… sin brusquedad…». Los adjetivos eran todos de naturaleza exquisitamente delicada para con la fiera. Esta es la clave de su grandeza como artista. Nada resulta forzado y por este camino consigue que el feroz antagonista acabe como un armonioso colaborador de su propio sacrificio. Solo conozco a otro torero que, siendo de un estilo vital muy distinto a Tomás, eleva el animal a la categoría mítica. Se trata de Enrique Ponce, el diestro que ha indultado más toros en toda la historia de la lidia por su prodigiosa maestría en concederle protagonismo a la bestia. Entre el uno y el otro representan hoy las dos grandes corrientes de la tauromaquia, el héroe humano y el minotauro.
Lo que ocurrió la tarde del 17 de junio de 2007 en la Monumental de Barcelona no lo olvidaré en lo que me resta de vida. La tan cacareada catarsis que siempre citamos los del gremio escénico y que ha llenado innumerables páginas de especulaciones puedo afirmar que existe. Lo podemos afirmar todos los que estuvimos presentes en el rito que se desarrolló aquella tarde en la Monumental entre el silencio de muerte y el rugido conmocionado. Público y oficiantes estuvimos ligados por unos lazos tan profundos que no existe en el mundo occidental ninguna ceremonia capaz de conmover y elevar con semejante fuerza al ser humano. Quizá las misas lo habían conseguido en el pasado con su poético y experimentado protocolo romano; lamentablemente, ahora se han convertido en la parodia de un sacrificio. A lo largo de mi vida he gozado de las mejores expresiones del arte, en música, danza, ópera y teatro, pero nada es comparable al ritual taurino en el que participamos las dieciocho mil personas allí presentes. Es indudable que los ingredientes externos actuaron como sustancias indispensables para que se conjugaran todos los factores que acabaron provocando finalmente la explosión.
Al finalizar la corrida tampoco faltaron lo que se describe como efectos terapéuticos de la catarsis. Un sentimiento de fraternidad general invadía la muchedumbre que abandonaba las gradas mientras el cuerpo experimentaba las sensaciones curativas del acto. Efervescencia, relajo, nostalgia de la belleza esfumada, gran placidez… En el epicentro de la putrefacta majadería regional había brotado un hálito de vida inteligente. No importa que la estulticia de mis ex conciudadanos lo vilipendiara después con los subterfugios del racismo étnico: «la mayoría era gente de fuera», «eso nada tiene que ver con la cultura catalana», «esta brutalidad impropia de un país civilizado no la podemos tolerar en casa»; pero lo esencial es que el acto se había celebrado y nadie lo puede desahuciar ya de nuestra mente.
Al salir abandoné por unos momentos la animada tertulia de entrañables amigos y con la excusa de una entrevista radiofónica a través del móvil entré de nuevo en la plaza ya vacía. Lo hice por una de las andanadas altas, donde hace casi sesenta años mi tío Ignacio me tenía sentado en sus rodillas.
—¿La corrida ha estado a la altura de la expectación creada?
Mientras me deshacía en adjetivos laudatorios del evento para los andaluces de Canal Sur Radio, mi mente rondaba por otros derroteros. Aquella arena ahora revuelta, después del gran combate entre la inteligencia y la ferocidad, era la misma que de niño, solo al verla, me hacía palpitar el corazón intuyendo las emociones que viviría durante la tarde. En mis delirios infantiles pensaba que la vida auténtica tenía que ser aquello y lo que sucedía fuera de la plaza era algo extraño e incomprensible.
En cierta medida se ha cumplido casi todo. No he podido ser torero como soñaba entonces porque no nací en Madrigal de las Altas Torres, pero he tenido la fortuna de convertir la vida en un combate donde la belleza y el ingenio se han enfrentado en desigual batalla contra la trivialidad generalizada. He ganado también algunas guerras, y cuando he sufrido una derrota, el amor ha mitigado el quebranto, hasta tal punto que para volver a la refriega tengo que hacer un enorme esfuerzo de voluntad. He amado y he aborrecido con idéntica pasión y he tenido la fortuna de pasar largos años acompañado por la cálida fraternidad de una banda de comediantes compañeros de armas con los que nos hemos reído hasta la saciedad. He aprendido algunas cosas en mi oficio que me han ayudado a vislumbrar lo poco que conozco sobre la enorme complejidad del arte. También he llegado a experimentar algo tan imprescindible como el dolor gracias al cólico nefrítico. En resumen, no me ha faltado nada.
Puede ser que algunas de las guerras narradas en este libro sean susceptibles de ser juzgadas como la historia de un fracaso. No soy masoquista y hubiera preferido estar de acuerdo con todo y con todos los de mi tribu. Es un ánimo muy agradable que te permite ser indulgente ante las insignificancias ajenas y desorbitado en los aciertos vernáculos; de esta forma te sientes protegido en la íntima calidez de la manada. A pesar de las primeras querencias autóctonas me ha resultado imposible gozar de esta delectación colectiva. Enmarañado en el rifirrafe inexorable, nunca he conseguido saber si Salvador Espriu o Miquel Martí i Pol son buenos poetas, ya que bajo un régimen es difícil ser ecuánime en el aprecio de sus artistas encumbrados. Pero, en fin, sobreviviré a estos dilemas y a la hostilidad tribal, pues a mis años me siento muy afortunado de poder decir adiós Cataluña con placidez, sin rencor ni amargura y con la mayor esperanza en el futuro.
—Boadella… ¿me escucha?
El locutor de Canal Sur estaba algo desconcertado por mi larga pausa.
—Le decía… que, a pesar de las arduas maniobras de los políticos para introducirse en el ámbito moral de los ciudadanos, hoy en esta plaza, y en muy pocos minutos, unos artistas, con solo un trapo, lo han desbaratado todo, ja, ja, ja…
Empezado en Lafre (España) y terminado en un pueblo francés del Languedoc a orillas del Mediterráneo.
Junio de 2007.