Llego puntual como siempre. Ni un solo minuto de retraso ni de adelanto. Mi percepción del tiempo al volante de un coche es realmente prodigiosa. No tengo ningún pudor en reconocerlo. En una distancia de 500 kilómetros el margen de error no excede del minuto. Como de costumbre, Dolors elogia la hazaña con el mismo halago de siempre, cuya mezcla de ironía y ternura tiene la virtud de desencadenarme la risa cada vez que lanza el piropo: ¡Qué gran taxista se ha perdido el mundo!
Ella lo expresa como terapéutico distanciamiento con el fin de disipar mis humos artísticos, pero yo estoy cada día más convencido de ello en la misma proporción en que me asaltan dudas sobre otras habilidades a las que llevo dedicando tantos años. Ya me gustaría manejar el teatro como manejo el automóvil, y, sobre todo, hacerlo con ese dominio tan certero del tiempo con el que ventilo mis viajes.
Nuestros entrañables amigos Gola e Ignacio, duques de Segorbe, nos reciben con una euforia que te hace sentir único y excepcional en sus afectos. Es una cualidad que alberga solo en algunas personas que mantienen una enorme diversidad de amistades de toda índole, lugar y condición. A Ignacio Medina lo conocimos en la «bodeguilla» de la Moncloa, en uno de aquellos encuentros que Felipe González utilizaba para enterarse de cómo iba España. Una vez finalizada la velada, Ignacio se ofreció a acompañarme hasta el hotel en su coche, pero el vehículo no quería arrancar. Entonces ocurrió una curiosa escena, a la que atribuyo cierto contenido simbólico. Para poner el motor en marcha nos acomodamos los dos en el interior del coche y el presidente del Gobierno, ayudado por un par de guardias civiles, nos iba empujando por los jardines del palacio hasta que empezó a funcionar. Con toda franqueza, yo hubiera deseado que el motor no arrancara, para así ir atravesando Madrid empujado por aquella comitiva tan emblemática en la que una representación del poder moderno propulsaba a la nobleza más genuina de España junto a un acólito de Moliere.
Es curioso que algunas sensaciones de estilo similar las he seguido experimentando en todos mis encuentros con los duques. No es una cuestión de anacronismos; nuestros amigos Gola e Ignacio son personas que segregan un ánimo abierto hacia todos los fenómenos de más rabiosa actualidad. Sin embargo, no consigo abstraerme de un memorable pasado que revive por momentos con su presencia; incluso, a veces, estos simples destellos intermitentes tienden a confundirme sobre el instante y la época que estoy viviendo.
Al llegar al palacio de Moratalla, un lugar delicioso situado entre Córdoba y Sevilla, intuía que reaparecerían aquellas sugestivas evocaciones durante las jornadas que pasaríamos juntos. Esta vez con un motivo mucho más justificado, ya que Dolors se disponía a pintar los retratos de nuestros amigos. La escena se prometía algo velazquiana.
—Lo importante de la pintura es que la materia esté viva.
Mientras Ignacio posa, Dolors le aclara las razones por las que había desestimado un retrato suyo iniciado en Jafre. El parecido era muy fiel al modelo, pero ella le explica que la pintura, por una serie de tecnicismos, le estaba quedando con una pátina algo mortecina, ante lo cual decidió empezar otro cuadro.
No he conocido otra artista tan minuciosa y exigente consigo misma. La apreciación de este problema de la materia entre los dos cuadros era de una sutilidad tal que a cualquier profano le pasaría completamente inadvertido, pero precisamente ella se plantea el arte totalmente al revés de como se entiende en la actualidad, o sea, como una cuestión de minúsculos matices. Hoy, todo funciona al por mayor, el genio no se para en minucias, y para instaurar la nueva dictadura vanguardista ha sido necesario destruir cualquier referencia a la realidad. De esta manera el juicio siempre es subjetivo. La consecuencia inmediata de esta perversión del criterio es que la gente queda desactivada en todo lo relacionado con la pintura, que fue precisamente el arte de la sutilidad. Cuando uno observa detalladamente un vermeer constata con toda nitidez la importancia decisiva del más ínfimo matiz en un espacio tan reducido.
Como de costumbre, unos días antes de pintar los retratos, Dolors mostraba cierta intranquilidad sobre el éxito de la empresa. Cuando se encuentra de plano frente a una obra, su natural serenidad se tambalea sensiblemente y aparece ese ligero desasosiego que trato de contrarrestar por puro egoísmo, pues su inquietud me produce congoja. Esta operación tranquilizadora acostumbra a ser una muestra más de torpeza masculina por mi parte, porque siempre acabo diciéndole aquello que menos conviene a una circunstancia sedante.
—No te inquietes; tienes dos semanas por delante…
—Esto es precisamente lo que me preocupa: el poco tiempo de que dispongo.
¡Bingo! Doy exactamente en lo menos tranquilizador que podía sugerir. Sentado en un sillón, Ignacio posa con una disciplinada calma, sin mover un músculo.
—No comprendo cómo puedes resistir tanto tiempo quieto.
Le hago partícipe de mi admiración, pues no soy capaz de aguantar un minuto sin movimientos innecesarios. En mi caso, además de eficiente taxista, ¡qué buen actor hubiera sido sin ese maldito meneo permanente!
—Posar me relaja.
Efectivamente, nuestros amigos demuestran una insólita capacidad para posar sin moverse. Las sesiones pueden durar tres horas y la conversación surge al ritmo pausado de las pinceladas. Hablan sobre todo de arte. Ignacio es también un excelente artista; podría decir que se trata de un magnífico arquitecto, pero, tal como está hoy el gremio en España, no sé si sería un elogio demasiado apreciable.
La niñez de este hombre singular transcurrió entre pinturas de Velázquez y Goya en la Casa Pilatos de Sevilla. Sus juegos infantiles se desarrollaron en aquellos impresionantes patios ornamentados con esculturas romanas. En su vida actual ha seguido manteniéndose fiel a la coexistencia con la belleza, restituyendo el tributo de tan afortunado privilegio en las casas, palacios y hoteles que construye o restaura. El talento arquitectónico y decorativo del que hace gala es una brillante contribución a ese pasado; la huella de su exquisito gusto se aprecia en los más ínfimos detalles, ya sea una puerta o una simple reja, y todo ello con un sentido sobrio de la economía. En sus obras nunca aflora la fachendería ni el lujo burgués. No he conocido hasta el momento ninguna persona con mayor sabiduría en la construcción y transformación de un espacio.
El palacio de Moratalla en el cual residimos es un fiel testimonio de sus capacidades. Todo está reinventado y, sin embargo, es de una legitimidad mucho mayor que lo auténtico. Arte puro. Lo mismo que en el teatro, la vida representada es más impresionante que la real.
Es fácil deducir que, entre las personas y el lugar, tanto Dolors como yo podamos considerar la situación que vivimos estos días como cercana al tópico de una felicidad ilustrada. No obstante, en las largas conversaciones con nuestros amigos planea siempre una leve nostalgia sobre otros tiempos mejores en que la búsqueda del equilibrio y la belleza constituyeron el núcleo esencial del ser humano. No sé si existieron realmente estos períodos o son un espejismo novelesco en el que nos refugiamos algunos artistas irritados con nuestra época. En todo caso, no podemos dejar de lado las realidades tangibles en forma de obras excelsas, únicos testigos vivos y permanentes capaces de transmitirnos el espíritu de aquellos momentos. No descarto que el Renacimiento, simplemente con la Seguridad Social y la Inquisición solo en efigie, fuera para nosotros la perfección.
Precisamente en Moratalla la situación adquiere tintes añejos; los días transcurren con Dolors pintando los retratos en un bellísimo salón, un servidor escribiendo estas líneas en la biblioteca del palacio, y luego los paseos por el espléndido parque que diseñó Forestier y en el que Ignacio va añadiendo nuevas aportaciones, intentando así establecer un lenguaje simbolista entre los distintos elementos vegetales y escultóricos. Hoy, lo encuentro repartiendo indicaciones a unos ayudantes que colocan en el boj recién plantado unos artilugios metálicos simulando pequeños barcos. El ingenio servirá de guía para que, una vez crecido el arbusto, puedan podarlo siguiendo la forma del molde. Dentro de unos años aparecerá en forma vegetal la exacta colocación de las naves en la batalla naval de Actium, y entre ellas se verán las olas del mar representadas en las ondulaciones con que fue plantado el boj. Esta misma representación de las olas también ha sido diseñada como un laberinto abierto. Confieso que los asuntos en los que anda siempre metido Ignacio me dejan pasmado. ¿Quién realiza hoy en España algo parecido? En el terreno de cuantas cosas tengan que ver con la transformación armoniosa de las formas, este hombre es un personaje insólito.
En anteriores encuentros nos inició en el lenguaje de los jardines. Hasta entonces yo podía gozar de un parque simplemente porque me parecía meritorio contener la naturaleza y convertirla en una agradable decoración. Ajeno a otras posibilidades, me venía comportando como un bárbaro que plantaba árboles en el campo circundante de la casa de Jafre con intención de convertirlo en una maqueta de la selva amazónica. Después de las descripciones simbolistas de Ignacio, la mirada sobre mi propio jardín cambió radicalmente; el único discurso allí representado podía asemejarse a un caos multirracial de suburbio parisino. A pesar de mi nueva óptica sobre las posibilidades del lenguaje vegetal, nuestro jardín sigue hoy todavía en una mezcla de intenciones materialistas que van desde la rentabilidad, en cuanto a frutas se refiere, hasta la pura protección del sol durante los rigores del verano ampurdanés. Cierto que resulta agradable pasearse bajo los árboles cuando arrecia el calor, pero un jardín, a pesar de la funcionalidad refrescante, puede desprender un lenguaje tan sugerente como un poema. En nuestro jardín no existe poema alguno; como máximo transmite el dicho popular catalán: «Pardal que vola, a la cassola» [Gorrión que vuela, a la cazuela].
Por el contrario, Ignacio, además de rehabilitar dos de los jardines más bellos de España, el de Oca (Galicia) y el de Villa Manrique (Andalucía), ha realizado auténticas heroicidades en materia forestal. Una de las últimas es plantar en la finca de Gato, colindante con Doñana, cientos de miles de alcornoques para restablecer de nuevo algunos espacios de la dehesa. No creo que hoy exista nadie en este país que trabaje para el futuro de forma parecida; si acaso, unos pocos plantan pinos porque son de crecimiento rápido, pero invertir para el placer estético y ecológico de nuestros nietos con árboles que tardan un siglo en hacer su efecto es algo insólito si tenemos en cuenta que vivimos en España. Un país donde, precisamente, el goce sobre estas materias consiste en todo lo contrario: cortar árboles a diestro y siniestro como quien despedaza al vil enemigo.
Dolors es incansable. Su aspecto frágil desorienta a todos; puede pintar horas y horas sin descanso. Cuando por la noche nos retiramos a nuestro dormitorio, al pasar junto al salón donde tiene instalado el caballete, vuelve a estudiar detenidamente los retratos. Nos enzarzamos en especulaciones técnicas sobre la expresión del rostro de Gola, de la que ha conseguido plasmar su mirada afectuosa con ese ligero destello irónico que la caracteriza. Un retrato es algo de una enorme sutilidad, en el que cualquier detalle erróneo o inadvertido puede cambiar totalmente la atmósfera del personaje, e incluso, a pesar de un supuesto parecido, convertirlo en otra persona. La destreza que tiene Dolors para captar la esencia del modelo es muy posible que sea consecuencia de su considerable interés por los demás y esa facilidad natural por olvidarse de sí misma.
La atracción que siento por ella es la misma que ejerce en mí su pintura. Sufro si algo se le pone difícil, me siento reconfortado cuando encuentra el camino y me deleito ante el resultado satisfactorio. Mi propia obra me importa un rábano cuando contemplo sus telas. Una vez que está el cuadro en casa, me entristece si lo vende; al igual que un antiguo mecenas, desearía que pintara solo para mí. Eso me ocurre porque hay momentos en que su pintura la refleja con más intensidad que su propia presencia, y porque reconozco en cada pincelada sus más delicados sentimientos; me basta percibir la sutil intimidad con la que trata un paisaje para que nunca más pueda mirar aquel panorama real sin rememorar el cuadro en que lo plasmó.
Antes de entrar a nuestra habitación, Dolors me coloca en la silla donde posa Ignacio, exactamente en su misma posición, para así poder corregir todavía un pequeño detalle en la colocación del brazo.
—¿No te sería más práctica una fotografía para cosas tan precisas?
—No consigo ver nada en una foto.
Se lo he propuesto con muy poco convencimiento, pues no me imagino a Dolors sirviéndose de una fotografía. Comprendo su escepticismo, ya que también soy reacio a las fotos; mi mayor tortura son las sesiones en que a menudo me toca posar para los medios. Sentirme rodeado de una docena de individuos ametrallándome con el flash es una sensación inquietante por su analogía con el fusilamiento. Cuando el acto resulta tan poco sugestivo es difícil que el resultado pueda ser sublime. El solo hecho de pintar o esculpir una piedra para que aparezca un rostro es ya de una belleza tal que propicia el resultado prodigioso. Ocurre algo parecido entre la artificiosidad espectacular del cine y la sencillez artesanal del teatro.
La verdad es que juntos tenemos muy pocas imágenes; las guardamos mejor y más intensamente en nuestra memoria, la cual se comporta con mayor fidelidad rememorando emociones o, por lo menos, extrayendo la sustancia de lo acontecido. Seguramente, este es el problema de la fotografía: tiene una incuestionable eficacia en la descripción detallada de un instante, pero se trata solo de una realidad aparente y fácilmente engañosa. Para conseguir que emerja una verdad más profunda hay que entremeterse y forcejear bajo la cascara superficial como lo han hecho los grandes artistas en cualquier disciplina.
Hace unos años, los pintores del llamado hiperrealismo se servían de la foto proyectada para plasmarla sobre la tela, pero el resultado siempre desprendía un clima glacial, era pintura sin palpitación y, como consecuencia, alejada de la verdad. De hecho, imitaban una foto, no el natural. Mi gran duda sobre esos hiperrealistas es si la falta de palpitación se debe al procedimiento utilizado o simplemente a que esos pintores ya no tienen nada que decir.
Sobre la cuestión de la fotografía, Salvador Dalí, refiriéndose concretamente a Las Meninas, proclamaba con su afilada mordacidad que entre una buena fotografía del cuadro y el original de Velázquez la diferencia era solamente de mil millones de dólares.
Los retratos son espléndidos. Dolors no hace trampas ni efectismos para distraer al público ante posibles defectos. Posee una honradez en la línea de Cézanne y, afortunadamente, hace caso omiso de mis indicaciones, que siempre presuponen la inevitable deformación profesional de un oficio de picaros. No debería aconsejarle nada, porque el artificio efectista del teatro tiene ciertas contradicciones con el arte pictórico. A pesar de mis inclinaciones escénicas, yo también prefiero la pintura que habla por sí misma sin demasiada tramoya; sin embargo, los pintores teatrales, como el caso de Caravaggio, gozan hoy de gran predicamento, sobre todo entre los literatos. Sin lugar a dudas, se trata de un excelente pintor, pero prefiero un bodegón de Zurbarán o un paisaje de Pisarro. Aquí entraríamos en la eterna discusión sobre si lo esencial en arte es el tema o la forma de abordarlo. En todo caso, estoy convencido de que igualmente me seguiría impresionando Velázquez, aunque hubiera pintado vertederos.
La pintura de Dolors adquiere en estos tiempos un carácter heroico. Su alejamiento de las modas, de los inventos publicitarios, del gusto por el feísmo y de otras frivolidades aplicadas a lo que llaman artes plásticas reduce el ámbito de su obra a una función testimonial, pero de gran significación; ella participa en la conservación del oficio de pintor, cuya sutilidad se ha extinguido ante la vorágine exhibicionista. Me refiero al oficio en que los pintores por medio de unos pigmentos mezclados con aceite plasmaban sobre una superficie plana la realidad profunda, pero siempre reconocible, del entorno. Actualmente, este procedimiento y otros similares, como el fresco, que aportaron las mayores obras a la humanidad, han sido barridos por una epidemia endogámica cuyos protagonistas tratan de mostrar al mundo entero su «yo» obsesivo, mediante la exhibición de materiales de vertedero. En esta búsqueda histérica de la innovación solo han conseguido repetir hasta la saciedad lo mismo, o sea, su enorme demostración de impotencia. La única intención del tinglado comercial es sorprender con una impúdica ostentación de primitivismo, la cual, para triunfar, siempre debe ser más grosera que la del anterior engañabobos.
Solo hablar de ello ya me provoca repugnancia, porque supone referirme a la mayor puerilidad inventada por el hombre moderno. No hay nada que merezca un comentario mínimamente serio y, sin embargo, semejante estulticia ha hecho correr ríos de tinta, porque es el río revuelto que hace las delicias de numerosos aprovechados que se erigen en expertos para así ser nombrados comisarios del sablazo público. Odio profundamente a esta caterva de bárbaros que, ensalzados con el apoyo de las instituciones, han desahuciado cualquier atisbo de inteligencia, rigor y belleza en el arte. No experimento el menor escrúpulo al expresar el desprecio que siento hacia ellos, en la misma medida que venero el coraje de los escasos artistas que perseveran en el auténtico oficio de la pintura y la escultura. La admiración que profeso a mi mujer es también por esta voluntad inquebrantable que le hace seguir pintando a pesar de la inmensa soledad en la que han sumido a un arte tan benefactor e inductor de buenos sentimientos. En este mismo nivel coloco asimismo la obra de Ignacio Medina, al que le toca imponer la belleza a contracorriente.
Si tuviéramos entre nosotros a Cervantes como contemporáneo, en vez de las mágicas apariciones que solo podían ver quienes acreditaran pureza de sangre en su Retablo de las Maravillas, hoy la trama consistiría en esta enorme estafa avalada por los notables de la sociedad, los cuales, para no hacer el ridículo ante el dictamen de los expertos, elevan a categoría de genios a los que no son más que embaucadores. ¡Qué magnífica fuente de inspiración sería para Cervantes ver a los Reyes de España inaugurando la feria ARCO!
Los desayunos de Moratalla constituyen un momento especialmente sugestivo. La gran sinfonía exterior, interpretada por toda clase de pájaros, ameniza las primeras conversaciones de la mañana. Las condiciones excepcionales del lugar las deben de conocer todas las aves, desde Alaska hasta Madagascar, porque un espacio de esta naturaleza viene a ser como un Nueva York para ellas.
De nuevo el arte es tema de conversación con nuestros amigos. Compartimos el agobio de mal gusto generalizado que sufre España. El rápido enriquecimiento ha sido también causa de lamentables contrapartidas en este terreno. Lugares que habían sido idílicos han resultado devastados en muy pocos años y no parece que el futuro presente un cambio de tendencia. Por cada ladrillo que Ignacio pone con exquisito cuidado hay un millón de ellos dedicados a descalabrar la vista; mas este hombre, en cuestiones que tienen que ver con la belleza, es inasequible al desaliento. Le toca luchar con una burocracia ignorante en estas materias, pero sobre todo debe soportar las terapias personales del político acomplejado contra su histórico linaje en forma de obstáculos permanentes y arbitrarios.
En mis primeros encuentros con Ignacio, determinados aspectos de su personalidad me recordaban al príncipe Fabrizio di Salina, que tan magníficamente describe Lampedusa en El Gatopardo. Sin embargo, con el tiempo fui percibiendo algunas diferencias fundamentales con el personaje siciliano: la primera es que, así como el príncipe mira el mundo que llega con resignada desesperanza, Ignacio no se conforma y contraataca con sus obras destinadas a conseguir un entorno menos vulgar para el futuro. Otra significativa diferencia es la esposa: Gola es una valiosa colaboradora en la guerra de su marido contra la depredación del medio natural y urbano. Es una inteligente mujer con una dulzura melosa heredada de su vinculación con el Brasil, de donde es nieta del emperador Pedro II. Naturalmente, nada que ver con la puritana María Stella, la esposa del príncipe Fabrizio en la novela, la cual podría ser causa de abatimiento melancólico en cualquier marido sensible, ya fuera noble o plebeyo. No obstante, si tuviera talento cinematográfico, encontraría en el mundo de los duques de Segorbe ingredientes más que sobrados para componer un Gatopardo contemporáneo, y posiblemente bastante más esperanzador.
Dos semanas después de nuestra llegada a Moratalla los retratos están acabados. Les gustan a nuestros amigos y también a mí, pero Dolors nunca está del todo satisfecha. Puedo asegurar que, si ella tuviera la oportunidad, los tendría unos años en su poder para seguir haciendo retoques.
En su vida, como en su arte, el matiz es trascendental, significa muchas veces el todo. La influencia que ha ejercido dicha característica sobre mi teatro ha sido enorme, y sus consecuencias sobre los últimos montajes se notan claramente, porque cada vez el número de ensayos es mayor. Por este camino puede ocurrir que ya ni estrene un espectáculo y sigamos ensayándolo hasta la jubilación. A pesar de todo, lo hago persuadido de que no quedará nada de mis obras en el futuro o, en el mejor de los casos, quizá alguna mínima partitura; en cambio, estoy convencido de que la pintura de Dolors nos rebasará en el tiempo. La época que le ha tocado vivir es, sin lugar a dudas, la peor posible, pero queda aún una última esperanza en la dinámica pendular de la historia, que siempre acaba batiendo a los bárbaros (si no fuera así ya no existiríamos como especie).
Nos despedimos. Los amigos parecen lamentar nuestra marcha; era tan agradable esta rememoración real de un pasado imaginado que seguiríamos largo tiempo en la ficción renacentista; pero fuera nos espera la guerra auténtica.
Como todo lo bueno, los días felices de Moratalla están predestinados a transformarse en serena nostalgia; mas al seguir vivos nos queda siempre la posibilidad de reincidir.