AMOR VIII

Lo insólito de mi amada es que, reproduciendo su personalidad rasgos de mujer arcaica, está en todo momento exhaustivamente informada sobre la más reciente actualidad política, cultural o científica. Después de un minucioso repaso suyo por libros, periódicos o Internet, puedo salir al ruedo sin temor a pasar por marciano. Su síntesis no es nada fácil: hay que saber extraer la sustancia de cada cosa, detectando los niveles de falsedad, ignorancia y tergiversación de los medios (que son hoy considerables). Mi mujer es una obsesa de la verdad.

Esa pasión suya por la realidad ha constituido el núcleo de su arte, pero no sabría decir si ha sido la pintura la que le ha dotado de una mirada tan certera sobre el entorno, o viceversa. En esos ejercicios reconozco mi inopia personal: hay veces que construyo suposiciones de sofisticada perversidad ajena donde no hay más que torpeza, y otras, caigo en la más crédula candidez ante una tangible picaresca. Si no la tuviera a mi lado, se multiplicarían por diez los avisperos en los que ando metido un día sí y otro también.

Lo cierto es que jamás me lanzo a ninguna operación bélica sin previo informe suyo sobre el terreno que voy a pisar, pues, como ya lo he señalado, mi juicio es excesivamente radical y tiende a situarse en los extremos, buscando la espectacularidad dramática del tema. Contrariamente, Dolors me sitúa en los más contradictorios matices, y en última instancia, siempre en la indulgencia. En términos escénicos, ella sería la antítesis de Lady Macbeth. Que, por cierto, es un curioso y abundante reducto femenino, cuando una mujer experimenta el apocamiento de su macho.

Sigo. Para empezar nuestra jornada le aconsejo a Dolors que, mientras preparamos el desayuno, sintonice siempre la COPE. Federico Jiménez Losantos quita instantáneamente los restos de somnolencia. Nos reímos juntos, pensando en la histeria de nuestros conciudadanos catalanes, los cuales le consideran el peor enemigo de la historia, después de Felipe V y el Generalísimo. Se olvidan con facilidad del recuerdo que le dejó grabado el catalanismo en su mente y en su rodilla. Un atentado del que hace muy poco la televisión pública catalana daba voz a un tipo que con total desvergüenza se despachaba así sobre el tema: «En un momento determinado estas cosas se deben parar [se refería a los no nacionalistas]. Es preciso un cierto nivel de violencia respecto a esa gente, porque, entre otras cosas, solo entienden este lenguaje». Solo le faltó animar al personal para volver a repetirlo.

Pues bien, con verbo inflamado, furibundo y sarcástico a la vez, Losantos ha construido un personaje provocador que contrarresta el derrame laudatorio del Gobierno en la SER. Los periodistas que tienen como única vocación la defensa incondicional del Gobierno resultan bastante más aborrecibles que los fustigadores compulsivos del poder. Ciertamente, Losantos es un excesivo en sus amores y fobias, pero la diferencia con los otros está solo en que unos utilizan el guante blanco, y Losantos, sin guante, reparte los guantazos. Literarios, por supuesto.

Los comentarios radiofónicos nos llevan a los primeros temas de conversación, mientras probamos la mermelada de limón recién hecha el día anterior. ¡Cuántas horas hemos hablado juntos! Nuestros hijos, de críos, nos acusaban de pasarnos el día hablando. Sentían, seguramente, que nuestro amor podía menguar una parte de sus mimos, y, en cierta medida, tenían razón.

Empiezo yo.

—¿Has escuchado? Dicen que en España hay cuarenta y cuatro mil millonarios más.

—¡Fantástico! Es una gran noticia.

Ni un rastro de preocupación en su rostro aparentando recordar las clases desfavorecidas y el Tercer Mundo. Queda claro que, en su opinión, una cosa nada tiene que ver con la otra, y que aumente el número de ricos no es una desgracia para los pobres. Esta falta de imposturas piadosas y el sentido práctico de la vida, a las nueve de la mañana, es reconfortante.

Seguidamente pasamos a comentar la nueva mermelada con la que, gracias a la productiva cosecha de nuestro limonero, se han llenado quince tarros. Son deliciosas. Utilizo el plural porque ha preparado dos versiones. La suya, con poco azúcar, dejándole el sabor ligeramente amargo de la corteza, y la mía, de niño mimado, mezclándole una pizca de mantequilla y huevo, y, naturalmente, más dulce. Su austeridad pirenaica se nota hasta en la mermelada, porque la elaboración le ha significado un trabajo de muchas horas; pero Dolors es incapaz de quedar impasible ante unas frutas que languidecen. Ni las frutas, ni la comida, ni mucho menos el pan. En casa no se tira una miga. De aquí, las suculentas sopas de hierbabuena o tomillo para los días de ayuno por algún empacho.

Seguimos charlando. Ahora repasamos la información sobre la manifestación de ayer, donde los actores de cine y teatro figuraban a la cabeza. Yo me despacho con mi propio gremio.

—Pura patología exhibicionista… Son todos antiyanquis y después copian las ceremonias de los Oscar y se desviven por ser contratados en Hollywood.

¡Pataplás! ¡Plas! Con el matamoscas que tiene siempre a mano, acaba de eliminar dos ejemplares molestos, en una nueva demostración de pericia, esta vez, con taza de café en la mano. Su habilidad en la caza del bicho invasor es prodigiosa: los liquida en los lugares más peliagudos sin causar estragos colaterales. Puede realizarlo sobre la pantalla de una lámpara, en el borde de un jarrón, en la cabeza de una estatuilla o en mi propio brazo. Lo que asombra de su gesto es su precisión, sin apenas precipitación, y empleando nada más que el esfuerzo exacto para poner fuera de combate al insecto, pero sin desperdiciar ningún sobrante de energía, cosa que, además, podría afectar a la integridad del objeto.

Su gesto es para mí muy revelador. No hay gestos intrascendentes, cualquier impulso del cuerpo dispara un sinfín de indicadores, y lo hace de forma mucho más perceptible que algo tan autocontrolado como la palabra. El conocimiento de Dolors me lleva a vislumbrar, en la simple acción de finiquitar moscas, diversos rasgos de su personalidad, como, por ejemplo, su eficaz sentido del tiempo y la armonía que es capaz de adjudicar al más intrascendente acto de su vida. En este aspecto he tenido que controlar ante ella mi ritmo ansioso y agitado, si no quería alterar su natural serenidad. Al principio, me costaba mucho adaptar mi allegro con fuocco a su moderato con tenerezza, mas, con los años, he conseguido acoplarme lentamente a una cadencia apacible, en la que los acontecimientos toman una dimensión de mayor sensatez y la salud sufre bastante menos. Si viviera mi madre, no reconocería aquel saco de nervios que era su hijo.

—No hay nada que decir sobre la gente que expresa libremente sus ideas; a ti lo que te molesta de tus colegas es que siempre se manifiestan por el mismo bando.

—Será legítima su actitud, pero los conozco y sé que a la mínima ocasión exhiben el complejo de superioridad moral de la izquierda. Esta idea tan asumida de que tienen la exclusiva de todos los valores humanísticos es exasperante. Ellos ostentan el monopolio de la cultura, y la que no proviene de su lado es pura comercialidad reaccionaria. Me cabrea este sectarismo.

Al expresar la última frase parece que he arrugado la frente y las cejas, en una típica expresión mía de malas pulgas. Ella me pasa suavemente la mano por la cara para que no ponga esas máscaras escénicas al empezar la jornada; lo hace con tal delicadeza que al instante recupero mi cara de Boadella pacífico.

—Tampoco la derecha en España ha sido especialmente sensible en estas cuestiones. Reconocerás su inclinación natural por la caspa. Entre el esnobismo y la cutrez…

Ciertamente, tenía razón. Se podría añadir: Entre los cuadrúpedos de la derecha y los impostores de la izquierda… ¡estamos rodeados!

—¿Te pongo café?

Se hallaba atenta a mi taza vacía. Yo jamás he reparado en si le faltaba café o leche, y, en cambio, le lleno siempre la copa de vino como un solícito maitre. ¿Por qué? ¡Automatismos de especie!

—Los artistas de la derecha no salen nunca a la calle, porque serían minoría. De hecho, en el mundo cultural conservador cada uno tira por su lado, y se da la paradoja de que, ante la posibilidad de que les llamen reaccionarios, promocionan cualquier delirante insensatez.

—Pero quizá son menos dogmáticos…

No tenemos nunca prisa para finalizar las conversaciones durante el desayuno. Intentamos recuperar ocho horas de cama sin hablarnos. Cuando se levanta para recoger la mesa, yo acudo diligente en su ayuda. Intento borrar rápidamente las huellas de mi chapucería, que consisten en profusión de migas por todas partes, alguna gota de mermelada en el mantel, e, invariablemente, la servilleta en el suelo.

—Déjalo, déjalo —me dice siempre ella, porque mis ayudas se sitúan más en el terreno de la teoría solidaria que en el de la eficacia.

No sería la primera vez que, después de buscar afanosamente la azucarera por todas partes, aparece en la nevera o el lavaplatos. Hago propósitos constantes para sorprenderla con exquisita sensibilidad hacia estos menesteres, pero o la genética pesa mucho, o mi voluntad no está a la altura de la enorme dificultad. En mi descarga debo aclarar que tampoco me tengo por más inútil que otros hermanos de especie; lo que ocurre es que Dolors pone un listón casi imposible de superar en esas tareas.

Hoy, antes de empezar en su estudio la sesión de pintura, bajará al jardín y, entre los cien rosales, escogerá un puñado de rosas para distribuirlas por todas las estancias. Según la época, pueden ser mimosas, jazmines, narcisos o flores de azahar caídas de nuestros naranjos y colocadas en pequeños recipientes. He citado antes su austeridad, pero ello no impide una enorme sensualidad que le hace transformar las cosas más corrientes de la vida en una sucesión de imperceptibles placeres. Si uno suma las sábanas de hilo bordadas por ella, sus pinturas repartidas por toda la casa, el perfume floral, la cocina de mil gustos, su ordenada capacidad para colocar los objetos en el lugar que más lucen, y un extenso jardín en el que su tenaz forcejeo con la naturaleza lo convierte en sumisa armonía vegetal, comprenderán que necesito hacer un esfuerzo enorme para salir a buscar brega en el exterior. Mis últimas guerras tienen, además, este mérito añadido. Aunque también, como consecuencia irremediable, han convertido este lugar tan grato y placentero en un «ortos clausus» rodeado de territorio comanche.

Las anécdotas con las que vengo describiendo algunos rasgos del carácter de mi mujer podrían inducir al retrato de un perfil femenino instalado en una cierta docilidad. Nada más lejos de lo real. Dolors se muestra implacable ante las arbitrariedades, y cuando la ocasión lo requiere hace gala de una obstinada tenacidad que persiste hasta que no consigue corregir el abuso. Hace unos años descubrió que el agua de nuestro pueblo estaba contaminada por un alto índice de nitratos a causa de los vertidos de purines de los cerdos y el Ayuntamiento no había informado de ello al vecindario. Llevábamos mucho tiempo bebiendo agua de la red en unas condiciones muy peligrosas mientras la Administración seguía autorizando la instalación de granjas de cerdos en la comarca sin ningún requisito. Intuyendo que el problema no se limitaba a nuestro municipio, y ante la negativa de los organismos competentes a proporcionarle los datos analíticos, Dolors inició una minuciosa investigación consistente en analizar el agua de numerosas localidades del Bajo Ampurdán y descubrió que más de cuarenta pueblos estaban en las mismas condiciones. Intentó por todos los medios que las Administraciones municipal y autonómica restablecieran la legalidad que les obligaba a intervenir en una contaminación tan grave de los acuíferos cuyas consecuencias afectaban a la salud pública. Después de innumerables gestiones no consiguió que emprendieran ninguna medida; todo lo contrario, la Generalitat seguía ocultando el problema a la ciudadanía en favor de los intereses de las empresas contaminadoras. Ante la pasividad política y judicial se dirigió a la Comisión Europea a fin de que tomara cartas en el asunto. Luchó tenazmente durante tres años; reunió toda clase de pruebas; hizo viajes a Bruselas y se entrevistó con funcionarios de la Comunidad hasta conseguir que el Tribunal de la Unión Europea condenara a la Generalitat, poniéndole un plazo para solucionar el problema. Al verla tan resuelta, eficaz e implacable en el tema, me divertía pensar que frente a las marrullerías del nacionalismo pujolista era mucho más peligrosa ella que mis rimbombantes invectivas públicas. No puedo dejar de reconocer que de la forma como combatió en la batalla del agua, una vez más, esta mujer me dejó encandilado.

En la literatura abundan los amores inalcanzables; se podría decir que han sido uno de los temas más recurrentes. Casi nunca se describe un amor conseguido, y si en alguna ocasión aparece, solo sirve para el desenlace. Tal vez porque se da por sentado que el alcance del bienestar y la complacencia amorosa es poco intrigante, falto de morbosidad. La constatación del ideal no es del gusto de los escritores de ficción; creen que todo se acabará en el primer capítulo, expresando simplemente: ¡Espléndida existencia! ¡Qué bien me lo paso!

En la vida real nada es lo que parece. No he tenido un solo minuto de aburrimiento junto a Dolors; casi nunca necesitamos amigos para salir y mucho menos para viajar. Nos bastamos solos, porque con el tiempo aumenta la percepción de que la cuenta atrás ha empezado. Así pues, como ya habrán observado que me gusta nadar contracorriente, sigo por el camino, literariamente arriesgado, de la bienandanza, convencido de que narrando los rasgos esenciales de una mujer inteligente, de una artista profunda y una amante leal, ofrezco mi mejor tributo a la realidad de la cual he acabado siendo un adepto compulsivo.

Ahora, con cierto fastidio, debo abandonar durante un tiempo los deleites del amor, pues salgo de nuevo a batallar, ya que el enemigo no cesa en su empeño de intentar silenciarme.