Desde la cama, me llega con toda nitidez el toque de misa del campanario de Jafre. Es un sonido cuya proximidad para mucha gente significaría hoy una molestia en plena noche; pero la campana no suele ser un despertador: es una cadencia lejana entre el inquietante desbarajuste de los sueños, que anuncia con discreta placidez la existencia de un orden. Solo algunos trastornados urbanitas que aparecen los fines de semana por el Ampurdán increpan a párrocos y obispos sobre la inquisitorial interrupción de sus pesadillas por parte del catolicismo, esta vez, embozado en campana. Incluso, hace unos años, la escritora Rosa Regás montó una cruzada comarcal para silenciar el campanario de un pueblo cercano a Jafre. Naturalmente, a los habitantes del lugar les pareció un allanamiento de sus vidas y antepasados que una barcelonesa, a quien consideraban una pija de weekend, hubiera escogido precisamente aquella aldea para hacer exhibiciones de ateísmo ornamental.
¡Qué le vamos a hacer! A mí las campanas me reconfortan; quizá porque siempre han puntuado los tiempos de la vida en común con Dolors. Primero, el lejano campanario de Pruit, que solo tocaba a misa, y ahora el de Jafre, casi encima, que toca cuartos, horas, a misa, incendios, difuntos y entierros. Mientras escucho las campanas anunciando la misa de ocho, me imagino cada mañana el mismo cuadro deprimente en la propia iglesia. Pienso en el pobre párroco encendiendo dos velas en el altar de un local vacío, polvoriento y desangelado, con una temperatura de frigorífico y un pronóstico de audiencia de tres a cuatro ancianas beatas.
No puedo remediar que me invada un sentimiento de compasión hacia ese infortunado colega que trabaja sin público, mientras yo me desperezo en la cama encandilado por el striptease inverso de Dolors vistiéndose. No es que le compadezca su celibato, nada más lejos; el celibato es una opción que entraña un erotismo sublimado y sofisticadísimo. ¡Quién pudiera alcanzarlo! Lo que ocurre es que, cuando pienso en aquella misa, no puedo dejar de identificarme con el pobre mossén, imaginando en propia piel lo que supondría actuar cada día en un teatro vacío. Es el mío un sentimiento paternalista, porque Els Joglars acostumbra a llenar las salas. Además, estoy convencido de que mi ayuda sería trascendental para su función, pero también intuyo que se lo tomaría como una ofensa si se la ofreciera.
Si en vez de anatematizar y perseguir nuestras parodias los clérigos hubieran hecho un ejercicio de humildad, reflexionando sobre las carcajadas que desencadenaba la obra, la sátira les podría haber orientado sobre las causas de una crisis que ahora ya resulta irreversible. Sus ceremonias son cada vez más patéticas, y los celebrantes no saben ni lo que dicen ni lo que hacen. En resumen, ha sido más grave para la Iglesia la falta de fe en el teatro que su falta de fe en Dios, o lo segundo, causa de lo primero.
Estos pensamientos me vienen a la cabeza en la cama, donde resulta muy cómodo reflexionar sobre los demás. Y mucho más placentero todavía hacerlo zambullido en la agradable incandescencia del espacio que Dolors ocupaba hace unos instantes, y al que rápidamente asalto porque me parece irradiar aún un halo de su persona. A este respecto, siempre me planteo la misma cuestión científica o metafísica: ¿por qué será más agradable su calor que el mío?
No teman, no voy a cometer la vulgaridad de relatar las noches con mi amada. Eso lo dejo para el cine español, que se revela incapaz de contar una sola historia sin leernos la cartilla de los ejercicios eróticos de sus protagonistas. La pertinaz escenita parece hecha a molde, por lo cual me cuesta comprender que por ahorro no aprovechen siempre la misma secuencia para todas las películas. Estos ejercicios, fuera de la funcionalidad pornográfica, resultan reiterativos hasta el hastío, no aportan ni épica ni poesía, y menos, originalidad, porque es precisamente en las actividades fisiológicas donde los humanos nos parecemos más los unos a los otros y, consiguientemente, a los bichos.
Solo determinadas parafilias en el terreno sexual pueden abrigar algún interés y convertirse en material escénico o literario de cierta singularidad. Por lo menos a mí me han servido para componer extravagantes escenas de humor, aun cuando la progresiva permisividad en esas cuestiones morales las hace cada vez menos cómicas y más arriesgadas. Hoy una broma sobre la homosexualidad te puede merecer un sumario, y un caballero que se cepilla una gallina acaba invocando la declaración universal de los derechos humanos para defender su respetabilidad. En definitiva, tal como quiero dejar claro, la cama y las noches me las reservo para mí; los días estoy dispuesto a compartirlos generosamente con cualquier paciente lector.
Sigo. Cuando termino mi aseo matinal, que resuelvo en cinco minutos (a mis años ya se necesitaría mecánico y planchista para disimular algo), me encuentro con un suculento desayuno, preparado solo en esos cinco minutos de ventaja que me lleva Dolors. Tales sortilegios son algo absolutamente corriente en mi mujer. Café, leche, mantequilla, tostadas, jugo de naranja, papaya, mermeladas caseras de naranja, limón, higo chumbo, ciruelas, un ramillete de rosas sobre la mesa, y Jiménez Losantos en la radio. Cinco minutos exactos. Yo necesito como mínimo un cuarto de hora largo, con bonificación, para enmendar la leche derramada y un par de tostadas hechas carbón; y, en cuanto a la emisora, solo consigo poner Catalunya Radio, porque no logro encontrar otra en todos los diales del país.
La destreza de mi mujer, realizando perfectamente varias cosas a la vez, me tenía encandilado, hasta que llegué a comprender que Dolors era una aspirante a yiddishe mame. Este nombre se aplicaba en Polonia a las mujeres judías que eran capaces de hacer siete cosas al mismo tiempo. Naturalmente, la yiddishe mame significaba la cota máxima, pero también había las de seis, cinco o cuatro cosas simultáneas, que gozaban de muy alta consideración. La fama de tan formidable habilidad corría por el pueblo o barrio donde habitaba la prodigiosa mujer, como el más prestigioso currículo femenino.
Todavía no soy capaz de precisar el número de asuntos distintos que puede resolver Dolors en un tiempo récord; creo que está entre cinco y seis. Pero lo más admirable de la proeza es que ella los ventila sin precipitación alguna, con esa serenidad que la caracteriza y que seguramente es la clave del acierto en cada cosa.
Prepara una paella, atiende una gestión al teléfono con el inalámbrico apoyado en el hombro, en la otra encimera está elaborando el segundo plato, me da instrucciones gestuales para que vaya a comprar el pan, dispone la mesa y los cubiertos para dos invitados y pone unos troncos en la chimenea a fin de avivar el fuego. Suman seis, y todo en escasos minutos. Es un cuadro espectacular al cual estoy acostumbrado, pero los invitados, si aparecen antes de la hora, quedan asombrados. Y la sorpresa no es solo por la demostración múltiple, sino por el éxito gastronómico y la tertulia posterior que ella suavemente conduce, sin que nadie repare en ello. A todo esto hay que añadir sus espléndidos bodegones que circundan la olorosa cocina-comedor de Jafre, confiriendo al entorno el suave embrujo de su personalidad.
En tales casos, la admiración de los demás ante Dolors me causa mayor satisfacción que cualquier éxito de mi actividad artística. A menudo, me mueve un excéntrico impulso de exhibirla al mundo para que la conozca y la aplauda, pero entiendo que esto forma parte de mi deformación profesional. Para una personalidad tan especialmente discreta como la suya, la exhibición significaría un panorama terrorífico.
Admito que esas cualidades eran antes más patrimonio femenino que masculino, y la fascinación que siento proviene seguramente del descubrimiento de una mujer insólita entre las de mi entorno. Pero ahora hablaré con los sentimientos, al margen del derecho y de la comprensión racional hacia tantas situaciones abusivas para con las mujeres.
Como la mayoría de los hombres de mi generación, he tenido que reciclarme en lo posible para asumir un mundo de igualdad de sexos. Los varones nos recreábamos con el personaje que teníamos asignado, y aunque existía cierta conciencia de la falsedad del asunto, nos complacía la comedia que interpretaba la mujer para simular su aceptación. Había en ello una superioridad maternal que reconfortaba al más rudo de los machos. Algunas eran auténticas maestras en el arte de jugar un rol sumiso, mientras nada se movía sin su solapada intervención. En esas destrezas, las mejores especialistas se hallaban en el mundo rural, y, aún hoy, en algunas recónditas masías encontraríamos los últimos ejemplares de tan excepcionales féminas. Lo que ocurre es que actualmente se impone la cruda realidad objetiva sin juego ni subterfugios. Por consecuencia, la adaptación de un ser tan monolítico como el hombre a esta realidad ha sido costosa, y, remedando a Unamuno, podríamos decir que con toda justicia ellas han vencido, pero que no hemos quedado íntimamente convencidos. Eso es lo más espinoso; aunque los hombres originen actos de afirmación feminista, paridades y otras majaderías, no parecen satisfechos ante el nuevo panorama. ¿Pero solo porque fuimos educados con otros modelos? No me tengo por un macho cerril; hace casi cinco décadas que practico un oficio en el que la paridad viene de siglos. Incluso tengo todavía cierta disposición a comprender el mundo que me rodea; pero en general el ámbito femenino me resulta cada vez más alejado, casi inasequible. Es algo con lo que no acabo de conformarme y tampoco me parece que todo el débito sea mío. Cuando me interrogo sobre mis impulsos egocéntricos, me cuesta detectar qué porcentaje de la tradicional educación masculina subsiste aún, o si todo es consecuencia de la propia especie. ¿De dónde parte el rechazo inconsciente a que la mujer invada lo que creíamos nuestra función?
Es indiscutiblemente justo, tienen toda la razón objetiva, pero si el hombre se encuentra incómodo en su papel, tampoco ella debería sentirse plenamente complacida. Según las estadísticas, parece más capacitada, es un ser más completo, o, por lo menos, con mayores matices; en resumen, con referencia al macho, posee una facilidad de adaptación muy superior. De acuerdo. Lo vienen demostrando con creces. ¿Y ahora cómo recomponemos la fábula? Al margen de lo más estrictamente fisiológico (que tampoco es baladí), el amor necesita unas convenciones, asume constantemente una cultura visual y literaria, se recrea en unos personajes míticos y juega roles imitativos de la naturaleza. Cuando una mujer y un hombre se miran calculando lo que aporta cada uno, todo parece acabado. Llega la sociedad limitada, con sus estatutos y subordinada a los tribunales del lugar, o sea, un futuro con menos tabúes tal vez y más intercambio sexual, pero con una mengua sustancial de ternura. El hombre ya no recibirá más aquella mirada dulcemente maternal sobre sus insensateces (que tanto le reconfortaba), y la mujer caminará sola, sin la protección fachendosa y algo lisonjera (que tanto la halagaba).
Solo por estas dudas pueriles, muchas mujeres me rebatirían, clamando muy alteradas:
—¡Excusas! El puto machismo ancestral que os impide evolucionar y os hace agarraros aún a los privilegios, por miedo a tener que destruir un personaje de cartón piedra en el que os sentíais como los reyes de la jungla. Nosotras no hemos invadido ningún terreno: hemos recuperado lo que nos habíais expropiado. Ahora sois vosotros quienes debéis adaptaros a la nueva situación. Han cambiado simplemente las reglas de juego. Poneos cómodos, que no hay vuelta atrás.
—¡A sus órdenes, señora! Si me da usted su permiso… me voy con Dolors.