¿Era amor a la patria? Cuando entraban los segadores afilando sus hoces desde el fondo del teatro, y el sonido estridente de la «tenora» enfilaba el himno Els segadors, un escalofrío emotivo recorría toda mi piel. Transcurrían los últimos espasmos de nuestra excitante y feliz adolescencia mental, creyendo todavía que ser catalán era lo mejor que podía ocurrirle a cualquier habitante del planeta. En todo caso, el tiempo de la ficción tocaba a su fin, y la cruda realidad sobre la conducta de nuestro bando y sus integrantes era inminente. En el otro lado, el ocaso del régimen parecía irreversible. La naturaleza nos complacía maltratando el cuerpo de Franco. Aun así, como todo bicho finiquitado y acorralado, sus dentelladas podían ser letales, como se demostró en septiembre de 1975, enviando cinco jóvenes al paredón.
No obstante, el hecho de interpretar en público un himno prohibido por la dictadura aportaba todavía a la representación unos ingredientes de riesgo que hacían subir notablemente la cota emocional.
—¿Has visto aquel viejo de la segunda fila? Le caían las lágrimas…
Mi amigo y colega Jaume Sorribas actuaba siempre con un ojo en el personaje y otro sobre los espectadores.
—Naturalmente —le contesté—, porque ese tío es de antes de la guerra.
No iba yo a admitir en su presencia que cuando empezaba la escena patriótica me ocurría lo mismo que al viejo de la segunda fila. Tenía claro que Jaume no era muy proclive a esa clase de sentimentalismos. Practicaba el justo apego a las cosas místicas para no tener que pasar asiduamente la humillación del desencanto. Cuando alguien se ponía demasiado pegajoso en las expresiones sentimentales, el ingenioso Jaume lanzaba un sarcasmo tan divertido como demoledor.
Su actitud no ha cambiado desde el primer día que apareció en la sala de ensayo, hace ahora unos cuarenta y cinco años. La vida no le ha sido fácil, pero la dignidad ha resultado indemne. Si escuchara ahora lo que estoy diciendo, su reacción pudorosa lo llevaría a echar mano del bel canto:
—¡Celesteee Aidaaa! ¡Oh, bala perdidaaa!
Cualquier aria operística manipulada a su antojo podía servirle para cortar toda plática ajena cuya derivación en el terreno de los sentimientos se encaminara por derroteros excesivamente acaramelados.
¿Por qué no había captado todavía su ejemplo práctico? Me hallaba aún empeñado buscando sensaciones afectivas en la promiscuidad tribal. Trataba de extraer del territorio un caudal de sentimientos que mi entrañable amigo, con el buen tino que lo caracterizaba, sabía colocarlos con certera precisión en las gentes más diversas, ya fueran gallegos, japoneses o zulúes.
También su forma jovial de encararse a las dificultades, o incluso a los apuros que podía sufrir el grupo, marcaría para siempre nuestra dinámica de relación colectiva y, sobre todo, acabaría imprimiendo un estilo de ofensiva sarcástica hacia el exterior. Sin exhibir ningún protagonismo, y sin estar presente desde hace muchos años, Jaume ha sido, sin lugar a dudas, quien más ha influido a la compañía durante cuatro décadas y media.
—Oye, Jaume: hay un sinfín de asuntos para resolver pronto. Apunta todas las gestiones que debemos realizar los próximos días.
La razón del encargo era debida a sus funciones de secretario-administrador del grupo, que ejercía durante los tiempos libres de ensayo. En esta ocasión, Jaume estuvo media hora ante un folio, bolígrafo en mano, y después desapareció con cualquier excusa. Cuando me acerqué al papel para ver la lista de los asuntos a realizar, pude leer la totalidad del contenido: ¡Gestionar gestiones!
Juntos habíamos vivido infinidad de situaciones complicadas, que él, hábilmente, convertía en hilarantes. Mi turbulenta cabeza encontraba en su armonía rítmica un motivo de imitación. Yo era maestro suyo en las ficciones teatrales y su alumno aventajado en realidades objetivas.
Acabábamos de pasar muchos meses con la compañía instalados en los montes de Pruit, construyendo Alias Serrallonga, que fue mi última extracción de residuos amorosos sobre la tribu. Yo andaba todavía por el territorio catalán como los niños en su parque infantil. Aquí el olor reconfortante del pipí, allí el juguete manoseado con efluvios de papilla, debajo el fascinante agujero en el suelo plastificado para introducir compulsivamente el dedo índice… Me movía con pasmosa facilidad por los rincones endogámicos del jardín provinciano, compartiendo confidencias sobre la perversidad del enemigo centralista. Lo hacía con todos aquellos nostálgicos del claustro materno nacional (entre veinte y ochenta años) que aún se chupaban el pulgar soñando con la tierra prometida.
Llevaba varios meses buscando afanosamente, entre el paisaje y las gentes del lugar, las huellas del más famoso bandolero catalán. Reproducía sus itinerarios, merodeaba entre las ruinas de su masía, percibía su presencia en cada rincón del bosque… La inmersión en las pasiones legendarias de un territorio se transforma en una droga capaz de diluir cualquier atisbo de objetividad. Cuando uno se complace en el ámbito de la figuración épica, la verdad es percibida como lenguaje falsario de los traidores.
La ejecución de Joan de Serrallonga en la Barcelona del siglo XVII me parecía un entuerto histórico que había que reparar. Los responsables pagarían caro su agravio, y entre ellos estaban: Felipe IV, Olivares, la Guardia Civil, Franco, Castilla, los obispos españoles, José Antonio, catalanes colaboracionistas, etc. Como lo tenía tan claro, y además sabía que mi público también lo celebraría, pues por qué reprimirse. ¡Al ataqueee!
Cegado por mi acto de amor al bandido y a la patria, arremetíamos sin piedad contra el enemigo fascista español al que hacíamos responsable de destripar a Serrallonga en 1634. Hoces, trabucos y espadas caían inclementes sobre los culpables. No importaba para nada la auténtica evidencia de un astuto salteador, cuyo único interés por Cataluña consistía en cómo despojar más rápidamente los bienes de sus paisanos.
Era tan emocionante amar la ficción que hacía imposible el reconocimiento de una realidad palpable ante nuestros ojos. Alimentábamos unos fetiches que después acabarían engulléndonos, pero aquella Cataluña que llenaba el teatro solo deseaba mitos sobre su propio pasado, y nosotros se los proporcionábamos con creces. Esta inclinación sentimental ha derivado en patología que afecta a la casi totalidad de los ciudadanos, gracias al temerario ímpetu de los medios publicitando la política de los sentimientos. Ello no implica que la obra tuviera pasajes de enorme belleza y emoción, pero si ahora planteo una cierta autocrítica es porque no se debe olvidar que, incluso en el arte, lo más bello sigue siendo la verdad. Alias Serrallonga era una falsificación absoluta. Eso sí, espectacular, divertida e incluso conmovedora.
Con la hoz, la espada o garrote en mano, Jaume actuaba bajo la apariencia de un absoluto convencimiento. Sin embargo, a diferencia de los demás, en algún lugar recóndito de la interpretación siempre me parecía entrever ligeros destellos de su inmutable escepticismo que aportaban a su actuación una sutil distancia. Había gestos sintomáticos. Los dos teníamos una escena donde representábamos unos payeses saliendo a orinar fuera de la masía, mientras discutían del tiempo. Como la escena se ejecutaba sobre una tarima plantada encima de las butacas, descubrí un día que Jaume rociaba de veras a los espectadores mediante un pequeño ingenio. Pero lo más sorprendente era que no se trataba de agua como quizá pensaban los sonrientes afectados, sino de líquido íntimo, propio y veraz. Naturalmente, al poco tiempo lo imitaba yo con auténtica fruición. No hay gestos casuales. Un escepticismo inconsciente empezaba a gestarse.
El higiénico distanciamiento de Jaume sobre cualquier imposición idólatra fue lo que posiblemente me inspiró la inesperada coda final de la obra. Tal como he narrado, los segadores, afilando sus hoces, entraban en la sala al son de Els segadors (hoy himno de Catalunya) hasta llegar al pie del escenario. Una vez allí se abrían las cortinas y aparecían unos turistas anglosajones entusiasmados por aquella sublevación rural. Era un gag impactante. Entonces los segadores, como movidos por un resorte ancestral, aprovechaban la euforia guiri para venderles todo el material revolucionario. Eso sucedía mientras Serrallonga iniciaba un striptease en el que acababa descubriendo las cuatro barras en la parte trasera de sus calzoncillos. Era lo más auténtico de la obra.
Hoces, barretinas y trabucos se convertían en objetos de subasta, mientras acababan todos cantando juntos un himno pacifista norteamericano de Joan Baez muy a la moda. Fueron estos mis primeros espasmos para salir de la matriz tribal. El parto se presentaba largo y doloroso, porque, una vez emancipado, la mirada desde el exterior no sería nunca más tan complaciente y los sentimientos de amor patrio no resistirían la implacable realidad.
Los espectadores, enardecidos por la ejecución pública de lo que consideraban su himno nacional (entonces prohibido), hacían ver que no se enteraban de la satírica coda. En este sentido, la experiencia escénica me ha demostrado que de nada sirve comunicar al público aquello que no desea escuchar. Lamentablemente, esta dolencia continúa siendo uno de los mayores problemas que padece mi tribu, la cual, por mucho que la realidad demuestre lo contrario, sigue empeñada en creer que cuando un ciudadano de Madrid se levanta por la mañana lo primero que le pasa por la cabeza es: ¿Qué putada les puedo hacer hoy a los catalanes?
Pasados más de treinta años, me pregunto por la naturaleza de mi afecto hacia algunas esencias étnicas de este rincón mediterráneo. Resulta evidente que los sentimientos amorosos no parecen homologables con tales abstracciones. Me estoy refiriendo a unos sentimientos de adulto. En el caso del infantilismo crónico, la disposición para evadirse de la realidad es capaz de darle forma humana a unas hectáreas de territorio. Entonces, no es extraño que bajo semejante influjo la supuesta patria (generalmente, femenina y virgen) pueda ser igualmente materia de amor platónico si es la propia, como de salvaje violación cuando es la del vecino.