AMOR XI

Caminábamos con enorme lentitud por París. Mis dotes de malogrado taxista me llevaron a calcular un minuto en recorrer aproximadamente diez metros. Con semejante cadencia, cien metros significaban diez minutos. Todo se nos hacía enormemente lejano y tan solo cruzar una avenida con tráfico denso se convertía en deporte de alto riesgo. No podía evitar el recuerdo luminoso de cuando recorríamos aquellas mismas calles con la ligereza de nuestra juventud y también la euforia incontenible que nos proporcionaba una escapada furtiva. Habían pasado treinta y dos años desde el humilde hotelito de la Rué Cujas donde tuvimos muy claro que no sería posible vivir despegados.

Ahora permanecíamos literalmente más pegados que nunca. Dolors se apoyaba en mi brazo de forma imprescindible para avanzar con lentitud. A mi amada le habían abierto las costillas de par en par y como quien, cortando y cosiendo, reduce la talla de un vestido, el insigne professeur Carpentier le recompuso admirablemente el corazón para seguir en el futuro gastándolo en sus preocupaciones por los demás. Ciñéndonos simplemente a datos objetivos, era lógico que el corazón de Dolors significara su punto débil.

A pesar de la dureza del episodio, teníamos la fortuna de volver a pasear por París. La misma situación trasladada a Barcelona hubiera significado una convalecencia bastante más áspera; solo imaginarme la calle Balmes, o cualquier otra, a diez metros el minuto, el ya difícil trance se nos habría convertido en un vía crucis. El camino espinoso hubiera contado además con el riesgo de lapidación en forma de insultos por parte de algunos transeúntes patriotas, como me viene sucediendo en los últimos tiempos.

Sin embargo, en París todo se había desarrollado fuera de lo previsto. Es muy corriente que la imaginación circule determinada por el sobrentendido literario o por la simple reducción a la experiencia personal. Una enfermedad es un poso de dolor, de la misma manera que una loto al completo tiene que ser obligadamente la prosperidad. Los automatismos estadísticos conducen a una clasificación tópica de la vida y lo que se llama fantasía deambula por estos caminos trillados como punto de partida. Por eso jamás he confiado en la imaginación, que me parece la forma menos veraz y más condicionada de construcción artística. Lo reafirmo ahora categóricamente porque no podía prever de ninguna manera que el post-operatorio de Dolors se convirtiera en uno de los momentos de mayor intensidad amorosa de nuestra larga vida en común. La imaginación me llevaba a presagiar precisamente lo contrario. Una angustia indescriptible invadía mi mente cuando divagaba sobre el futuro cuadro. No es necesario extenderse en el hecho de que el peor de los sufrimientos es el de los seres queridos, pero esta vez, contra todo pronóstico, sucedió lo imprevisto.

Fue todo tan distinto que nos hubiéramos quedado en París alargando la recuperación para siempre. Las mínimas cosas adquirían de nuevo un valor insospechado. Mientras una Dolors vacilante se levantaba por vez primera de la cama del Hospital Georges Pompidou, dos tímidas palmaditas en las ancas nos retraían a nuestros primeros gestos de enamorados. Ella se sentía resucitada y solo saborear nuevamente los excelentes croissants parisinos se convertía en un placer indescriptible. Por mi parte, me regocijaba en su naciente placidez, y el amparo indispensable que yo debía ejercer a todas horas colmaba como nunca los más profundos impulsos proteccionistas de la especie.

Nuestro buen amigo el doctor Joaquim Estrada se lo había diagnosticado hacía algo más de un año. Estrada es de una cepa de médicos actualmente casi extinguida. Ojo clínico, sensatez en el tratamiento, humor y ternura en el trato. En resumen, un artista de la curación. Hombre culto donde los haya, gran actor aficionado en los escenarios, hace de su actividad profesional algo fácil de comprender, incluso para los que no saben lo que es un microbio. Mi reconocimiento va más allá del aspecto sanitario; ha salvado muchas actuaciones de la compañía atacando de forma eficaz, y sobre todo rápida, toda clase de dolencias inoportunas de los actores. Cuando uno piensa en el médico que escogería para el anuncio de enfermedad terminal, este es sin duda el doctor Estrada, capaz de conseguir que el trance fuera incluso filosóficamente digerible.

Al final de un largo periplo dimos con un anciano cardiólogo que nos ayudó a encontrar el camino. El camino de Francia, naturalmente. Durante la visita, mientras el cardiólogo se ausentaba unos instantes del despacho para verificar las pruebas, Dolors recomponía pacientemente las gafas del doctor que, en un gesto brusco de este, le habían quedado desmontadas sobre la mesa. Manipulaba la montura con una atención y una serenidad realmente pasmosa; lo hacía sin mostrar alteración alguna por el inminente resultado de las pruebas. La dedicación a los demás no se aplacaba ni en un trance así. Yo la contemplaba como quien observa la actuación de una heroína de tragedia griega.

El cardiólogo volvió con los resultados, y al encontrar sus gafas recompuestas con tanta habilidad miró a Dolors, primero con asombro, y, pasados los instantes de pasmo, le hizo partícipe de su admiración. ¿Esta entereza ante la adversidad física es condición exclusivamente femenina? No tengo la menor duda. Aún me veo corriendo indignamente a cuatro patas por los suelos del hospital de Vic solo por una minúscula piedrecilla que bajaba del riñón.

Ante el diagnóstico del cardiólogo yo habría experimentado un estado de flojera general y, en consecuencia, hubiera sido incapaz de percatarme no ya de las gafas deshechas, sino de un incendio en la planta del ambulatorio. Sin ser directamente el afectado, llevaba meses por completo descompuesto. Era como si estuviera zorrocloco; ya saben, aquellos machos celtas que, mientras la mujer paría en el corral, se ponían ellos en la cama acaparando todas las atenciones, y simulando los dolores del parto y el nacimiento del hijo. Únicamente la serenidad de Dolors era capaz de levantarme el ánimo, solo entonces abandonaba temporalmente los negros presagios.

Ella miraba el espléndido pasado de los dos como compensación sobradamente justificada frente al incierto futuro. Se sentía conformada ante lo peor y no me quedaba más remedio que imitar su entereza. Nuestros silencios eran harto expresivos; si todo acababa en un breve plazo, no teníamos derecho a manifestar abiertamente ninguna lamentación al respecto. Hasta entonces la vida había sido más que generosa con nosotros; aunque sobre este particular a mí me ocurría lo que a los grandes millonarios, que nunca tienen suficiente.

El protocolo del Georges Pompidou no permite la presencia de familiares en el hospital mientras se lleva a cabo una operación ni tampoco durante las estancias del paciente en la UCI. Toda la información se facilita por teléfono, que es la forma de impedir que cualquier histeria emotiva interfiera en su labor. Aunque no es costumbre mía practicar este género de exhibicionismo, la norma es estricta y me obligó a recorrer París frenéticamente durante las seis horas que duró la intervención quirúrgica. Mis familiares acompañantes quedaron extenuados en la cuneta. Yo hubiera caminado hasta caer exhausto en Orleans o Fontainebleau.

La cabeza corría al ritmo de mi trote. Cada rincón de París provocaba analogías mentales acordes con el lugar. El paso por el Pont Neuf incitaba los planes desesperados. En general, había conseguido mantenerlos aletargados en la lejanía; si las imágenes se presentaban crudamente, las rechazaba al instante, pero desde hacía un tiempo emergían sin control con una insistencia machacona. Si mi amada no superaba la crisis, ¿cómo acabar más rápido? El Sena ha sido un lugar muy socorrido literariamente para estos desenlaces. Una incontrolable mirada desde la altura del puente hacia el río disparó un escalofrío en mi espina dorsal. Tan solo el flash me produjo un pánico espeluznante. Lo más difícil debe de ser contener el impulso instintivo de nadar una vez en el agua. ¡Imbécil! ¡Que hay formas más ingeniosas! Lo que ocurre es que la deformación profesional me ha impedido siempre fantasear con finales que no estén a la altura de lo sucedido en la cripta de Verona.

En la mitad del puente, debajo la estatua de Enrique IV, aparecían los minúsculos jardines del Verd Galant, y al instante mis ojos se nublaron. No existe nada tan ridículo para el género masculino como reprimir estas veleidades lacrimógenas cuando tienes compañía. Respiras profundo, simulas toser o lo encubres con un repentino picor en los ojos. Hay que ver las cosas tan absurdas que ocupan nuestro tiempo en los momentos más trascendentales de la vida.

La imagen de los jardines me retraía a la niñez. Acababa de refrescarme la expresión del profesor de literatura Monsieur Menetrey anunciando el premio de redacción sobre París. Gracias a un ensamblaje de cursiladas, yo había ganado un concurso literario entre las escuelas de la capital francesa por mi escrito sobre Le Verd Galant. Monsieur Menetrey tenía el sentimiento partido: por un lado estaba orgulloso de que un alumno suyo hubiera sido el laureado, pero por otro yo era le petit espagnol de la clase, un esmirriado chaval proveniente de la dictadura del sur que pescaba una distinción francesa.

El recuerdo sentimental de cincuenta años atrás se interfirió entre los delirantes planes de extinción. Cuando uno alienta proyectos de esa índole, los concibe imaginándose una situación límite para justificar el impulso de llevarlo a cabo; pero, curiosamente, siempre se hacen esta clase de cavilaciones observándose desde el exterior. Hay un lado narcisista en la autoliquidación. En el fondo, el motivo de mi súbito escozor lagrimal era de naturaleza egoísta; con las figuraciones había desencadenado la pena sobre mí mismo. Ni flirteando con el final era capaz de librarme del obsesivo «yo».

También es cierto que la muerte no tiene por qué ser lo más terrible de la vida. La única vez que la tuve cerca no me lo pareció. En aquella circunstancia extrema, una vez finalizado el cataclismo de golpes y estruendos del accidente automovilístico, atenazado entre dos camiones, lo primero que formuló mi cerebro fue una extravagante cavilación. Como no llegué a perder el sentido, el gran silencio reinante después del estropicio me hizo creer firmemente que estaba muerto; pero enseguida, gracias al dolor de una clavícula machacada, empecé a tener conciencia de que aún me hallaba con vida. Entonces, la primera conclusión fue exactamente esta: «Con lo sencillo que ha sido morir, ahora me tocará pasar otra vez por ese trance». A renglón seguido me invadió una enorme pereza de volver a vivir. Cuando lo rememoro de nuevo me parece un desvarío monumental, pero, aun así, no puedo menos que coincidir con un cuadrúpedo aldeano de mi pueblo a quien, tras reflexionar largo rato ante un vecino difunto, solo se le ocurrió sentenciar: La muerte… ¡es una cosa muy particular!

La psiquiatría expone una versión simplista, casi de dibujos animados, sobre las razones que mueven la actuación humana. Nuestros adentros profundos todavía son un pozo insondable a cuyo fondo no han llegado ni las ciencias punteras. Mucho más, cuando vengo comprobando que deben transcurrir decenios para conseguir un ligero cambio en mi indomable voracidad. Cambios tan insignificantes como reservar las mejores ostras de la bandeja para el amor de tu vida. He necesitado veinte años para que ese simple gesto haya pasado a ser natural.

Estas evocaciones, y otras de género parecido, se agolpaban en la mollera durante mi frenética carrera por París. Un sinfín de remordimientos ante tanto impulso egocéntrico frente a quien había sacrificado su vida y su arte por los simulacros de un cómico. No daba abasto al sentimiento de ternura que me invadía mientras pensaba en lo que estaba ocurriendo en el Hospital Georges Pompidou.

La Rué Bonaparte, plagada de galerías de arte, pasaba a velocidad de vértigo. Recordaba que también otras veces, caminando con Dolors por la misma calle, acelerábamos el paso. A ella le deprimía comprobar la decadencia del arte pictórico; y aquellas galerías exhibían las últimas mamarrachadas del mundo a precios astronómicos. Un poco antes crucé la Rué Jacob, una calle que, debido al refinamiento de sus comercios y a su armónica arquitectura, mi amigo Arcadi la define como la cúpula de la civilización; pero esta vez me pareció igual que todas.

Nada me había hecho tan feliz los últimos años como cargar el caballete con la caja de pinturas y viajar a nuestra adorada Italia. Cerca de San Giminiano ella aguantaba un sol de justicia para plasmar las suaves ondulaciones de la Toscana; lo hacía precisamente un poco antes de la siega, cuando los campos están cubiertos del manto dorado. Dolors es minuciosa escogiendo el momento y sobre todo la luz. Su peor enemigo son las nubes que le van cambiando el colorido de una imagen. Es el único percance que hace flaquear su natural templanza y aflorar un ligero conato de enojo e impaciencia. Para contrarrestar esta dificultad, a veces trabaja dos cuadros a la vez, uno con sol y otro con sombra. Tales problemas, a Pollock o a Tapies les parecerían una solemne memez; ellos jamás han tenido la más mínima dificultad con la luz, ni con el encaje, ni tan siquiera con la perspectiva. En definitiva, ni un solo problema con la pintura.

Ejerciendo de marido de la artista en esas expediciones pictóricas siempre me sentía invadido por un sentimiento muy placentero. ¿Por qué no lo hice el resto de la vida en vez de tanta comedia? A media sesión de pintura, yo me acercaba a ella para servirle una copa de pinot griggio y fumar un purito comentando los pormenores de la obra. En Venecia cargaba con los trastos en el vaporetto para que desde el otro lado del canal de la Judecca pintara la basílica del Redentore. Cuando la luz del sol declinaba, atravesaba de nuevo el canal para recoger los artefactos pictóricos y generalmente encontraba a Dolors rodeada de un enjambre de japoneses disparando sus cámaras. A los nipones, aquella mujer pintando el Redentore de forma reconocible les parecía formar parte de la estructura turística veneciana. A mí me ocurría casi lo mismo al contemplarla tocada con un sombrero, la paleta y los pinceles en la mano, y una sombrilla sobre el caballete. Su figura me parecía el monumento más bello de Venecia.

En Italia jamás nos hemos sentido turistas. Tenemos la extraña impresión de haber recobrado, entre la gente y los lugares, a nuestros antepasados lejanos. Si la Toscana fuese todo el mundo, no tendría dudas sobre la existencia de un Dios. Las grandes montañas, las cataratas, selvas y desiertos no me inspiran ninguna imagen divina. En cambio, un camino de apreses en las ondulaciones de Siena, que conduce hasta una capilla con frescos del Quattrocento, rodeada de olivos y viñas, es la representación más plausible del cielo cristiano. Un paisaje semejante consigue evocar esas alegorías porque nada se ha dejado en estado virgen o indómito, sino que todo ha sido afectuosamente modificado para ser más grato al hombre. Los italianos tienen el punto justo de las cosas, en el arte, en el paisaje, en la cocina, en la ópera y, sobre todo, en su insólita desenvoltura ante el caos.

Nadie le enseñó a pintar a Dolors. No voy a ocultar que estudió en escuelas de arte, pero en la época que lo hizo ya había penetrado la invasión de los bárbaros y los profesores empujaban a sus alumnos a la «libertad de creación». Se acabó toda referencia sensata a las presencias reales. Los aprendices eran inducidos a la genialidad desde el primer curso, con lo que el maestro se sacudía toda responsabilidad personal. Ella empezó inmersa en este caos aunque lentamente abandonó cualquier rastro de coartada informalista para conseguir descifrar la realidad. Solo la guiaba su buen sentido, que no es poco; pero el camino se presentaba solitario.

En el transcurso de los años tuvo la suerte de conocer al pintor Gabino Rey, el cual ejerció una saludable influencia sobre ella. Seguramente fue su único maestro. Gabino pintaba resoplando; parecía que dejaba años de vida en cada cuadro. Era así de hecho, porque su delicado corazón no resistió una pasión tan ardorosa por el arte y murió recientemente a causa de un fallo cardíaco. Su tenacidad para no ceder a las modas le acarreó una existencia bastante dura; de joven, las dificultades le habían llevado más de una vez a zamparse las frutas del bodegón antes de haberlo firmado. Tuvo una época de gloria en la Galería Pares, de Barcelona, regentada por la familia Maragall, hasta que este establecimiento, que había ganado un merecido prestigio local, pretendió ponerse al día dedicándose afanosamente a la promoción de la frivolidad seudomoderna. En los últimos años, Gabino les era un estorbo que comprometía el nuevo look del local y sus cuadros descansaban en la soledad del almacén. Así, de esta forma, acabó el mejor realista que ha tenido España en las últimas décadas.

Entré en Notre-Dame con la intención de hacer una pausa en la espantada. El propósito era buscar un refugio tranquilo. ¡Menudo tópico! La catedral se hallaba repleta de carne en forma de turistas que deambulaban como quien se pasea por unos almacenes. Culos inmensos a medio cubrir y ametrallamiento de flashes por todas partes. ¡Qué manía con las putas fotos! Los instintos más primarios se concentraban en la punta de mis zapatos, porque, en aquel momento, nada hubiera liberado tanto mi ansiedad como liarme a puntapiés bíblicos sobre aquellas masas adiposas. Afortunadamente, mi apreciada cuñada Ester, una inocente víctima del ritmo desbocado que yo venía imponiendo, me propuso sentarnos unos instantes en un banco frente al altar con el fin de recuperar oxígeno. Obedecí dócilmente, y mirando ensimismado el techo de la catedral, único ángulo de visión sin carne, me puse a balbucear como un autómata en mis adentros: Pater noster qui est in coelis. Sanctificetur nomen tuum. Adveniat regnumtuum… Me salía en latín como cuando era monaguillo. Tampoco podía dejar solos en estas invocaciones a nuestros amigos del mundo taurino que tanta práctica tienen en las rogativas. Lejos de allí, Remedín, Pilar, Paloma y Enrique, seguro que expresaban de forma parecida sus mejores deseos para con Dolors.

Bien es verdad que en aquella circunstancia, así como estaba invocando a Dios, si hubiera aparecido Mefistófeles por algún rincón, igual que el propio Fausto, mi firma en sangre ya estaría estampada en las condiciones de rigor.

«Monsieur, tout c’est bien passé, le coeur de votre femme marche parfaitement». El teléfono operó el primer prodigio en mi ánimo. En un instante, París dejó de ser una ciudad de fantasmas en blanco y negro. Súbitamente, bajo la nueva óptica, los entrañables cuñados y mis hijos recuperaron todos relieve y color. Después, las imágenes y los sentidos se entrelazaron de forma vertiginosa. De nuevo el hospital y la primera mirada de Dolors. De nuevo la vida.

¿Cómo contarle de forma creíble que todo se había desarrollado satisfactoriamente? Por una sola vez, mi experiencia profesional sirvió para algo práctico al margen del fingimiento. Entré en la habitación y empecé a dar saltos con los brazos extendidos y las manos mostrando la señal de victoria. La payasada tenía como objetivo parodiar la famosa imagen de Maragall expresando su euforia cuando Barcelona fue declarada ciudad olímpica. Dolors lo entendió al instante, porque esbozó una sonrisa. En tales circunstancias, resulta obvio que la guasa de un ser querido solo puede darse si el trance se ha solucionado favorablemente.

Pasados unos días, caminamos y caminamos por París, cada vez con mayor ligereza, pero igualmente agarrados el uno al otro. Al poco tiempo, ella empezó a poner en práctica una de sus habilidades más relevantes: la capacidad para construir el bienestar con las cosas sencillas. El despliegue de facultades en esta dirección acabó transformando una severa convalecencia en uno de los períodos más plácidos e intensos de nuestra vida en común. De chevalier servant, obligado por las circunstancias físicas, me fui convirtiendo de nuevo en su voyeur, porque es un espectáculo estimulante observar cómo esta mujer consigue trocar los reveses de la vida en situaciones confortables. Se trata de una esmerada alquimia capaz de proporcionar mayor placer que los mejores golpes de la fortuna, sobre todo cuando uno es el beneficiario de tales habilidades. Como aprendiz aventajado en los talentos de Dolors puedo testificar que los motivos esenciales de su pericia se hallan en el sutil sentido del tiempo.

¿No han sido nunca víctimas de ciudadanos que indefectiblemente telefonean cuando uno está en el baño, comiendo o realizando actividades amatorias? ¡Siempre son las mismas personas! Se trata de gente inarmónica que se pasa la vida fuera de tiempo. Por esta razón les sobrevienen incidentes y accidentes, que engrosan la lista de los que inevitablemente ya lleva consigo la propia existencia.

Para tener la percepción del tempo más apropiado, a fin de no torturar al prójimo con interferencias irritantes, es obligado no estar pendiente solo de sí mismo, sino del entorno. En el fondo, se trata de situarse en una sintonía que permita una correspondencia armónica con los acontecimientos exteriores. La imagen del toro y el torero resulta muy gráfica para ilustrar la cadencia de tiempo con la vida y sus envites. Una fiera dispuesta a finiquitar al diestro y que gracias a la destreza de este acaba convirtiéndose en colaboradora de su arte. La colocación del hombre, o sea, del «yo», es importante; pero resulta todavía más trascendental la percepción del bicho y de su partitura rítmica. En la práctica, el peor enemigo de una actitud semejante es el egocentrismo y la ansiedad. Puedo asegurar que ni en de marzo, unas semanas antes de viajar a París para la operación, yo venía descubriendo diariamente pequeñas los momentos más críticos he visto jamás a Dolors en ese estado.

En el mes transformaciones en el jardín de Jafre. La tierra alrededor de los rosales se había removido, los naranjos estaban podados, y muchos otros pequeños detalles denotaban una persistente actividad. Sin apenas percibirlo, trabajando tenazmente semana tras semana. La administración del tiempo tenía, en este caso, mayor mérito debido a las limitaciones que le suponía su dolencia para cuidar dos mil metros cuadrados de terreno vegetal. En mayo, al regresar de París y entrar por la puerta de la casa que da al jardín, lo comprendí todo. Ante nuestros ojos apareció un panorama espléndido. No era un jardín descuidado tras dos meses de abandono, todo lo contrario: una naturaleza tan bien aliñada había brotado con orden y abundancia. El despliegue floral nos ofrecía una bienvenida radiante y optimista en una casa de la que nos ausentamos con alguna duda sobre si habría retorno. Sin embargo, ella lo había preparado todo minuciosamente por si llegaba ese instante crucial. Rosas, claveles, jazmines, geranios, glicinias, margaritas, azahar, lilas componían un cóctel aromático de propiedades vivificantes. Una inducción de vida placentera.

Con un recibimiento tan grato se nos ensanchó el corazón. Esta es Dolors.