AMOR X

El anfiteatro romano de Nimes se halla repleto como casi siempre; la gente está tan comprimida que las gradas parecen llenas de un denso caldo en ebullición y a uno le asalta el temor a que si se remueven en exceso se desbordará el recipiente por la parte alta del edificio. Quizá se han embutido más espectadores que en la época romana, porque veo a muchos aficionados en arriesgados equilibrios sobre los muros más altos de la plaza. Esta visión de un monumento antiguo que recupera su misma función dos mil años después me causa una indescriptible euforia que comparto con Dolors. Ella siente especial fervor por toda conciliación armónica del pasado con el mundo contemporáneo; y aquí, en Nimes, igual que en el Duomo de Siracusa, que conserva las columnas del templo griego entre las paredes cristianas, el paso del tiempo parece no contar. Si no fuera por el vestuario del público y algún móvil que suena impertinentemente, lo que ocurrirá dentro de pocos instantes en este lugar no diferirá en nada de lo que ocurría en la Roma antigua.

Siempre hemos compartido con Dolors unos gustos muy parecidos, entre los que la tauromaquia figura en lugar destacado. Si encima el ritual taurino se celebra en este impresionante anfiteatro, entonces a los privilegiados asistentes de aquende los Pirineos no nos queda más que lanzar un entusiástico Chapeau! a estos franceses que una vez más han conseguido una mise en scéne incomparable, capaz de inducir a emociones de una intensidad fuera de lo común.

Resulta prodigioso que un rito ancestral como los toros haya conseguido llegar hasta nuestros días aguantando todos los envites puritanos que a lo largo de siglos clamaban por su prohibición. Si hoy se presentara por vez primera ante la Administración alguien proponiendo celebrar un espectáculo de esta naturaleza sería encerrado en un manicomio. Los tiempos corren en dirección contraria a la tauromaquia, pero milagrosamente hay todavía miles de extravagantes que seguimos gastando fortunas para asistir a un rito incierto que la mayoría de las veces no alcanza su cénit, e incluso a menudo causa cierta decepción. También es verdad que el desengaño nos provoca mayores deseos de volver, animados por la quimera de alcanzar algún día apenas unos minutos fascinantes. Sabemos que solo serán unos instantes, pero unos instantes cuya intensidad no se da hoy en ningún otro arte.

Cuando se abre el portón de cuadrillas para el paseíllo y la masa del anfiteatro acompaña con palmas los primeros compases de Carmen, de Bizet, las lágrimas me emborronan la imagen. Nunca he sabido exactamente por qué los toros me han proporcionado las mayores emociones artísticas de mi vida. Seguramente tiene que ver con las primeras impresiones de la infancia, cuando mi tío Ignacio me llevaba a las corridas de Barcelona. Observar de forma directa y también metafórica la vida, la muerte, la belleza, la sangre, el valor, el miedo, la crueldad, la astucia, la prudencia o el arrojo es para un niño de pocos años la mejor, más veraz y más completa explicación de la vida. Todo ello convierte los toros en un espectáculo didáctico y moral, por más que hoy tenga prohibido por ley llevar a mi nieta a la Monumental. La ignorancia de los inquisidores de la secta regional considera la tauromaquia una tradición del enemigo español, y semejante discernimiento lo encubre bajo la máscara de los buenos sentimientos hacia los animales. No nos engañemos: la exhibición de piedad es menos altruista de lo que pretende aparentar, porque su auténtica intención es acusar implícitamente de salvajes torturadores al resto de los españoles con los cuales no desean tener nada en común.

Dolors abre el bloc de dibujo para plasmar algunos momentos de la corrida. Su gesto en ese recinto prodigioso me hace percibir la sensación de bonanza que nos envuelve por haber conseguido un acoplamiento tan completo y durante tantos años. Ante la cantidad de veces que, solo con su presencia, he sido invadido por este sentimiento de éxtasis, debo aceptar que mi vida se ha desarrollado bajo lo que en cristiano se llama bienaventuranza. En los últimos tiempos únicamente nos ha faltado sentirnos a gusto en nuestra propia tribu, pero como dijo alguien: «Para amar nuestra nación primero esta debe ser amable».

¡Han pasado tantos años desde aquella primera audición de sardanas que hizo aflorar en mi mollera los primeros destellos del apego tribal! Sin embargo, no sé por qué caprichos del destino he ido envejeciendo acompañado de una constante contradicción en estas cuestiones. Las persistentes paradojas no me han permitido forjar ninguna ortodoxia firme en casi nada, pero mucho menos en temas que tengan que ver con los sentimentalismos locales. Expreso esta constatación porque la complacencia que experimento en ese lugar fascinante de Francia viene aumentada por una sensación de libertad cada vez que me alejo de Catalunya. Es algo que recuerda la época de la dictadura, cuando se huía a Perpinyá simplemente para pasear o ver las películas prohibidas en España.

Esta analogía me hace evocar aquella boutade anónima tan conocida en los tiempos en que la Catalunya sensata practicaba el sarcasmo como medida terapéutica preventiva:

Dolça Catalunya,

patria del meu cor,

qui de tu s’allunya…

Collons quina sort!

Era una parodia de los espléndidos versos de mossén Cinto Verdaguer, con música de Amadeo Vives, que en mi época de amores vernáculos conseguían irritarme el lagrimal:

Dolça Catalunya,

patria del meu cor,

qui de tu s’allunya

d’enyoranga es mor.

Para seguir los carteles de la feria hemos venido a Nímes acompañados de nuestros buenos amigos Remedín Gago y su marido, el gran matador Manolo Vázquez, que tantas veces ha toreado en esta plaza. Nos conocimos hace unos años y desde entonces el cariño mutuo ha ido afianzando nuestra relación. Las amistades de la madurez no acumulan tantos contenciosos como las de la juventud, y eso las hace más armónicas, quizá porque se aplica un principio de caducidad sobre los agujeros negros del pasado y solo cuenta un futuro que tampoco se prevé excesivo, ya que se halla sujeto a mayor riesgo.

Precisamente, en este aspecto, el goce que experimentamos juntos en la corrida, contemplado ahora desde la distancia, es el epílogo feliz de nuestra amistad. Este será también uno de los últimos momentos agradables en la larga vida amorosa de Remedín y Manolo. Apenas un par de meses después, el gran torero recibirá la inclemente estocada de la enfermedad y acabará sucumbiendo con la misma heroicidad que mostró siempre en la plaza: mirando la muerte de frente sin lamento alguno.

Percibir el dolor de una mujer que después de una dilatada vida en común seguía tan enamorada de su Manolo nos causa a Dolors y a mí una enorme impresión. Es un sentimiento en el que, además de la pérdida del amigo, se mezcla otra imagen trágica, pues en el dolor ajeno experimentamos la medida de nuestro propio sufrimiento para el que le toque sobrevivir a uno de los dos.

A Enrique Ponce le ha bajado el duende y torea como si se moviera al compás de un silencioso adagio. El público de Nimes se halla rendido ante este diestro que con tanta delicadeza atrae y acopla a su ritmo a una criatura furiosa de media tonelada dispuesta a matarlo. Ponce es un torero de una enorme galantería, capaz de ponerse en segundo plano y hacer que sea el toro el protagonista del acto. Es otra visión de la tauromaquia de tanta o mayor propiedad que la que ahora se lleva. Su soberbia generosidad tiene premio: el público pide a gritos el indulto del espléndido toro de Juan Pedro Domecq. Para ello, los franceses utilizan la palabra española, pero acentuando la vocal final: Indultóóó! Indultóóó!

Una vez concedido el indultóóó, el torero, como se hace en estos casos, ejecuta la suerte final sin espada y con la palma de la mano. Como el toro tiene en el lomo las heridas de las banderillas y los puyazos, acto seguido, como un sacerdote ancestral, levanta el brazo y muestra a los tendidos la noble sangre del animal. Otra vez se me nubla la vista ante el inmenso gesto de simulación que viene a significar, en un instante, el paso del sacrificio arcaico al arte del teatro.

Dos años después, Enrique Ponce me brindará un toro en la misma plaza, y los espectadores se preguntan: «Qui est ce monsieur?». La señora que está sentada al lado de Dolors, muy educadamente, le plantea con exquisita delicadeza la pregunta, y ella responde: «Pour moi, c’est l’homme le plus important de l’Espagne».

No ha dejado nunca de sorprenderme que una mujer como ella, de personalidad delicada y sutil, que sufre tanto por los demás, quede tan cautivada por la fiesta taurina. Seguramente su formación rural tiene algo que ver con esta peculiaridad. El proteccionismo malsano a lo Walt Disney que planea actualmente sobre los animales delata la enorme ignorancia que el mundo urbano despliega ante la naturaleza, pues se empeña en adjudicarle su propia moral y, lo que es aún peor, su propia conciencia. Naturalmente, desde una óptica tan desatinada, cualquier acción natural del hombre sobre los animales podría ser comparada con el Holocausto.

En esos aspectos, Dolors tiene una cabeza mucho más sana que la mía, tan deformada por la fabulación. Cuando vivíamos en la masía de Pruit, ella solía poner una taza debajo del cuello de los pollos para que, mientras yo les cortaba la yugular, no se perdiera la sangre que después servía para un sabroso plato. La operación no le inmutaba en absoluto, como debe ser, y era yo el que, montándome estrambóticas teorías, emborrachaba antes al pollo para atenuar pretendidos sufrimientos e introducirle la parte correspondiente de coq au vin. Dolors siempre observaba mis grotescas consideraciones hacia la naturaleza con una sonrisa condescendiente.

Esta amable indulgencia ante mis desatinos es algo que tiene la capacidad de conmoverme, porque no acostumbra a ser ocasional. Su actitud despierta en mí añejos recuerdos de los irresponsables tiempos de niñez en los que mi madre mostraba una conducta parecida.

Cuando el pollo, pato o pavo pasaba de mis baldías manos de verdugo a las suyas, tan creativas, la vida retornaba al bicho en glorioso formato póstumo de variados y suculentos gustos. Eran exquisiteces que promovían largas y agradables sobremesas. Ojos que no ven… los amigos comían tranquilos porque ignoraban los pormenores de la reciente ejecución; estoy convencido de que, de haberla presenciado, alguno de ellos no hubiera vuelto a comer en aquella casa sanguinaria. Son las influencias del mundo puritano, en la misma medida que la hostilidad sobre la tauromaquia. Para los seguidores de esta nueva moral importada, lo que no se ve no existe, y a tan candorosas almas hacer de la muerte un acto público les resulta intolerable. En realidad, nadie quiere saber la historia de una morcilla.

En todo aquello que tiene que ver con el sentido natural de las cosas, Dolors acostumbra a ventilarlo de forma realista y eficaz, fuera de cualquier ficción sentimental.

—Fulanita se ha hecho una inseminación artificial…

Ante mi malintencionada información ella me responde con la mayor naturalidad:

—Pensando en el bien del erario público, ¿no sería bastante más barato y también más sensato que inseminara directamente un voluntario? Hay montones de hombres dispuestos a realizar una buena acción de esta naturaleza.

Intento cuestionar el método natural con argumentos proclives a la asepsia sentimental que supone una inseminación in vitro, pero Dolors se muestra lacónica:

—¿No te parece más bello el procedimiento natural que los tubos de ensayo? Por lo menos es más higiénico…

Si en su mente reina el sentido común, las manos de Dolors transmiten construcción y vida inteligente. Yo voy detrás como un aprendiz de brujo que no consigue dar con la fórmula del maestro; en operaciones tan simples como barrer tiene que pasar tras de mí y en el mismo recorrido barrido por un servidor encuentra más barreduras que yo en la primera pasada. Cuando me parece que algo lo he dejado limpio, ella se entretiene un rato más y compruebo prácticamente lo que significaba un punto de vista difuso. Desde lo más simple a lo más complejo he sido educado por esta mujer en el refinamiento y en la precisión.

¡Cuántas veces me pregunto qué habría sido mi vida con otra dama! ¿Hubiera detectado el placer de oler unas almohadas que han sido expuestas al sol? ¿Habría percibido la repetición cíclica del arte y de la historia? En definitiva, ¿hubiera comprendido algo de lo que me rodea fuera de mi órbita?

Prefiero no divagar sobre una vida sin Dolors en beneficio de mi propio aplomo. Me atengo simplemente a la realidad; no me gusta hacer nada sin tenerla cerca. Tampoco me place viajar sin ella. Cuando, forzado por mi trabajo, me veo obligado a ello, acumulo ciertas dosis de malhumor y soy incapaz de saborear los posibles atractivos del viaje. ¿Atavismo? Es posible; pero en mi caso todo viaje empieza inevitablemente por una evocación melancólica: el drama se inicia al llegar al hotel y deshacer la maleta. En el interior aparecen los pañuelos, camisas, pantalones, camisetas o cualquier otra prenda plegados con una suave exquisitez; es como recibir una caricia aplazada, y entonces esta situación tan común promueve la fase de morriña. A partir de ese instante solo me obsesiona el retorno. Si el viaje lo he realizado en coche, debo reprimirme, porque mi pie en el acelerador es demasiado explícito en las ansias de su presencia y tendría muchas posibilidades de no llegar entero.

Vuelvo a la plaza. Todo Nímes es una fiesta. El gran productor Simón Casas es, desde hace muchos años, el artífice del exitoso evento en el cual implica a la ciudad entera. Este hombre apasionado, que con su feria de Nímes se ha convertido en el mejor embajador de España en Europa, nos invita a su madriguera. Se trata de un lugar discreto detrás de una de las dos puertas del anfiteatro desde donde se puede observar atentamente el desarrollo de la lidia. Allí coincidimos con amigos franceses de Simón, venidos expresamente de París para deleitarse con las sublimes evoluciones ecuestres de Pablo Hermoso de Mendoza.

Los franceses son menos sectarios con el tema del rejoneo; en España, quien es aficionado a los toros no soporta el juego del caballo. Es como si estuviéramos convencidos de que amar alguna cosa profundamente implica la imposibilidad de expresar una sola apreciación positiva en otra variante de lo preferido. Siempre hay que odiar algo para sostener la razón de lo estimado. Sin duda, esto es un incentivo para la pasión, pero que en contrapartida borra con su mismo ímpetu irracional los matices de la vida. Es un sentimiento solo de utilidad práctica para organizar guerras carlistas. En ese aspecto y en muchos otros siempre he comprobado que lo más parecido a un español es un catalán.

Cuando la corrida funciona bien, Simón Casas reparte entre los amigos champagne, acompañado de unas criadillas de toro. Un insigne escritor francés que tengo a mi lado me pregunta:

—C’est quoi ca?

Yo le respondo:

Monsieur, c’est des couilles de toro!

El hombre muestra un ligero sobresalto, pero engulle los suculentos testículos sin más. Su gesto pone de relieve un hecho fundamental entre los franceses, y es que se comportan como los mayores depredadores en cuestiones alimentarias. Nunca acostumbran a despreciar un plato, ni que se tratara de su propia madre aux fines herbes.

Por nuestra parte, los toros son el único motivo de desplazamiento que roza el viaje turístico. Fuera de ello, tenemos la gran fortuna de viajar siempre por asuntos referentes a nuestros respectivos oficios, ya sea pintura o teatro. Si no hay una razón funcional, no contaminamos ningún territorio. Esta actitud resulta especialmente práctica sobre todo en una época en que los reportajes han alcanzado una enorme perfección técnica y las pantallas domésticas pueden ser espectaculares. Las pirámides presentadas en una buena filmación, aprovechando un momento solitario o simplemente sin enfocar las masas, promueve la imaginación de forma mucho más sugerente que la excursión organizada para envilecer paisajes, museos y templos.

El turismo empieza a convertirse en una de las mayores catástrofes naturales de la humanidad. Pronto habrá que organizar una especie de Greenpeace para defenderse de plagas tan nocivas. Tener que sufrir la presencia de ignorantes rebaños en los lugares más prodigiosos es una tortura muy superior al placer de contemplar cualquier obra monumental de cerca. El contraste entre lo sublime y lo grosero resulta un impacto muy deprimente, y aunque uno, si tuviera una pizca de sensatez, regresaría de tales sucesos con el ánimo devastado, lo peor del episodio es tener que aguantar después la pretendida felicidad del viaje contada por algún conocido. Por esos y otros motivos, no pasará mucho tiempo en que uno de los lujos más sibaríticos de las personas civilizadas será el de quedarse en casa.

Atendiendo solo a estas razones yo estaría siempre dispuesto a no salir; sin embargo, reconozco que ir de viaje acompañado de Dolors constituye por sí solo un placer muy particular. El lugar poco importa, porque es su percepción la que cuenta. Puede ser irónica, aguda, divertida o simplemente observadora de lo que tiene delante, pero en cualquier caso siempre con una mirada de lógica tan contundente que todo hermetismo ajeno se descifra con enorme facilidad.

La observación de Dolors resulta inaccesible a los tópicos señalados por la publicidad; más bien se preocupa por la cantidad de árboles descuidados o enfermos, por la ausencia de flores en las ventanas y numerosos detalles insospechados capaces de desvelar las características esenciales del lugar, mucho mejor que la artificiosa Guía Michelin. Tantos años a su lado me han servido de aprendizaje minucioso para mi capacidad de comprender lo foráneo, pero aun así siempre espero su versión.

—Fíjate, Albert: esta tasca podría ser la metáfora más perfecta de España. Debería utilizarse como el primer destino turístico y así los extranjeros entenderían rápidamente la composición química del país.

En Sevilla, por ejemplo, al margen de la indiscutible belleza sensual de la ciudad, a Dolors le fascina especialmente el caos que se organiza en los bares; allí el nivel de decibelios casi supera al del despegue de un reactor, pero al mismo tiempo queda siempre cautivada ante la perfección con que todo se sirve en un santiamén y sin un solo error. Es un ejercicio único en el mundo, y lo excepcional del asunto es que, entre semejante desbarajuste, las conversaciones pueden incluso alcanzar un alto nivel literario. Diez, veinte, cincuenta polémicas juntas que forman una auténtica polifonía del ingenio. Se trata, sin lugar a dudas, del mejor panorama vivo de la ciudad; ni la Giralda supera este alarde de maestría popular. Con estas y otras pinceladas semejantes, puedo afirmar que a través de ella he penetrado con mayor facilidad en los entresijos de mi propio país.

Sin embargo, no es en España donde Dolors encuentra la más alta expresión de la vida civilizada; el lugar es en un pequeño enclave francés llamado Giverny. Esta localidad se halla a unos ochenta kilómetros de París en dirección a Rouen. Allí el pintor Claude Monet se instaló con su familia en una casa de campo. En poco tiempo organizó un espléndido jardín, con miles de flores diversas, que aún hoy provoca la admiración de los visitantes; en un extremo de la propiedad, cruzado por un arroyo, aprovechó sus aguas para embalsarlas y construir un estanque que llenó de nenúfares. Aquel lugar se convirtió en el modelo perpetuo de las pinturas del gran impresionista francés durante el resto de su existencia. El pintor se ganó el amparo de un pequeño universo idílico, pero no solo en función de su arte, sino muy especialmente para practicar otro arte más esencial: el arte del buen vivir, que en su caso significaba la perfecta armonía con el entorno. Monet se entregó a los pequeños placeres cotidianos de la cocina, las inacabables tertulias de sobremesa con los amigos, y los paseos por una campiña refinada. Su inteligente opción le supuso la oportunidad de pintar en el propio jardín, escogiendo el instante preciso en que apareciera el efecto de luz deseado.

Esta vida, este lugar y su obra, representan una de las cumbres de la civilización occidental. Más allá quizá exista el placer del poderío económico, pero no vamos a comparar a Bill Gates con Monet.

La misma capacidad de fascinación que muestra Dolors ante el esplendor de la inteligencia se torna viperina mordacidad frente a la depredación y el mal gusto.

—¡Otro pueblo estilo Palestina!

Su descripción no puede ser más certera. Se trata del estilo más extendido hoy en España. La falta de atención a lo público, la ociosidad frente al desorden, la dejadez ante la mugre y el desprecio a lo vegetal se han convertido en los rasgos característicos del paisaje urbano. Esta lacra endémica en la conducta de la gente es algo que todavía pervive del franquismo. Quizá lo único, pero nadie parece concederle mayor importancia. Todo el interés sobre los posos nefastos que la dictadura irradió en los españoles se concentra ahora en abrir fosas y condenar un régimen ya fallecido. Naturalmente, lo más fácil.

Si Dolors localiza en Catalunya esta clase de collage cutre en el paisaje, el tema es sentenciado con una lógica irrebatible.

—En un país donde Tapies es el genio nacional no se puede esperar nada mejor.

Con los años he conseguido convertirme en un alumno aplicado de esta mujer, pero aun así logra sorprenderme en la mayoría de sus gestos y apreciaciones. En cambio, de cara al exterior, ella se esconde discretamente detrás de mi sombra y yo acaparo honras y afrentas. Las unas y las otras vienen a demostrar una reputación pública cuya estricta realidad se debe a la gran cantidad de aportaciones de su cosecha. Es una fama que de ninguna manera ella desearía para sí misma, más bien le causaría pavor; pero aquí, en este diálogo íntimo, no puedo honradamente silenciar su generoso préstamo.

Cuando recibo elogios públicos o privados y me siento visiblemente incómodo, nunca es por cortesía ni falsa modestia. La cara de pánfilo que pongo en estos casos tiene su explicación. El motivo de mi turbación es porque me encuentro atrapado en un sentimiento de apropiación indebida. Desde hace treinta años el alma de artista de mi mujer ha sido puesta a mi disposición de forma no solo espiritual, sino empleando la mayor parte de su tiempo en ofrecerme un entorno armonioso y placentero. Hubiera deseado hacer lo mismo para su arte, pero el empeño solo ha quedado en el nivel de los sentimientos. La realidad estadística resulta despiadada en este sentido: nunca un hombre es capaz de una renuncia así por una mujer. La paradoja se produce cuando una mujer tampoco es capaz de ello; percibimos entonces que algo se ha estropeado en su condición femenina. Posiblemente, mis nietos ya no tendrán tales dilemas. Se acabarán tamizando los extremos de los dos géneros, pero yo, afortunadamente, ya no estaré, pues me sentiría un marciano frente a las nuevas tácticas de relación.

Estas derivas incontroladas de la mente en forma de reparos deben de ser compensaciones higiénicas que formula eso que llamamos conciencia, pues aparecen siempre cuando experimento las mayores delectaciones. Como hoy: una tarde soleada en las Arenas de Nimes, grandes momentos taurinos, couilles de toro con champagne y Dolors dibujando la lidia.

Siguiendo en ese estado de goce, doy de nuevo rienda suelta a nuestro currículo común, y un último destello referente a ella me traslada a Londres un año antes.

—Acaba de entrar alguien de mucho bolsillo…

Dolors me sopló discretamente esta advertencia, mientras se hallaba a mi lado manteniendo una conversación con el matrimonio Foster. Habíamos ido con ellos a la inauguración de una exposición en la Tate Gallery. Allí se exhibía el «todo London» para apreciar el desvarío de un bricoleur vanguardista de cuyo nombre no quiero acordarme. Dolors estaba de espaldas a la puerta y por lo tanto no podía ver quién entraba, pero el motivo del perspicaz comentario era un imperceptible gesto que acababa de percibir en el rostro de Norman Foster. Como es natural, a pesar del aviso, yo no llegué a detectar ni una mínima señal en el arquitecto y seguí charlando tranquilamente con ellos; pero al instante apareció una pareja que saludó con amabilidad a nuestros amigos y, acto seguido, estos nos hicieron las presentaciones:

—El señor y la señora Rothschild.

Intentando reprimir a duras penas la carcajada, miré a mi mujer con infinita admiración.